Los pechos de mi mujer y mis enormes testículos
Esta es una historia que les resultará insólita sobre una esposa de pechos inmensos, un marido con testículos enormes e infidelidades consentidas y disfrutadas.
Cuestión de gustos: los pechos de mi mujer y mis infortunados testículos
Aunque les suene a tópico, la historia que sigue es absolutamente cierta, pero he omitido detalles y circunstancias comprometedoras de la misma, a fin de conservar el anonimato. Reconozco que es un relato insólito, pero anticipo que muchos lo entenderán e, incluso, que compartirán en cierta medida conmigo mis gustos.
Mi mujer, que aparecerá más adelante como tal en este relato, es una preciosidad, guapa en su rostro pícaro y, a la vez, inocente, con senos grandes y firmes, de pezones prominentes que acaban en gruesos pitorros, cintura de avispa, culito generoso, duro y respingón, que se continúa en unas piernas perfectas, con pies gordezuelos y juguetones, que por cierto maneja muy bien. Tan sólo podría imputársele un defecto, su recortada estatura, en torno a metro y medio, pero está tan equilibrada en todos sus restantes atributos físicos, con excepción de su espectacular busto, que su corta talla es algo que pasa inadvertido y que, de hecho, me atrajo también de ella, al gustarme en general las mujeres pequeñas.
Yo soy, por el contrario, un hombre bastante alto y delgado, normal en la mayoría de los aspectos. Debo ser agraciado para las mujeres, pues he tenido infinidad de novias y amantes, tanto solteras como casadas, pero en absoluto me consideré nunca promiscuo, aunque sospecho que embaracé a más de una de mis amantes casadas, lo que representó un aliciente extra en mis relaciones con ellas. Al menos así pensaba de joven, pues veía una muestra de superioridad varonil el engendrar hijos en el vientre de mujeres que luego los harían mantener por sus incautos maridos, algo que me resultaba especialmente morboso cuando se trataba de tipos que conocía y me caían mal, pese a no haberme agraviado.
Mi trabajo como profesor de universidad me ha facilitado ciertamente el acceso a las mujeres, en especial aquellas jóvenes alumnas que siempre ven en un profesor a un icono que conquistar en su tránsito por el mundo universitario, aunque las chicas en general no me aportan demasiado, por su inexperiencia, por lo que siempre preferí mujeres mayores que yo, al menos hasta llegar a la cuarentena, edad en la que estos gustos suelen cambiar en los hombres y se vuelve a apreciar la frescura de la juventud.
Respecto a mis atributos sexuales, son también tirando a normales, con dos excepciones. Así, aunque mi pene es de una longitud apreciable, con un grosor y una consistencia estándar, presenta una rara peculiaridad anatómica, que en algunas mujeres parece despertar sumo interés, la de curvarse acusadamente hacia la derecha a mitad de su recorrido, lo que le da una cierta forma de alcayata, aunque tampoco es que esté totalmente torcido y no dificulta en absoluto la penetración de una vagina de anchura normal. No se a qué se debe esto, quizás sea fruto de una pequeña malformación congénita que sólo se manifiesta en estado de completa erección y que al parecer le impide alcanzar una dureza total. En todo caso, me resulta curioso que llame la atención de las mujeres, aun cuando no puedo presumir que disponer de esta morfología en el pene me preste una utilidad especial a la hora de estimularlas vaginalmente, seguramente se trata sólo del morbo que les despierta algo tan insólito.
La otra rareza, por denominarla de algún modo, es el tamaño de mis testículos, que al parecer es enorme, en torno al doble del promedio masculino, según me han asegurado diversas mujeres de diferente edad y experiencia en reiteradas ocasiones. En consecuencia, mi volumen de eyaculación es mucho mayor de lo normal, en ocasiones tremendo, lo que a veces puede plantear problemas, por ejemplo tras un coito convencional, al rezumar abundantemente desde la vagina de mi compañera de cama sobre las sábanas y empaparlas. Esto es algo que siempre nos molesta mucho a ambos, especialmente a la hora de reanudar las actividades sexuales tras el cigarrillo de rigor y encontrarlas pegajosas. Y no digamos ya en el momento cumbre de una felación, cuando es realizada por una nueva pareja femenina que no ha sido advertida al respecto en la inminencia del orgasmo y siente que literalmente se ahoga.
Realmente reconozco que es algo problemático, pues en las escasas ocasiones en las que de joven estuve sin pareja y, por ello, sin descargar los testículos durante un par de semanas o incluso más, con lo que creía enloquecer (no suelo masturbarme), la cantidad, la densidad, la consistencia, la fuerza de emisión y el intervalo de tiempo en que tuvieron lugar las sucesivas descargas de mis eyaculaciones fueron, sencillamente, inauditas. A veces me ha dado la impresión de haber derramado un yogurt, tal es la cantidad de semen, los cuajos de esperma y los rosarios gelatinosos que impregnan mis corridas, así como su aspecto general de crema viscosa, amarillenta y olorosa.
De hecho, una joven amante de busto generoso que tuve, quien como verán luego jugó un papel decisivo en mi vida, solía pajearme a menudo con sus tetas y disfrutaba de contemplar como tan insólitas eyaculaciones cubrían sus grandes pechos. En una escapada veraniega que hicimos a un hotel del interior, en cuya piscina solía gustar de lucir sus pletóricas y enhiestas ubres para mi deleite y para el desasosiego de los restantes varones que se encontraban en las inmediaciones, que no lograban ocultar las erecciones que esta visión les provocaba, llegó en una ocasión a utilizar mi abundante corrida para embadurnarse a fondo sus inmensos pechos, a modo de crema de protección solar, saliendo a continuación por la terraza de la habitación, desde la que se accedía a la piscina, a tomar el sol en topless durante una media hora en la piscina, hasta que sus maravillosas tetas se resecaron y hubo de refrescarlas en el agua. Al parecer, la experiencia le gustó y a mi he de confesar que me resultó muy erótico verla con sus generosos pitones resplandeciendo de brillo bajo una densa película gelatinosa de tonalidad entre blanquecina y amarillenta. El mismo efecto produjo de inmediato en todos los hombres del recinto, que desconocían la naturaleza del ungüento, por lo que en la segunda ocasión en que se decidió a hacerlo, me complació observar la situación a distancia, desde la balconada de nuestra habitación, pretextando que me encontraba cansado tras la abundante eyaculación. Ni que decir tiene que ver ataviada con tan sólo un tanga diminuto a semejante monumento y en ausencia de compañía masculina protectora, envalentonó a todos los hombres solitarios que había en el recinto, que literalmente se la comían con los ojos, sin necesidad de disimular.
De hecho, entre los que no le quitaban la vista de encima estaban un par de adolescentes de no más de dieciséis años, que se las arreglaron para ocupar las hamacas vecinas, tumbados hacia abajo mientras intentaban ocultar sus incómodas erecciones. En un determinado momento mi amante fue a los servicios y vi que uno de los dos, posiblemente el más lanzado, la seguía. Tardaron unos diez minutos en salir y, aunque ella parecía relajada y actuaba con plena naturalidad, al chico se le notaba sumamente nervioso. El resto del tiempo lo pasó comentándole, muy excitado, algo al oído de su amigo, que ponía cara de incredulidad y no dejaba de mirar a mi novia y, especialmente, a sus tetas. Ambos salieron de estampida en cuanto me vieron acercarme al mediodía y, como imaginarán, al ir a almorzar en la cafetería aledaña, para lo que se cubrió con el sujetador de su diminuto biquini, traté de sonsacarle lo que le había acontecido. Mi amante, sabia como todas las mujeres, se mostró esquiva y coqueta mientras saboreaba su copa de vino blanco. Ni que decir tiene que esta actitud suya tan deliberada me fue encendiendo, ayudado por sus caricias insistentes con el pié sobre mi henchido paquete, a resguardo de miradas indiscretas bajo la mesa. De hecho, prolongamos tanto la sobremesa y, con ello, sus caricias a mi miembro babeante, que me las arreglé para liberar mi torcida estaca del bañador y pude deleitarme con el suave contacto de sus pequeños pies, uno de los cuales me frotaba con suavidad el glande, esparciendo el abundante líquido preseminal que fluía sin cesar, mientras con el otro pisaba con vigor mis hinchados testículos, hasta que finalmente me vine con abundancia tanto en el suelo del restaurante como en la planta de sus pies, que debió quedar completamente grumosa, mientras ella paladeaba su enésima copa de vino blanco, mirándome con una socarrona sonrisa.
En estas, un perrito que acompañaba a la señora mayor que había en la mesa próxima y que seguramente nos contemplaba a placer desde su corta alzada, quizás alertado por el olor penetrante del semen largo tiempo contenido, se las arregló para soltarse de su ama y meterse bajo nuestra mesa, lamiendo con fruición (y bastante ruido) los pegotes de esperma del suelo, lo que me obligó a salir disparado, muerto de vergüenza, hacia nuestra habitación, pensando que la anciana acabaría descubriendo lo que había pasado. Mientras tanto, mi novia sonreía, continuando recostada en su silla y apurando los restos de la segunda botella de vino en su copa. Al volverme hacia ella en el momento de salir de la cafetería advertí, gracias a la perspectiva que me daba la distancia, que había levantado con indolencia sus pies y el chucho se los lamía entre los dedos con aplicación. Vi también, con vergüenza, que un tipo de color bastante musculoso que estaba tumbado en una hamaca de la única zona de la piscina desde la que se podía divisar nuestra mesa sonreía también divertido y creí notar que incluso me guiñó un ojo al pasar a su lado.
No fue sino hasta la noche, bastante borracha por lo que había bebido en el almuerzo y la cena, con un par de cubatas ya en el cuerpo, cuando por fin me reveló que el chaval se había colado en el baño de señoras tras ella y, sin preámbulos, le había agarrado por detrás sus hinchadas y sensibles tetas, momento en el que ella se volvió con sorpresa, quedándose entonces el chico cortado, incapaz de dejar de mirarlas con cara de bobalicón. Luego, al ver que ella no lo rechazaba, se había agachado y le había lamido largo rato, con devoción y glotonería, sus enormes globos, ajeno al parecer a la espesa pasta grumosa con la que los había inseminado, hasta dejarlos totalmente relucientes, tras lo cual ella lo apartó suavemente, sin dejar de sonreír, le bajó el bañador y descubrió una polla fina y muy larga, con apenas el grosor de un dedo y de unos veinte o más centímetros de longitud, que aparecía coronada por un glande extrañamente grueso y morado, en forma de pequeña ciruelilla. Tras sólo un par de sacudidas por parte de su generosa manita la estaquilla comenzó a vibrar y escupió su carga, que llegó casi a la mitad de una de las mías, aunque me reconoció que voló con mucha más fuerza, tan hinchados debían estar sus diminutos testículos, que ella encontró muy duros y apretados en comparación con mis pesadas y más bien blandas pelotas. Luego, tranquilamente, volvió a su hamaca y siguió tomado el sol, tras aplicarse, ahora sí, una generosa dosis de bronceador.
Tanto el chico como su amigo la rondaron incesantemente los siguientes días, aprovechando que yo no bajaba a la piscina, en el desconocimiento de que eran vigilados desde el interior de mi terraza. Así, en cuanto la veían aparecer, rápidamente situaban un par de hamacas a ambos lados de la suya y comenzaban a importunarla, tratando de conseguir que los acompañase a los servicios. Mi novia no les hacía ni caso, aunque ellos no desesperaban y continuaban su acoso, para su desesperación. Ella trató de que convencerme de que los alejase, pero yo quería saber hasta dónde podría llegar la cosa y pretextaba que sólo se trataba de un par de adolescentes inofensivos, que seguro sabría manejar. Al segundo día de acoso, con la impunidad que les otorgaba mi ausencia, ya habían conseguido convencerla de permitirles algunos avances, como por ejemplo dejar que le aplicasen el bronceador, tarea en la cual se extendían bastante, frotando a conciencia sus grandes pechos e intentando, cuando se daba la vuelta, colar sus dedos bajo el hilillo dental del tanga. Estas operaciones eran contempladas a distancia por el tiarrón negro, siempre sonriente, cuyo bañador evidenciaba la existencia de un mástil prominente, que trataba de disimular doblando hacia un lado, sin conseguirlo en absoluto. Tal era la paciencia de los chavales que al final consiguieron acceder a su más secreta intimidad y mi novia se vio obligada a cambiar la ubicación de su hamaca, para evitar miradas indiscretas. En su nueva posición, tras unos árboles, al poco reanudaron sus actividades y ella, finalmente, abrió lánguidamente sus piernas, dejándoles hacer. Según me contó luego, le provocaron uno de los orgasmos más fuertes que había tenido hasta entonces, advirtiéndome que si no tomaba cartas en el asunto no respondía de sí misma. En tanto sucedía esto, yo me encontraba cerca, camuflado, y me pajeaba furiosamente, como nunca había hecho con anterioridad, por lo que al reunirnos luego en el almuerzo, como de costumbre, no quise ni pude aplacar su calentura. Al tercer día mi novia, caliente a reventar, volvió a encontrar a los tenaces chicos en la piscina y, obviamente, ellos reanudaron su acoso concertado, hasta que lograron por fin gozar a mi amante esa misma tarde, con total plenitud y calma, durante casi cuatro horas en su propia habitación, una vez que yo le di a mi permiso para acompañarlos (luego me enteré de que la habitación era de los padres de uno de ellos, que habían salido de excursión). Ni que decir tiene que el mejor polvo de esas vacaciones tuvo lugar cuando mi amante regresó a finales de la tarde. Aunque, comportándose como una dulce harpía, según su costumbre, me hizo esperar hasta después de la cena, regada nuevamente con mucho vino, sobre todo en su caso, para poder saborear a fondo el morbo de la situación, que me relataba lentamente y dosificando los detalles.
Por ello, tardé en saber que cada uno de los chavales había eyaculado en sus diferentes orificios, en penetraciones simultáneas por la boca y por detrás, al menos cinco o seis veces antes quedar exhaustos y dejarla regresar a mis brazos, totalmente escocida y llena de moratones, especialmente en sus adorables pechos. De hecho, según me contó pausadamente, con voz profunda y queda mientras me sobaba a conciencia mi torcido pene, en cuanto ella entró en la habitación habían saltado literalmente sobre su diminuta persona, mordisqueándola con saña a la vez y eyaculando en su boca nada más rozar ella sus penes con los labios. Yo llevaba ya tiempo deseando eyacular, debido a sus caricias desde que comenzamos la cena, y el imaginar la situación me impulsó a ello, pero mi amante retuvo la descarga con sabiduría, apretando fuertemente el pene en su base hasta que cedió la presión sanguínea y lo obligó a humillar la cabeza, para a continuación proseguir su relato y reanudar las caricias. Me contó que los chavales, algo más calmados tras ofrecerle el aperitivo de nata, que hubo de tragar en su totalidad, se dedicaron entonces sin mucha delicadeza a penetrarla por turnos, sin esperar siquiera a haberla humedecido mínimamente, aunque tuvo la suerte de que el primero en profanar su vagina fuera el del pene fino, por lo que no le hizo apenas daño. El otro chaval, que era el más menudo y enclenque de ambos, contaba en contraste con un pene de mucho mayor grosor y algo más largo, nervudo y oscuro, contentándose con recibir una mamada mientras su amigo culminaba en el interior de la vagina de mi novia. Ambos terminaron casi simultáneamente, por lo que mi esposa hubo de volver a tragar semen en abundancia, cambiando de inmediato sus posiciones, con mi novia a cuatro patas, sin que sus jóvenes vergas desfalleciesen. Esta vez el grueso pene del amigo entró sin problemas en la vagina, que se encontraba ya inseminada, lo que facilitó que mi amante pudiese disfrutar algo de la penetración, pero sin darle tiempo a correrse. Tras repetirse la historia, culminada con nuevas y ahora ya menos abundantes eyaculaciones por parte de los chicos, la volvieron a voltear y el de la polla fina la enculó sin avisar, mientras su escuálido amigo la agarraba del pelo con rudeza y volvía a violentar su garganta, hasta hacerla atragantarse. Sólo se tomaron un respiro tras correrse por cuarta vez, recostándose en el sofa y obligando entonces a mi novia a arrodillarse a sus pies y chupar por turnos sus espolones, ahora ya algo fláccidos, y mordisquearles sus huevecillos, mientras ellos le retorcían sus pezones a dúo con bastante saña. Al parecer, ese fue el único momento en que mi novia, ayudándose de su manita, logró un fuerte orgasmo frotando su encendido clítoris, pese al tremendo dolor que le infligían los chavales al torturar sus delicados pechos. Una vez endurecidas de nuevo sus vergas gracias a la boca de mi amante, el del pene grueso la sentó a horcajadas encima de él en el sofá, penetrándola sin dolor ahora que su vagina estaba bien lubricada con semen, y se dedicó a succionar y morder con avaricia sus pezones, como si quisiera explotarlos, mientras su amigo la inclinó hacia delante y la volvió a penetrar por el ano, siguiendo el guión que luego le confesaron con risas haber visto en una película porno. Realmente resulta chocante que fuesen dos chavalines quienes enseñasen tales variantes amatorias a mi novia, que les sacaba unos cinco años, y que uno de ellos además gozase del placer de desvirgarle el ano, algo que a mi me ha tenido siempre vedado. Al terminar, nuevamente la obligaron a abrillantarles sus estacas, aunque ahora ya se encontraban derrengados sobre el sofá y respetaron sus torturados pechos, dejándola irse después.
Mientras me relataba esto mi novia, ambos tumbados del revés en la cama, yo chupaba sus pies y ella seguía jugueteando con sus manitas en mi torcido pene. Además, me dijo, me imponía como condición para dejar que la poseyera el que no se duchase, aduciendo que yo debía probar algo de lo que había recibido, ya que a ella la habían obligado a tragar cantidades ingentes de semen (el mío nunca lo probó, por cierto, supongo que lo imaginaría menos saludable por mi edad, cuarenta y cinco años en aquel entonces frente a los veinte de ella, y también por el intenso olor que produce al eyacular, algo que muchas veces me ha dicho que le resultaba muy animal). Por ello, tras despojarla de su arrugado vestido me encontré con el minúsculo tanga con el que había acudido a su cita, que llevaba empapado de sus jugos y crujiente por el semen blanquecino y reseco de los chavales que había acumulado en las horas previas. Al apartarlo encontré su vagina muy enrojecida, irritada y sudorosa, con los labios externos bastante abiertos e hinchados. Aunque no era un espectáculo tan estimulante como aquel al que me tenía acostumbrado, me apresté a ensalivarla aplicadamente con mi lengua y calmar el escozor que me dijo sentir, notando un gusto bastante salado y un tacto como de arenilla, que con anterioridad nunca había percibido. Imagino que se debía a los restos de semen que dejaron los chavales, muy secos ya, que estaban fuertemente pegados a la cara interna de sus muslos y al interior de su vagina. Conforme lamía, fue escurriéndose más semen desde su interior, este ya más fresco, en forma de hilillo, y me apresuré a degustar estos regueros, que dada mi calentura me supieron ya a pura miel. He de confesar que no me dejó luego penetrarla, como yo quería, debiendo conformarme con una paja realizada lentamente por sus expertos pies. De hecho, durante el resto de las vacaciones no logré inseminarla ya más, debiendo conformarme con mi nuevo papel de perrillo faldero y lamiéndola sin descanso. Fue ciertamente una experiencia salvaje y, a la vez, eróticamente reveladora, que me abrió definitivamente los ojos a otras formas de disfrutar del sexo en pareja.
Los días siguientes, como podrán imaginar, los chavales siguieron con su acoso, especialmente cuando mi incauta amante les confesó, tras sus inacabables preguntas, que había hecho el amor conmigo tras regresar a nuestra habitación. Parece que les encantó el que yo limpiase con la lengua lo que ellos habían regado antes con profusión de semen, ofreciéndose con sorna a volver a rellenarla de nata para mi. Incluso se ofrecieron a preñarla, argumentando que era la forma ideal de dejarme grabados unos cuernos indelebles, algo que a ella le hizo mucha gracia pero afortunadamente descartó. No obstante, mi novia se negó con firmeza a volver a acompañarlos a su habitación, explicándoles que habían perdido su oportunidad por maltratarla tan zafiamente. Mientras tanto, el hombretón de color había acercado su hamaca a las de ellos y se acariciaba por encima de su amplio bañador el paquete, que se adivinaba de dimensiones espectaculares, mientras sonreía a mi novia con malicia. En un determinado momento observé que ella se levantaba para ir a los servicios, siendo seguida de inmediato por los chavales y, poco después, por el hércules de color ébano. Al rato vi que los chicos salían con aire de cabreo, mientras que mi novia y el grandullón se quedaron dentro un buen rato. Luego él la acompañó a su tumbona, tomó asiento en la contigua e iniciaron una animada conversación, con abundantes gestos y risas por parte de mi amante, para desesperación de los chavales, que permanecían en las inmediaciones mirándolos con envidia. Al poco rato mi novia se despojó de su sujetador y observamos como las inmensas manos del hombretón le masajeaban a conciencia sus grandes tetas, que prácticamente desaparecían bajo ellas. Estando las cosas así, decidí presentarme y esta vez el acompañante de mi novia no se marchó al verme llegar. De hecho, se limitó a saludarme con una sonrisa un tanto despectiva cuando ella nos presentó y aceptó gustoso su invitación de acompañarnos a comer, para mi disgusto. Entramos flanqueándola en el restaurante y nos sentamos a ambos lados de mi amante, pero ella rápidamente cambió de lugar, pretextando que así le daba mejor el sol, situándose en una silla frente a él. Conocedor de sus jueguecitos bajo la mesa, sospeché de inmediato que sus pies estaban haciendo sus averiguaciones, especialmente cuando noté que él respiraba con dificultad, tratando de disimular, aunque al ver que yo parecía enterado se dedicó a disfrutar ya sin reservas del masaje y, pasados unos minutos, vi que se congestionaba, emitiendo unos resoplidos extraños. Al terminar la comida nos dijo el número de su habitación, mirando a los ojos a mi novia, pagó la cuenta y se marchó, aduciendo que necesitaba una siesta. Nosotros volvimos a nuestra alcoba, yo un tanto mosqueado a diferencia de cómo me sentía el día en que estuvocon los chavales, y cuando le insinué que podíamos echarnos también una siesta ella se negó, pretextando que al día siguiente se acababan las vacaciones y que quería aprovechar la piscina. Se ofreció antes a pajearme, cosa a lo que me negué estúpidamente por soberbia, pues intuía que era todo lo que iba a obtener de ella, y cuando me hice el adormilado percibí que salía subrepticiamente por la terraza. Ocultándome tras las cortinas la espié y vi que conforme iba hacia la piscina miraba en derredor hacia las otras terrazas, hasta que vio algo en una de ellas y cambió de dirección, entrando en una habitación situada al otro lado del jardín. Estuve unos minutos dudando si seguirla para espiarla y cuando me decidí, aprovechando que eran las horas de más sol y la piscina estaba vacía, tardé bastante en poder acercarme de manera inadvertida y espiar lo que tenía lugar en la habitación del gigante. Él estaba sentado, o más bien derrumbado sobe un sofá, abierto de piernas y ofreciendo una verga de dimensiones ciclópeas a mi novia, que arrodillada entre sus piernas la chupaba como si le fuese la vida en ello. Mientras tanto, él le acariciaba el pelo e indolentemente, le sobaba con despreocupación sus inmensos pechos, que colgaban tentadores. Su pene era tan grande que parecía un largo y grueso salchichón poco curado, meciéndose hacia los lados cuando ella lo sacaba de su boca. La mamada se alargó durante varios minutos más, hasta que ví que el tensaba sus musculosas mientras que mi novia lo pajeaba a dos manos, manteniendo dentro de su boca únicamente la gruesa cabeza de su verga, Los carrillos de mi novia parecieron hincharse como si fueran a explotar, señal de que él eyaculaba abundantemente en el interior de su boquita, y ella tragó sin descanso, no dejando escapar ninguna gota. Al acabar se quedó entre sus piernas, mordisqueando sus peludos cojones y lamiendo las gotas que salían ocasionalmente por el grueso orificio de su glande, mientras se frotaba suavemente el clítoris y alcanzaba su orgasmo, poniendo una cara de vicio tal como nunca había visto antes en ella. Regresé a nuestra habitación, no fuera que me descubriesen, y me acosté, durmiéndome con una sensación extrañamente placentera. Varias horas después me desperté al oírla moverse por la habitación y ella cínicamente me explicó que el agua estaba maravillosa. Tal y como sospechaba, esa noche se mostró esquiva en mis aproximaciones y hube de conformarme con pajearme mientras ella dormía. Buscando en su bolso descubrí un papelito con un número de teléfono apuntado y el nombre del semental, que vivía en una provincia no muy lejana, lo que confirmó el potencial corneador de mi amante.
Ni que decir tiene que tras las vacaciones le rogué a mi novia que se casara conmigo, en el convencimiento que me daba mi dilatada experiencia anterior de no encontrar nunca más otra mujer tan sensual y provocadora como ella. Me costó convencerla, debiendo asegurarle que sería tan tolerante y comprensivo de marido como lo había sido durante el noviazgo, y finalmente accedió para mi deleite. Tras la boda, como alguno habrá anticipado ya, se las ingenió para conseguir de mi un celibato absoluto, en forma se sexo tántrico, liberado tan sólo una vez por semana gracias a sus generosas pajas cubanas o, más ocasionalmente, mediante alguna penetración, y con ello logró definitivamente mi consentimiento de que mantuviese cualquier relación que pudiese apetecerle, sin necesidad de que yo la consintiese o ni tan siquiera estuviese enterado de ella. Por mi parte, aunque ella no lo sabía, pues era bastante celosa por raro que pueda parecer, yo me beneficiaba ocasionalmente de alguna aventura extraconyugal con mis antiguas amantes casadas, pero con el tiempo dejaron de interesarme, aguardando con amor y paciencia mi turno semanal con mi flamante esposa. Pasados los meses que enteré de que poco después de nuestra boda tomó como amante fijo al jefe de su empresa, un señor moderadamente mayor, muy culto, atractivo y refinado, a quien enloquecía y tenía completamente a sus pies, con lo que su promoción en la empresa fue fulgurante y nuestra economía familiar mejoró bastante. Supe luego que con anterioridad ella ya estuvo liada un tiempo con él, pero lo dejó por no conseguir que se divorciase de su mujer y, entonces comenzó a salir conmigo, para darle celos. De hecho, me confesó que tras nuestra aventura veraniega consideró su boda conmigo como una forma de venganza hacia su jefe, de quien seguía hondamente enamorada. En general, durante nuestro matrimonio a su jefe le dedicaba sólo un día por semana, como a mi, o a lo sumo dos, pues le costaba pretextar sus ausencias de su domicilio, aunque él aprovechaba mejor estos momentos en los lujosos hoteles a los que la llevaba a pasar la noche, alegando motivos de trabajo, donde solían acabar durmiendo en el jacuzzi de la suite tras las sesiones maratonianas de sexo que los dejaban extenuados. No es necesario explicar que tras tales encuentros mis posibilidades de copular con mi mujer disminuían drásticamente, debiendo calmarme yo mismo. La ascendencia de este hombre sobre mi mujer era tal que consiguió que se perforase los labios vaginales con piercings de platino que él le financió y luego la convenció de horadar sus gruesos pezones con aros cubiertos de diamantes que debieron costarle una fortuna y con los que me enteré que le pajeaba diestramente. Al parecer, por raro que pueda sonar, su jefe estaba muy celoso de mi y trataba de convencerla de que me rehuyese en el sexo, algo que no terminó de conseguir, aunque estuvo bastante cerca, reduciéndose nuestros encuentros maritales a no más de una vez al mes, para mi desesperación y su goce.
Además, con el tiempo supe que mi mujer solía complementar sus apremiantes necesidades sexuales con relaciones esporádicas e intermitentes, de las que yo normalmente no llegaba a saber gran cosa salvo que siempre eran hombres casados y en general bastante mayores que ella, aunque no me importaba desconocer los detalles, tal era el placer de poseerla aunque fuese sólo una vez al mes, normalmente en la mañana de un sábado. De hecho, en sus salidas de aventuras, que percibía siempre aunque tratase de ocultarme sus propósitos, simulando que iba de compras o con amigas, aguardaba siempre su regreso con impaciencia para tratar de hacerle el amor, aunque normalmente no me dejaba. Un día en que llego más tarde que de costumbre, quizás animada por nuestro acuerdo tácito de no hacernos preguntas, percibí un fuerte olor a semen tras seguirla al cuarto de baño mientras ella se desnudaba. Al entrar y quedarme ensimismado mirando su tanga, que delataba una humedad sospechosa, con el rabillo del ojo vi que sonreía maliciosamente y tendía hacia mi ambas manos, para guiarme hacia el borde de la cama, donde se recostó y abrió las piernas. El impulso fue irresistible y, arrodillándome, aparté la tirilla de tela y comencé a chupar su raja empapada, de la que rebosaba una densa lengua de blanco semen de fuerte olor. Me sorprendió que no me produjese repulsión el acto, más bien me excitaba sobremanera y el gusto metálico de sus fluidos íntimos mezclados con las abundantes corridas del amante desconocido (luego supe que fueron tres) me sabió a néctar. Mientras yo la lamía, ella se retorcía salvajemente en la cama, me tirada del pelo y subía las piernas para que mi lengua penetrase más profundamente, liberándola de la semilla depositada. Más tarde me confesó que había permitido a este hombre, de quien nunca supe ya nada más salvo que era más joven que la mayoría de sus amantes, correrse dentro de ella sin protección, al reparar en que no tenían preservativos a mano, porque se le aproximaba la regla y no temía demasiado por un embarazo imprevisto, aunque luego creyó conveniente eliminar su abundante simiente en el lavabo, cambiando de opinión al verme tan excitado y aprovechando la mayor capacidad limpiadora de mi lengua; al parecer, en el caso de los adolescentes y el titán negro durante aquellas vacaciones fue distinto, porque en esa época de soltera tomaba pastillas anticonceptivas.
A partir de este momento y sabiendo de mis recién descubiertos gustos, solía hacer el amor sin protección, volviendo a casa rellena de crema como un delicioso bollito de leche, pero sólo de aquellos hombres casados de los que sabía con certeza que estaban vasectomizados, y durante sus salidas ambos paladeábamos anticipadamente nuestro reencuentro y mis inmediatas libaciones. Otras veces traía los condones anudados de sus amantes, cuando éstos no estaban privados de su capacidad procreadora, por lo general un par de ejemplares por noche, y desatándolos con malicia los escurría y frotaba con la planta de sus pies para que yo los lamiese mientras ella me pajeaba lentamente. Por supuesto, al acabar mi corrida solía recoger parte de los numerosísimos grumos espesos y abundantes de esperma que yo había vertido y se los frotaba nuevamente entre los dedos de los pies, comenzando de nuevo el juego hasta que me indigestaba con tal atracón de gelatina. Por lo que ven, nuestra vida de pareja, aunque en absoluto convencional, se desarrollaba a plena satisfacción de ambos.
El único conflicto que se nos planteó en un cierto momento, tras los primeros diez años de casados, fue su deseo de maternidad, por lo que durante unas semanas me dejó inseminarla casi a diario, pese a que mis ya alcanzados cincuenta y cinco años me lo ponían difícil, aunque desgraciadamente se reveló luego que estos testículos enormes, que tanto llegaron a enorgullecerme en el pasado por su vitalidad y potencia sexual, en realidad producían una cantidad normal tirando a baja de espermatozoides. El problema radicaba, según nos explicó un especialista en fertilidad, en que la densidad de los espermatozoides, diluidos en tal volumen de eyaculación, era sumamente baja, insuficiente pues como para dejarla embarazada. Al no poderse concentrar mi semen con los medios técnicos en aquel entonces disponibles, no había ninguna posibilidad de una inseminación efectiva.
Como ella no contemplaba la adopción, finalmente me pidió que la dejase preñar por su jefe, ya jubilado pero que se conservaba muy bien, por supuesto sin que éste supiese que era el padre de la criatura. Tras pensarlo unos días, en los que se mostró huraña y esquiva, con veladas amenazas de divorcio y lloriqueos continuos, y al barajar las escasas alternativas que se nos planteaban, teniendo en cuenta que a mi también me apetecía la experiencia de la paternidad, accedí a sus pretensiones y, sorprendentemente dada la edad de este señor, a los nueve meses y medio de darle carta blanca dio a luz una niña preciosa que colmó todas nuestras expectativas. Por ello, y recordando el extraño morbo que me producía el saberla embarazada llevando en sus entrañas el hijo engendrado por otro hombre, así como por la sumisa docilidad que mostró conmigo durante toda su preñez, la animé a repetir la experiencia y ahora contamos con tres chicas saludables y elegantes como su inadvertido y casi septuagenario progenitor.
Hoy día continuamos con nuestra rutina marital, avivada por sus fugaces aventuras, aunque yo ya tengo sesenta y cinco años y mi apetito sexual ha disminuido apreciablemente. Ella, que es bastante menor, se conserva de fábula a sus cuarenta años, habiendo incluso mejorado como le ocurre a los buenos vinos, por lo que todo el mundo nos toma por padre e hija y continuamente le surgen amantes.
Ahora viene lo más curioso de mi historia. Durante los últimos tiempos me ha comentado en más de una ocasión en que nos encontrábamos algo bebidos, medio en broma medio en serio, pero suave y persuasivamente, que le produce mucho morbo la idea de poder castrar esos enormes testículos estériles que tengo, que ahora me cuelgan hasta medio muslo y que se encuentran ya prácticamente inservibles, a diferencia de los de su antiguo jefe, que la continúa inseminando con aplicación una vez al mes como mínimo y que intuyo que no tendría problemas en volver a preñarla si ella así lo quisiese. De hecho, ha insistido en esta idea perversa tanto y tan sutilmente, que se sorprenderán si les confieso que he llegado a contemplar la posibilidad de dejarla que lo haga, tal es su poder de convencimiento sobre mi cansado carácter. Creo que no habría mayores problemas médicos con el concurso de un anestésico local, pues mi mujer es una chica de pueblo y según me ha contado, en su adolescencia solía ver como capaban a los cerdos de la granja que tenían sus padres, por lo que conocimientos no le faltan. De hecho, dice que mis grandes testículos le recuerdan a los de los pobres cerdos, a los que cuando nadie la contemplaba atormentaba haciéndoles ver cómo arrojaba sus enormes huevos, una vez extirpados, a su perro pastor, que los devoraba con delectación.
La verdad es que últimamente me plantea de una forma tan velada e insistente el asunto que me tiene medio convencido y, por otra parte, me intriga la curiosidad de comprobar si tiene en la cabeza la idea de que su actual perrito faldero, un yorkshire sumamente pequeño y agresivo, podría darse un atracón semejante, algo que dudaba al principio. De hecho, ahora intuyo que quizás sí, pues hace un par de años, un día que me encontraba desnudo a gatas, buscando en el suelo sobre la alfombrilla de los pies de mi esposa un pendiente que se le había caído a ella al suelo, el perrito se me acercó por atrás inadvertidamente y sin que lo notase me mordió con fuerza en uno de mis gordos testículos con sus pequeños dientes. Me quedé encogido por el dolor, completamente inmovilizado, cayendo de bruces sobre la alfombra mientras el chucho quedaba colgando de mis huevos. Percibí con terror como me quedaba totalmente sin fuerzas, completamente inmovilizado y a su completa merced, mientas mi voluntad de resistencia abandonaba poco a poco mi cuerpo en tanto el bicho seguía devorando tranquilamente mis cojones en silencio, tal y como he observado en algunos documentales que hacen los leones cuando abaten a los búfalos cafres, a quienes castran para dejarlos sin fuerzas con las que oponer resistencia. Afortunadamente, mi mujer notó que me pasaba algo al verme tan quieto y, levantándose de la cama, trató de liberar mis testículos, forcejeando un buen rato con su mascota, que no se resignaba a soltar su trofeo y estuvo a punto de arrancármelos con sus dientecillos afilados como alfileres. No obstante, he de confesar que antes de intervenir transcurrieron unos instantes interminables mientras por el rabillo del ojo alcanzaba a vislumbrar como mi mujer, sentada en la cama, contemplaba la escena sin decidirse a intervenir, con una sonrisa perversa en su bello rostro y acariciando suavemente su clítoris. Cuando por fin se decidió a auxiliarme, cogió al animalito con sus manos y tiró de él suavemente, pero el perrito se negaba a soltarlos y gruñía salvajemente. Por ello, mi mujer lo volvió a dejar en el suelo, explicándome que temía que me desgarrase de persistir en sus tirones y que antes o después su mascota se cansaría, debiendo yo limitarme a esperar con resignación, pues no consideraba que con sus pequeñísimos dientes fuese capaz de hacerme mucho más daño con su persistente mordisqueo. Parecía, pues, incapaz de imaginar el fuego ardiente que sentía en los testículos, tan doloroso era que llegué a desear que me los arrancase y terminase mi sufrimiento. Mientras tanto, inexplicablemente pese al enorme sufrimiento que me atenazaba el alma conforme el chucho devoraba lenta e impunemente mis cojones y anulaba con maestra eficiencia cualquier intento de resistencia por mi parte, totalmente privado de fuerzas y voluntad, eyaculé con una corrida demencial, como llevaba años sin hacerlo, poniendo perdido el suelo. Fue entonces cuando por fin el animalito soltó a su vencida presa, sin necesidad de la escasa ayuda que me prestaba mi mujer, para pasar a lamer tranquilamente el abundante semen esparcido en la alfombrilla de pies de mi esposa, mientras mi mujer lo miraba con devoción, acariciándolo, y se reía ya abiertamente, pese a verme encogido y gimoteante, goteando sangre por los diminutos y abundantes orificios que sus dientecillos habían dejado en mi bolsa escrotal.
Pese a mis quejas y al hecho de que el incidente me tuvo postrado en cama casi una semana, rabiando de dolor y sin poder acudir al médico por lo apurado de la situación, mi mujer actuó en todo momento con protección y cariño hacia su perrito, protegiéndole de mis iras e insinuando que era el movimiento de mis enormes y desproporcionadas bolas, inservibles según ella, lo que había estimulado en la pequeña bestia sus instintos de depredador, y sorprendentemente se negó a ni tan siquiera reprenderlo. Ni que decir tiene que en adelante no le quité el ojo de encima al perrillo, empecinado en evitar que un bicho así me mutilase conforme a las aviesas intenciones que intuía ver en sus maliciosos ojillos.
En fin, imagino que este incidente fue el que desencadenó sus anhelos de castrarme, por lo que finalmente creo que no me resistiré más y la dejaré hacerlo a ella, no vaya a ser que aproveche mientras duermo y me ate, poniéndome luego a cuatro patas y facilitando así al animal sus deseos, tal y como últimamente me amenaza con hacer, no se si en tono de broma o quizás medio en serio, pues me he dado cuenta de que fantasea a menudo con esta posibilidad, que al parecer le resulta muy erótica, tal y como me ha confesado veladamente en varias ocasiones.