Los ojos de una vida

Cómo los ojos de una guaiquerí pudieron haber cambiado el curso de la historia.

Los ojos de una vida.

Me llamo Nuño Gómez de Santana, capitán marañón del ejército de Lope de Aguirre, príncipe del Perú, Tierra Firme y Chile; al que los Reyes de España apodan El Traidor, para beneplácito de mi caudillo, y al que mis soldados llaman El Sanguinario por obvias razones. El se hace llamar El Peregrino y así consta de su puño y letra.

Han pasado ya muchos años de aquel fatídico y dramático 27 de octubre de 1561 y, sólo después de tanto tiempo, me he atrevido a escribir esta historia que permanecerá viva en mi memoria hasta el final de mis días.

He estado incomunicado mucho tiempo en esta lúgubre y húmeda cárcel de Barquisimeto, donde fui a caer tras las constante persecución de las huestes Felipe II. Ni tan siquiera el haber sido yo quien ejecutara a mi Mayor me ha servido para obtener el perdón real u otras prebendas que hiciesen más confortable mi estadía en este penal.

Yo mismo apreté el gatillo del arcabuz que reventó su cuerpo, pero no participé en su descuartizamiento.

Los realistas piensan que el mío fue un acto desesperado y que obré por fidelidad a mi superior para evitarle el ensañamiento previsible. ¡Necios!, nunca sabrán los verdaderos motivos que aquí expondré.

Me contaron que su cuerpo troceado sirvió de comida a los perros de varias ciudades venezolanas y que su cabeza, enjaulada, fue juzgada post mortem en El Tocuyo y declarada culpable de delito de lesa majestad.

Pero no es mi intención en estas letras el describirles las batallas, triunfos o derrotas, que sufrimos o gozamos, mientras duró el ejercicio de mis funciones. No.

Sólo me mueve el deseo de exhalar a los cuatro vientos mi relación con Elvira, hija de Don Lope, y el verdadero motivo por el que fue apuñalada por su propio padre aquel infausto día de octubre en Barquisimeto.

Me dijeron que Don Lope la asesinó porque alguien a quien quiero tanto no debería llegar a acostarse con personas ruines. Esas dicen que fueron sus palabras con las manos aún ensangrentadas.

Los realistas, en el asedio, pensaron que Don Lope trató de evitar que fuese violada por ellos pero, en realidad, yo era aquel ruin al que él se refería.

Esta es mi dramática historia de amor por Noara, hija broncínea del cacique de la isla de Margarita, a la que los guaiqueríes llaman Paraguachoa, y que desencadenó tantos infortunios, aunque para mí poco es el precio pagado por haber bebido de los placeres de Noara.

Sucedió una mañana del verano de 1561.

Los guaiqueríes nos habían recibido con su conocida amabilidad hospitalaria la mañana que pusimos pie en su isla. El cacique preparó para esa noche un jolgorio de bienvenida en la ye’kauna de la tribu al que asistimos el Estado Mayor y, fue allí, la primera vez que la vi.

Noara emergió ante nosotros con las galas propias a su tan alta dignidad: aretes de oro y paují; collares de perlas, semillas de pijiguao y uñas de cachicamo, que grácilmente se ajustaban a su cuello. Pulseras de peonías que adornaban sus muñecas y tobillos y un trabajado guayuco de fibra de cumare, algodón e hilos de oro, que ondeaba al viento a cada golpe suyo de cadera.

A su espalda el chamánico ansa, formado por siete tucanes disecados combinado con el collar de dientes de báquiro, dejaba entrever su piel dorada por el inclemente sol.

Tocada con la corona emplumada de loro, guacamaya y piapoco, su negra cabellera resplandecía egregia y digna.

Sus negros ojos, enmarcados de resina de peramán, tenían el extraordinario poder de hipnotizarme; no podía dejar de mirarla aún sabiendo que eso irritaría a Elvira.

Cuando yo parpadeaba, sus rotundos pezones adquirían todo el protagonismo. Los llevaba desnudos, centro y final de los decorados geométricos, hechos de caruto y curame que, como laberintos de deseo, incitaban a adentrarse en ellos.

Cuando el jugo de capi me empezó a hacer efecto me veía recorriendo esos dibujos con la lengua desnuda en busca del goloso premio erecto.

Noara sonreía.., me sonreía a mí, y su perfecta dentadura me provocaba el ser devorado por ella y por sus labios turgentes.

Acomodados en almohadones de curagua, comenzó el ágape.

Ante mí desfilaron los más exquisitos bocados: taparas de chigüire salpimentado; báquiro braseado, sopa de lapa… y muslos de paují. Corocoros en budare y carachanas con ajíes, perfumaban la estancia y excitaban mis papilas gustativas y las de todos los que allí estábamos. Aunque lo que realmente me hacía salivar era el contemplar los muslos desnudos que Noara me ofrecía.

Sentada, con las piernas abiertas, mostraba su jugosa flor rosada que esperaba ser libada por mil lenguas ardientes de ají.

Las taparas se sucedían sin descanso y los excesos con el jugo de capi y el yaraque nos llevaron a un estado de embriaguez general.

Las woras escupían dulces sonidos sugerentes que eran amortiguados por los cuerpos de las mejores danzarinas guaiqueríes, quienes hacían oscilar sus ombligos desnudos. Una de ellas, adoptando una postura imposible, ofreció el suyo para ser rellenado con yucuta y que el cacique sorbió. Don Lope hizo lo mismo en el ombligo de otra y yo me deleite lamiendo el licor, en la que me tocó en suerte, pero sin quitarle ojo a la deseada Noara.

La fiesta se desbocó cuando los sirvientes nos ofrecieron los inhaladores de yopo. El estallido en la nariz provocaba picazón y nublaba la vista pero a la vez aceleraba la sangre que se expandía en nuestros cuerpos. Sentí mi verga dura clavarse en el calzón pero controlé la necesidad imperiosa de liberarla.

Todo a mi alrededor eran risas y jadeos: Veía a las danzantes lamer el cuerpo de la máxima autoridad; la sonrisa libidinosa de su hija Noara, las abruptas carcajadas de nuestro caudillo magreando las nalgas de su indígena, la soldadesca entregada a los placeres carnales

Lo último que recuerdo son los ojos inquisidores de Elvira escupiéndome el fuego del desprecio.

Me despertó el rítmico sonido de las olas besando la arena dorada y la suave brisa que me acariciaba las mejillas.

Mis ojos se abrieron y contemplé los trazos que las palmas formaban en techumbre de la churuata. No recordaba cómo había llegado hasta allí y, aunque los excesos de la noche me pasaban factura, me sentía feliz y liberado.

Reconocía en el ambiente un perfume que no me era extraño, un perfume atrayente y sensual y cerré los ojos para impregnar mi cuerpo y mi espíritu de él. Sentí cómo las partículas penetraban por mis fosas nasales y por los poros de mi piel y me di cuenta que estaba desnudo.

Traté de recordar cómo había llegado hasta allí y qué es lo que había sucedido pero no pude evocar ningún recuerdo que respondiese a mis preguntas. No me importó, por primera vez en muchos meses me sentía tranquilo y quise exprimir ese momento, saborearlo y retenerlo en mi memoria. Hoy, meses después, aún puedo percibir el aroma de aquel entonces.

De improviso percibí el sonido de unas pisadas que se acercaba y traté de incorporarme del chichorro que me servía de plácido camastro, para ocultar mis inmundicias, pero no me fue posible. Mis movimientos eran lentos y torpes, así que decidí hacerme el dormido una vez ubiqué mis pertenencias cercanas.

Su alta figura se dibujó a contraluz y, aunque no sabía de quién se trataba sí podía reconocer el cuerpo de una mujer. La fragancia atrayente se hizo más intensa y fue entonces cuando la reconocí.

Dejó lo que traía sobre unos recipientes cercanos y se acercó.

Se inclinó para verificar, intuyo, que seguía durmiendo y observó detenidamente mi cuerpo desnudo.

Sus cabellos acariciaron mi vientre y un fresco chorrito de saliva me humedeció el miembro que empezó a desperezarse. Empapó sus manos en saliva y comenzó a magrearlo. Transitaron, lentas, la superficie que se fue endureciendo con cada pasada. Sentía como esas suaves manos, paulatinamente, se iban alternando en un delicioso masaje matinal.

Dejé caer mis piernas a ambos lados del chinchorro para ofrecerle todo el vigor del que mi falo hacía constancia. Ella reaccionó agitándolo con más firmeza aumentando, expertamente, la presión y la velocidad. Quise pensar que me estaba ordeñando para saciar su sed en mi leche y elevé, oferente, mis nalgas. Su jugosa boca lo acogió cálida en interminables lamidas llenas de deseo. Ríos de saliva se posaron en mi velludo pubis y fueron surcando los caminos meridionales que acabaron empapando mi ano.

Mi cuerpo se tensó con tan agitados movimientos: sus manos desbocadas empuñaban la polla con firmeza, batiéndola con excelsos movimientos ascendentes y descendentes y un nudo eléctrico se formó en mi nuca que fue atravesando mi espalda hasta alcanzar el centro de mi placer. Abrí los ojos y la hinchada cabeza de mi ariete vomitó el semen tanto tiempo contenido, acompañada de violentos y deliciosos espasmos orgásmicos.

Me sonrió y gotitas de néctar escaparon por la comisura de aquellos turgentes labios.

Se desayunó de la fuente de mi vigor y me ofreció el jugo de papaya y cambur que me había preparado. Lo fui sorbiendo detenidamente, tratando de ralentizar cada segundo de esa mañana, sin dejar de mirarla. He de decir, mejor, de admirarla pues se mostraba como la diosa egregia de los guaiqueríes; todo en ella era divino. No sólo su cuerpo exquisito, también sus movimientos cadenciosos, su perfume penetrante y excitante, y esa sonrisa que era capaz de detener el graznido de mil tucanes.

Se deshizo, ante mí, del guayuco, y el triángulo de su sexo emergió como la perfecta diana donde clavar la certera saeta. Sus oscilantes caderas perturbaban mis sentidos, dominándolos.

Se volteó indicándome que la siguiera y salimos del cubículo.

El culo, mayúsculo, eclipsó el sol margariteño de esa mañana. Sus nalgas perfectas bamboleaban ante mis ojos y salivé incontroladamente.

Sentí celos de las olas cuando se colaron juguetonas entre sus piernas imaginando lo que ella podía sentir al percibir el frescor de la espuma en su vulva y, paralizado, vi como el mar la acogía encantado, envolviéndola.

Nadé hacia ella tratando de deshacer el abrazo de ese mar implacable pero mis brazadas violentas no lo hicieron detenerse. Noara estaba completamente bañada en él y reía agradecida.

Furioso la alcancé y me lancé a mordisquear sus pezones erectos; ella reclinó la cabeza hacia atrás. Los lamí, los chupé con fruición hasta hacerla gemir; quería agradecerle su regalo de esa mañana y, además, quería demostrarle al mar que ella me prefería a mí.

Me rodeó el cuello con sus brazos y sus muslos se anclaron en mis caderas. Apreté sus nalgas con fuerza y de la garganta se le escapó un quejido placentero cuando uno de mis dedos penetró su culo.

El mar se violentó celoso y su fuerza nos expulsó a la arena.

Noara reía complacida.

Bebí la sal de su piel, y me emborraché en sus pezones.

Las yemas de mis manos viajaron por su geografía: ascendí las cumbres de sus pechos, recorrí los valles de sus pliegues y sorbí el lago dulce de su ombligo. Y penetré, ¡sí!, penetré con ansia la cueva de su sexo; sin olvidar agradecerle a su clítoris el que saliera al encuentro de mis labios.

Mis embestidas eran correspondidas con sus jadeos y sus uñas dibujaron trazos rojizos en mi espalda al sol.

Acoplados, bailamos desenfrenados la danza de la lascivia y cuando sintió que la fiereza de mi polla iba a desgarrarla clavó sus dedos en la arena y me derramé en sus adentros como nunca antes lo había hecho

Elvira derramó su última lágrima por mí y se alejó, derrotada, de la escena que había presenciado apostada en el anonimato de una palmera cómplice.

Los motivos del porqué abandonamos el que desde entonces conozco como mi paraíso no viene al caso. Sólo diré que mi caudillo, en su locura, ejecutó a cincuenta indígenas en lo que hoy se conoce como la Playa del Tirano.

Me obligaron a zarpar y jamás me perdonaré el no haberme quedado allí

En Barquisimeto, asediados, Elvira le contó a su padre que yo la había mancillado y éste, colérico la acuchilló causándole la muerte. Los que lo vieron transcribieron las últimas palabras de Lope de Aguirre que pasarán a la posteridad y que en estas memorias cité.

Lo que sucedió después ya lo sabe el lector, y en paz mi alma con mis sentimientos, sólo me queda esperar el momento en el que el Altísimo me libere de estos grilletes y me lleve al encuentro de los ojos que una vez poseí y que desde entonces me acompañan.

Nuño Gómez de Santana

Capitán marañón del Ejército Rebelde.