Los pies sobre la arena

El reto era imposible. Para ambos. Más tarde o más temprano, un sonido, un chapoteo, una percepción, un retorcimiento, incrementaba el placer que obligaba a cerrar los ojos, morderse labios dar rienda suelta al estremecimiento. Hacían el esfuerzo y volvían a mirarse. Ambos saldrían derrotados y ganadores al tiempo.

Los pies sobre la arena

Abrió los ojos sin haber dormido.

Apenas lo consiguió un par de miserables horas, al comienzo de una noche sofocante de esas en las que por sobrar, te sobra hasta el aire que respiras.

Dos horas fueron lo mínimo para no sentirse aplastada por el agotamiento.

Con esa, llevaba ya setecientas y pico noches.

Dos años y medio, tratando inútilmente de domesticar su parasitario insomnio.

Elisabeth, tan capacitada para tantísimas cosas, tan convencida de su valía, tan contenida y magnífica a la hora de aparentar frialdad y firmeza, era, de piel para dentro, una creciente marejada de dudas y stress acumulado.

La teoría, el estereotipo y la mala baba, aseguraban que Elisabeth, nunca debería llegar hasta donde había llegado.

En el mundo del trasporte pesado de mercancías, desde el mecánico más graso hasta el conductor menos aseado, desde el peón peor pagado hasta el último directivo, meaban de pie mientras una secretaria les anudaba la corbata.

Pocos universos resultaban ser más enquistadamente machistas y a la par agresivamente misóginos, que aquel que ella había escogido para meter el tacón en el quicio de la puerta y empujar para abrirse hueco.

Y eso que le encantaban las corbatas.

Al trabajo no las llevaba para que no fuera acusada de machorra.

Pero en casa, conservaba dos, de pura seda milanesa a las que recurría cuando le entraba el capricho de cocinar completamente desnuda, con la solitaria compañía de aquella prenda anudada lánguidamente del cuello.

Cuando a los veintiocho años y nula experiencia, la contrataron para reflotar aquella empresa familiar cuya tercera generación había conseguido llevarla a la ruina, nadie apostaba un solo céntimo por su éxito.

Venía de finiquitar, despedazar y liquidar media docena de pequeños negocios y su fama de “enterrar, saldar, cobrar y salir por piernas” llegó mucho antes que ella.

Para ella, comprar a precio de risa y vender a precio de oro, sin mirar quien cae en su camino, era un ejercicio lucrativo y diario.

Sin embargo, hastiada de ganar la vida con ruina ajena, imaginó como sería, por una vez, hacer lo contrario.

Un nuevo reto.

El león harto de gacelas terminará pensando como sabe un ñu y ella, una depredadora profesional  empezó a suspirar por nuevas piezas.

Dos años más tarde “Azul Transportes SL” poseía una deuda asumible y bien encauzada, mantenía camiones en ruta por dos continentes y catorce países, pagaba catorce nóminas anuales a doscientas veintisiete personas, poseía delegaciones en todas las provincias menos en Melilla e, incluso, había adquirido un pequeño mercante con el que abaratar costes en la ruta Tanger-Tarifa.

Los que reían, los que cuestionaban y tiraban de acervo machista, habían aprendido a temerla, a contemplarla como una rival sobrecapacitada para construir una embotelladora de agua en pleno Sahara.

Dos carreras, dos idiomas nativos, dos más aprendidos con suma perfección, un Master en Relación Laboral unido a una prodigiosa capacidad de trabajo y un sentido de la competencia casi predatorio.

“Menuda hija de puta”

Eso lo pensaban.

Más de uno.

Pero ninguno de esas mierdas, todos con testículos, le sobraban lo suficiente para soltárselo en un cara a cara.

Porque ante ella, ante su rímel caro, sobre una mesa de negociación, ante un rival, un cliente o un sindicalista, su mirada, calculadora, gélida, mirada alfiler, mirada cuchillo afilado, hacían que sus rivales se sintieran, desde el inicio, putas víctimas.

Si, Elisabeth siempre se salía con la suya.

Menos a la hora de dormir.

Pero Elisabeth no dormía.

No le privaba de ello un beneficio neto de cuatro millones de euros ya superado a mitad del verano.

No el que “Azul” hubiera recibido tres veces consecutivas el premio a la mejor empresa familiar de logística.

No el ver su sueldo duplicado.

Cinco días antes, Elisabeth fue sorprendida en un momento de debilidad, con los párpados medios caídos, en su despacho.

Por fortuna, quien lo hizo fue don Tomás.

Don Tomás, segunda generación, era un jubilado hiperactivo, sabio, de exquisita educación y buen cultivador de ese ignoto arte que es el agradecimiento.

-          No sabes la de veces que te he dado las gracias por salvarnos del desastre generado por mis hijos – hasta a aquellos dos mocosos engreídos y sobrevalorados se había atrevido Elisabeth a poner de patitas en la calle, previa garantía de doce nóminas que cebaran su vagancia y evitaran costosos pleitos – En muchas formas y, aunque no te engendré, no dejas de ser hija mía en lo profesional

Fue el quien le recomendó tomarse unas vacaciones.

Era un consejo sabio, surgido de alguien que pasaba de ochenta y se había pasado la vida entera, sobrellevando el peso de tomar decisiones.

-          Te pido – insistió – te exijo – levanto un dedo burlescamente autoritario- que marches dos semanas donde te dé la gana. No te quiero ver ni en pintura. Y sospecho que esta panda de vagos de allá abajo – señaló con la barbilla a las naves – se alegrarán de no verte durante dos semanas.

Puede que por un segundo sintiera la tentación de plantear resistencia.

Pero llevaba desde los dieciséis años embutida en aquel disfraz de despego y eficiencia.

Los mismos desde que su madre se divorció y se quedó, sin oficio ni ingresos, con dos manos por delante, pidiendo para comer en las oficinas parroquiales de Caritas.

Su despiadado sentido le venía, de aprender a serlo para poder comer sopa de diario.

Pero hasta ella misma reconocía que Don Tomás no andaba errado.

Necesitaba averiguar por qué razón no dormía y solventarlo.

La Isleta cumplía todo lo que prometía, menos lo que su nombre rezaba.

En realidad se trataba de una península cuya lengua de arena unida al continente, había sido ocupado por una graciosa agrupación de casitas encaladas, de ventanas azuladas y techos planos, ideales para sobrellevar el tórrido mediterráneo rey absoluto del Cabo de Gata.

Era un emplazamiento asediado por playas vírgenes y sin asfalto, un peldaño por encima de lo que podía considerarse como aislado.

A ocho kilómetros de algo digno de ser llamado carretera, con más polvo y esparto que jardines británicos y autovías, Elisabeth había encontrado alojamiento en una casona enorme, antiguo refugio de pescadores dedicados al contrabando.

El conjunto era tan abismal que ofrecía cuatro amplios apartamentos primorosamente restaurados para ocultar su antiguo olor a hachís y salmonete.

Suelo de terrazo, cocina americana, cuarto de baño con lozas negras agrisadas, aire acondicionado, terraza cubierta con vistas al abismo azul y, ante todo, tranquilidad.

Tranquilidad, ausencia de cobertura y dos maletas.

Una para la ropa, otra para los libros.

Porque desde que se libró de las chancletas descubriendo que en La Isleta no aguardaba un futuro halagüeño a ninguna zapatería, apagó el móvil, desenchufó el televisor y abrió la primera de las cerca de tres mil página que con ella habían viajado.

El plan era leer, beber, leer, pasear, leer, relajarse, leer, aprender alguna receta básica, leer y, ante todo, reconciliarse con el sueño.

Pero ya durante la primera noche, sudando gruesas gotas sobre las sábanas, tuvo que reconocer que el plan, por algún costado, cojeaba.

Hubiera podido enchufar el silencio y poner al máximo.

Hubiera podido recurrir a su fiel juguetito con color azulado para relajar el sistema nervioso en base a un onanista orgasmo.

Hubiera podido incluso, salir a pasear, dejándose abducir por la auténtica oscuridad.

Pero en el fondo, comenzaba a sospechar que su problema no paraba ni en el calor, ni en su clítoris, ni en el agotamiento lumínico propio de la gente que malvive la gran ciudad.

Hubiera podido, si también las trajo consigo, recurrir a la química de una pastilla que solventara radicalmente el problema.

Pero no deseaba forzar el ritmo olvidándose de llegar a puerto gracias a conclusiones más reales, naturales y, sobre todo, duraderas.

Una pastilla no era la respuesta.

Solo narcotizaba el problema.

Si estaba allí, sobre todo, era para averiguar el porqué de su desánimo interno.

Ese desanimo que tan bien sabía ocultar bajo su eficacia profesional.

Ese que siempre retornaba cuando echaba pestillo a la puerta, se quitaba los tacones y bajo la ducha trataba de librarse del olor a oficina.

Elisabeth creía en la terapia psicológica y la practicaba.

Creía en el deporte y lo practicaba.

Pero todavía no había averiguado la razón por la cual, atisbando ya de cerca los cuarenta, seguía sintiéndose una traidora a si misma, incapaz de concluir un proyecto que, verdaderamente, mereciera la pena.

No necesitaba pareja.

Nunca la había tenido.

Nunca había pensado ni penado por ello.

Le sobraba con aquel sustitutivo efímero, eficaz, siempre a mano, que su agenda era.

Dos, tres, cuatro veces máximo al año, recurría a ella.

Como quien tiene gazuza y abre la despensa en busca de fuet, de un corrusco de pan o una onza de chocolate.

Antiguos compañeros universitarios.

Antiguos compañeros de instituto.

Antiguos amigos de infancia.

Antiguas compañeras universitarias.

Antiguas compañeras de instituto.

Antiguas compañeras de infancia.

Le daba igual casadas, casados, solteros o solteras.

Quedar, llegar, follar y “au revoir”.

Pero ahora deseaba dormir.

Solo dormir.

Pero un inexplicable error, una angustia callada, un ahogo, un ignoto se negaba a presentar batalla, a dejarse conocer, a dejarse ver para poder ser vencido.

Al día siguiente le agradó la idea de que, durante dos semanas, iba a caminar descalza.

Le agradaban sus pies.

Le gustaba cuidárselos.

Alargados, algo hombrunos, sin fealdades ni bellezas, con las uñas pintadas escogiendo color en función a su estado de ánimo.

Si alguien en el trabajo la conociera, sabría al vérselas negras, que mejor tenerla alejada.

Si eran rosas, era hora de pedir un aumento de sueldo.

Había escogido un neutro azul que combinara con el color de aquel mar que la tenía embelesada.

Sentada en una cala diminuta pero accesible, de arena fina y cálida, se las contemplaba entreabriendo los dedos para ver, a través de ellos, el Mediterráneo.

Tenía lectura y mojito.

Tenía brisa y olas.

Tenía encima ese calor tórrido y propagado que tanto la atrapaba.

Y, sin embargo, no podía dejar de sentir la sensación de haberse pasado cuatro décadas desperdiciadas.

No conseguía concentrarse en “Madame Bovary”, “Yo Claudio” o “El segundo sexo”.

No había forma de relajarse con Coltrane o Thomas Newman, con Amaral o la quebradiza Joplin.

Inquieta.

No indispuesta.

Su salud era hierro.

Pero su corazón le lanzaba descargas, avisos de un deficiente cardiograma.

Con el pecho oprimido, sin esperarlo, sintió alivio quitándose el sostén.

Paraban cuatro gatos bien separados y al fondo, una señora entrada en años, paseaba su piel y todos sus defectos, sin recibir reproches ni generar vergüenzas.

Nunca lo había hecho.

No.

No era una púdica beatona.

Pero tampoco había sentido jamás la necesidad de mostrar ni demostrar nada en lo que a su cuerpo se trataba.

No obstante se sintió aliviada, liberada, entumecida por los rayos del sol.

Internamente mejorada, reavivó la lectura de Beavoir y sus inquietantes máximas.

Logro concentrarse, disfrutar de cada letra hasta que un grito festivo la distrajo.

Dos chicos, jóvenes, apenas escapados de la pubertad, flacos como espárragos, exhibían sus desafiantes dieciocho o diecinueve años.

Pelo al rape, costilla marcada, bañadores talla infantil y una sobreabundancia molesta de tatuaje y testosterona.

Chulería petulante, sin fragua, sin razones para refrendarla.

Bastaba un sopapo de la vida, uno de esos que te encajan en el sito verdadero para srrancársela de cuajo.

Salían del agua con descarada intención de pasearse frente a ella.

Elisabeth los miró sin derrochar atención, sin sostenerles la mirada, no más para comprobar que aquellas cuatro retinas sin historia, no conseguían desviarse de las ondulaciones de sus pechos.

A ninguno de los dos les habían adoctrinado en el muy noble arte de las sutilezas por lo que el deseo animal quedaba reflejado en su incapacidad para contemplar más arriba de su cuello.

Uno incluso sonrió en plan “ a esta le daba yo”.

Y Elisabeth le devolvió la sonrisa, solo que con aire serio, imperativo de maestra inglesa.

“Niñato de mierda. Mojas los calzones sin tan siquiera tocarme”

De mierda si, porque en cuanto el pipiolo tuvo visualmente constancia de su ridiculez, abandonó la sonrisa boba y como niño pillado en renuncio, aceleró el paso.

“A esta ni con un palo te acercas” – le quedó claro.

El descarado y díscolo deseo de aquellos dos imbéciles, hipnóticos hacia sus dos pequeños pechos, la habían vuelto a privar de la obligada concentración en su lectura.

Inexplicablemente, con ellos, había regresado el cosquilleo que creían, tiempo atrás, ya saciado.

Un cosquilleo cuya agenda, plagada con nombres de ciudad, carecía de uno solo a mano capaz de saciarlo.

No contaba con aquello.

Tampoco recordaba el nombre del último al que había recurrido.

Pero si su cuerpo y el olor de su sexo, saturándole la nariz mientras estaba comiendo.

Y aquel recuerdo, terminó por soliviantarla, por empujarla a levantarse, a caminar de dos en dos pasos, a regresar al apartamento, a tirar la bolsa apenas cerrada la puerta, a abrir la ducha, desnudarse del todo, introducirse y encontrar la salvación en la calidad del teléfono.

-          Uffffff

Saciada, apagada, cerró los ojos sintiendo las gotas de agua recorriendo cada fisura de su cuerpo.

Se mordió los labios.

Encogió los dedos de sus pies.

No sabía muy bien por qué, la arrebató el recuerdo de aquella amiga tan suya, tan cerca que fue la única con el honor de haber compartido, junto a ella, un largo desayuno sin sexo.

Tal vez por eso terminó alejándola, borrando del papel y la memoria su número de teléfono.

No le gustaba sentirse vulnerable y descubierta.

Y ella la había hecho sentir demasiado abierta, demasiado débil, demasiado frágil.

Librada del sonrojo y de la arena de la playa, pospuso al dia siguiente regresar a la playa.

Y lo hizo sin cambiar el emplazamiento pero si la lectura.

Deseaba calma.

Pero la calma, estaba muy hija de puta esa mañana.

-          A veces pueden ser muy molestos.

Elisabeth alzó las Rayban para contemplar a quien había conseguido sorprender con la guardia baja.

Mediana estatura, cincuenta y dos o cincuenta y tres años, barriguita contenida aunque semblante flaco, calvo sin arrepentimientos, de estos que en cuanto por los costados asoman las entradas, tiran de Guillete y no dejan un solo capilar sano.

Voz suave y local, intensamente andaluza como su piel lo era.

Piel morena, moruna, salpicada por motitas anaranjadas y fina de arena.

-          ¿Perdón?

-          Los niñatos de ayer. Pueden ser molestos.

-          Bueno, basta con no hacerles caso – contestó intentando no alargar mucho la cuerda.

-          Eso es muy difícil – hablaba alejándose de ella. Tras caminar cuatro pasos, se giró para estamparle una sonrisa de oreja a oreja, grata y picara, apabullantemente perfecta. Sin caries ni empastes, sin puentes ni trazos amarillentos- Cuesta no mirar una mujer tan de bandera – y le guiñó un ojo.

Elisabeth cerró la tapa del libro, contemplando con placer idiota, como el lisonjeador se alejaba hasta llegar al fondo de la playa, desapareciendo luego tras los peñascos.

La había dejado allí, abandonada, con sensación desorientada, ingrata, insatisfecha, mojada.

-          Pues nada – se dijo a si misma metiendo el libro en la bolsa – otra vez a la ducha.

Aquellas vacaciones comenzaron a basarse en homenajes.

Homenajes de reposo lánguido meciéndose en la hamaca colgante de su terraza.

Homenajes de solárium natural e intensivo.

Homenajes de bocadillo rebosando por los costados gruesas y grasas capas de crema de chocolate.

Y homenaje de una ligera pero fresca cena, en el restaurante más costoso del pueblo.

Tomatitos con queso cabra regados al aceite de oliva jienense.

Gallo sin espinas a la plancha sobre base de crema de legumbres.

Hojaldre de natilla con leve toque de canela.

Vino de ribera sevillana.

Blanco espumoso, por supuesto.

Por la línea occidental, el sol fenecía.

Era extraño y a la par irrepetible cenar cuando aún una tenue luz anaranjada, declinaba sin prisas, dejando a paso a la creciente noche.

El mar sonaba a delicia.

El mar sonaba a delicadeza.

El mar sonaba a paz insobornable y perpetua.

El mar es sincero.

El mar…

-          Es hermoso.

Era el.

El hombre de la playa, esta vez vestido con camisa liviana, pantalón liviano, zapatos livianos, todos ellos blancos, sinuosos, muy holgados.

Sin pelo, por supuesto, pero sin dejar de exhibir aquella relamida sonrisa.

Llevaba dos copas y una botella en la mano.

El mismo vino que Elisabeth había escogido y tenía ya casi finiquitado.

-          Había pensado que siendo como estamos ya cenados, podíamos dar buena cuenta de esta – la exhibió – Mano a mano.

Elisabeth había cenado en agradable soledad, sin percibir su presencia ni echar de menos el que alguien ocupara la silla de enfrente.

Tampoco percibió el momento en que le dijo sí.

Pero debió hacerlo.

Eso seguro.

Porque aquel tipo no parecía de esos que ocupan hueco sin antes mirar a izquierda y derecha para comprobar si este tiene dueño.

-          Me llamo Ramón.

-          Elisabeth.

-          Encantado. Acento madrileño.

-          Vallecano pulido – reconoció.

Ramón resultó ser una continua decepción del estereotipo.

Esperaba que la embalsamara en base a frases del tipo “mi universidad fue la vida” o “a los catorce ya andaba recogiendo esparto para ahorrar un plato a mis padres”.

La placentera decepción fue descubrir a un hijo de familia holgada, catedrático de derecho social por la universidad de Granada, especializado en Ley de Igualdad y Derecho Familiar.

Esperaba que liberara frases extraídas del diccionario “Castellano-Latín Lover…Latín Lover-Castellano”

Frases que alabaran la belleza de su cuerpo, la profundidad de su mirada, la casualidad y coincidencia del momento, obviando que había decidido ir de vacaciones sin pasar por la peluquería y las canas eran una evidencia del paso de su tiempo.

La placentera decepción resultó ser la mirada limpia, la postura y expresión en atenta escucha, la perfecta combinación entre el movimiento de sus manos y una gran variedad en su oratoria….atunes, cielo estrellado, el porqué de las paredes encaladas, el flamenco de Tomatito, la necesidad de desarrollar la legislación en material igualitaria, la falta de un año más de reposo en aquel vino, un viaje a las Cicladas…

Esperaba sentirse y sentirlo nervioso ante el inicial y siempre delicado acercamiento.

Pero en su lugar, la duda quedó copada por un natural dominio de la situación, por la fluidez y franqueza con que se comunicaba e invitaba a comunicarse, con el mantenimiento de una distancia segura y sedante, por el agradable remanso que le suponía encontrarse cortejada por alguien que parecía saber el valor de la buena compañía.

Ramón pasaba unos días de paz, tras varios procesos judiciales que le habían hecho replantearse muchas cosas.

-          La vocación no es perpetua – confesaba – Necesita de constantes ratificaciones.

Cuando Elisabeth comenzó a hablarle de sí misma, topó con la sensación de que, solo para ella, en exclusiva, sin interferencias, gozaba de una atención infinita.

No por interés oculto, ni por protocolo.

Por verdadero interés.

-          Ignoro que pretendo encontrar aquí – terminó revelando – Tal vez rellenar algo.

-          Todos tenemos un hueco Eli.

“Eli”

Nadie la había llamado jamás así.

Aquel tipo de confianzas, infantilizadas, rehuían de su carisma directo, tenaz, roedor y en muchos aspectos masculino.

Pero le agradó.

Le hizo cierta gracia.

Y lo correspondió con una sonrisa involuntaria.

Ramón hizo lo propio.

Era medianoche.

Los camareros recogían sin prisa las mesas.

Sabían que el verano y la tregua que la ausencia de sol otorgaba al termómetro, les alargaba la jornada de trabajo.

Aun con todo, la temperatura todavía no bajaba de veinte grados y envolvía la piel como una manta liviana.

-          ¿Pies descalzos?

-          ¿Cómo?

-          Para andar por la playa, bajar la cena, meter en cintura el vino, tomar la fresca. Tendremos que descalzarnos.

-          Es una manera  peculiar y muy bonita de invitar a un paseo digestivo – le confesó.

Pies descalzos.

Tampoco durante el paseo, Ramón se inclinó a cumplir con el estereotipo.

No buscaba estúpidas excusas para aproximarse.

No forzaba los pasos, ni los movimientos.

No tentaba la idea de rozarla levemente para incentivar a que el roce llevara a más.

Se mantenía entre ella y el leve oleaje, caminando mientras el agua salada acariciaba los pies de ambos.

A un metro escaso.

Suficiente como para que Elisabeth fuera capaz de oler su aroma a colonia ligera, sin espesores, sin empalagos, clásico pero con mucho estilo.

Distaba mucho de sentirse incómoda junto a alguien a quien nunca había visto, hasta veinticuatro horas antes.

Caminaron en silencio.

Un silencio de promesas, de pretensiones que ni tan siquiera, nada mojigata, hubiera confesado a la primera de turno.

La arena se dejaba pisar con facilidad.

Su calor acumulado ascendía desde las plantas de los pies hasta el último cabello.

No había pensamientos oscuros, no había intrigas, ni fatigas.

Solo Mediterráneo.

-          A veces – dijo – Imagino que todo lo importante que me han enseñado…mi carrera, mi nomina, mis diplomas, mis pleitos ganados….todo, lo resumo en el momento final, a solo esos instantes que verdaderamente merecen la pena ser recordados.

-          ¿Y cómo se seleccionan? – preguntó Elisabeth.

-          Así.

Ramón cogió suavemente su mano.

No se besaron.

Hubiera quedado fílmico, romántico, pueril, divino, idílico.

Pero no lo hizo.

Durante otros quince minutos, caminaron, en absoluto, irresoluble pero cómodo silencio.

Pero sin beso.

El condenado de Ramón era locuaz, amable, educado y un absoluto maestro a la hora de manejar, retrasar, posponer el ritmo de las cosas.

Porque Elisabeth, inexplicablemente para su inclinación al dominio, deseaba ser besada y no podía encontrar un solo argumento para que todavía, el abogado, no lo hubiera hecho.

¿Por qué entonces devolvía las caricias de sus pulgares?

¿Por qué contemplaba el fondo de la playa con aire seguro, con esa sonrisa pícara inscrita en el rostro y la dejaba a ella a solas, aguardando a que la mirara cara a cara?

¿Por qué la luna blanqueaba su piel moruna y ella no podía dejar de sentir que deseaba lamerla?

¿Por qué hacía este asqueroso calor?

Ella era de amantes redundantes.

Ella sembraba nervios, abonaba deseos, suplicaba por folladores físicamente inmaculados.

Musculosos, tensos, inspiradoramente dotados, de pezones sensibles, meticulosamente depilados, de espalda ancha o cinturita de avispa, de glúteos endurecidos, de perturbadores labios carnosos.

Físicamente Ramón nunca le hubiera dicho nada.

Pero se lo decía todo.

Su diálogo, su confianza, su saber guiar cada gesto hacia donde ella no esperaba, la atrapaba.

Ramón era un depredador que convence a su presa, para ser capturada.

Y aquello desarmaba esa proverbial desconfianza que tan útil era en el negocio y tan calamitosa en las distancias cortas.

Ella que estaba acostumbrada a que una pareja, especialmente masculina, tragara saliva cuando mecía sus caderas para acortar distancias.

Ella, exigente más allá de cualquier resistencia física.

Ella suplicaba porque Ramón temblara, porque diera un pasito atrás atemorizado, porque las manos le temblaran.

-          ¿Escapamos de la oscuridad? – propuso el, cuando ya empezaba a abandonarles la oscuridad del alumbrado público que iluminaba parte de la playa.

-          Lo sé.

Sonó apenada.

Comenzaba a pensar que tal vez deseara volver y la caballerosidad que desplegaba, incluyera una beatífica y casta visión de una primera cita.

Ramón acarició su barbilla.

Fueron esas caricias a las que recurrió para girar lentamente su cuello, acercando ambos justo donde paraban sus respectivas bocas.

Elisabeth, hasta entonces entretenida en aquella sonrisa, se dejó arrasar por la mirada firme y resoluta de Ramón, cuyas retinas negras eran capaces de guiarla incluso en plena noche, justo donde él la deseaba.

Se besaron.

Y, nuevamente la sorprendió.

Claro que aguardaba un beso sensible, tierno y contenido.

Lo que no esperaba era que fuera ella quien revelara impaciencia.

Impaciencia traicionada por su propio cuerpo.

A medida que, roce a roce, sin aproximarse del todo, los besos ganaban intensidad, presión y confianza, abriendo leves surcos entre los labios, ella, ensoñada con lanzarse a tumba abierta.

Se sorprendió sintiendo como, a pesar del poco preliminar, sus braguitas comenzaban a estar húmedas.

Pero el abogado se tomaba el cortejo con crispante calma.

Acompasó besos con el alzado de las yemas por sus brazos.

Una caricia sostenida, tenue, desde las manos hasta los hombros, desde los hombros hacia los omoplatos, desde los omoplatos, descendiendo con suavidad, hasta la rabadilla, sin iniciar camino allá donde o uno se lleva bofetón o encuentra el paraíso.

Elisabeth abrió la boca ya decididamente, sin resguardar la lengua, siendo tímidamente correspondida.

“¿Lo estaré haciendo mal?”

A lo mejor no daba suficientes señales de buscar lo que buscaba.

¿Cuánto hacía que no buscaba sexo?

¿Dos, tres, cuatro meses?

En todo caso estaba en la media.

No podía haber llegado ya al punto de arrastrarse suplicando por estar desnuda montando un novedoso amante.

No.

No lo hacía mal.

Ramón y su beso brisa se estaba transformando en otro más ardoroso, más vigoroso y, el acercamiento de su cadera, con aquel pantalón de tela liviana, demostraba que los efectos de aquel juego eran evidentes en su entrepierna.

Elisabeth notó el miembro y se sintió excitada y, a la par, reconciliada con su capacidad de poner una polla mirando al cielo.

Y entonces, el granadino volvió a recuperar el control.

Con un leve mecido de su pelvis, esta encontró el roce que buscaba, justo en el sitio preciso.

Y a la directiva maniática controladora, esa que tras la mesa de su despacho deseaba tener hasta la última gota de combustible debidamente presupuestada, se le escapó un inesperado y traicionero gemido.

Ella, que no era una puritana.

Ella que cuando quería, como quería y con quien quería.

Ella se sentía ya desnuda ante Ramón, aun cuando el mecido de su vaporoso vestido le revelaba que no lo estaba.

-          Espera, espera – se hizo atrás tratando de recuperar la compostura, recogiendo un leve hilillo de saliva, sonriendo con ojos achispados.

-          Eli si quieres paramos.

-          No, no es que…es…que

No quería decirlo.

“Es que me he puesto cachonda como nunca. Es que besas que me derrites como un helado. Es que aquí, ahora, en dos minutos te sacaba eso que tienes debajo del pantalón. Es que me dejaría follar por ti como a ti te diera la gana, como te entrara, donde me entrara”

En lugar de gritarlo, volvió a besarlo.

-          Vamos….a mi apartamento – propuso.

-          No.

¿Cómo qué no?

-          Pero…

Elisabeth comenzaba a sentir cierto enfado.

La negativa era un recurso poco frecuente ante su presencia.

-          Mira – le señaló con el dedo una pequeña cabañita escondida entre dunas y vegetación desértica – Es mi escondite. Allá vivo cuando vengo a L´Isleta. Allá no hay luces. Allá no hay testigos. Allá estaremos solos. Solos de veras.

No era capaz de sospechar nada malo.

Porque Ramón no podía ocultar nada malo.

Ni dentro ni fuera de la cabaña.

Salvaron la distancia a trompicones graciosos, deteniéndose cada cinco metros para un nuevo beso, una nueva risa, una palma de la mano sobre los glúteos.

Nunca hubiera esperado que una hamaca de jardín Kidkfrat extendida en la terraza, bajo tejado de parra, hubiera sido el lugar ideal para practicar el muy noble, antiguo y deleitante arte del fornicio.

Del abogado experto en igualdad, esperaba una cama inmensa donde eso, tratarse en igualdad de condiciones para comprobar, tras horas de batalla, quien de los dos salía cautivo y desarmado.

Pero cuando ella quedó afuera, aguardando como una papanatas primeriza, escuchando el trastear de Ramón de puerta para dentro, comenzó a imaginar teorías conspirativas.

Cosas de mujeres prevenidas.

Tal vez sacara un cuchillo y tocara correr.

Tal vez ofreciera una amplia variedad de juguetitos sobre cuyo uso y práctica fuera todo un experto.

-          ¿Te apetece?

Pero toda su imaginativa terminó contemplando un botecito de 25 ml de aceite de masaje.

-          Está fabricado con aceite de Arcan. Una delicia – informaba - Solo hay un inconveniente.

-          Imagino el cual – ella levantó una ceja mientras decididamente, con llaneza, sin contemplaciones, sin dejar en ningún momento de retirarle la vista, dejó caer las tiras que sostenían su vestido.

¿Desde cuándo una mujer de cuarenta años y sobrada experiencia, que no se acobardaba ante nada, podía sentir vergüenza ofreciendo su cuerpo a la vista de quien se había ganado de sobras el derecho a contemplarlo?

Esta vez sí, Ramón no pudo evitar ser el hombre que era.

Sin vulgaridades, la detalló de arriba abajo.

Cuello alto, tipo María Callas.

Cuerpo flaco, fibroso sin gimnasios, de caderas algo pistoleras, levemente desacompasadas.

Pechos pequeños con los pezones alargados a pesar de la escasez de ancho en sus aureolas.

Piel blanca, prácticamente escandinava.

Braguitas de diario, coloridas, bonitas, de mujer que se considera joven pero que no aguardaba visitas.

Piernas largas de muslos gruesos y musculados coronando esos pies que no podían verse, pues el suelo de la terraza estaba constituido por la misma arena donde la casamata clavaba sus cimientos.

-          A ver si mis manos van a ponerse nerviosas…. – bromeó – Que hermosura.

-          ¿Me tumbo?

-          Boca abajo, gira la cabeza hacia tu derecha y cierra los ojos por favor. Ábrelos tan solo cuando yo te lo diga.

Así lo hizo.

Se tumbó.

Cerró los ojos.

Y aguardó.

Aguardó más de lo que hubiera creído.

¿Desnuda ante un hombre y este no se abalanzaba?

¿Pacífico?

¿Manso?

¿Mariquita?

Tras cinco minutos quieta, comenzó a pensar que su amante en prácticas se había dado a la fuga

A punto estaba de decidirse por abrir los ojos para comprobarlo cuando sintió sus diez dedos deslizándose hábilmente entre los riñones.

Inesperados.

Bien recibido.

Bien recibido y bien lubricados, recorrieron cada retazo de músculo, zigzagueando entre las lumbares, liberando los hombros, la base del cuello, la parte trasera de las orejas, la carne entre las costillas.

No esperaba aquello.

Muchos novatos del masaje están convencidos de que este se practica en base a estampar fuerza al empeño.

Pero esa fatiga anímica que sin duda el abogado había sabido detectar, tan solo se diluía con la sutileza que Ramón sabía imprimir a sus dedos.

La relajaba.

Completamente desnuda ante un casi desconocido.

Relajada.

Relajada sin menguar el calentón que arrastraba desde que la besó.

Desde que, sintiendo todo el historial de siglos y besos que el Mediterráneo atesoraba como testigo, este acariciara sus pies en la playa.

Deseaba continuar eternamente, sintiendo no más que el ruido de las olas y la levísima brisa que se colaba bajo el emparrado.

Escuchar el mecido del mundo sin que este existiera, el ruido ocasional del aceite desparramándose entre las digitales de Ramón y sus vértebras.

Volvió a detenerse tras casi veinte minutos.

-          Abre los ojos y mira lo que tienes enfrente.

Así lo hizo.

La línea que separaba arena y mar se extendía ante su cuerpo.

La luna y su luz lo punteaban todo, sobre todo la leve espumilla con que las olas plateaban el casi todopoderoso oscuro.

Al fondo, se mecían las luces de un diminuto barco pesquero.

Elisabeth respiraba con placidez, apaciguada, convencida ya de que nunca olvidaría aquel momento.

Porque cuando sintió de veras la necesidad de recordarlo, apreció los labios de Ramón, abriéndose con una sensibilidad extrema, procurada, contenida, en su pubis.

Su brisa marina, suspirando directamente en su vagina.

Instintiva y placenteramente, no pudo ni quiso evitar reclinar levemente la cadera para incrementar el contacto.

Al hacerlo, sin perder un segundo la vista del océano, permitió que la punta de aquella lengua traviesa la tocara de más, brotándole un suspiro audible y prolongado.

-          Que bueeenoooo ummmm.

Sabía, porque era fácil saberlo, que la ensalivada lengua del masajista rodeaba su clítoris para descender luego hasta la entrada de su ano mientras sus manos aferraban su culito, apretándolo con cierta firmeza contra su rostro, buscando con ello que el roce fuera más crecido.

Ella fue alzando sus rodillas hasta quedar apoyada en ellas, ofrecida y a cuatro sin que el pareciera darse por aludido.

-          Sigue Ramón…siii….gueee.

Fue decirlo y el muy avispado se detuvo.

Así la tuvo, entregada, casi humillada, durante treinta eternos segundos.

Medio minuto sin que aconteciera nada.

Elisabeth, nuevamente extrañada, dejó por fin de mirar al mar para girar el cuello.

Desde su posición pudo contemplar su culito en pompa, completamente entregado y al abogado de pie, completamente desnudo.

No le pareció ya tan cuestionable su físico.

Fuera por el calentón, por el ambiente, por el índice de alcohol en sangre o porque tras la piel paraba un personaje verdaderamente pintoresco, obvió su barriguita, la ausencia de abdominales y suficiencia capilar o el hecho de que aquel pene, de tamaño medio, no resaltaría jamás en los anales del cine porno.

De el extrajo dos detalles que sin aparentar nada, lo aparentaban todo.

Uno era su respiración; excitada al punto de lo incontrolable.

Sus paupérrimos pectorales se alzaban y contraía alimentados más por deseo que por oxígeno.

Los otros eran sus ojos.

Nunca hubiera imaginado que la luna pudiera reflejarse de manera tan metalizada en dos retinas de tamaño ridículo.

Pero aquellas retinas, negras nazaríes, evidenciaban un brillo a media andanza entre la chispa y la libidinosidad, entre el morbo y el pervertido, entre la confianza y el desbocado sátiro.

Entre voy a hacerte el amor y te voy a hacer gritar de cómo nos ensartaremos.

-          Esperas demasiado – le dijo.

-          Para alguien con mi cuerpo – reconoció – Amar a una hembra como tu es un juego de pausas.

No le respondió.

En su lugar, alzó algo más el culito y volvió a mirar al mar.

-          Hazlo – le suplicó – Hazlo ya.

La millonésima ola de la noche pulía la arena milenaria cuando sintió la punta del pene besando la entrada de su coño.

Intentó mantener los ojos abiertos.

Abiertos justo cuando la ola más grande de la jornada se expandía dentro de ella, al ser penetrada.

Una penetración decidida pero tierna, suplicada pero perfecta.

Ramón conquistaba en base a su educación y buenas maneras.

Ramón conquistaba por su saber estar.

Ramón sabía cómo conseguir que una diosa, bajara a la tierra que el pisaba.

Y Ramón apresaba porque sabía anticiparse, al pensamiento de esa diosa.

Elisabeth deseaba sentirla sin apresuramientos.

Por muy mojada que la acogiera.

Solo cuando toco fondo, cuando la tripilla del leguleyo acarició sus nalgas, dejó de mirar el mar y se concentró en la cópula.

La segunda arremetida no la daría el.

Fue ella quien tomo carrerilla y tiró hacia delante dejando a Ramón desguarnecido, contemplando sorprendido como su amante, voluntariamente, se empalaba.

Puede que no fuera una polla de grueso calibre.

Pero era una polla que sabía rendir cuentas y encarar la lidia.

Y el sospechosos ruidito de su humedad burbujeante, demostraba que así era.

Volvieron a quedarse acoplados y sin mecerse durante unos segundos.

Ella cerró los ojos.

Sentía el palpitar del miembro dentro.

No podía verlo pero Ramón también quiso dejar de ver.

Sería así como, intuyéndose con perfección, una se fue hacia adelante, otro hacia detrás para encontrarse nuevamente con decisión, fundiéndose en una cada vez más desaforada carnalidad.

Una arremetida…

-          Ahhh

….otra.

-          Ufff

Otra, otra, acelerando el brío, el ritmo, abandonándose completamente al grito, al gemido, al ruido de un sexo generado y degenerado.

Acoplándose con innata naturalidad.

Esa que solo nace cuando el lugar, el momento, la hora, convierten en realidad el pozo de los deseos.

Porque a veces, sí, un deseo puede hacerse realidad.

Y no debe pillarte desprevenido.

Follar porque se quiere.

Follar porque se desean el uno al otro.

Follar porque despachos, reuniones de balances, corbatas y maquillajes, el alarde de las compañías, la apariencia del omnipotente, quedaban lejos.

Follar porque nadie te conoce y nadie sabrá que te gusta tirarte a un casi desconocido en mitad de una cabaña, en una playa abandonada y suplicarle que te la mete más y más, sin piedad, sin miramientos.

-          Dame un cachete….muérdeme el cuello…agarra mis cadera…párteme, párteme, ¡párteme cabrón!…

Elisabeth giró el cuello hacia la cabaña y contempló el ventanal oscuro.

Allá se reflejaba el fondo movible del mar tras dos siluetas sin faz.

Eran las suyas.

Ramón embestía ya completamente malhablado.

Elisabeth lo acogía abarcándola enterita entre sus entrañas.

El echaba la cabeza hacia detrás.

-          Diossss.

Ella hundió la suya entre los brazos.

-          Joder, joder, Ramón jodeer me voy….

No, no se iba a correr.

El salió de ella, la giró, la puso mirándole directamente.

-          No – le dijo – Al toro se le planta cara. No, no, eso lo haremos juntos, mirándonos.

Aferró sus pies por los tobillos.

Las dispuso sobre sus hombros.

Abrió sus  piernas  disponiendo una a cada lado de la hamaca y clavando las plantas en la arena.

Así ganaba impulso y era capaz de sentir que era el quien impondría ritmo y dominio.

Pero Elisabeth no iba a consentírselo.

Ella era una peleona.

Para todo en la vida.

Para el oficio, para el carro del supermercado, para arrebatar plaza de parking a un sobrealimentado niñato, para follarse a un abogado andaluz en mitad de una playa del cabo de Gata.

Desasiendo sus tobillos, rodeo la cintura con esas largas piernas, dejando sus muslos apretados en los laterales, clavando sus talones en los glúteos del amante.

Incorporándose levemente, abrazó el cuello de Ramón, lo atrajo entero hacia ella, puso sus labios en el cuello, lamio su boca, tiró de su cuerpo contra ella, apretándolo con saña, consiguiendo que la penetrara hasta donde cualquier pensaría que era una frontera.

Esta vez Ramón daba fuertes sacudidas, arremetiendo casi con saña, provocando sus gritos, el chocar de caderas, el crujido de la hamaca y el deseo de ella por clavarle las uñas en sus glúteos.

-          ¿Así lo quieressss? – acepto el reto poniendo sus retinas directamente sobre las de Ramón – Mírame cabrón. ¡Mírame! – le chilló.

-          Pero que bien sabes jodeerrr – acertó a decir, incapaz de ocultar cierto haz de turbación injerto.

La respuesta le salió con el acento más eróticamente andaluz que nunca.

El reto era imposible.

Para ambos.

Más tarde o más temprano, un sonido, un chapoteo, una percepción, un retorcimiento, incrementaba el placer que obligaba a cerrar los ojos, morderse labios dar rienda suelta al estremecimiento.

Hacían el esfuerzo y volvían a mirarse.

Ambos saldrían derrotados y ganadores al tiempo.

Porque a los diez minutos ella mordió sus pezones, el arqueó su espalda sin que Elisabeth lo dejara escaparse demasiado.

Ramón aceleró y ya nadie pensó en nada que no fuera encabritarse fuera y dentro.

Gimieron en alto.

Gritaron en alto.

Y, acompasados, se corrieron.

Ramón dio empentones como Nicola Cage en “Zandale”, como Jack Nicolson en “El Cartero…”, como Mickey Rourke en “Nueve Semana y Media”.

Ella alzó su pubis para no perder ni un microgramo de su esencia.

La primera arremetida saltó inundándola por completo, acelerando, incrementando el súbito y magnifico orgasmo.

Elisabeth sabía que luego le dolería la garganta.

Que su grito gutural, intenso, demoniaco, habría llamado la atención de los noctámbulos del hotel….a escasos minutos andando.

Que el mar se callaba, para escucharla solo a ella.

Ramón se desfondó.

Ella lo animó apretando con las manos su trasero a la par que contoneaba su ombligo para exprimirlo, para que se diluyera bien a gusto.

Lo hacía con un placer que a Elisabeth le resultó tan desconocido como irrepetible.

Ramón se vació muy dentro y cayó sobre ella gimiendo, respirando con fortaleza, crecientemente relajado, agotado.

Aun jadeando, besos sus pequeños pechos con dulzura.

Ella se entretuvo un rato con el escaso pelo del abogado.

Pero enseguida se cansó e, incorporándose, recuperando cierta compostura, se lo quitó de encima para regresar a la realidad de quien verdaderamente era.

Ya no sonreía.

Ya no miraba acaramelada.

Nuevamente fría, nuevamente ella, extrajo el pene de sus carnes, empujó sin miramientos para librarse del peso, se alzó, se vistió rápidamente y le puso las bragas sobre la cabeza.

-          Toma – Ramón la contemplaba con cara absolutamente descolocada – Guárdalas de recuerdo. Si te apetece.

E inició el camino de regreso.

El no dijo nada.

No la insultó.

No la llamó de lejos.

No hubo ni un “Por favor”…ni un “Mañana estaré aquí todo el día”…”¿Te quedas a dormir?” o “!Puta!”.

Ramón sabía que era mejor dejarlo así.

Dejarlo para que no le descubrieran.

Porque Elisabeth no era una superviviente por ser borde, ni por estar bien preparada, ni por su Mater o inteligencia, ni por luchar dia y noche en un mundo de entrepiernas erectas.

Hombres que no cambian.

Elisabeth salvaba cada obstáculo gracias a ser observadora, a no perder detalle, a descubrir antes que nadie, las reglas del juego, adaptándolas a lo que a ella mejor conviniera.

En su puñetera vida Ramón había pisado una Facultad de Derecho.

Cuando una se pasa los últimos años de pleitos por accidentes laborales, por indemnizaciones de despido, por renegociaciones de deuda, se conoce la jerga mercantil, laboral y penal como el párrafo inicial del Quijote.

Ramón desplegaba su discurso tan solo para embaucar a la turista que correspondiera.

No se paraba a pensar que esa turista podía conocer la inexistencia del derecho especializado en Igualdad de Género.

La Ley si, la especialidad universitaria, nunca.

Tampoco que la manera con que en ocasiones citaba alguna ley era menos profesional que creativa.

Hablar de ley de protección de la mujer citando como dato el año de Expo y Curro, era tomarla por idiota.

Fue su primer error.

Luego estaban sus manos.

Cuando conversaba las mantenía en continuo movimiento.

En parte para embaucar, en parte para ocultar que estaban más acostumbradas a la brocha que al bolígrafo de firmar conclusiones periciales.

Porque el dia previo a su solitaria cena, el del vino blanco, caminando por las callejuelas del pueblo, le costó poco adivinar quien mantenía el inmaculado encalado de las casas.

Ramón la estuvo calibrando desde lo alto de la escalera, sin que ella llegara a descubrir quien paraba tras el mono azul.

La cara y su relación con la cal la relacionó luego, cuando observó unas diminutas gotitas de pintura blanca injertas entre las uñas.

Un pormenor que la ducha no había conseguido borrar.

No le importaba.

En todo lo demás, Ramón no había mentido.

Era cordial.

Y feo.

Era amable.

Y barrilete.

Era un excelente amante.

De pene modesto.

Y era un mentiroso taimado que allá, mientras ella se alejaba, caminando descalza por la arena, se sabía descubierto.

Por eso no buscó un segundo empentón o una explicación para la inesperada frialdad de Elisabeth.

Tampoco la directiva buscaría venganza.

En aquel juego, ella coqueteó con todas las bazas en su poder.

Al fin y al cabo, Elisabeth quería conservar lo que tenía, su posición, su valoración, el miedo de sus subalternos y su jugoso sueldo.

Las posibilidades de dominar, el mérito profesional, la capacidad de ascenso.

Conservarlo y, a la par, encontrar respuesta para su insomnio.

Y esa, ya estaba descubierta.

No quería dar explicaciones a nadie que no fuera ella.

No quería llegar a casa y tener que calibrar un humor diferente al suyo por parte de una pareja que a medio plazo, terminaría agotada con su meticulosidad y rareza cotidiana.

Solo quería compartirlo con quien ella ya había decidido.

Cuando se ovula, a los cuarenta, se menstrua sufriendo por una cuenta atrás que para algunas mujeres, resulta perturbadora.

Ella se encontraba en plena ovulación.

Pero la cuenta atrás acababa de detenerse.

Elisabeth palpó su vientre y suspiró esperanzada.

Acariciándose el ombligo, tan solo deseo que de su padre, sacara la tez moruna.

Dedicado a una buena amiga, de igual nombre que nuestra protagonista. Gracias por las confesiones, por las risas. Tan solo deseo que encuentres quien te ponga con los pies descalzos, sobre la arena.