Los pecados de Marga (1: Gula)

Marga, insatisfecha de su matrimonio, decide darle un vuelco a su vida y se cita con tres desconocidos en un lujoso hotel para saciar su apetito...

**LOS PECADOS DE MARGA:

GULA (1)**

Me hallo en "estado de pecado" ( maccula peccati, reatus culpae ), es verdad, mea culpa. ¿He de autoflagelarme por ello? ¡¡Lo haré, vive Dios, si es del todo necesario y mortal de necesidad!!

¡¡Compadézcanse de mi, pobre mortal, que ha probado el sabor del pecado!!

¡Pero han de comprenderme!... Mi vida era tan insulsa… ¿saben lo que es el paso de los días y que lo único interesante que se pueda decir de una existencia humana es que se ha puesto una lavadora? ¡Una lavadora!, ¡¡ah, terrible electrodoméstico que me hizo caer en pecado!!... Porque fue por culpa de una lavadora. ¿No me creen? Pues créanme. Una lavadora. Un día me preguntó una vecina…«Y bien, Marga, ¿qué has hecho hoy?», y yo le dije: « ¿Hoy? Bueno, pues hoy he puesto una lavadora». Así fue. De locos, vaya. Pero gracias a aquella lavadora me di cuenta de que mi vida carecía de sentido. Tendría que hacer algo… o me pudriría en vida.

Soy consciente de que mi vida carece de vértigo existencial. Después de haber estudiado una carrera, conocer al hombre de mi vida y casarme, he consagrado mi vida al cuidado de mi casa y de mi marido, a quien adoro por encima de todas las cosas. No ejerzo mi profesión. Nunca lo hice, pues me casé muy pronto. No hemos tenido hijos, aunque no descartamos la idea. Quizás eso sería lo mejor, un bebé. Un bebé cambiaría mi vida. Pero aún no estamos preparados para traer una criatura al mundo. Ergo

Un aciago día – hará cosa de tres o cuatro meses- sentí que ya no podía más, que necesitaba darle algún aliciente a mi vida. Y no se me ocurrió otra feliz idea que la de cumplir con los mandamientos infernales que Santo Tomás dio a bien de llamar Pecados Capitales , estableciéndolos en número de 7, a saber: Soberbia, Avaricia, Lujuria, Ira, Gula, Envidia y Pereza.

Y yo decidí que podría ser divertido intentarlo. Cumplir los 7 pecados… pero de la forma que más me gusta… así me dispuse a escribir todas mis experiencias, dependiendo del propósito.

Pero antes, voy a presentarme: Me llamo Marga. Tengo 32 años, pero apenas los aparento. Estoy casada desde hace unos diez años, pero durante este tiempo– y de paso incluyo el noviazgo-, jamás le he sido infiel a mi marido. Pero, claro, por lo mismo, no se me pasó por la cabeza plantearle mi proyecto. Además, a todo el mundo el gusta tener sus secretos, ¿no?... y alguna vez tendría que ser la primera. Él no me satisface, no se preocupa de mí en cuanto a asuntos de alcoba se refiere. No tengo por qué sentirme culpable. Soy morena. Mido 1, 69 aproximadamente. Las medidas no las sé, supongo que tendré que levantarme a por un medidor, pero no me apetece. Sin embargo, estoy delgada y tengo muy bien delineadas las caderas, la cintura y el pecho. De pecho, por cierto, ando por la talla 95. Lo que más me gusta de mi… bueno, las manos, me encantan mis manos. Y mis ojos, que son verdes. Y los labios, así, carnosos…y mi pelo. Lo llevo largo, bastante más allá de los hombros. Y mis piernas… pero mejor me callo, que voy a parecer una narcisista.

El caso es que me gusto. ¿Y por qué teniendo este cuerpo, que me encanta, no voy a poder disfrutar de él? ¿Por fidelidad a mi matrimonio? Já!! Fidelidad a estas alturas…esa palabra no existe en el vocabulario habitual de mi cónyuge. Alguien dijo que lo que no tiene nombre… quizás sea porque no exista en realidad

Ésta es la historia de cómo cometí el pecado capital de la Gula, de cómo me reí de la Templanza, y de cómo aplaqué mi apetito y calmé mi sed con tres hermosos apéndices masculinos. En su momento, esta experiencia la escribí a modo de diario personal; sin embargo, he decidido adaptarla a fin de que resulte más ameno. Espero haberlo conseguido.

Adelante, pues.

He aquí mi primer propósito pecador, cumplido hará cosa de un par de horas.

« Solo se me presentaba un problema: ¿cómo poner en marcha mis deseos? Resolví que lo mejor sería esperar una ocasión y aprovecharla. Pero como pasaban los días y no hubo modo… pues puse un anuncio en los periódicos de mayor tirada del país:

"Mujer joven desea cumplir su sueño de tener sexo oral con dos hombres. Num. ****"

Escueto. Pero funcionó. De todos los aspirantes, acabé eligiendo a tres, ampliando el número.

Desde luego, les pedí fotografías y hasta partes médicos. Por su puesto que yo hice lo propio. Seguridad ante todo. Pero ellos no se opusieron a nada y mis elegidos, tengo que decirlo, se portaron como verdaderos caballeros andantes (ni que decir tiene que también exigí sus medidas peneanas…). Una vez que todo quedó listo, quedé con ellos en una conocida cafetería de la ciudad, para poder conocernos un poco… les conté lo que quería y quedaron encantados. No sé sus nombres, como ellos tampoco supieron el mío. Bueno, en realidad, conocimos nuestras iniciales, por aquello de los partes médicos, pero no pasó de ahí. Para mí eso solo eran nimiedades. Yo lo único que buscaba era cebarme con su carne y emborracharme con la leche de sus entrañas. Solo eso. Gula. Ellos ponían el alimento y yo "comía". Bajo ningún concepto debían intervenir, yo solo quería sus cuerpos.

El primero que acudió a la cita (les cité a todos en el mismo sitio pero con una diferencia de 10 minutos aproximadamente a cada uno) llegó exquisitamente puntual, a las 5:00 en punto de la tarde. Era un hombre mayor, de una edad incierta entre los 50 y los 60 años. Tenía el pelo cano, totalmente blanco, era moreno de piel, con unos labios muy carnosos (que, todo hay que decirlo, de poco me iban a servir a mi propósito), de complexión fuerte y bastante alto. Llevaba un traje de chaqueta que calculé bastante caro y unos zapatos tan limpios que parecía no pisar el suelo. Me gustó, le verdad. Me dio muy buena impresión. Tenía un tono de voz suave, envolvente. Medida: 18 centímetros en erección.

El segundo, con quien quedé a las 5:10, era un muchacho muy joven, mucho más que yo. Tendría entre 17 y 20 años, no más. Llevaba unas rastas de color rubio oscuro, muy largas, casi a media espalda y vestía ropas anchas, que difícilmente dejaban adivinar su anatomía. Tenía unos ojos muy azules. Me llamó la atención que un chico tan joven atendiera a ese tipo de anuncios, porque no parecía tímido, precisamente. Supongo que le gustaría el sexo en general y el oral en particular (especialmente si se lo brindaban a él, seguro). Medida: 21 centímetros en erección.

El tercero me pareció un padre de familia. Era de estatura más bien baja, pero muy bien formado. Tendría entre 30 y 40 años, muy moreno, con el pelo un poco largo. Tenía una nariz bastante considerable… recuerdo que lo primero que me vino a la mente al verle fue que si la nariz de los hombres era proporcional a su pene… Vestía de forma sencilla, unos vaqueros y una camisa. También me dio muy buena impresión. Medida: 15 centímetros.

Me sentí muy satisfecha con la elección, así que les propuse ir a un hotel al cabo de un par de días. Concertamos la cita y cada cual se fue por donde vino. Lo único que lamento fue la frialdad con que se hizo todo. En fin. El caso es que iba a tener a mi plena disposición tres buenas vergas de 18, 21 y 15 centímetros, en total, 44 centímetros. No estaba mal. Que quede claro que la avaricia no me interesaba, sino la gula. Además, los diámetros de las mismas no estaba nada, pero que nada mal.

Sin embargo, si la elección de "mis machos" fue agotadora, el quitarme a mi marido de encima no resultó tan fácil. El cargo de conciencia que tuve durante aquellos días de espera no se los deseo a nadie. El día clave, o sea, hoy, le dije que me iba a ver a mi hermana, que seguramente llegaría tarde. Le dejé preparada una opípara cena y salí de casa muy pronto… salí con ropa de sport para no levantar sospechas, y me dirigí al hotel. ¡¡Apenas puedo creer que todo esto haya ocurrido hace ni tan siquiera 24 horas!!...

Cuando llegué al hotel iba muy sobrada de tiempo. Cumplí con los trámites y subí a la habitación 128 de uno de los hoteles más caros de la ciudad (este tipo de cosas se tienen que hacer a lo grande y cuento con una suculenta cuenta bancaria). Al llegar, lo primero que hice fue ducharme. El agua me hizo mucho bien, me relajó bastante. Luego me puse una combinación semitransparente, de color negro, y ropa interior a juego. Ese tipo de atuendos siempre me han hecho sentir como una diosa. Apenas me maquillé, no lo necesito, tengo una piel estupenda, solo un poco de sombra de ojos, rimel y un ligero toque de color rojo en los labios.

Una vez lista me contemplé en el espejo y sonreí ante mi marcado narcisismo. Pero qué se le va a hacer, una es así. Lo que no me gustaba tanto eran los nervios que tenía acumulados en la garganta del estómago... pero justo estaba ensayando poses frente al espejo cuando tocaron brevemente, como con inseguridad, a la puerta de la habitación. Era el chico joven, el de las rastas.

"Hola, preciosa… ¿aún no han llegado los otros?" – no sé sorprendió de mi vestimenta, pero me miró como si fuera a devorarme de un momento a otro-.

"No, pero ya no tardarán. El vejete era muy puntual… ¡¡pero si aún faltan casi 20 minutos!!" – dije, sonriendo y mirando el reloj- ," vaya, vaya… veo que estas ansioso por empezar. ¿Quieres tomar algo? Yo voy a pedir champán…"

"Si, quiero un bacardi-cola. Oye, ¿puedo preguntarte algo…?"

"Lo siento, cielo…" - me puse seria-: "No he montado todo este tinglado para que me cuestionen, ni para que me entiendan. Yo solo vengo a comer. Comer hasta hartarme" - sonreí-.

No tuvo oportunidad de replicarme porque en ese preciso instante tocaron de nuevo a la puerta. Era el pater familias. Le di la bienvenida, le pregunté si quería tomar algo –más champán- y me dirigí al teléfono de la mesilla. Pedí cinco botellas de champán, una jarra de chocolate caliente, el bacardi-cola (una botella entera de ambas cosas), dos botes de nata montada, un par de kilos de fresas (suerte que es la época) y tres grandes toallas de baño. Mis invitados me miraron sorprendidos, el rastas con una sonrisa divertida, el pater sorprendido de verdad. Colgué. Y de nuevo tocaron a la puerta. Era el vejete (le llamo así cariñosamente, porque de "vejete" tenía poco…), que se quedó casi mudo de asombro al verme así vestida. Me alegró saber que él también quería champán. Hablamos un poco de la magnífica tarde que hacía, lo típico, y enseguida vino el chico del hotel con todo el pedido. Le solté de propina un billete de 20 € y cerré la puerta. Me giré hacia ellos y me complació tanto verles allí a los tres, de pie, nerviosos, con todos sus soldados dispuestos a reventar la tela de sus pantalones, mirándome, devorándome con los ojos

"Señores… ha llegado el momento".

Ni medio minuto tardaron en desnudarse. Quizás el más remolón fue el vejete, tal vez temiendo que los otros dos, más jóvenes, le superaran en virilidad púbica, pero al ver el panorama pareció tranquilizarse.

La verdad, yo no alcanzo a comprender el por qué los hombres le dan tanta importancia a la longitud de sus penes, cuando lo mejor es que tengan un buen grosor

Y allí estaba yo con los brazos en jarras, observando satisfecha cómo se desprendían de sus ropas, saboreando de antemano aquellos cuerpos que me hacían tener la boca hecha agua. Ver su desnudez era para mí como la campanilla del perro de Pavlov. Les pedí que se tumbaran en la cama, los tres, con las piernas bien abiertas. Para qué decir que estaban todos excitadísimos… y a mí me entró un hambre atroz.

Me acerqué a ellos insinuante y les sugerí que tuvieran paciencia, pues yo como despacio. Sonrieron. Creí notarles más tranquilos. Yo desde luego ya estaba muy relajada, me hacía bien saber que era yo quien controlaba la situación. No obstante, les vendé los ojos con unos pañuelos oscuros, de seda, que anudé concienzudamente detrás de sus nucas. No quería mirones. Conozco a poca gente que le guste que le vean comer.

Entonces me retiré a los pies de la cama y observé la escena. Tenía a mi disposición a tres hombres, ciegos por sus vendas, expuestos ante mí y para mí. Permanecían en silencio, expectantes, quietos por temor a rozarse entre ellos, con las piernas abiertas para mostrarme sus atributos, completos desconocidos. Noté un ligero cosquilleo en mí entrepierna y, al tocarme, me asombré de lo humedecida que estaba. Pero yo solo estaba allí para comer.

Me aproximé al hombre maduro y, casi pegando la nariz a sus canosos testículos, me invadió un ligero pero evidente aroma a almendras amargas. Recordé cierta frase de García Márquez sobre su manía de relacionar ese olor con la muerte. Y eso me excito aún más… el saber que estaba haciendo, que iba a hacer algo malo en esencia… le iba a poner los cuernos a mi marido por primera vez y de la forma más original (al menos, el pecado lo era)… comiéndome tres vergas. Entreabrí mis labios y los posé brevemente sobre la frontera entre uno y otro testículo, notando las endurecidas hebras (dónde quedaría ya la suavidad del vello…). Su olor, el contacto de mis labios, nos hizo estremecer a los dos. «Está aquí», suspiró, y el joven y el rasta giraron la cabeza hacia la voz. Yo no respondí, pero hundí mis labios en aquella especie de hendidura para sentir sus testículos en cada una de mis comisuras. Luego aparté la cara y le agarré el pene con mi puño cerrado alrededor de la base. Quería comprobar cómo era en todo su esplendor… y ante tal prodigio solo se me ocurrió metérmela de un bocado en la boca. Claro que no me cabía, lo intenté hasta llegar a la angustia, pero lo lubriqué bien con saliva y ya no me costó tanto. No era un pene demasiado grueso, así que pude moverlo con la lengua a mi antojo, siempre dentro de mi boca, saboreándole como si fuera un caramelo de palo, mordiéndole de vez en cuando, aunque solo un poco, porque me estaba excitando mucho aquel olor a almendras amargas.

Supongo que fue inconscientemente, pero el caso es que al extender el brazo para apoyarme mejor, mi mano rozó el sexo del rastafari, y me llamó la atención su dureza y su longitud. Giré un poco la cabeza para ver su instrumento y de milagro no grité al ver sus 21 centímetros de carne en barra, y al pensar que aquello iba a ser mío me pareció que hasta me sobrevenía un mareo… ¡ni que decir tiene que saqué de mi boca la verga del vejete y me puse a lamer frenética aquel prodigio de la naturaleza! Lo estuve lamiendo casi en un estado de inconsciencia, hasta que el chico, después de un espasmo, gritó algo incomprensible, pero que yo entendí al punto. Traté de abarcar con mis labios su glande décimas se segundo antes de que estallara, llenándome la garganta de un semen cálido, espeso, un semen que me ardió hasta en lo más profundo de mis entrañas, pues era la primera vez que lo probaba. Y me gustó. ¡Vaya que si me gustó! ¡Estaba exquisito! ¡¡Pura ambrosía!! Pensé que podría alimentarme solo de eso durante el resto de mi vida. Continué lamiéndole el pene hasta que, desfallecido, se replegó sobre sí mismo, y fue entonces cuando probé suerte con mi tercer manjar. Soy consciente de que he comido sin previo aviso, que hice lo que me dio en gana.

El pene del pater familias estaba tranquilo. Demasiado tranquilo, y noté que su dueño estaba inquieto. Le acaricié, silenciosa, jugando con la piel de aquella triste verga que no se alegraba de verme, y me acordé del chocolate caliente. Me levanté de un salto y apoyando un pie fuera de la cama busqué el carrito que había traído el chico del hotel, que contenía todos mis encargos. Para mi satisfacción lo tenía al lado y cogiendo la jarra, introduje el dedo índice de la mano derecha hasta la primera, la segunda falange, los nudillos… poco a poco, sintiendo la textura del chocolate líquido, espeso y caliente sobre mi piel, hasta que hundí la mano a la altura de la muñeca. Entonces la extraje lentamente para ver cómo las gotas se desprendían de la punta de mis dedos para confundirse de nuevo con el contenido de la jarra. Acerqué mi mano al pater para que probara el chocolate desde mi propia piel. Él se sobresaltó, pero supongo que el olor le dio la pista y me lamió la mano tímidamente, confiado. Sin más, agarré la jarra y la vertí desde su cuello, dejando que le resbalara por el pecho, el vientre, hasta su escuálido sexo, empapándole. Dejé la jarra a un lado y comencé a disfrutar del recorrido del chocolate en su piel. Permanecí así mucho tiempo, respirándole, sintiéndole, lamiéndole, disfrutando de aquel placer prohibido hasta que su piel comenzó a ponerse tensa. Para cuando llegué a su entrepierna, su soldado ya me estaba saludando loco de contento. ¿Saben que el chocolate es un afrodisíaco? Pues debe de ser cierto: yo me comí su polla como una posesa. Como si fuera lo último que iba a hacer en el mundo.

Su pene. Su gordísimo pene. Menudo trabajo que me costó comérmelo. Era tan grueso como un vaso de cubata, casi como mi puño cerrado. Por eso era a él a quien se le veía el paquete más grande, a pesar de medirle menos que a mis otros amantes. Me dolía la boca cada vez que me metía el pene, de verdad. Sin embargo, pronto descubrí que lo que realmente le volvía loco era que le lamiera la zona rugosa que hay justo debajo del glande, y así lo hice. Sus suspiros me excitaron tanto que a punto estuve de subirme encima de él y ensartarme, pero me contuve… a cambio le rocié el glande con nata y hasta que no se lo dejé reluciente no paré. Entonces, retirándome para ver mi obra de limpieza, él, sin previo aviso, se corrió. La primera salpicadura me llegó al pecho, pero me incliné hacia él y pude aprovechar el resto de su semen, que siguió pareciéndome exquisito, como el del rasta.

Y allí estaba yo, limpiándole los restos de sus fluidos, cuando noté una enorme mano sobre mi cintura que me empujaba violentamente hacia atrás. Me quedé tumbada de espaldas, un poco asustada (la imagen de Horacio, mi marido, se me vino a la mente), pero me tranquilicé al ver que era el hombre madurito que, al parecer cansado de esperar, había decidido tomar la iniciativa. Se había levantado la venda por la zona del ojo derecho, como si fuera un pirata, y me miraba con ojos hambrientos. Era un hombre muy atractivo… y tan seguro de sí mismo… me abrí de piernas, permitiéndoselo todo, pero él se colocó en la posición del 69 y, hundiendo su cara en mi sexo, su pene, que estaba a la altura de mi cara, pendiendo sobre mi, no me dejó bizca de puro milagro. De pronto noté un sabor picante, demasiado líquido y demasiado abundante como para que fuera líquido preseminal o semen. Me temí lo peor durante una fracción de segundo, pero aquel sabor, que ya me llenaba la boca, no podía ser otro: champán. Reí hasta casi atragantarme, él sin dejar de chuparme, y pudiendo oír las risas del rasta sobre nosotros: había sido él quien había descorchado una botella y la estaba vaciando por la raja del culo que se hallaba sobre mí, de tal suerte que el champán se deslizaba por entre las nalgas, empapando los testículos y deslizándose por el pene. Me pareció una idea excelente, y chupé y bebí (creo que yo solita me cargué dos botellas) hasta que me sentí llena.

Medio atontada por el champán, sentí de nuevo otras descargas de semen sobre mi cara, pero ya apenas pude reaccionar. Estaba cansadísima. Creo que tuvo que ser ahí cuando me quedé medio adormilada, no estoy muy segura. De lo que sí me acuerdo es del sabor a fresas con chocolate. No sé quien me las iba dando, ni cómo, pero yo comía inconscientemente, ya mucho más que saciada

Me despertó un fuerte ruido. Cuando abrí los ojos me alarmó ver la hiriente luz del mediodía que se colaba por las rendijas de las persianas y pensé en Horacio. Sentí una ligera resaca. Miré a mi alrededor, un poco descolocada, y vi los tres cuerpos dormidos que la noche anterior me habían proporcionado tanto placer. Recuerdo que me llevé la mano a la entrepierna y me sentí húmeda, pero no pude recordar si me habían penetrado o no. Me sentía triste. Las sábanas estaban sucias, todo me daba vueltas, y la Culpa rondaba la cama, en espera de que me despertara del todo para invadirme. No es que no me sintiera satisfecha, que lo estaba, era solo que me faltaba algo.

Miré a mis tres machos y descubrí que el único que no dormía era el rastas. Me observaba divertido. Se incorporó e, inclinándose sobre mí, me dio los buenos días quedamente. Después posó su mano sobre mi sexo y comenzó a besarme el cuello. Introdujo un dedo en mi vagina y me miró con los ojos muy abiertos. Sonreí… y no necesitamos decirnos nada. De hecho es que no había nada que decirse. Se colocó sobre mí y me penetró despacio, muy delicadamente, consciente de la longitud de su miembro, pero con una facilidad increíble de tan mojada como estaba. Hacía años que no me despertaba tan húmeda, con tantas ansias de ser follada. Pero aquel chico no me folló: me hizo el amor. Y yo se lo agradecí, y me adapté al compás de sus movimientos, y me fundí en su cuerpo, y mi sangre y mis fluidos se mezclaron con su sangre y con su semen como uno solo.

Aquella mañana, la Culpa, avergonzada, escapó por las rendijas de las ventanas.

Nadie le iba a echar de menos. Y ella lo sabía. Ni tan siquiera cuando yo tuviera que encararme con Horacio horas más tarde la Culpa podría apoderarse de mí… porque yo era una hembra satisfecha. Feliz.

La vida, Mi vida, había cobrado sentido.

Y aquel no era más que el principio

Aliena del Valle

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