Los pies de mi vecina
Una mujer, muy educada y femenina. No sabe que es la dueña de los más lindos y deseados pies de la vecindad.
Miriam. Unos 42 años, ama de casa y maquillista, un metro sesenta, cintura adolescente, pechos pequeños pero no tanto, deseables todavía, se adivinan suaves. Caderas que se hamacan al caminar y llaman a mirarlas. Muslos apenas rellenitos por la edad; glúteos suaves, rellenitos, lo justo, todavía paraditos y redondeados. Está acorde con su edad, pero cuidada. Se mantiene, camina mucho por las tardes. Pelo color cobre. Seguramente algunas canas. Perfectamente maquillada siempre, apenas esbozado de entre casa. Muy bien producido cuando sale; muy elegante para vestirse. Clásica pero elegante.
Todavía una belleza, a pesar de cuatro embarazos. Problemas de columna y cervicales por el trabajo de la casa. Rostro dulce, pero firme, bonita y con pocas arrugas, piel blanca. Se cuida mucho. manos de pianista, dedos largos, uñas cortas por el trabajo, pero cuidadas, muchas cremas y se pinta con esmaltes nacarados o naturales.
Toda bonita, pero...especialmente los pies. Atraen la atención, perfectos, de tobillos delgados, bien formados, al final de un par de preciosas y muy armónicas pantorrillas. Son pies proporcionados, calza del 38, con dedos largos, delgados, uñas perfectas, bien recortadas y cuidadas, nacaradas de brillo natural cuando están sin pintar, pero generalmente se pinta las uñas de esos maravillosos pies. Le gusta el bordó, el rosa, los marrones rojizos, a veces el natural o el nacarado. Señoriales esos pies primorosos. Se los cuida como todo su cuerpo. Escrupulosamente limpia toda su persona. Usa un muy rico perfume. Se quiere conservar joven, quiere agradar. De la cabeza a los pies.
Por lo menos a mí, esos pies me vuelven loco. Sueño de día y de noche con ellos. Me paso la lengua por los labios pensando que acaricio con ella esos deditos suaves, delicados, femeninos, tan de pie de mujer bella. Porque como dice Benedetti, una mujer de pies bellos no puede ser fea. Y alguien como ella no puede más que tener pies de princesa. Y esos pies son la belleza vuelta mujer. Es lo más bonito que tiene. Los pies de Miriam, para inclinarse y adorarlos como portentos de lindura.
Para diario, en su casa, usa, en verano, flip flops, ojotas, o como se llamen en tu país. Tiene tres modelos, los conté y los conozco de memoria. Un parcito es tipo havaiana, suela de goma negra, del mismo tanmaño que sus plantas portentosas, ni sobra ni falta pie. Son como hechas a medida. Sus deditos se curvan naturalmente y finalizan al borde exacto del calzado. Se insinúan las uñitas primorosas al borde un abismo que los separa del suelo. Entre los deditos más grande y el que le sigue, sale la tirita de tela multicolor, con los siete colores del arco iris, que se divide en dos sobre el empeine y va a morir debajo de cada lado del pie maravilloso que se adivina cómodo y descansado, prisionero pero libre. El delicioso flip-flap cuando camina es música para mis oídos y excitación para mis sentidos. Es femenina hasta para ese ruido tan común.
Los otros pares: uno de suela alta, casi una pulgada, con tira ancha que nace entre esos deditos ya nombrados, son negras, de cuero, y tienen tres flores del mismo material pegadas sobre la tira. Son florcitas, entre flores, blancas y negras.
El tercero y más común, de cuero rojo, tan finitas las tiritas y la suela, que se me hace descalza, a milímetros del suelo. Es tan bella, son tan bonitos esos pies maravillosos.
Es separada, el marido la dejó por una pendeja. Ella sobrelleva sola su historia desde hace tres años, pero me miró varias veces, nos conocimos, entré a su casa para arreglar cosas.
Era uno de estos días en que todo se descompone. La lavadora no arrancaba. Solícito le anuncié mis intenciones de ayudar. Aceptó.
Entré a la casa, ella se tocó el cabello, arreglando un desarreglo inexistente. Estaba preciosa, pantalones pescadores negros a la rodilla, blusa de algodón multicolor con flores pequeñitas, con una tira tipo corset anudada a la altura de los senos, que pequeños, pero no tanto, que con madura turgencia se mostraban redonditos y deseables, muy deseables todavía.
Sonrió dulce y me mostró el lugar de la lavadora. La moví de su sitio y al arrodillarme el más delicioso de los paisajes se abrió ante mis ojos.
Sus pies, divinos, preciosos piececitos en las havaianas rojas que la hacían parecer casi descalza. Sus deditos curvados gaciosamente sobre el borde mismo de la suela, y el más pequeñito, mi debilidad, curvadito y temeroso de mostrarse. Al equilibrar su cuerpo, parada a mi lado, los deditos, por acción natural de los tendones, se movían, se aferraban a la suela para mantener en equilibrio a su dueña. Qué maravilloso espectáculo.
Para mi tortura se fue algo lejos. Arreglé la máquina, una nimiedad, y volví a la sala, donde ella sentada, se paró de golpe para agradecer. ¡Qué deliciosa!, no fuera yo a pensar que ella descansaba mientras yo trabajaba.
Me invitó a sentarme frente suyo, y me convidó un refresco. Inmediatamente cruzó sus piernas y la havaiana comenzó su cadencioso baile sobre el nacimiento de los deditos, siguiendo la ley de la gravedad. Hipnotizado fijé mis ojos en aquellas delicias de mujer.
Ella lo notó y riendo me preguntó que tenía en los pies. Belleza incomparable contesté yo.
Se sonrojó, pero no dijo nada ni descruzó las piernas. Nuestros ojos se encontraron, adelanté el cuerpo, le tomé el piececito de princesa por el tobillo y muy suavemente comencé a masajearlo, era el fin del día y estaba cansada. Así que sorprendida, pero aceptó la caricia, es más, me dio el otro, tras terminar con el primero. Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas.
Seguí masajeando, y locamente envalentonado, me llevé su dedito más pequeño a la boca, hizo algo de resistencia y se sonrojó violentamente, pero muda. Que deliciosa piel de pies, que perfume suave y femenino. Ese dedito en mi boca me sabía a néctar. Seguí con los otros, del mismo pie, ella se resistía un poco, pero empezó a respirar pesadamente, intentaba levantarse apoyando ambas manos en el sillón. Finalmente cedió y procedí con el otro precioso pie de, ahora, mi princesa de los pies cansados.
Continué con mi obra de lengua, labios y succión. Chupaba cada dedito, uno por uno y dos y tres a la vez, metía mi lengua ávida entre ellos y sentía como se estremecía. Lamía sus plantas desde el nacimiento de los adorables deditos, para terminar mordisqueando su redondo y perfecto talón. Cobntinué juntando ambos pies, uno sobre el otro y chupando dos o tres deditos de cada uno, todos a la vez y metiendo la lengua entre la suave piel entre esas flores con sabor a pie de mujer bella. Su respiración se hizo más pesada y rápida. De pronto se aflojó, estiró los deditos dentro de mi boca hasta casi lastimarme, y soltó un sonoro pero muy femenino suspiro de mujer educada, pero satisfecha.
Lentamente abrió los ojos y me miró interrogante, se pasó la lengua por los labios, retiró sus pies de mi boca y los dejó expectante en el aire, como preguntando que sigue. Miró mi bulto enorme, allí apoyó su maravilloso pie derecho, y me hizo una muda e imperceptible seña con las cejas.
Yo saqué afuera mi miembro palpitante y desesperado, y ella, torpemente, apoyó en la cabeza húmeda, caliente y violácea un exquisito grupo de cinco deditos. Una oleada de placer me recorrió, el otro pie vino para ayudar al primero, ella se sonrojó avergonzada, cuando levanté mis ojos a su rostro.
Tomé con suavidad sus pies, tan femeninos y bonitos, y ahora, deliciosos al paladar, y me froté el miembro de arriba abajo en vaivenes tan placenteros que no podía creer sentir tal sensación.
Dijo, apenas audible, una sola frase, "soltame los pies".
Y ella continuó el movimiento, sólo unos instantes, porque estallé de calentura, mojando sus dedos con mi semen, que inexpertamente se quisieron retirar, pero al sentir mis suspiros siguieron la cadencia unos segundos más, y así fue el orgasmo más placentero y extraño de mi vida. Cuando me recuperé ella estaba con los ojos cerrados y reclinada en el sillón. Sus pies, mojados reposaban en mis muslos. Los sequé con mi pañuelo.
Andate, me dijo, suavemente, y suspiró. Cuando abrí la puerta de calle, la miré. Tenía los ojos cerrados, y una sonrisa aleteaba en sus labios. Sentí que no la había decepcionado, ni asustado. Creo que teníamos una segunda oportunidad.
Cerré la puerta despacio y sin ruido. Inolvidable, pensé.
Miré de reojo al cruzar hacia mi casa, la cortina de su ventana se movió apenas.