Los operarios

De tener panico a ser violada por dos desconocidos, a disfrutar con ellos como nunca lo habia hecho con mi marido.

LOS OPERARIOS

© YOGAMA - 2006

Lunes, 10 de julio de 2006. Era un calurosísimo día de verano en Madrid y tenía cita con mi ginecóloga a primera hora de la mañana, para realizarme el control anual al que me someto desde que cumplí los cuarenta. Un control que todas las mujeres deberíamos llevar a rajatabla, y más aun en mi caso debido a la endometriosis que sufro desde jovencita, la cual me ha privado de darle hijos a mi marido. No es una dolencia grave, ni modifica en absoluto mi vida sexual, pero debo tenerla controlada para evitar males mayores.

Mi marido se había ofrecido a llevarme a la consulta en el coche, antes de acudir a su trabajo. Cuando salimos de nuestro piso, en el rellano de los ascensores, había dos operarios arreglando la escayola del techo de la escalera. Estaba haciendo muchísimo calor esos días y yo lucía un fino vestido blanco de lino, corto, ajustado y escotado, bajo el cual llevaba únicamente un pequeño tanga blanco. No me había puesto sujetador para facilitar la revisión ginecológica, ya que las pruebas que tenían que hacerme incluían la correspondiente mamografía. En los pies me calcé un par de alpargatas blancas de esparto y tela, que se ajustaban sensualmente a los tobillos y pantorrillas por medio de sendos cordones de tela también de color blanco.

Los dos operarios clavaron sus ojos con descaro en mi escote, mis muslos y mi culo, sin importarles que mi marido me acompañara. Eran bastante jóvenes, de entre veinticinco y veintiocho años, y llevaban sus musculosos torsos desnudos e impregnados en abundante sudor. Pese a la diferencia de edades entre ellos y yo (cumplí los cuarenta y cinco a finales de ese mismo mes de julio), los dos chicos me comían con sus miradas indiscretas, lo que, por otra parte, me confirmó que para mi edad todavía estoy de muy buen ver. Aquellas miradas lascivas en presencia de mi marido me provocaron una mezcla de sentimientos, entre vergüenza, rechazo, halago y excitación.

El ascensor por fin se detuvo en nuestra planta y pudimos abandonar el rellano. Mientras descendíamos al garaje mi marido y yo comentamos el descaro de aquellos chavales sin darle mayor importancia de la que requería. Después acudí a mi cita y me hice las pruebas oportunas.

Dos horas más tarde tomé un taxi para regresar a mi casa. Cuando el ascensor alcanzó mi planta y se detuvo empujé la puerta sin acordarme de que ahora iba sola y los operarios podían seguir allí trabajando. Nada más abrir la puerta del ascensor pude comprobar que de nuevo cuatro lujuriosos ojos se clavaban en mis curvas. Sin dirigirles la mirada caminé hasta la puerta de mi piso y busqué en el interior de mi bolso las llaves. No me decían una sola palabra, pero sus miradas bastaban para comprender perfectamente sus pensamientos y quien sabe si también intenciones. Con los nervios tardé una eternidad en encontrar el llavero entre los miles de objetos que todas las mujeres llevamos en el bolso. Finalmente lo conseguí. Desbloqueé la cerradura, franqueé el umbral rápidamente y, girando sobre mí misma, empuje la hoja de la pesada puerta blindada hacia su marco. De nuevo los segundos se convirtieron en minutos. Me parecía como si mis movimientos fueran a cámara lenta. La puerta avanzaba con pasmosa lentitud.

Cuando el resbalón de la cerradura se disponía a hacer contacto con el alojamiento en la hornacina del marco, la hoja se detuvo violentamente. El corazón casi se me sale por la boca cuando comprendí que aquella violenta detención de la hoja se debía a la presión que alguien ejercía desde fuera. Los operarios. Empujé con todas mis fuerzas pero fue inútil. Cualquiera de aquellos dos tipos era mil veces más fuerte que yo. La puerta no solo no avanzaba hacia el marco, sino que comenzaba a ceder en sentido contrario. Cuando el hueco fue lo suficientemente amplio pude ver como una vieja zapatilla de deporte, rota e impregnada de yeso, se colaba en el umbral bloqueando la hoja. ¡Dios mío! –pensé- ¡voy a ser violada en mi propia casa!. El terror me hizo reaccionar y, con un ágil movimiento, cogí la cadena de seguridad y conseguí alojarla en el mecanismo de la puerta antes de que la abertura fuera más amplia y no me lo permitiera. La cadena se tensó y frenó en seco la presión exterior.

Un poco más calmada relajé mis músculos y me asomé por el hueco. Apareció el sudoroso rostro de uno de los operarios. Llevaba un "piersing" que atravesaba una de sus cejas, el pelo rubio, corto, rapado en uno de sus laterales y con una extravagante cresta de color castaño claro en el centro. Sus rasgos eran rudos, a pesar de su juventud, y tenía los ojos pequeños, achinados y de color marrón oscuro. Cuando bajé un poco la vista pude ver su musculoso torso de piel muy morena. Lo tenía totalmente cubierto de sudor y lucía otro "piersing" en su pezón derecho. Más abajo un pantalón de trabajo de color azul de Vergara, sucio y roto en algunas partes, terminaba en la mugrienta zapatilla que trababa mi puerta. Un poco más atrás estaba su compañero, de aspecto similar aunque algo menos cachas.

El tipo me miró fijamente a los ojos y dijo: "¿ De verdad no te apetece que dos pollas jóvenes, duras y gordas, te hagan sentir lo que el cuarentón de tu marido jamás conseguiría? ". Aquella frase me descolocó por completo, pero antes de poder asimilarla el chaval volvió a hablarme: " Si abres esta puerta te vamos a comer el coño como nadie te lo ha comido. Tendrás el placer de chuparnos el rabo a los dos juntos, de saborear nuestra abundante leche y de correrte hasta perder el conocimiento mientras te follamos el coño y te petamos el culo al mismo tiempo. ¿Vas a perder esta oportunidad zorra? ". No lo podía creer. Estaba aterrorizada de miedo y, sin embargo, aquellas dos frases seguidas habían provocado que mis intimidades se humedecieran. Después de unos segundos de contrariedad volví a mi realidad y comencé de nuevo a sentir miedo.

Pedir socorro no era una buena idea porque sabía que los pisos contiguos de mi rellano estaban vacíos. De las cuatro viviendas que conformaban la planta, dos estaban todavía deshabitadas, una la ocupaba una mujer viuda sin hijos que a esas horas estaba trabajando fuera, y la cuarta era la mía. Otra opción era sacar el teléfono móvil de mi bolso y marcar el numero de urgencias, aunque lo más seguro era que cuando acudieran ya sería tarde. También podría llamar a mi marido, pero tenía la oficina en la otra punta de la ciudad. Mientras mis pensamientos decidían que actitud adquirir mi corazón volvió a acelerarse de pánico. Si no pensaba en algo rápido aquellos dos macarras terminarían por abrir la puerta y violarme, robarme o incluso hacerme daño o matarme.

¡Dios mío, que puedo hacer!.

Entre tanto el tipo que tenía su pie bloqueando la puerta volvió a dirigirse a mí: " Vamos putita, ábrenos la puerta. No te arrepentirás. Mi socio es experto en sodomizar a las tías y yo lamo los coños de cine. Seguro que los dos tenemos una herramienta más grande y dura que la de tu marido. Mira, asómate un poco y te enseño el material ". Nada más terminar aquella frase se desabrochó la bragueta del pantalón y, acercando su abdomen a la abertura de la puerta, se bajó lo suficiente el slip para que pudiera verle el miembro. Me propuse no mirar y seguir pensando en alguna solución, pero la curiosidad me pudo y al final baje mi vista hacia sus partes. Tenía el pene semi-erecto, con todo el glande fuera de la piel. Pese a no estar completamente erecto lucía un tamaño considerable, tanto en longitud como en grosor. Recordé aquella vez con mi marido, en la que, jugueteando, se la medí con una regla cuando estaba totalmente empalmado. La medición arrojaba una dimensión de 17 cm., por lo que, en comparación, el miembro del macarra debía rondar los 20 cm., además de ser bastante más grueso. ¡Dios Santo! –pensé- como debería ponerse aquello cuando estuviera totalmente erecto.

" ¿Qué opinas zorra?. ¿Te gusta mi rabo?. ¿Necesitas tenerlo dentro de tu coño, verdad putita?. ¡Vamos, abre la puerta y será todo tuyo!. Y el de mi colega también ". Dicho esto, volvió a colocarla dentro de su slip y se abotonó la bragueta, pero esta vez retiró también el pie que bloqueaba la puerta. ¡Estoy salvada! –pensé durante unas décimas de segundo-. Entonces, cuando me disponía a cerrar la puerta de un empujón, note que mis brazos dudaban de hacerlo, al mismo tiempo que un escalofrío me recorría la entrepierna. ¡Será posible! –pensé-, me han aterrorizado. Son dos macarras sucios que, por sus edades, podrían ser mis hijos. Era una mujer casada que jamás se había planteado engañar a su marido y, sin embargo, deseaba esos dos rabos con autentica lujuria.

Entonces mi libido me jugó una mala pasada. En lugar de empujar la puerta, ya libre del pie de aquel operario, retiré la cadena y la abrí de par en par. "Chica lista. Sabía que en el fondo eres una verdadera zorra necesitada de unas buenas pollas" , -dijo el chaval al mismo tiempo que invitaba a su amigo a entrar en la casa detrás de él-.

Mientras yo analizaba la decisión que había adoptado, de pie, sin mover un solo músculo de mi cuerpo, los dos chavales franquearon el umbral y cerraron la puerta tras de sí. Uno de ellos puso la cadena de seguridad y accionó el cerrojo interior por si a mi marido le daba por presentarse de improviso, cosa que yo sabía que era del todo imposible. Mi marido tenía varias reuniones importantes aquel día, por lo que no regresaría hasta entrada la noche. Tampoco esperaba visitas de amigas o familiares. Mi decisión había dado luz verde a dos macarras desconocidos y ahora estaba completamente entregada a ellos, sin que nadie fuera a hacer nada por evitarlo.

Lo primero que hicieron fue buscar en el bolso, que todavía llevaba colgado del brazo, mi teléfono móvil. Cuando lo encontraron lo apagaron y lo dejaron en la mesa del recibidor. Luego uno de ellos sacó mis llaves, la metió en la cerradura, dio las tres vueltas de seguridad del bombín y las dejó puestas por dentro. De esa forma se aseguraba que nadie les molestaría en un buen rato. Su colega buscó la entrada de la línea telefónica fija y, tras localizarla, desenchufó el cable. Ya no había posible vuelta atrás. Me iban a disfrutar hasta que se hartaran de sexo.

Después buscaron el dormitorio y se encerraron en él conmigo dentro. Corrieron las cortinas de la ventana y ambos se quitaron pantalones y slips, quedándose delante de mí como Dios los trajo al mundo. No tendrían más de veinticinco años. Uno era algo más bajito y delgado que el otro, pero ambos eran fuertes y con los músculos marcados, propio del oficio de albañil que desempeñaban. El que me había enseñado el pene llevaba varios tatuajes en los brazos y en la espalda. Además de los dos "piersings", en la ceja y el pezón derecho, llevaba un tercero en la lengua. El otro chico no llevaba tatuajes ni "piercings", pero tenía un corte de pelo similar al de su colega. Pude ver también que su pene era algo más parecido en tamaño al de mi marido, a diferencia del enorme miembro que lucía de su amigo.

El macarra que había trabado la puerta y que parecía llevar la voz de mando, se colocó frente a mí y comenzó a desabrocharme el vestido. Cuando me lo quitó del todo, el hecho de que no llevara sujetador, y mi diminuto tanga blanco, les excito a los dos bastante. Su colega, situándose a mis espaldas, comenzó a estrujarme las tetas con decisión mientras su compañero se deshacía de mi tanga. Ahora los tres estábamos completamente desnudos. Me separó un poco las piernas y se sentó en el suelo entre ellas. Luego me abrió los pliegues del coño con sus dedos y empezó a lamerme la raja desde el clítoris hasta el ano. Para entonces su colega se había situado frente a mí y, sin dejar de masajearme las tetas y pellizcar mis pezones, intentaba besarme en la boca sin poder conseguirlo, ya que besar a un desconocido me daba un poco de asco, por lo que aparté mi cara. Entonces el chaval aceptó mi rechazo y concentró sus labios y su lengua en mis pezones.

El terror que me había atenazado hasta entonces se convirtió en deseo. Estaba entregada a dos jóvenes macarras desconocidos, pero lo peor no era eso, sino que me estaba gustando.

El "piersing" de la lengua del que me estaba lamiendo el coño empezó a hacer sus efectos. Nunca nadie con un "piersing" en la lengua me había comido el mejillón y la verdad es que no era en absoluto desagradable, sino todo lo contrario. El colega que me comía las tetas intentaba de vez en cuando besarme en la boca, pero yo seguía apartándome en cada intento. De pronto fui consciente de que aquella habilidosa comida de coño me iba a arrancar un orgasmo. Mis piernas comenzaron a temblar y un cosquilleo característico me subía desde los dedos de los pies hasta la vagina. También empecé a notar las punzadas en los pezones, aumentadas por el trabajo que ejercía la lengua del otro chaval, que me comía las tetas de puta madre. El orgasmo era inminente. ¡Oh, que gusto Dios!. ¡Me voy a correr! –dije en voz alta-, a lo que, el que llevaba la voz cantante me respondió: "¿Acaso lo dudabas zorra?. ¡Vamos, córrete y dame esos jugos puta!" . Su colega aprovechó el momento de mi orgasmo para volver a intentar besarme. Esta vez, presa del placer, mi boca no se apartó y mis labios se entreabrieron lo suficiente para que el macarra me metiera la lengua hasta la garganta.

Cuando el orgasmo finalizó, el que se había ocupado de lamerme el coño se levantó. Su colega dejó de morrearme y esperaba las nuevas instrucciones de su "jefe". Los dos estaban ya totalmente empalmados con sus capullos hinchados apuntando al techo.

Recordé entonces mis pensamientos en la puerta, mientras aquel macarra me enseñaba su pene semi-erecto y yo quería imaginar como sería cuando la tuviera a tope. Pues mis deseos se habían cumplido. Allí estaba de pie, a mi lado, con la polla totalmente tiesa. Era verdaderamente grande. Superaba con creces los 20 cm. de longitud y su grosor me hizo temblar al imaginármela dentro de mi coño. El chaval, percatándose de que mis ojos no se podían apartar de su impresionante miembro, dijo: "Ya te lo advertí zorra, la de tu marido debe ser de juguete al lado de mi rabo. Ahora ponte en cuclillas y chupanos la polla a mi colega y a mi. Lo estas deseando puta. ¡Vamos, chupa!" .

Me daban ganas de mandar a la mierda a aquel mocoso. ¡Qué se había creído!. Pero el muy cabrón sabía que estaba deseando chupársela. Era como si aquel péndulo me tuviera hipnotizada, así que obedecí sin rechistar. Me coloqué en cuclillas entre los dos macarras, de tal forma que sus penes quedaban a la altura justa de mi boca. Como no podía ser de otra manera elegí, para empezar, el rabo que me tenía absorta. Primero comencé a lamerle los huevos mientras le sujetaba aquel mango con ambas manos. Luego fui lamiendo cada centímetro de su puñal de carne hasta llegar al glande. Puse dura la puntita de mi lengua y le recorrí el capullo en círculos, deteniéndome de vez en cuando en su frenillo, comprobando que le gustaba bastante a juzgar por sus gestos de placer. Su colega esperaba el turno sin dejar de observar como se lo hacía a su "jefe". Cuando aquella polla ya no tenía ni un milímetro de superficie libre de mi saliva, abrí la boca todo lo que pude y su poderoso glande desapareció en ella.

Estaba tan cachonda que intenté metérmela entera en la boca, pero fue imposible. Era tan gorda que me provocaba unas arcadas espantosas y temí vomitar. No obstante había conseguido meterme un poco más de la mitad. Dos o tres minutos más tarde, ante mi insistencia, el propio chaval tuvo que ordenarme que se la chupara un rato a su colega. Si de mi hubiera dependido, hubiera seguido hasta sacarle toda la leche. Me sentí una verdadera puta al desear tanto aquel pene. La polla del colega si me entró hasta que mi barbilla chocó con sus pelotas. No es que fuera pequeña, ni mucho menos, pero ese tamaño era similar al de mi marido y mi garganta estaba acostumbrada a engullirla entera. Cada dos minutos, aproximadamente, cambiaba de biberón. Mi coño estaba chorreando de flujo y deseaba ser penetrado ya mismo, pero los chavales me mantenían en cuclillas sin dejar un solo segundo mi boca vacía. De las comisuras de mis labios colgaban hilos de mi propia saliva mezclada con sus jugos pre-seminales.

Después de un buen rato tenía la mandíbula medio desencajada y la garganta en carne viva, pero no me importaba. Iba a seguir chupando aquellas pollas hasta que quisieran o hasta que descargaran su lefa dentro. Estaba tan excitada que me daba igual todo, incluso tragarme sus corridas, cosa que no soportaba que hiciera mi marido. Jamás le dejé correrese en mi boca, quizás porque jamás él había conseguido ponerme tan caliente como lo habían logrado aquellos dos chavales.

"¿Te han petao alguna vez el culo zorra?" –dijo el "jefe" de pronto. Al confesarle que mi ano era virgen, todavía le apeteció más hacerlo. Me colocó recostada sobre la cama, de espaldas al techo, con las piernas dobladas y el culo en pompa.

Después sorbió fuertemente su nariz, carraspeó su garganta y me lanzó sobre el ano un abundante y viscoso escupitajo, para que aquella mezcla de saliva y moco hiciera las veces de lubricante. Luego fue extendiendo la mezcla con uno de sus dedos alrededor de mi cerrado esfínter. Primero me metió en el culo uno de sus dedos, lo cual no fue ningún problema. Su dedo, una vez dentro, comenzó a moverse como si se tratara de un destornillador, hasta conseguir dilatarme un poco el ano. Después me lanzó otro escupitajo y realizó la misma operación, solo que en esta ocasión me había metido dos dedos, provocándome una ligera molestia. Los dos dedos unidos se movían dilatando mi esfínter poco a poco. Por último, antes de penetrarme con su pene, volvió a repetir la operación con tres dedos, ocasionándome un poco más de dolor. Cuando consideró que mi ano estaba lo suficientemente dilatado, apuntó en el su enorme glande y comenzó a empujar muy despacio.

Después de unos segundos de forcejeo su capullo se coló en mi ano provocándome un grito de dolor. Esperó unos segundos y luego fue apretando más y más. Su pene iba entrándome en el culo centímetro a centímetro. Yo notaba un pinchazo agudo en mi interior, pero era soportable, aunque nada agradable. Cuando su glande traspasó el esfínter el pinchazo disminuyó, lo que aprovechó el macarra para hacer desaparecer sus más de 20 cm. a lo largo de mis intestinos. Cuando miré hacia atrás no podía creer que todo aquel cilindro de carne estuviera dentro de mi culo, porque además ya no sentía dolor, solo un cierto escozor como cuando tienes ganas de cagar. Entonces comenzó a sacarla y meterla despacio. Cada vez que su glande salía y entraba a través de mi esfínter, el pinchazo agudo se volvía a reproducir. Cuando aumento su velocidad el dolor se hizo insoportable. Pensaba que me iba a reventar el culo, pero a la cuarta o quinta embestida el dolor se fue tornando en placer.

Mi esfínter se había acoplado a su calibre y aquello me empezó a gustar. Era un placer distinto a cuando te follan el coño, pero no por ello menos delicioso. En uno de los bombeos hacia fuera me la sacó del todo. Apunto su glande entre mis pliegues vaginales y actuó en mi coño como antes lo había hecho en mi ano, aunque sin necesidad de dilatación manual previa. Es decir, primero hundió su capullo hasta encajarlo y luego fue metiendo el vástago centímetro a centímetro hasta embutírmela entera, tras lo cual, el lento bombeo no se hizo esperar. Después de diez o doce embestidas volvió a cambiar de agujero. Esta vez me la introdujo en el ano y la sacó rápidamente, para volver a penetrarme el chocho de la misma manera. Un bombeo en el ano y otro en coño. Y así sucesivamente durante unos minutos. Era como si estuviera moldeando mis dos orificios al tamaño de su envergadura. Cada vez me sentía más suya y más zorra, pero aquello realmente me gustaba.

Entonces se detuvo y le indicó a su colega que se tumbara a mi lado. En un rápido e instintivo movimiento de mi cuello, me giré hacia el espejo de la pared, que se encontraba justo a mis espaldas, y de un vistazo rápido pude ver mis posaderas reflejadas. Tenía el ano completamente abierto, perfectamente dilatado al tamaño del diámetro de su cipote. Incluso podía ver parte del esfínter interior totalmente enrojecido por el roce. El colega obedeció a su "jefe" y se tumbó en la cama a mi lado, boca arriba. Entre los dos me montaron sobre el colega, el cual, sin dilación, me penetró el coño. Tenía mis intimidades tan mojadas y dilatadas que el rabo del chaval se me coló con suma facilidad hasta sus cojones.

Después el "jefe" me flexionó los codos hasta apoyar mis antebrazos sobre la cama, a ambos lados del cuerpo de su amigo, que permanecía quieto con su estaca ensartada hasta el fondo de mi vagina. De esa forma mis tetas se aplastaron contra el musculoso y sudado torso del colega, y mis labios se situaron a escasos centímetros de los suyos. Ahora el "jefe", situándose por encima de ambos cuerpos, apoyó una mano sobre mi espalda y con la otra apuntó su herramienta de nuevo en mi ano, empujando su cadera con fuerza. De nuevo aquel pinchazo agudo invadió mi esfínter, pero esta vez fue más liviano y transitorio. El dolor desapareció en cuanto su polla desapareció por completo en mi interior. Apoyando ya sus dos manos sobre mi espalda comenzó el bombeo. El colega, por su parte, arqueó su pubis y empezó a follarme el coño al mismo tiempo, con un ritmo suave, similar al de su amigo.

Poco a poco ambos fueron acelerando sus caderas hasta conseguir un ritmo intermedio. Entonces, por propia iniciativa mía, comencé a morrear al colega, metiéndole la lengua en la boca e intercambiando abundante saliva con él. Poco a poco el ritmo de los dos operarios fue aumentando hasta alcanzar un ritmo frenético. Os aseguro que no puedo describir el placer que me estaban proporcionando aquellas dos pollas. Los orgasmos se fueron sucediendo sin parar. Mi cuerpo brutalmente ensartado se retorcía de placer y mis gemidos aumentaban en intensidad y persistencia. Primero notaba el cosquilleo típico del inicio del orgasmo. Luego la curva del clímax ascendía hasta su máxima elongación. Tras mantenerse unos segundos en la cresta volvía a descender. Luego, vuelta a empezar. Los orgasmos se fueron acumulando y cuando el clímax estaba en lo máximo se mantenía cada vez durante más y más segundos. Después, nada más comenzar el descenso una nueva curva subía, solapándose con la anterior. Mis gemidos se convirtieron en gritos de goce. Jamás había sentido tanto placer. Aquellos dos macarras me estaban demostrando que el mítico "punto G" verdaderamente existe.

De pronto noté que el "jefe" tensaba todos sus músculos. Tras dos largos gemidos, su próstata expulsó todo el semen acumulado en sus huevos, eyaculando copiosamente en mis intestinos. La corrida fue tan abundante, que cuando desenchufó su rabo, la lefa rebosó mi ano y formo dos amplios regueros que discurrieron por el interior de mis muslos hasta alcanzar la colcha de la cama. A todo esto yo seguía morreando al colega mientras éste me follaba el coño sin pausa, y sin disminuir un ápice su alto ritmo. Un nuevo orgasmo se apoderó de mis sentidos.

El "jefe" se sentó en un butacón y miraba la actuación de su pupilo con interés. Se había sentado con las piernas abiertas, y su fenomenal aparto le colgaba ya flácido. Yo no podía apartar la vista de aquel pene de lujo. Incluso en estado calmo se veía apetitoso y sugerente. Solo le perdía de vista cuando mis ojos se cerraban, producto de los morreos de su colega. Aquello si que era comerme, literalmente, la boca.

El colega aceleró sus movimientos de pelvis hasta el límite, mientras me sujetaba con fuerza por los carrillos de mi trasero. La curva de un nuevo orgasmo volvió a encaminarse hacia el clímax. Aquel chico era una verdadera locomotora follando. Mis gemidos no se hicieron esperar, aunque me había corrido tantas veces que la curva ascendía ya con bastante dificultad, lo que significaba que me estaban saciando de sexo. Mi marido no había conseguido nunca dejarme satisfecha con aquella contundencia –pensé-.

La curva finalmente alcanzó el clímax obligándome de nuevo a gritar de placer. Esta vez el clímax se mantuvo apenas unos segundos, y la curva empezaba a descender, en el preciso momento que el colega emprendía una respiración entrecortada. Podía notar su glande palpitar en mi interior a punto de reventar. Entonces tensé los músculos de mi vagina y permanecí inmóvil, lo que le provocó al joven macarra una eyaculación lenta y duradera. Todo su cuerpo comenzó a temblar. Su respiración se tornó en graves gemidos y sus ojos se le pusieron en blanco del placer que estaba experimentando. Ese truco jamás me había fallado. Cuando hubo vaciado por completo sus huevos en mi útero, su cuerpo se relajó cayendo desfallecido. Cerró los ojos, y abrazó mi cuerpo para evitar que su pene se saliera. Poco a poco la presión de su rabo fue disminuyendo hasta que se salió de mi coño por sí solo. En ese momento dos nuevos regueros de abundante y espeso semen cruzaron mis muslos hasta mezclarse en la colcha con los restos de la anterior descarga de su compañero.

Nuevamente eché un vistazo al espejo posterior. Mi ano había recuperado el cincuenta por ciento de su tamaño normal y mi coño y mis muslos estaban completamente bañados de leche. Me sentía sucia y más puta que nunca, pero al mismo tiempo no me arrepentía en absoluto de aquella experiencia. Cuando miré de nuevo al "jefe" pude comprobar que lo que le acababa de hacer a su colega, había provocado una nueva erección en su enorme miembro. Se levantó del butacón y me descabalgó del colega, el cual, se quedó tendido sobre la cama recuperándose de su fenomenal corrida.

Al ponerme de pie mis piernas me temblaron de debilidad, estando a punto de hacerme caer al suelo. El "jefe" me cogió de una mano y me llevó junto a él hasta la butaca. Se sentó en ella con las piernas cerradas y el rabo apuntando al techo entre ellas, y, girándome de espaldas a él, me hizo sentarme sobre su glande. La prolongada follada con la que me acababa de obsequiar su amigo, unido al lubricante natural de semen que bañaba mi raja, provocó que su puñal de carne se abriera paso sin dificultad ninguna entre mis pliegues vaginales, hasta desaparecer por completo entre mis piernas. Comprendí que, en aquella posición, el trabajo me correspondía a mí en un inicio. Apoyé mis manos en sus dos rodillas y comencé a levantarme y sentarme sobre su pubis. Su rabo se salía hasta dejar al descubierto medio glande, para volver a entrar centímetro a centímetro hasta la base de sus cojones. El "jefe" me cogió las dos tetas y me las magreaba al mismo ritmo de mis sentadas y levantadas.

Al cabo de un buen rato, arqueó su pelvis y comenzó a acompasar sus embestidas con mis movimientos, acelerando poco a poco el bombeo. Yo ya no podía más. Era prácticamente imposible alcanzar un nuevo orgasmo, porque estaba totalmente satisfecha, pero aquella polla me causaba estragos. Cuando el "jefe" comenzó a dar signos de inminente eyaculación, su capullo se hinchó dentro de mi canal, dándome la sensación de que no me la podría sacar, al igual que les ocurre a los perros. No debería haber sido posible, pero mi cuerpo se preparaba para un nuevo clímax. Ahora los bombeos eran violentos, además de rápidos. Cada vez me sentaba con más fuerza sobre su rabo para que se me clavara profundamente. El orgasmo fue brutal y temí que mis chillidos de placer fueran oídos por algún vecino, pero ya me daba igual, tenía que seguir follándome aquel maravilloso estandarte al precio que fuera.

Inesperadamente el "jefe" frenó en seco su actuación y, desenchufándome el rabo del chocho, me dijo en voz alta: "Vamos zorra, termíname con esa boquita de puta que Dios te a dado" . Sin que él tuviera que insistir de nuevo, me giré, me arrodillé entre sus piernas y comencé a chupársela despacio ayudándome con las dos manos. Con mi mano izquierda masturbaba la base de su tronco manteniendo el glande dentro de mi boca. Coloqué mi mano derecha entre sus piernas, por detrás de los huevos, y, tras palpar su estrecho ano, le introduje mi dedo índice hasta el fondo. Ahora, mientras mi dedo entraba y salía de su esfínter, mi mano izquierda masajeaba sus huevos, como la que está ordeñando a una vaca, y mis labios recorrían su estaca imprimiéndola una presión suave. Por último, mi lengua le ensalivaba el capullo en el interior de mi cavidad bucal.

Nunca había masturbado de esa forma a un hombre, pero lo había visto hacer en una película porno que mi marido ponía alguna vez mientras follábamos. Cuando el "jefe" eyaculó en mi boca, lo hizo de una manera distinta a lo habitual. Yo estaba acostumbrada a recibir las eyaculaciones de mi marido en la boca, en cuatro o cinco borbotones de semen, con una duración total aproximada de cinco o seis segundos. De aquella forma, el semen salía con mayor regularidad y sin borbotones violentos, y, como pude comprobar, la duración fue cinco o seis veces superior. Es decir, el capullo del "jefe" estuvo expulsando lentamente leche durante unos treinta segundos, durante los cuales me demostró su enorme placer emitiendo considerables gemidos y siendo presa de tremendos espasmos de todo su cuerpo. Jamás pensé que un hombre pudiera fabricar tanto semen en una sola corrida. La boca se me inundó con su blanco y cálido elixir.

Cuando dejó de salir lefa, retiré mi dedo de su ano y recogí con mi lengua los restos que terminaban de rezumar por su capullo. Luego, mirándole a los ojos, cerré la boca y me lo tragué todo sin el menor gesto de repulsión. Más bien mi gesto denotaba claramente todo lo contrario. Para entonces el colega se había empalmado de nuevo ante aquella mamada de película porno, por lo que tuve que proceder con él de la misma manera. Aquel día había tragado más semen que en toda la vida sexual con mi marido.

Habíamos estado encerrados en el dormitorio durante más de dos horas, por lo que ya se acercaba la hora de comer. Los dos operarios, tras alabar mis habilidades sexuales y obsequiarme con sendos últimos besos en los labios, se vistieron y abandonaron mi domicilio. Al regresar al dormitorio para recoger el desorden causado, una bofetada de aromas me invadió el olfato. Era una mezcla de olor a sexo, sudor y pies, la cual no había notado antes. Ventilé bien la habitación e introduje en la lavadora la colcha de la cama, totalmente impregnada de restos de sudor, flujo vaginal y semen. Era verano y con total seguridad daría tiempo a que se secara, por lo cual mi marido se la encontraría limpia y colocada sobre nuestro lecho cuando llegara esa noche. No quedarían restos de la orgía con los operarios, salvo en lo más profundo de mi útero, intestino y estómago, donde los copiosos espermatozoides de los dos muchachos seguirían nadando a sus anchas. Pero eso no lo podría descubrir nadie.

- FIN -