Los parásitos de la lujuria III
Una historia de spitting absolutamente enfermiza. Masturbación, lesbianismo filial, zoofilia...y parásitos. En este capítulo, sexo oral.
Los parásitos de la lujuria III
Ha pasado un mes y María, por fin, comienza a recuperar el control de sí misma. Le ha costado un enorme trabajo, ha tenido que recurrir a toda la fuerza de voluntad escondida en su interior, pero, desde hace ya un par de días, puede aguantar horas sin tener que masturbarse. Aunque algo ha cambiado para siempre, aunque ya nunca podrá renunciar al sexo, poco a poco está volviendo a ser la persona que fue, a tomar el control sobre sus acciones.
Durante el último mes ha librado una intensa batalla contra la fiebre lujuriosa que la dominaba. Los primeros días en aquella choza fueron frenéticos. El ardor sexual la consumía, no sólo desde la vagina, sino por todo el cuerpo. Los ojos de sus guardianas no contemplaban otra cosa que un sucio animal entregado a darse satisfacción de una manera obsesiva. La oscuridad de la noche la sorprendía agotada, frotándose el clítoris con agonía por enésima vez, con los dedos de la otra mano introducidos en su ano, los enormes pechos y el vientre relucientes de saliva y soltando imprecaciones por la boca, insultando a gritos a sus guardianas con los labios hinchados de tanto escupitajo y baba pegada.
Los numerosos orgasmos le producían tan solo un alivio pasajero. Los parásitos habían desaparecido de sus zonas erógenas, dejándole varias tallas más de pecho y un clítoris bastante más voluminoso. La sola visión de este y de las venas de sus senos despertaban el recuerdo de lo acontecido en la gruta, del enorme y avejentado perro que la hizo suya, y la mezcla de semejante visión y de aquel recuerdo le provocaban una excitación repugnante, continua. No podía dejar de tocarse, de darse placer, lo cual acrecentaba la lujuria con un efecto devastador. Gemía a gritos, se babeaba toda y de su boca salía un repertorio de insultos del que cualquier conocido se habría sentido escandalizado. Cada vez que intentaba tranquilizarse, la voz de su interior, su propio pensamiento pervertido, la instaba a seguir dándose placer y a realizar las acciones más depravadas.
Las primeras dos semanas la actividad sexual cubría casi todo su tiempo. Las guardianas se limitaban a entrar en la choza y dejar un cazo de agua y un cuenco con comida delante de ella, con carne, pescado y fruta, dos veces al día. María la comía con los dedos, con cierta parsimonia, y se apartaba a hacer sus necesidades en una esquina. Eran las dos únicas muestras de que aún quedaba algo de la mujer educada que fue en aquel cuerpo. El resto del tiempo era un continuo de alaridos y lenguaje vulgar.
La tercera semana resurgió en su cabeza la idea de recuperar el control, y merced a unos esfuerzos cada vez mayores, el furor uterino decreció y la voz interna comenzó a desaparecer. María no sabe si ese cambio se debió a un mecanismo propio de supervivencia o a un hecho determinado que vino a aumentar su preocupación: su vientre empezó a hincharse. En apenas unos días, el crecimiento fue más que evidente; dos semanas después presentaba ya el aspecto de un embarazo de siete meses.
Su mente científica le decía que era imposible que el monstruoso perro la hubiera dejado preñada, pero eran otros síntomas los que le hacían desechar esa idea del todo. No sentía que llevara un ser único dentro, como recordaba que sí le sucedió durante el proceso de gestación de su propia hija, sentía en su interior una sensación de movimiento que no se correspondía con un embarazo normal. A veces, cuando se acariciaba el abultado vientre, notaba pequeños desplazamientos a través de la piel, y una suerte de viscosidad interior difícil de definir, quizás un rumor, un ronroneo físico.
Aplicando la lógica, sus conocimientos profesionales, y tras todo lo que había visto y experimentado en el último mes (la existencia de esos seres agusanados, el efecto que provocaban, el gran número de mujeres con el vientre abultado) llegó a la conclusión de que, por muy abominable e increíble que pareciera, lo que llevaba en el interior era una colonia de parásitos. Eso la aterrorizó al principio, pero según se había ido encontrando mejor, con los pequeños logros diarios, la elusión del deseo, la recuperación del control de sí misma, saber que incluso llevándolos dentro había logrado contrarrestar su efecto la hizo más fuerte, más segura de sí misma.
Ahora lleva unas horas estudiando las características del entorno, la choza en la que la tienen prisionera. Ninguna puerta cierra la entrada, pero turnos de dos mujeres guardan vigilancia día y noche, y la única ventana que rompe la uniformidad de las paredes, hechas de un material vegetal amarronado, seco pero firme, cuenta con dos gruesos troncos verticales que le impiden la huida. A través de ella se ven otras pequeñas chozas, y algo más lejos, el principio de la cadena montañosa que vieron desde el avión. Hay una pared vertical repleta de pequeños huecos oscuros que le recuerdan a las aspilleras de los castillos, y una oquedad en su base que parece ser la entrada a la gruta en la que estuvo. El suelo es de tierra firme, sin trampillas ni más relieves que el que utiliza para realizar discretamente sus necesidades.
Desde que logró recuperar su cordura ha llorado mucho. Por su situación y lo que le ha ocurrido, pero sobre todo por su hija, Amelia, de cuyo paradero y situación no sabe nada. Los primeros días, cuando la fiebre lujuriosa aún la consumía, no pensar en su hija fue uno de los pocos actos voluntarios con los que tuvo éxito. Se vio forzada a ello debido a que la primera vez que pensó en Ami, preocupada por su destino, la perversión se abrió paso en su mente. Calibró la posibilidad de que la sometieran al mismo proceso que ella, a que la ofrecieran en sacrificio al enorme perro, y en principio se horrorizó, pero al mismo tiempo, con la primera imagen mental de su hija sometida a los embates del monstruoso perro, sintió un pellizco de lujuria creciente que la horrorizó aún más. Se prohibió a sí misma, con el fin de conservar la poca salud mental que le quedaba, volver a pensar en su hija adolescente.
Pero ahora ya era capaz de controlar sus pensamientos casi todo el tiempo. Seguía masturbándose un par de veces al día, con gran fogosidad, y su idea sobre el sexo había cambiado para siempre, sin duda ya no volvería a ser la fría mujer de antaño, pero en lo demás era de nuevo María, la cerebral doctora en la cuarentena que había sido siempre. Ahora podía pensar en su hija y preocuparse por su localización, rogar por que hubiera sufrido lo que ella. Debía planear la fuga, buscarla y una vez juntas, huir de allí, ¿pero cómo?
La ocasión se presenta una mañana calurosa y plagada de nubes. María mira por la ventana con el relajamiento que le ha dejado el orgasmo que acaba de procurarse. Ha logrado reducir a una masturbación matutina y otra nocturna su actividad sexual, aunque durante el resto del día le gusta acariciarse continuamente el vientre abultado y los hinchados pechos. El placer que obtiene con las masturbaciones continúa siendo varios grados más intenso que cualquiera que sintiera en su vida anterior. Le llevan decenas de minutos, y durante ellas gime y grita, y a la vez se le escapan hilos de baba que corren obscenamente por la cúpula en la que se ha transformado su abdomen. Aun así, ha logrado limitarlas a dos diarias. Ahora, tras la primera del día, está tranquila, cubierta de sudor, mirando las estáticas nubes de la mañana por el hueco abierto en la pared, agarrada a los dos trozos de madera que sirven de rejas.
María se gira al oír un murmullo a sus espaldas y se sorprende. Las guardianas han pasado al interior y están ayudando a tres compañeras con su pesada carga, un hombre negro que arrastra los pies y cuyo cuerpo es pura fibra, no parece tener ni un gramo de grasa. Mientras pasan la cuerda a la que lleva sujetas las muñecas por encima de un tronco cruzado en el techo que hace las veces de viga principal y las estiran, María intenta escrutar el rostro del hombre. Claramente, está agotado, parece haber estado sometido a una exigencia física atroz, su extrema delgadez viene acompañada de pequeños temblores, unas marcadas ojeras y una mirada perdida.
Las mujeres atan la cuerda a un trozo de madera saliente en una sección de la pared, la opuesta a la improvisada ventana en la que está ella, dejando al africano colgado de las muñecas, completamente estirado, colgado como un jamón. María puede ver ahora el cuerpo completo, y la mirada se le va al miembro del prisionero. Es el mayor que ha visto en su vida, lo cual es extraordinario, pues en la consulta ha tenido ocasión de ver todo tipo de cosas. Los testículos cuelgan como si pesaran kilos. A pesar de que acaba de masturbarse, sus genitales reaccionan ante esa visión, enviándole un hormigueo intenso a traves del cuerpo. Retira la vista sólo cuando percibe movimiento por parte de sus carceleras. Se acercan a ella con la comida en las manos, como todos los días, pero hoy traen también un cuenco distinto. Dejan los recipientes con la comida en el suelo, pero en vez de darse la vuelta y volver a la entrada, como hacen habitualmente, se acercan a ella con el cuenco nuevo. Cuando María ve el contenido comienza a retroceder apretándose contra la pared. Está lleno del líquido blanco que ya conoce y cuyos efectos aún recuerda. No fueron solo los parásitos lo que la condujo a una lujuria más allá del decoro, este líquido la preparó previamente para ello.
Las dos mujeres más fuertes la sujetan de los brazos mientras una tercera la obliga a abrir la boca apretándole los carrillos, mientras con la otra mano comienza a derramar el líquido lechoso en su boca. María intenta no tragar, pero siente un fuerte golpe en la boca del estómago y eso la obliga a abrir la garganta. Traga para no quedarse sin respiración, y aunque le caen grandes chorretes blancos de los labios, entre bocanada de aire y trago del líquido acaba bebiéndose el contenido de la mitad del cuenco. Cumplido su objetivo, las mujeres la sueltan y depositan el resto del bebedizo junto a la comida, y acto seguido salen de la choza. Sin embargo, María, de rodillas y limpiándose la boca, comprueba que no se alejan más. Las cinco mujeres negras, todas relucientes por el sudor, y ahora se da cuenta, aunque no preñadas, poseedoras de pechos tan grandes como los suyos, permanecen en la entrada como si estuvieran a la expectativa.
María tose durante un buen rato, y eso hace que tarde en oír un sonido que ha ido subiendo de volumen desde hace unos minutos. Es una especie de lamento, una serie de palabras rápidas y repetidas, dichas con una urgencia que indica pánico, pavor. Proceden del hombre negro colgado de la cuerda. La está mirando con los ojos muy abiertos, como si ella fuera un animal terrible que lo vaya a devorar. Intenta tranquilizarle, acercarse a él para que vea que no le va a hacer daño, pero cuanto más se aproxima más parece aterrorizarse.
¡Ngaeee! ¡Ngaeeeee! ¡Nomu awaaa!
Tranquilo, tranquilo, no te voy a hacer daño. No sé qué te han hecho, pero yo no no te voy a hacer daño. Ssshhhh.
María intenta sosegar al africano mientras se acerca lentamente. Utiliza un tono tranquilizador que ya había olvidado. No entiende qué puede temer de ella. Su aspecto, visto más de cerca, es lamentable, como si hubiera sido exigido físicamente hasta sus límites. La piel negra suda por todo su cuerpo debido al sofocante calor de la mañana. La choza está tan iluminada por la luz solar que María puede examinar el cuerpo al detalle, la marca de las costillas, la ausencia total de grasa en el abdomen, el enorme miembro...
Ahora que lo ve de cerca impresiona aún más. Sólo una vez, en una película pornográfica, vista en aquella primera época de fogosidad que compartió con su ex marido, contempló algo semejante. Sólo en esas películas los penes son así. Los actores son poco menos que monstruos de feria. Lo sabe bien porque ha visto cientos de penes en directo en su profesión, en la consulta, y en su mayoría han estado más cerca del que exhibe el David de Miguel Angel que de esto que tiene ahora delante. Además, de él se derrama un líquido que al principio María confunde con sudor, tanto calor hace, pero que en la cercanía reconoce como líquido preseminal. La visión de ese miembro sudoroso y la idea de que el negro pueda estar excitado por verla desnuda enciende una luz en su cabeza. Se da cuenta automáticamente de que, sin darse cuenta, lleva un rato tocándose los senos, de que lleva un rato húmeda, y se sorprende, porque no había reparado en ello. No ha habido un deseo consciente, y sin embargo, su cuerpo está excitado.
-¡El líquido! -exclama abriendo los ojos.
Tiene que ser eso, piensa. Yo no, yo nunca...
Como mujer empeñada en la castidad, jamás ha tenido un deseo especial por los hombres de otra raza. No es racista, ni mucho menos, pero jamás ha pensado en una persona negra como compañero sexual. La simple visión de un hombre desnudo, sea de la raza que sea, no sería suficiente para excitarla, pero está claro que algo ha cambiado. Ahora no puede evitar detenerse en cada rincón del cuerpo masculino. Su visión, y ahora que está sumamente cerca, su olor, le provocan una reacción directa que está ganando intensidad rápidamente. Con su recién recuperada normalidad habría sido capaz de volverse en ese mismo momento y retirarse al otro lado de la choza, pero el bebedizo la ha vuelto a sumir en una especie de sensibilidad lujuriosa, en una sensación que le recuerda cuánto gozó hace unas semanas, cuánto le gustó su sometimiento a la lujuria.
- No, no, nononono...
Intenta resisitirse al deseo, pero todo confabula a favor de él. La indefensión del hombre, sus gemidos de terror ante ella, el poder que tiene sobre él; el olor a macho que exuda su piel, el enorme miembro, que, ahora puede verlo, está deformado con abultamientos y cicatrices, la humedad que gotea desde la piel arrugada y semiabierta en su punta...
María intenta aferrarse de nuevo a su raciocinio, a su mente científica. Comienza a hacer una disección mental, aséptica, de ese miembro goteante. Se arrodilla, detiene su vista en los pliegues de piel que indican lesiones anteriores, abusos de esa zona del cuerpo bastante recientes, incluso marcas de mordiscos. Comienza a comprender el terror en los ojos del hombre. De repente, cobra sentido la omnipresencia de mujeres, y recuerda los lamentos masculinos que creyó oír en sueños tras el accidente. Ata cabos, y llega a la conclusión de que los parásitos deben de actuar de formas distintas en ambos sexos. Parece ser que han convertido a las mujeres en dominantes y a los hombres en su ganado.
María se mira el vientre y comprende inmediatamente el motivo.
- Reproducción. Se reproducen en el útero de las mujeres. Ellos son simples portadores, y no les hace falta recompensarles. Pero nosotras...
El descubrimiento, aun siendo sólo una teoría, es tan abominable, y por su propia condición, tan repugnante, que la saca de golpe del estado de ausencia en el que había conseguido sumergirse. De repente, como despertada bruscamente de un sueño intenso, se encuentra arrodillada y con el rostro a escasos centímetros del prepucio, del que sigue manando un hilillo de líquido translúcido. Un fuerte olor invade sus fosas nasales. El deseo y la lujuria vuelven de golpe, marcando sus sentidos con la fuerza de un mortero gigante.
“
Tampoco pasa nada si lo tocas, no es como la otra vez, no es como follarse a un perro, es sólo un hombre.” El pensamiento la sorprende. Hacía muchos días que había logrado deshacerse de él, de la parte que representa su yo más perverso, el animal depravado que se esconde en su interior. Pero en parte tiene razón. No hay nada terrible delante, no hay por qué tener miedo, esto es distinto. Y desde luego, no piensa hacerle daño al aterrorizado hombre que cuelga delante de ella. Quizás sólo tocar el miembro, ver cómo reacciona al contacto...
María agarra el pene con una mano, e inmediatamente ocurre algo con lo que no contaba, siente una presión interior, un empuje de lo que hay en su propio vientre hacia su vágina que le produce un latigazo de placer. Se da cuenta en ese momento de cuán excitada está. Al coger el miembro, además, el lamento del hombre aumenta de tono. María lo tiene a su merced en todos los sentidos, y eso le da una sensación de poder extraordinaria. Todo confabula para que su excitación aumente, y poco a poco siente que el control que ha ido recuperando en los últimos días vuelve a escaparse de sus manos.
“
Hazlo.”
La ansiedad la está empezando a volver loca, así que, desoyendo los gemidos del hombre, María agarra con ambas manos el miembro y lo aprieta. El líquido que mana de la cabeza aumenta su flujo. Saca la lengua, la coloca debajo y recoge unas gotas. El sabor le lanza una sacudida interna, el rumor de placeres próximos. Sin soltar el falo, empuja las dos manos hacia sí misma y la piel, que cubría el glande, avanza y crea un círculo en el vacío. María mete la lengua dentro y comienza a girarla con lentitud, rebañando el abundante líquido preseminal a la vez que acaricia la punta del pene con la lengua.
El hombre gime en respuesta y comienza a mover la cabeza a ambos lados, negando lo inevitable. La calentura de María sube mucho más rápido que en sus numerosas masturbaciones. El bebedizo cumple su función afrodisíaca suprimiendo el terreno ganado por su propia conciencia en las últimas semanas. Al contrario que su bautismo con el perro, su caída en la depravación esta vez va a suceder más deprisa. Tras varios minutos de hurgar con la lengua dentro de la bolsa de piel que ha propiciado con el empuje de sus manos, María tiene su último instante de lucidez. Retira la lengua goteante hacia su boca, pestañea y mira alrededor.
- Pero...¿qué estoy haciendo?
Lo que ve y lo que sucede a continuación actúa como el impulsor definitivo de su rendición al vicio. Alza la vista y ve el rostro suplicante del hombre, con lágrimas que escapan de sus ojos; vuelve la cabeza y ve a las mujeres en la entrada besándose de las manera más sucia imaginable, comiéndose los pechos con voracidad, y por último mira hacia su vientre y ve, antes de sentirlo, el movimiento en su interior. Protuberancias como pequeños gusanos marcan su piel, como si de repente se hubieran puesto en movimiento todos los elementos de su inflada barriga. Siente un desplazamiento continuo en la base del útero que le provoca oleadas de placer, pero todo se concreta al sentir un par de empujones hacia su vagina, tan potentes que parecen llegar a su clítoris.
- ¡Ohhhhhh! ¡Ohhhhhhhhhhhhhh! -gime María poniendo los ojos en blanco.
La presión cesa, y entonces entiende perfectamente lo que ha de hacer. Para que el hombre gima, para excitar a las mujeres, para provocar más presión en el fondo de su vagina. Ella tiene el mando, y la excitación que eso le produce se suma a todo lo demás.
Sin soltar el miembro, pega los labios a la piel supurante y la presiona hacia delante hasta que se encuentra el glande en su recorrido. Mientras va descubriendo el prepucio con la presión de sus labios, rastrilla con sus dientes la superficie del glande, cuyo tamaño es enorme. Al llegar al final, los dientes inferiores contactan y presionan el frenillo, mientras María utiliza la lengua como un latigillo sobre la uretra. Los gemidos del hombre se convierten en gritos mientras realiza este movimiento varias veces, más rápidamente en cada envite. El líquido preseminal aumenta su caudal, pero el pene no se endurece.
“
Vamos, lo puedes hacer mejor, ni siquiera se la pones dura.” María suelta las manos, retira la boca y deja libre el glande. Pequeños hilos de baba y líquido viscoso cuelgan entre la uretra y sus labios. Saca la lengua, se relame y vuelve a agarrar el tronco con una mano. Acto seguido, acumula saliva en la boca y lanza un sonoro escupitajo sobre el glande, otra vez cubierto por el prepucio. “Eso es, compórtate como una guarra, como la cerda que eres, y se la pondrás dura. Métetela entera en la boca.”
Agarrando al hombre de ambos costados, María se introduce el trozo de carne en la boca y lo empuja hacia su interior. Está blando aún, y eso le permite que se aglomere en su cavidad bucal. Se llena la boca, alojándolo en todos sus rincones. María empuja hasta que no le entra más, lo mantiene un rato entre sus dientes y retrocede. El chorro de saliva que cuelga entre sus labios y el pene, que recupera su forma normal al salir, es ahora como el de un grifo. María escupe varias veces, pues la boca se le ha llenado de babas, no sabe si del esfuerzo o de la excitación, y vuelve a introducirse el montón de carne blanda entre los labios, que empiezan a hincharse con el esfuerzo. La saliva comienza a formar cascadas sobre sus pechos, deslizándose hacia su vientre desde la marca de sus protuberantes venas. De nuevo, se queda a medio camino en el intento, un trozo de carne queda fuera, pero entonces siente de nuevo el latigazo en su vagina y, sin importarle la asfixia ni la capacidad de su cuerpo, empuja su cabeza hasta el vientre del indígena. Sus carrillos se inflan como un globo, y del labio inferior comienza a manar saliva blanca. Su rostro se torna colorado mientras mantiene la respiración. El movimiento en su vientre ya es notable, pueden verse líneas correr interiormente por toda su esfera.
El hombre llora, y sigue balbuceando, y de repente algo cambia. María nota la convulsión en el pene, el inicio del cambio, la diferente textura. Lo saca de su boca justo cuando este empieza a endurecerse y estirarse aún más. El espectáculo de la erección y las lágrimas del hombre ante algo que no puede evitar, unido a los sonidos de escupitajos que llegan desde la entrada, multiplican por diez el grado de excitación que ya siente, volviéndola loca. Sin moverse pero echando el cuerpo hacia atrás, empieza a restregarse el clítoris con saña.
“
Eso es, mira cómo se endurece esa polla. Está dura por ti, por lo guarra que eres. Escúpela, puta, escúpela.”
La escena es grotesca. En la entrada de la choza, cinco mujeres se escupen en las bocas y chupan sus pechos con grandes sonidos de succión mientras miran lo que sucede en el interior. La saliva brilla en sus pieles negras. En medio de la estancia, un hombre negro llora y gimotea colgado de una cuerda por las muñecas, absolutamente indefenso, y una mujer blanca, de mediana edad, preñada y con unos pechos enormes, embadurnada en sus propias babas, se restriega el clítoris con una mano y el ano con la otra, arrodillada mientras escupe con gran puntería a la progresiva erección que tiene lugar delante de ella.
“
Vamos, ya está dura, cómetela hasta el fondo.” María se endereza de nuevo y, poco a poco, empieza a engullir el empapado miembro hasta donde puede. Centímetro a centímetro, el enorme falo va ganando la profundidad de su boca hasta llegar a su campanilla. Grandes lagrimones comienzan a manar de los ojos de María, que ascienden hasta mostrar las órbitas blancas. El reguero de lágrimas se confunde con el de babas y cae sobre el vientre formando una catarata de jugos. María no puede tragar más, pero un latigazo de lo que lleva en el interior, localizado en la base de su útero, vuelve a prometerle una recompensa en forma de orgasmo irrepetible si lo intenta. La presión en su interior es esta vez continua, lo cual la sitúa de nuevo en un punto al cual no creyó volver: el que le procuró el monstruoso perro viejo en sus acometidas.
Ebria de placer, María respira a fondo por la nariz y empuja hasta el final el enorme trozo de carne endurecida logrando su objetivo. La cabeza del enorme falo sobrepasa la garganta y se hunde en el esófago, dejando por delante sólo el estómago, convirtiéndose casi en parte de su cuerpo. La recompensa es inmediata. Un orgasmo continuo explota en la vagina de María, dándole la prueba definitiva de que el orgasmo vaginal no es un mito. María, con los ojos completamente en blanco, deja de nuevo de ser María para convertirse en un recipiente de placer. Como hace unas semanas, el hilo de conciencia que aún se aferra a su mente sabe que ya sólo querrá esto, que el objetivo de su vida es esto, y que lo demás no importa. María se corre, y mientras lo hace, también se orina. Pero el orgasmo, al igual que la otra vez, no cesa.
“
Vamos, puta, haz que se corra, haz que se corra y tú te seguirás corriendo. Demuestra lo cerda que eres, la puta que llevas dentro. Que siempre has llevado.” El pensamiento, a pesar de tener la mente casi en blanco, es nítido, propio, así que María lo intenta satisfacer. Con lentitud, retrocede y deja que el pene lleno de babas y mucosidad salga de su boca con cierta parsimonia. Podrían llenarse bacinas enteras con la cantidad de líquido que cuelga y cae sobre su vientre y sus pechos. María saca todo el falo de su boca, respira con sonoridad y vuelve a hundir su rsotro hasta tocar con su nariz el ombligo del hombre.
“
Eso es, fóllatelo con la garganta, cerda.” María siente cómo el glande del hombre pasa en ambas direcciones por la estrechez de su garganta, como un esfinter sumamente estrecho. El pene se ve comprimido casi dolorosamente, pero es a la vez presa de un placer difícil de contener.
Desde la puerta, las mujeres, envueltas también en babas, sueltan salivazos en sus pechos y sus vaginas, tiradas en el suelo, mientras contemplan cómo la mujer blanca realiza un hipnótico e imposible movimiento de metesaca con su garganta. El sonido es líquido, un chapoteo continuo, el olor es agrio, pues María, en el movimiento brusco y continuo de introducirse el enorme falo negro hasta más allá de la garganta y volver a sacarlo inmediatamente, ha empezado a vomitar. Mocos espesos se deslizan de su nariz y se unen al conjunto de flemas y babas que le encharcan los pechos y el vientre, y al orín que a ratos sigue arrojando al suelo.
- ¡¡¡Glllggggggggggggggggg!!!
Chop, chop, chop. Como si de un coito se tratara, el golpeo es continuo. El hombre de la tribu ya no puede más. Hace rato que sus ojos están en blanco, que ya no habla y que de su boca cae una riada de saliva precisamente sobre su enorme pene, devorado una y otra vez por la insaciable mujer blanca envuelta en babas. María lo ve y se esfuerza porque esa saliva caiga dentro de su boca, maniobra que realiza con gran éxito. Su orgasmo continuo no ha decaído. Durante los minutos que dura la grotesca mamada, la endemoniada garganta profunda, sigue corriéndose, pero ya no puede más. Si quiere seguir con vida ha de parar.
“
Haz que se corra, joder.” María, agarrada firmemente a las nalgas del hombre para facilitar sus maniobras desde hace rato, introduce el dedo corazón de su mano derecha en el ano y busca la próstata. No le sorprende encontrarla inusualmente voluminosa, ni que el causante sea un parásito agarrado a ella. Es sin duda el responsable de la tardanza del hombre en correrse. María masajea la zona, e inmediatamente unas violentas convulsiones se apoderan de él. Agarrándole fírmemente de nuevo, empuja su boca hacia delante y pega sus labios al vientre negro y babeado. La descarga es inmediata y, con el glande introducido en su esófago, se deposita con violencia en su estómago.
Con los ojos en blanco una vez más, María siente cómo una cantidad imposible de esperma corre por su aparato digestivo, y cómo simultáneamente su orgasmo infinito llega la cima. Riadas de baba amarilla se deslizan desde sus hinchados labios bajando por su barbilla y los testículos del hombre, y cuelgan finalmente para caer en su abultado vientre, mezclándose con otros jugos.
Como si fueran parte de una estatua, ambas figuras continúan así durante unos minutos. Luego, ella hace retrodecer su cabeza mientras el miembro del hombre, blando de nuevo, sale con lentitud de su boca, derramando grumos de saliva y flema amarilla, pero ni una gota de esperma. María se limpia con cuidado la mugre líquida posada al lado de los labios, introduciendo todo en su boca y tragándolo con fruición. Se aleja hacia el otro extremo de la estancia y se sienta debajo de la falsa ventana. Las guardianas, con la piel reluciente, entran en la choza, descuelgan al hombre, que parece haber perdido el sentido, y se lo llevan en silencio, aunque una se queda en la puerta. María las mira durante el proceso, y cuando se han ido, suelta un grumo de saliva en su mano y comienza a frotarse el clítoris.
sosick