Los ojos de Alma
Nacimiento
PRELUDIO
¿En que momento de la vida obtenemos la conciencia de saber quienes somos, donde estamos y quienes nos rodean? ¿Cuando empezamos a sentir que no somos únicos e imprescindibles? ¿Cual es el preciso instante en que somos conscientes de nuestro rol social y nos despegamos del animal instintivo que llevamos dentro, alejándonos de nuestras miserias? ¿Y el día que mirándonos al espejo de una vida virtuosa, descubrimos la primera grieta en el esquema de nuestras convicciones?¿Existe ese momento?¿Somos capaces de admitir que no somos puros y tratar de ser mejores, dejando de lado nuestras mas profundas y secretas ambiciones?¿Estamos fatalmente destinados a ser o podemos cambiar? De eso trata esta historia, de esas personas que se cruzan en nuestro camino y que, sin ser perfectas, nos permiten ser mejores. Del misterio de ese fuego con que nos impulsan a seguir, a pesar de las caídas. O de esos otros, seres negros que se retuercen en su inmundicia y nos empujan hacia el abismo.
NACIMIENTO
El Ente flota ingrávido, descubriendo extasiado la inmensa y verde alfombra del mar. Impulsado por un suave viento del Este y protegido por un cielo rojizo, disfruta a sus espaldas del suave calor generado por la incipiente bola de fuego que emerge de las profundidades.
Siguiendo el efímero trazado que demarcan las olas en su destino fatal, vislumbra que se precipita inexorable contra un acantilado, gigante protector de una ancha franja de arena, vigilada en ambos lados por dos sierras majestuosas que entierran sus garras en el mar.
Cuando se le dio la vida, fue bendecido con el don de la vista, una inteligencia aguda con conocimientos básicos y la capacidad de colonizar un cuerpo, siempre que portara un aura pura.
Cuando el choque es inminente, una corriente de aire cálido lo eleva sobre la pared, descubriendo sobre el borde de la misma una frondosa arboleda paralela a la costa, que protege los sembrados de los vientos salitrosos del levante. Tras el pinar, apareció la hacienda.
Aprovechando que el brillo de las estrellas va cediendo paso a la tenue luz del amanecer, que como pidiendo permiso va clareando el paisaje, el Ente sobrevuela la granja apreciando cada detalle.
Al fondo del terreno divisa el cobertizo y ladeando por el Sur, el espacio para las aves de corral, la porqueriza con cuatro cerdos, el corral para las dos vacas y a continuación la gran huerta con todo tipo de verduras y hortalizas. Más hacia el Este los árboles frutales y finalmente el pinar hasta el borde del acantilado.
Presidiendo el paisaje, se hallan dos construcciones para vivienda, el Ente se adentra en la más pequeña y observa un pequeño dormitorio con dos camas, un baño con inodoro, pileta y ducha, una pequeña cocina, un espacio de estar con un tresillo y un gran ventanal que da a la casa grande, la cual está separada de la pequeña, unos diez metros hacia el Norte. El Ente, aprovechando la cristalera, sale por la misma y se adentra por el ventanal de la casa lindante.
Este dá a un gran salón con chimenea, un juego de sillones y una gran mesa para ocho comensales. Siguiendo hacia el Oeste, se halla una gran cocina con fogón y parrilla, donde un hombre fornido de cara tosca, vestido con una camiseta de tirantes, pantalón y botas de trabajo, trastea con el desayuno.
Sobre la izquierda se halla el pasillo, que pasando por el frente del baño principal, remata en un gran dormitorio que ocupa todo el ancho de la vivienda. Solo una pesada cortina de tela la separa del corredor.
Al ingresar al dormitorio, iluminado tenuemente por la luz creciente del amanecer que ingresa por la ventana, distingue una cama grande donde descansa una mujer joven de largos cabellos y de formas sinuosas y rotundas, sutilmente insinuadas por la leve sábana que la cubre de cintura para abajo. Completando la estancia, en la pared opuesta a la cama y separado por una cortina que se halla abierta, duerme un niño pequeño, dentro de una tosca cuna de madera.
Poco tarda el ente en descubrir que ha encontrado un ser puro y agradeciendo a sus creadores, posee al niño, de hoy en más será sus ojos y guiará su camino. De él tomará los otros dones prometidos.
Adquiere el don del tacto y descubre la humedad entre sus piernas.
Adquiere el don del gusto y paladea el sabor de la leche materna.
Adquiere el don del olfato y percibe la fragancia del café que el hombre mayor prepara en la cocina.
Adquiere el don del oído, y escucha la suave respiración de su madre, el ruido de los cacharros al ser depositados en la pileta, el sonido de la puerta al cerrarse, el del motor del tractor al ponerse en marcha y el ronroneo de la máquina al alejarse.
Adquiere el don del amor y ama a la mujer a su lado.
Busca el don del odio y se nota vacío.
Tras un breve momento de silencio absoluto, el Ente percibe el galope de un caballo. Luego vislumbra una sombra, que entrando agazapada, se cuela por la puerta. El intruso cierra la cortina que lo separa de la mujer, tapa la visual de la cama grande y se introduce en la misma.
El Ente, privado de la vista aguza sus otros sentidos, alcanzando a escuchar susurros de queja seguidos de jadeos, gemidos y golpes sordos y acompasados contra la pared. Al oírlos empieza a removerse inquieto, intenta levantarse, pero nota que no ha recibido el don de caminar.
Desesperado y sin poder intervenir, el niño/Ente escucha de su madre, el desgarrador alarido final.
BLANCA
Una vez más, me despierto de un salto, confuso y alterado, descubriéndome sentado en la cama. La pesadilla que me persigue desde pequeño ha vuelto a presentarse.
Por la ventana de mi cuarto se filtra la luz de un nuevo día. Es una habitación grande con una cama amplia, apoyada sobre la pared del fondo, una mesita de noche y una pequeña puerta del lado del cabezal, que da a un trastero. A la derecha se halla un placard con espejo en la puerta, una cómoda con cajones y un par de sillas. Un gran ventanal con vista al parque se abre luminoso en la pared opuesta. Al frente y en el medio, la puerta de entrada.
Me levanto con la resaca del mal sueño, me visto con un pantalón corto, una camiseta holgada y un buzo abrigado. Me pongo las zapatillas y salgo de la habitación, a mi derecha se extiende la cocina, con su heladera, la mesada con pileta, las hornallas y el horno, todo rodeado de alacenas y sobre el final de la mesada, se encuentra un tabla alta cruzada, con capacidad para desayunar dos personas con sus banquetas. A la izquierda, un baño completo con su ducha.
Entro al servicio, lavo mis dientes, descargo la vejiga y salgo del cuarto, tomo un vaso de zumo de la heladera y me dirijo a la salida cruzando el pequeño estudio con su mesa y cuatro sillas en el centro. Toda la estancia se halla tenuemente iluminada por la luz de las farolas del jardín, que ingresa por la ventana que se halla sobre la mesa del ordenador. Cruzo la zona de estar con su sillón largo sobre la pared derecha y una gran biblioteca, atiborrada de libros sobre la opuesta, alcanzo la puerta y salgo al jardín.
Todavía está oscuro, la costumbre de empezar el día a las seis de la mañana, no se me quita. Salgo a la calle y empiezo a correr. Vuelvo a mi reducto cuarenta minutos más tarde después de recorrer diez kilómetros, hago mis ejercicios de elongación, me pego una ducha y me pongo el mono de trabajo. Son las siete de la mañana.
Es hora de empezar a trabajar. Estamos a finales del invierno y el tiempo está fresco todavía, es momento de sembrar el parque, dar vuelta la tierra y preparar el jardín. Parece un gran trabajo para quien no estuvo sometido a los designios del monstruo. Hoy, a los dieciocho años recién cumplidos, el trabajo es menos pesado que lo que él me obligaba a realizar cuando tenía diez.
Sé que no debo hacer ruido. Las niñas se levantan tarde y no les gusta ser molestadas en sus dulces sueños. Carla y Lucía, las mellizas, tienen mi edad, son las hijas de Juana de treinta y seis años, la dueña de casa. Su esposo José de cuarenta y cinco, es un importante ejecutivo del rubro del transporte y presidente de la cámara de empresarios. Por lo poco que he oído de él, es uno de esos hombres con los que no se jode.
Por mi parte es poco lo que puedo hablar de él. Ni para bien ni para mal. Me ha recogido en su casa sin dudar, después de quedarse con las tierras de mi familia en un remate tras un desahucio, producto de las deudas acumuladas por mi padre.
Ese bruto animal, nunca entendió que el estado tiene el derecho de rapiñar lo poco que ganas trabajando la tierra, para poder pagar la nafta de los Mercedes Benz de los ministros de turno. Y cuando te crees muy macho, te cagas en ellos y no les pagas, te embargan lo que varias generaciones de tu familia tardaron en construir, te lo rematan a precio vil y a cagar tú y tu familia. Alégrate si aún así, no quedas con deudas.
Pues mira tú, que en este caso, el feliz adjudicatario de mi hogar de nacimiento, se apiadó de mí y me recogió en su casa. Me dió alojamiento en una casucha con techos de chapa que solía usar su jardinero, comida y conexión a la red. Solo me impuso un par de condiciones. Obedecer a la jaca de su esposa, atender su parque y no molestar a sus hijastras.
Como obligación adicional, me pidió que vigile la seguridad de su casa cuando él está de viaje. Cosa que sucede seguido, dado el rubro en el que trabaja.
Para poder llevar a cabo esta tarea, me instaló en el pequeño departamento que habito, una serie de monitores conectados a todas las cámaras de la periferia, que enfocan el parque completo y el frente de la casa.
Mi trabajo termina a las dos de la tarde, hora en la que habitualmente las hembras de la casa salen a tomar el sol después de almorzar. Y ese es el horario en que yo desaparezco de escena, para dedicarme a mi otra pasión. El estudio.
Para todo el mundo soy analfabeto, dado que nunca fui a una escuela. El monstruo nunca quiso. Mi segunda madre tenía que enseñarme lo poco que sabía a escondidas. Esa dedicación, el empuje, los libros de Manuel y mi gusto por la lectura, me permitieron conectarme con el mundo del conocimiento.
La biblioteca heredada de Manuel es extensa y la tengo dividida por niveles de conocimiento y ubicada en tres compartimentos. En un baúl los libros leìdos. En los estantes, los que leo en la actualidad, los próximos a leer y los de consulta. Finalmente los que aún no he leído, se hallan en otro baúl.
Para matizar, junto a los libros de ciencia, se halla toda una colección de literatura popular y libros sobre pintura, que me gusta consultar en los momentos de descanso.
He escuchado a Carla, la más soberbia de las mellizas, comentarle a sus amigas sin cortarse porque yo esté delante, que era la colección más extensa y aburrida de libros para ver figuritas que vió en su vida, suponía que si no había ido a la escuela, no podía saber leer. Nada más terminar esa hiriente frase, Nuria, su prima, me miró con pena.
Lo que Carla nunca se ocupó de conocer, era que ya había terminado el bachillerato a distancia, aprobado el ingreso universitario y estaba cursando a distancia, el primer año de Matemáticas y Física avanzada.
Esos libros, son prácticamente todo lo que tengo, pues como me dan casa y comida, no tengo salario. Mi ropa se limita a dos monos de trabajo, un par de remeras, dos pares de botas de trabajo, un par de zapatillas, un pantalón corto, algo de ropa interior y un par de buzos usados heredados del dueño de casa, que, como es gordo y alto, me calzan bien. No lo he dicho, pero mido un metro noventa y producto del brutal trabajo en el campo, soy fuerte como un toro.
Reconozco que mi aspecto es descuidado. Tengo el pelo negro y largo, y lo llevo suelto y despeinado, barba de varios meses y uso lentes oscuros para ocultar mis ojos celestes, herencia de mi madre. ¿Por qué lo hago ?. Pues mi segunda madre siempre me contaba, que había escuchado de su abuela, historias de personas habitadas por almas antiguas.
Niños bendecidos por la presencia de entidades superiores, que cobijaban su sueño y los acompañaban en el sufrimiento. Jacinta aseguraba que mis ojos desnudan el alma y ponen al que me mira, enfrentado a sus sentimientos más profundos. Ella afirmaba, que por alguna extraña razón, mi padre les temía y por eso me obligaba a ocultarlos.
Podría decir que estoy solo, que no tengo a nadie en la vida. Pero no sería cierto, tengo a Juanita la robusta cocinera cincuentona, una gallega que me alimenta como pavo para las fiestas y a Blanca, la morena y escultural venezolana de veinticinco años, encargada del servicio de la casa, que calienta mi cama muchas noches.
Conocedoras del dolor del desarraigo, del sentimiento de profunda soledad que embarga tu alma cuando dejas lejos el sabor de tu tierra, me cobijaron desde el primer día. Almorzamos y cenamos juntos, cada vez que se puede, y alegran mi soledad con sus historias picantes y llenas de desparpajo.
Somos un equipo, ellas me cocinan, lavan y planchan mi ropa y yo les descargo de cualquier tarea pesada que se les presenta.
El día que cumplí dieciocho años, después de su horario de trabajo, ambas asistentes me trajeron una torta con velitas y me cantaron el feliz cumpleaños emocionadas. Cuando se fueron, me estaba desvistiendo para acostarme, cuando Blanca, que volvió a entrar con el regalo que había olvidado darme, me encontró vestido solo con el slip, el pelo recogido y sin mis infaltables lentes oscuros.
-. ¿Dios mío Luisito, donde tenias escondido ese cuerpo?
Se acercó lentamente a mi, dejó el regalo que tenía pensado darme sobre la mesa y tomándome de la mano me llevó a mi dormitorio. Mirándome con cariño me acarició la cara.
-. ¿De quién has sacado esos ojos?
-. De mi madre.
-. Dios la bendiga por ello.
Y acercando su cara a la mía, me dió un tierno beso en los labios. Luego se alejó un poco y me miró seria.
-. ¿Nunca has estado con una mujer ?
Moví mi cabeza de lado a lado, en claro signo de negación.
-. ¿ Me concedes el honor?
Esta vez la moví de arriba abajo, claramente nervioso.
Se retiró un paso, se despasó el vestido y lo dejó caer, quedando en bragas solamente. Mi polla que no entendía de nervios, se alzó indómita ante la admiración de la morena, que poniéndose en cuclillas tomó el slip por los lados y liberó a la bestia.
Bajó la prenda por mis piernas, tomó el falo con su mano derecha y se lo llevó a la boca, tres meneos después me corrí como un grifo. Cuando ella terminó de tragar semi atorada, no se quejó.
-. Dios mío, que cargado estabas.
-. Perdona, no me supe controlar.
-. No te disculpes precioso, tenemos toda la noche.
Y se volvió a amorrar. Cuando me volví a empinar, me sentó en el borde de la cama, se subió sobre mi regazo y lentamente se empaló.
-. Déjame hacer el trabajo a mí. Ya me compensarás más adelante.
Suavemente, comenzó a mover sus caderas, llevándome al paraíso en minutos. Cuando notó mi nueva eyaculación. Disminuyó el ritmo pero no paró, logrando que mi pene no perdiera su dureza.
Cuando estimó que volvía a estar listo, aceleró en la búsqueda de su placer, cosa que alcanzó entre convulsiones y gritos contenidos de sus labios en mi boca. Durante el resto de la noche, se dedicó a mimarme con dulzura.
Blanca se retiraba a su casa los sábados a la mañana y volvía el domingo por la noche. A partir de ese día, los vienes a la noche los pasaba conmigo y se retiraba a su casa directo desde mi alojamiento. Lo mismo sucedía los domingos a la noche cuando volvía. Rara vez se permitía pasar la noche entre semana, no quería mezclar el placer con el trabajo. Aunque algún polvo perdido entre semana, ha caído de apuro para aliviar tensiones.
Mi querida morena y la adorable Juanita fueron la fuente de la cual abrevé, para entender un poco más el nuevo mundo que me rodeaba.
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