Los pajaros fritos
Cuando la vida te hace recordar a un antiguo amor...y ya nada es lo que era. Lo de siempre...
LOS PÁJAROS FRITOS.
"La memoria se aparta de un pasado que ya empieza también a ser mentira".
" ¿Alguna vez te has sentido sola? Nunca deberías sentirte así, porque no estamos solos. Únicamente en nuestra galaxia hay 50.000.000 millones de estrellas. ¿Te imaginas?...
Yo tampoco puedo.
Pero tampoco puedo sentirme siempre como si fuera un trompetista negro del Cotton Club, siempre entrando por la puerta de atrás. Es como pasar por delante de un parque sin niños y ver que un columpio recién abandonado aún se sigue balanceando, solitario. O como en el metro, cuando un tren se detiene demasiado tiempo entre estaciones.
Ese vacío.
No. Sencillamente no puedo no querer ser nadie, sentirme solo.
Pero es tan grave como lo que dijo Jünger, no sé si lo recuerdas, fue algo así como... a ver, déjame pensar... dijo que si los lobos contagian a la masa, un mal día el rebaño se convertirá en horda. Eso es..."
Ahora, casi dieciocho años después aún recuerdo sus palabras. Las mismas que me fueron susurradas a media voz tal día como hoy, las mismas por las que me dejara vencer por el dios de hermosa sonrisa y dientes de acero. ¡Y Dios, tanto he perdido, a pesar de todo, a pesar del tiempo y la distancia, a pesar de él! Ahora me paso el día acallando voces de nadie, entrando a saco en mi vida, pidiéndome cuentas a mí misma, poniendo a mis años por testigo. Sin embargo, no sé si mi estado de ánimo ha sido la razón del por qué he regresado a Santiago. Esta tarde me sentí tan perdida que cogí uno de los pocos autobuses urbanos que van hacia aquella calle. Es curioso, pero después de tantos años no me costó recordar el nombre: calle Calvario. Ahora resulta irónico. Era una calle estrecha, con casas de no más de dos pisos y con cuerdas, con innumerables cuerdas llenas de ropa que se extendían de un lado a otro de la calle, condenando a las casas a un abrazo eterno. La nuestra se mantenía también allí, impasible al voraz exterminio de los días, tan perfecta en su inutilidad que inevitablemente me hizo pensar en las rosas enterradas con un cuerpo querido que ya no puede olerlas ni gozar de su aroma.
"Ese vacío".
Aún recuerdo la locura del día en que la alquilamos, con aquel gélido frío que se nos calaba hasta los huesos y aquellas irrefrenables ganas de independizarnos, de irnos por fin a vivir juntos. Sólo había un colchón con chinches en la salita de estar y una nevera que habíamos fabricado nosotros mismos, no más que una caja de madera con varias bolsas de hielo que él mismo se encargaba de comprar todos los días en una gasolinera que le pillaba de camino a casa. Estuvimos empleando este sistema durante meses, pero Javier jamás se cansó, nunca enflaquecieron sus fuerzas, más bien al contrario, porque era yo la que a veces me venía abajo pensando que aquello no era vida. Y él siempre tenía una sonrisa en los labios y palabras de ánimo. Dios, cuánto le quise! Pero esta clase de amores son devastadores, los que a la larga más daño te acaban haciendo. Pero bueno, al fin y al cabo, el amor no tiene historia, es como si no contara, sino que es el amor mortal, en tanto que perecedero, el que realmente exalta el lirismo del propio amor. Hay que darle una mayor importancia a la pasión del amor que al amor consumado. Y la pasión significa sufrimiento. Eso es lo fundamental.
Nos conocimos durante nuestro primer año de carrera en la Universidad de Santiago de Compostela. Ambos estábamos haciendo Hispánicas y de hecho, fue en una clase sobre la Historia literaria del siglo de Oro, entre frailuises, santateresas, calderones y cervantes cuando, digamos, tomamos conciencia de nuestras respectivas existencias en el mundo. A pesar de eso, no nos dirigimos la palabra hasta que un día cualquiera de noviembre coincidimos en la calle. Yo salía de la Residencia de monjas, en la que vivía durante el curso, a hacer no sé qué cosa y él iba a la Universidad a dar sus clases de Historia del cine. Era jueves. Nunca habíamos hablado antes, ni tan siquiera sabía cómo se llamaba, pero le saludé, y justo iba a pasar de largo cuando vi que se paraba y me preguntaba que qué tal estaba. Ese fue el inicio de una conversación que duró, por increíble que parezca, una hora y media, y allí mismo, parados delante de la Residencia. Cuando quisimos darnos cuenta de la hora que era, y de que él ya había perdido sus clases, se decidió a invitarme a un café. Y así empezó todo. Al cabo de un año empezamos a pensar que la teoría sobre el inconsciente reconocimiento de las almas estaba basada empíricamente en nuestro caso, por lo que determinamos vivir juntos y alquilar una casa. Y elegimos aquella, la de la calle Calvario , y creo que me hallo en plenas facultades para asegurar que nunca, en mis 42 años de vida, he sido tan feliz como lo fui entre aquellas cuatro paredes. Si. Javier fue el primer amor de mi vida. Al menos el más verdadero. Sin embargo sólo duró unos años, los justos para acabar la carrera, lo que también supuso el fin de nuestra relación: a mí me destinaron a un pueblecito de Pontevedra para dar clases de lengua en un instituto y él se quedó en Santiago a fin de preparar las oposiciones. Pensamos que la distancia no podría acabar con nosotros, pero, si bien no era demasiado excesiva, si sirvió para distanciarnos. Las cosas cambiaron y a mí no me gustaban los cambios. Busqué amparo en otros brazos: en el Centro donde trabajaba conocí a Alfredo, un profesor de Informática que con los años acabó por convertirse en mi marido. Y con Alfredo acabé por olvidar a Javier. Quién me puede censurar algo así, yo estaba destrozada, y qué mejor forma de olvidar a un hombre que caer rendida a los brazos de otro. Alfredo lo tenía todo, excepto el buen aspecto físico, en verdad que no me atraía demasiado, pero era un hombre agradable, inteligente, honesto y con un muy interesante poder adquisitivo que le llegó en forma de suculenta herencia paterna. Tan sencillo como que necesitaba un hombro donde apoyarme y lo encontré. A veces la soledad puede jugarnos malas pasadas. Así que simplemente me limité a aprovechar una oportunidad y me imagino, quiero creer que llegué a ser feliz. Al menos es la vida que elegí y por la que tengo que continuar. El pasado ya me parecía algo tan lejano que me resultaba irreal. O al menos eso me parecía hasta hace un rato, cuando me sorprendí a mí misma recordando las razones de la separación y lo mal que lo encajó Javier, la aspereza de nuestra conversación, las arengas cargadas de acusaciones. Recordé que aquella última escena la tuvimos en el dormitorio de nuestra casa de Santiago. Aquel fin de semana me había tocado ir a mí desde Pontevedra (nos íbamos turnando cada fin de semana) y llegué tarde, por lo que Javier se desesperó y comenzó uno de los interminables interrogatorios a los que ya me tenía acostumbrada desde que yo trabajaba fuera de casa. Había una desconfianza entre nosotros tan absoluta que nos había convertido en dos extraños. Dos ciegos provistos de palos en medio de la bruma. Desde aquella discusión no volví a saber nada más de él.
Ahora, cuando sólo han pasado un par de horas, me doy cuenta de que he estado pensando tanto sobre esto que debería de haber gritado, haberme arrancado los pelos, de tomar conciencia de toda mi frialdad, de no dejar de reprocharme a mí misma durante el resto de mi vida, pero soy incapaz. Supongo que bastante he hecho ya con acercarme a aquella casa y volver a revivir algunos momentos, ir reconociendo cada rincón como un perro reconocería cada esquina y cada árbol orinados y marcados como territorio. Dura, inútil decisión. Pero algo pasaba en mi vida y no podía seguir ignorándolo.
Esta tarde, cuando llegué a la casa, vi que la puerta de entrada estaba entreabierta. Y eso es algo que le hubiera bastado a cualquiera para mantenerse alerta, porque al fin y al cabo era una casa abandonada que en teoría tendría que estar precintada, pero no me importó, porque yo SENTÍA LA NECESIDAD de entrar, reconocerla con mis ojos y mis manos, así que no dudé. Inspeccioné todas las habitaciones mientras susurraba el nombre de Javier a media voz, no sé por qué. No me sentí especialmente conmovida ni impulsada por una fuerza exterior a mí, pero llamaba a Javier.
Finalmente llegué al cuarto que había sido nuestro dormitorio. La puerta estaba cerrada. Cerrada por dentro, luego alguien estaba allí. Y pensé en Javier. En quién si no, lo últimos inquilinos habíamos sido nosotros, los dueños no se molestaron en volver a alquilarla por razones que desconozco. Me imaginé lo extraño que sería que él estuviera detrás de esa puerta, esperándome tras tantos años de silencio, ahora interrumpidos por un capricho tan extraño del destino. Sería como el reencuentro entre dos viejos amantes de una novela rosa barata. ¿O acaso mi vida se había convertido en eso? ¿Ese era el revés último que finalmente el Destino iba a darle a mi vida!?
Toqué suavemente a la puerta.
Silencio. Un denso silencio que invadió toda la casa. "Ese vacío". Volví a tocar, esta vez con más determinación.
Y de nuevo el SILENCIO.
Aquella situación me violentó. Intenté idear la manera de poder entrar y recordé que el pestillo de aquel entonces era pequeño y sencillo, fácil de romper. Y mi memoria no me traicionó.
La puerta cedió estampándose bruscamente contra la pared...
El suelo de la habitación estaba parcialmente cubierto de cuartillas escritas con una letra ininteligible, fotos de Javier y yo durante nuestros años estudiantiles, y dibujos y lienzos que hacía demasiado tiempo que había hecho y que le regalé en su día. Todos los recuerdos de una historia pasada esparcidos por el suelo. Imposible poder evitar un escalofrío por la espina dorsal. También encontré un ajado ejemplar en edición de lujo de La conciencia de Zeno de Svevo junto al viejo somier de plaza y media, único mobiliario en toda la casa.
La ventana estaba abierta de par en par.
Ni rastro de Javier. Ese vacío.
Recuerdo que me senté en una de las esquinas del somier y recogí el libro. Todavía lo tengo en mis manos, no comprendo la relación que pudo tener este libro con nosotros, y sin embargo aquí está. Aunque puede ser que, al dejarse Javier la puerta de la calle abierta (porque Javier ha estado AQUI, eso seguro, yo no ando loca), alguien pudo entrar y lo dejó aquí, olvidado.
Pero eso es poco probable y no deja de ser extraño.
He salido de aquella casa recordando aquel amor truncado con una mezcla de melancolía y desapego. "Ha sido un episodio casi inverosímil de tu gris existencia", me dice mi parte más cínica mientras enciendo un cigarrillo, pensando que mañana será un buen día para dejar de fumar.
AMARANTA.