Los placeres prohibidos 8

Fue un beso salado, por las lágrimas, pero dulce en mi cabeza. No pensaba que volviera a sentir de nuevo aquél estremecimiento que me producía hasta el contacto más inocente con mi prima.

EDUARDO

Hacía frío, pero el sol no se había escondido. Mientras me dirigía al bar de siempre, podía ver cómo las nubes redondeadas y blancas adornaban el cielo. Si no hubiera mirado el termómetro antes de salir de casa, habría pensado que no me hacía falta abrigarme. Me alegraba de haberlo hecho. Incluso con el abrigo de invierno sentía las manos heladas.

Llegué a ‘El Corralón’ para encontrármelo como siempre. Paco, el camarero, me saludó con un alzar de cabeza y una sonrisa. Alberto estaba sentado en una de las sillas de la barra con una cerveza delante. Se le notaba tenso, supuse que por el cansancio de la semana. Hacía tiempo que no quedábamos los dos un sábado por la tarde para tomar una caña.

Me acerqué a él y le di una palmada amistosa en la espalda.

-          ¿Qué pasa, Berth ? – me reí, pues sabía que no le hacía mucha gracia el mote.

-          Hola, Edu – me miró y sacudió la cabeza hacia los lados, como despejándola de algún pensamiento – ¿Qué quieres tomar?

-          Saca otra.

-          ¡Paco! ¡Otra rubia!

El camarero asintió con la cabeza para indicar que tomaba nota mientras Alberto se pasaba la mano por el pelo, revolviendo aquella mata castaña.

-          ¿Qué tal la semana? – me preguntó – Hacía tiempo que no te veía, macho.

-          Ya, he estado algo desaparecido. – no había tenido el ánimo demasiado alto esas dos semanas - ¿Tú?

-          ¡Bah! – negó con la cabeza, mientras trazaba líneas sobre la jarra empañada de cerveza – Lo de siempre: Clase, cuidar de mi sobrino y a casa a estudiar. Me da la sensación de que no tengo vida.

-          Bueno, habrá tiempo de pasarlo bien, ¿no? Me apetece algo de fiesta esta noche. ¿Sabes si sale alguno de estos? Tengo ganas de olvidarme del mundo real – en realidad lo que me apetecía era salir de casa para sacar de mi cabeza algunas cosas.

-          Edu, a ver cómo te digo esto – miró al suelo y tragó saliva antes de preguntar - ¿Sabes algo de tu prima?

Me dio un vuelco al estómago. Becky había huido de mi despacho aquél miércoles de hacía dos semanas, y desde entonces no la había vuelto a ver. Ya no venía a mis entrenamientos. Aprovechaba para entrar en la sala de máquinas justo después de que yo comenzara mi clase de baile, y se marchaba antes de que saliera. Incluso se había escaqueado de la comida familiar del domingo pasado.

Sin embargo, sí que sabía algo de ella. Sabía que había quedado. Que había tenido una cita. Nada menos que con David, el mismo que nos había dado las llaves de aquél camerino en aquella fiesta de máscaras que tan lejana parecía. Los celos volvieron a salir borboteando de mi interior. Celos y dolor. ¿Tan poco le había importado los momentos que habíamos podido compartir, que en dos semanas ya estaba intentando rehacer?

-          ¿Edu? – Alberto seguía mirándome, esperando a que le respondiera - ¿Sabes algo?

-          No. – le respondí tajante. Me intenté tranquilizar, no quería pagarla con mi mejor amigo.

-          Bueno – tomó aire y lo soltó con fuerza – Escucha. Esto no te va a gustar nada.

-          Si me vas a decir que tuvo una cita…

-          ¡Ojalá! – me cortó – Pero no. Le ha pasado algo gordo, Edu. Más bien, le han hecho algo gordo.

-          ¿El qué? – de pronto estaba asustado, el corazón me había comenzado a martillear dentro del pecho.

-          David me llamó anteayer y… Mira, ese tío se ha vuelto loco o algo, no sé qué le ha pasado en la cabeza, pero no es normal. – hizo una pausa y me miró, para descubrir mi impaciencia y acabar de hablar – Me dijo que la había… – la  última palabra simplemente la articuló, sin pronunciar ningún sonido.

-          ¿Qué? – no estaba seguro de haber entendido bien (esperaba no haberlo hecho) – ¿Que la ha qué?

-          Violado – susurró.

Me levanté de la silla incapaz de permanecer más tiempo sentado. Me llevé una mano a la cabeza y hundí los dedos en mi pelo. Intentaba decir algo, pero no sabía el qué. Mi boca se abría y se cerraba sin emitir sonido. ¿Violado? Tenía ganas de golpear algo…

-          Me lo contó, como si estuviera orgulloso de ello. – siguió hablando mi amigo – Y se rió, incluso. Está loco, Edu. Lo tiene que estar.

No pude aguantar y finalmente descargué un puño sobre la barra, haciendo que Paco me llamara la atención.

-          ¡Será hijo de puta! ¡Joder! ¡Le mato, Alberto, como le vea le mato, te lo juro! – metí las manos en los bolsillos buscando calderilla para pagar la cerveza que apenas había probado. Necesitaba seguir hablando para evitar volver de nuevo a los golpes – Encima Becky está sola en casa.  Sus padres se fueron el martes de viaje para celebrar el aniversario de bodas.

-          Edu, déjalo, ya pago yo. – me dijo Alberto, adivinando lo que iba a hacer – Vete. Y recuerda que mi hermano trabaja en comisaría. Llámame si necesitas algo.

Me marché. Corrí lo más veloz que pude hasta su casa, con un sentimiento de impotencia y de enfado que no entraban en mí. Becky, mi prima, violada por alguien que yo creía amigo. ¿Habría sido culpa mía? Si hubiera estado a su lado, quizá… quizá todo aquello no hubiera pasado.

El portal estaba abierto. No me preocupé de coger el ascensor. Subí los escalones de dos en dos hasta llegar a su puerta. Llamé al timbre tres veces, haciéndolo sonar con la tonadilla que siempre tocaban mis padres. La impaciencia me hizo golpear la puerta con el puño mientras decía su nombre a gritos.

Hasta que me abrió. Casi perdí el equilibrio al no tener el apoyo de la puerta. La miré. Vi su pelo despeinado, sus ojeras enmarcando aquellos ojos que habían perdido el brillo, un arañazo en una de sus mejillas. Tenía la tez pálida, como sin vida, y los labios con aspecto de que se hubiera pasado un día entero mordiéndolos. Pero aún así, aunque demacrada, aunque tuviera un aspecto que reflejara lo mucho que le habían hecho sufrir, para mí seguía siendo hermosa.

Pareció que los segundos se habían congelado, manteniéndonos a cada uno mirando al otro a través del umbral de la puerta. Pero entonces sus ojos brillaron. Brillaron por la humedad de las lágrimas que comenzaron a caer, sin ningún llanto que las acompañara, por sus mejillas. Un impulso me hizo acercarme a ella de una zancada, y la abracé. Dejé que apoyara la cabeza sobre mi pecho y noté cómo temblaba. Canté su nombre, lo susurré mientras le acariciaba el pelo. Le pedí perdón, no sabía por qué exactamente, pero sentía que debía pedírselo.

El enfado y la rabia se habían desvanecido de mi cuerpo. Ahora sólo quería consolar a mi prima, tranquilizarla. Sólo sentía dolor. Dolor por ella, por la empatía que me despertaba. Dolor por haberla dejado sola. Dolor por la culpa.

Cuando mi cabeza fue capaz de reaccionar, cerré la puerta de su casa y no dejé de abrazarla mientras le dirigía al salón. Nos sentamos en el sofá, aunque Becky más que sentarse se acurrucó, pegando sus rodillas a su pecho y apoyando su cabeza contra mí. Mantuve uno de mis brazos rodeando sus hombros y con la otra mano le acaricié el pelo.

Pasó la tormenta. No sé lo que duró, pero estoy seguro de que se me hizo mucho más largo de lo que realmente fue. La calma trajo el sueño de mi prima, que cayó rendida contra mí. Se escurrió entre sueños, buscando una postura adecuada, hasta que su cabeza descansó sobre mis muslos y sus piernas se encogieron. La dejé dormir. Estaba seguro de que las dos noches anteriores apenas habría pegado ojo.

No pude dejar de mirarla mientras pensaba en la situación. Debía llevarla a comisaría para que denunciara. Tendría que llamar a sus padres. No debía quedarse sola hasta el martes, cuando tenían planeado volver. Pero para todo eso, tendría que hablar con ella. Era ya de noche, pero eso no significaba que fuera tarde. Era invierno, principios de diciembre, y oscurecía muy pronto. No podía dormir mucho más tiempo. Miré su cara, que había encontrado un gesto de paz, y tuve que reunir toda mi voluntad para despertarla de aquél plácido universo que parecía haber encontrado.

-          Becky – mi voz apenas era más que un susurro – Becky, tienes que despertarte.

Sacudí su hombro con suavidad, logrando mi objetivo. Abrió los ojos y su rostro se mostró desubicado. Entonces me miró. Sus ojos color esmeralda acompañaron a sus labios en una ligera sonrisa. “Probablemente la primera en dos días”, pensé. Se la devolví, esperanzado al ver que aún era capaz de sentir algo de alegría, o bienestar… o simplemente de sentir cualquier cosa que le animara a plasmar una curva sobre su boca.

-          ¿Quieres algo? ¿Comida, agua…? Lo que sea. – pregunté.

-          No, gracias. – su voz sonó con la ronquera usualmente provocada por el llanto reciente – ¿Quién te lo ha contado?

Sus cejas se fruncieron, pero por lo demás su gesto era normal. Supe de inmediato a qué se refería.

-          Alberto.

-          ¿Y cómo lo ha sabido él?

-          Le llamó… Le llamó David.

-          Hum. – se quedó pensativa – Me alegro de que estés aquí.

Le sonreí de nuevo. Mentalmente, me preparaba para decirle lo que había estado pensando.

-          Becky, tenemos que ir a comisaría.

-          ¡No! – negó con la cabeza, incorporándose para quedarse sentada a mi lado, con las piernas cruzadas sobre el sofá - ¡No puedo!

-          ¿Cómo que no? – me descolocó su respuesta. No creía que mi prima fuera una mujer que se mermara ante la posibilidad de poner a cada uno en su lugar.

-          No puedo, Edu, me amenazó. – tomó aire, dirigiendo su mirada al sofá – Me dijo que le contaría a todo el mundo lo… lo nuestro.

-          ¿Y qué? – la rabia volvía a aparecer como una erupción - ¿Qué tiene de malo que la gente lo sepa, Becky?

-          Pues… Nuestros padres – lo pensó de nuevo, como valorando si merecía la pena callar – No sé, ¿y si vuelve?

-          No va a volver. Si le pillan no puede volver, Becky.

-          Pero…

-          Becky. – me puse serio. Lo que le iba a decir era en principio una amenaza, pero no estaba del todo seguro de que no fuera a convertirse en un hecho – Si no acaba él en la cárcel acabaré yo, porque te juro que si no le encierran y me lo vuelvo a cruzar, le mato.

Me miró un momento. Primero pareció sorprendida, luego asustada. Al final una mirada de determinación apareció en sus ojos.

-          Vamos a comisaría.

Fue rápido. Llamé a Alberto mientras esperaba a que Becky se vistiera con ropa de calle. Cuando llegamos a la policía, mi amigo ya estaba allí, con su hermano y una mujer de aspecto afable. Nos saludaron a ambos, mostrándose muy agradables, y Alberto le dio un afectuoso apretón a Becky en el brazo. A continuación su hermano nos presentó a la mujer que tenía al lado, la forense, e hicieron pasar a mi prima a la sala de interrogatorios. Me quedé en compañía de Alberto durante la hora que Becky estuvo dentro. Apenas hablamos, pero su presencia era reconfortante.

Cuando salió, con los ojos enrojecidos como muestra de que lo que le habían hecho recordar había sido doloroso, se dirigió directamente a mí buscando un nuevo abrazo que le di encantado. Esta vez no lloró. Simplemente respiró hondo contra mi chaqueta y me miró a los ojos. “Ya está hecho”, dijo. Cuando nos íbamos a marchar, el hermano de Alberto me hizo un gesto y me dio una tarjeta. Era de un psicólogo.

-          Es experto en éstas situaciones. – me dijo – Le vendrá bien. Corre a cuenta del seguro.

Asentí y le agradecí todo lo que había hecho. Luego me despedí de Alberto y acompañé a Becky a casa. Subimos y fuimos a la cocina. Preparé una infusión para ella mientras hablaba.

-          Hay que llamar a tus padres.

-          No quiero estropearles las vacaciones, Edu. De todos modos, no tengo fuerzas para que nadie más me pregunte sobre esto. Hoy no.

-          No puedes quedarte sola.

-          Quédate conmigo. Por favor. – la forma en la que me lo pidió me hacía muy difícil decirle que no.

-          ¿Hasta el martes? Becky, vale que hoy no quieras volver a recordar, pero no puedes estar sin contarles esto hasta el martes.

-          Hazlo por mí, Edu. Quédate. Diles a los tíos que me da miedo quedarme tanto tiempo sola… o lo que sea.

-          ¿Tampoco se lo vas a decir a ellos?

-          Si se lo digo llamarán a mis padres. Sabes que lo harán. Por favor, primo…

Cedí. Finalmente cedí. Esa noche logré que ella cenara, y luego puse la primera película de risa que encontré entre la programación de la noche. Nos tumbamos en el sofá, yo con la cabeza sobre el brazo del mueble y ella con la suya sobre mi vientre. Su cuerpo estaba en el espacio que dejaban libre mis piernas entreabiertas y sus brazos rodeaban una de ellas como si de un peluche se tratara. Se quedó dormida de esa guisa. A mí se me durmió la pierna por la postura, pues no me atrevía a moverla por miedo a desvelar a mi prima.

Cuando acabó la película, me moví con cuidado, consiguiendo que no se despertara. La levanté en volandas. Entonces sí se despertó, pero parecía incapaz de abrir los ojos. Se dejó llevar hasta su cama. Ya llevaba el pijama, se lo había puesto antes de cenar, así que simplemente la descalcé y abrí las sábanas con alguna dificultad para que se abrigara entre ellas. Antes de marchar, le dejé un tierno beso en la frente. Ella me cogió del brazo. “No te vayas”, me dijo en su sueño-vigilia, “duerme aquí”. Le prometí que volvería y salí para recoger la sala y pasar por el baño. Me sorprendí al ver que tenía tres botes de gel acabados y tirados en el suelo al lado de la ducha.

Al volver a la habitación, ella abrió un ojo y sonrió. Apartó un poco las sábanas para abrirme hueco y dejó que me tumbara a su lado. Se abrazó a mí. La rodeé con mis brazos, preocupado.

-          Becky… – le susurré – ¿Por qué hay tantos botes de gel en el baño?

-          Olía a él. – dijo, en ese estado en el que no sabes de lo que hablas con exactitud – Aunque me bañaba, seguía oliendo a él…

Se durmió, y tras despejar mi cabeza de pensamientos, yo lo hice después de ella. Las emociones del día me habían dejado agotado a mí también. La mañana del domingo nos despertamos tarde. El día fue tranquilo. Pero la noche no.

Cuando me desperté, a las tres de la madrugada, ella lloraba de nuevo. La consolé, con abrazos y susurros que intentaban acariciar su mente. Cubrí su frente y su pelo de besos. Ella me abrazaba y se apretaba contra mí, y yo notaba la camiseta del pijama empapada por sus lágrimas. La frustración del momento hizo que el corto beso que puso en mis labios me pillara por sorpresa. Fue un beso salado, por las lágrimas, pero dulce en mi cabeza. No pensaba que volviera a sentir de nuevo aquél estremecimiento que me producía hasta el contacto más inocente con mi prima.

-          Becky… – susurré, dejando que mi aliento chocara contra sus labios, que se mantenían a escasos centímetros de los míos.

Volvió a besarme, ésta vez prolongando más el roce entre nuestros labios. El beso seguía siendo inocente, pero un pequeño destello de algo más apareció cuando sus dientes rozaron casi imperceptiblemente mi labio inferior.

-          ¿Qué haces, Becky? – le dije tiernamente, preguntándome si sería consciente de lo que parecía estar pidiéndome.

-          Hazme el amor. – la simple petición hizo que el corazón se me detuviera un instante – Edu, hazme el amor.

-          Becky, no puedo… Yo no sé… – me encontraba trabado, incluso sentía miedo porque algo de lo que dijera o hiciera pudiese hacerle daño.

-          Por favor, necesito que me toques. – sollozó de nuevo – Necesito saber que no te doy asco.

-          Tú no me das asco, Becky. Te quiero. ¿Cómo me vas a dar asco con lo mucho que te quiero?

Entonces lo supe. En realidad ya lo sabía, pero decírselo fue lo que necesité para dejar de engañarme. Le quería, me había enamorado de ella. Lo que me estaba pidiendo era algo que yo podía hacer perfectamente. Hacerle el amor. Lo estaba deseando, pero algo en mi interior me dijo que tenía que ser muy cuidadoso. Volví a sentir miedo.

Pero el temor se marchó a la vez que volvieron sus labios. Nos besamos con una ternura infinita, llené su cara de caricias mientras ella me liberaba de la camiseta. Sus dedos pasaron por mi torso y mis hombros, con un contacto eléctrico. Su lengua empezó a tocar con timidez el interior de mis labios, suavemente. Quería que le hiciera el amor, no buscaba hacerme perder la cabeza con esos juegos suyos tan provocadores. Simplemente buscaba el placer que podía dar un sentimiento. El calor.

Nuestra ropa fue cayendo al suelo, al lado de la cama. Becky buscaba el contacto de mi piel. Yo notaba la suavidad de la suya, lo acogedor que era su cuerpo. Sus dedos acariciaron mi sexo, candente simplemente con sentirla desnuda a mi lado. Incluso esas caricias fueron más eróticas que nunca, lo cual no las hacían menos placenteras. Sus dedos bajaban, casi provocando un cosquilleo por mi erección, y luego su mano la rodeaba para comenzar con un lento y suave masaje hacia arriba y hacia abajo.

No tenía intención de dejar de besarla. Mi boca la quería poseer, abriéndose contra ella con todo el sentimiento que podía demostrar. Sus suspiros comenzaron a aparecer, al tiempo que yo bajaba una de mis manos por su cuello, su hombro, su pecho… Me atreví a seguir bajando. Su tripa, el dibujo de su ombligo, su monte de Venus. Al llegar a ese punto me detuve, a la espera de su reacción. Un suave sonido de sus labios me invitó a seguir. Introduje mis dedos entre sus piernas.

Le invadía una ligera humedad, suficiente para que mi mano se deslizara con suavidad sobre sus labios. Abrió levemente las piernas, dejándome pasar, y yo simplemente la rocé con dos de mis dedos, buscando un estímulo lento sobre sus labios menores y su clítoris, para luego hundirlos en la intimidad de su vagina con cuidado y volverlos a sacar. Repetí el mismo patrón una y otra vez.

Los roces mutuos duraron minutos. Poco a poco fueron más acelerados, pero en ningún momento perdieron la ternura. Nuestros labios no se separaron ni un instante, y sus lágrimas habían desaparecido. De nuestras gargantas surgían cortos sonidos de placer, casi guturales, que se mezclaban con los suspiros que acariciaban las mejillas del otro.

Como si nuestros cuerpos se hubieran comunicado, dejamos de tocar nuestros sexos mutuamente, nos deslizamos entre las sábanas, hasta que su piel quedó bajo la mía. Nuestras manos entrelazaron los dedos a ambos lados de su cabeza, sobre la almohada. Sus piernas se abrieron para dejar espacio a las mías y nuestras bocas se llamaron con más ímpetu. “Te quiero”, escuché que decía entre beso y beso, “Edu, te quiero”.

Y respondí. Respondí con mi cuerpo. Arqueé la espalda hasta entrar en su interior. Le hice el amor. No era la primera vez que se lo hacía, pero esta vez lo llamaba por su nombre. Le estaba haciendo el amor a mi prima.

El compás de nuestros cuerpos fue lento, recreándonos en cada uno de los movimientos que hacían que nuestras pieles se rozaran. Mis caderas hacían un arco cada vez que nuestros sexos aumentaban y disminuían su contacto. Escuché sus primeros gemidos, bajos y contenidos, contra mi boca, que no permitía que la suya se separara. Sus manos habían llegado a mis nalgas para apoyarse sobre ellas y deslizarse en caricias hasta mi espalda, volviendo a bajar luego.

Yo me encontraba en el paraíso. Notaba su cuerpo temblar cada vez que me movía, cada vez que el final de mi sexo presionaba sobre el fondo del suyo. Podría estar horas y horas poseyéndola de esa manera. No había lujuria, pero había pasión. Pasión, un deseo desbordante… y amor. De esa manera, así, con el gesto que Becky tenía dibujado en su rostro, parecía que nunca nadie podría volver a dañarla. Estaba feliz. Y estaba a mi lado.

Nos movimos en lo que podrían haber sido horas, pero para nosotros fueron unos pocos minutos. Entonces, ella me ladeó y me tumbó para ponerse encima de mí. Sus piernas se abrieron para sentarse a horcajadas encima de mi sexo, que volvió a entrar en su interior. Sus caderas se movieron con firmeza, pero con lentitud. Describían círculos. Sus movimientos calentaron mi erección. No nos besábamos, pero nuestros ojos no se despegaban, como hablando entre ellos y expresando todo lo que querían decirse. Becky siguió gimiendo en bajo, abriendo la boca en suspiros. Mis manos tomaron su cintura, dejando que ella misma siguiera moviéndose, pero notando su cuerpo entre ellas.

Mi prima tomó una de mis manos y la colocó en su sexo, incitándome a que la estimulara. La humedad me ayudó y busqué su clítoris. Moví mi dedo sobre él al mismo ritmo que ella se movía sobre mí. Sus gemidos aumentaron la frecuencia, pero no dejaron de ser suaves. Yo me notaba a punto de estallar. Estaba maravillado, excitado más por lo que nos habíamos transmitido que por el propio acto. El placer que me producían sus movimientos era distinto a cualquier otro. Era un placer que me llegaba poco a poco, que se iba acumulando hasta que me sentía a punto de llegar al clímax.

Cuando ella cerró los ojos y describió los círculos con su cadera con mayor rapidez, me perdí. Gemí profundamente, sintiendo sus paredes contraerse contra mí. Mi dedo también había acelerado su estímulo en su clítoris, y Becky enseguida gimió por última vez, llevándose con su orgasmo mi último aguante. Me corrí en su interior entre suspiros. Las piernas me temblaron y mis manos tomaron su cintura firmemente. Cuando abrí los ojos, ella me sonreía. Se reclinó hacia mí y me abrazó, besando mis labios brevemente para luego hundir su nariz en mi cuello.

-          Te quiero – volvió a decir.

-          Y yo, Becky. Te quiero mucho.