Los ojos de alma 3

Justicia ciega

JUSTICIA CIEGA

Pancrasio es de madrugar, antes de que salga el sol ya está despierto y se levanta en silencio para no despertar a su mujer Alma, que anoche se portó bien y le dejó usarla. Es que el hombre de vez en cuando debe descargar tensiones y que mejor que al calor de su mujer, eso sí, con el condón puesto, no son tiempos para tener otro hijo.

Mira la cuna y como siempre, el niño está despierto, parado, lo mira con los ojos bien abiertos, como queriendo decirle algo. A veces lo asusta, es como si un alma antigua habitara su cuerpo.

Con un escalofrío se saca esos pensamientos de la cabeza, lo levanta en brazos, le dá un beso y lo vuelve a dejar en su cuna, luego marcha a la cocina, se calienta un café y lo toma acompañado de unas tostadas untadas con tomate y aceite, cuando termina lava los cacharros y marcha a trabajar.

Hoy debe arar un campo a diez kilómetros de su casa, pero cuando está por partir, recuerda que no dejó el dinero para pagar la cuota del tractor que le compró al patrón.

Sube a un banquito, toma la lata donde guarda el dinero, separa lo que corresponde y lo lleva a la mesita de cama del lado de su mujer, donde lo deja bajo la lámpara de noche.

Entonces sí, sale de la casa, pone en marcha la máquina y se va.

A media mañana, el tractor empieza a fallar, las malditas bujías otra vez. Para a un costado del surco, abre la cajuela y no las encuentra, entonces recuerda que las dejó sobre la mesa del cobertizo después de limpiarlas.

Maldiciendo su estupidez, emprende la marcha a casa caminando para ir a buscarlas. Perderá toda la mañana por el olvido.

A medida que se aproxima a la granja, vé que el caballo del patrón está amarrado en el palenque, parece que ha venido temprano a buscar el dinero, como si le faltara al desgraciado. Pero cuando se acerca a la casa , escucha gritos que provienen de la ventana de su dormitorio.

Se acerca presuroso para ver que pasa y lo que contempla lo deja helado. Su esposa está  arrodillada, desnuda sobre la cama y tomada de los barrotes del cabecero, mientras, detrás suyo, también arrodillado y desnudo, Don Gervasio le está endilgando en el coño, una polla del tamaño de su antebrazo y sin protección ninguna.

-. Que buena yegua eres, estás siempre estrecha, como me gusta partirte al medio.

-. Hayy..siii..siii...Rómpame patrón, hágame otro hijo...siii...siii

-. ¿Te gusta puta? ¿Te folla poco el cornudo?

-. Si..siii...ni comparar patrón … hmmm…nooo... siga...siga...ayyyy

Pancracio mira a la cuna, y ve que no han tenido la decencia de correr la cortina, el niño sigue parado, atento, mirando y escuchando.

Vuelve a tener un escalofrío. Sabe lo que tiene que hacer.

Entra a la casa y observa que Don Gervasio ha dejado los guantes de montar sobre la repisa. Se los pone y abre el armario, toma lo que ha ido a buscar, lo deja sobre la mesa y lo cubre con una servilleta. Luego va a la cocina, calienta el agua, se prepara unos mates y se sienta a esperar.

Los gritos y gemidos de su mujer le siguen llegando durante media hora más, hasta que finalmente escucha acabar al patrón. Luego de quince minutos de silencio, Don Gervasio aparece por la puerta, subiéndose el cierre de la bragueta. Se asombra cuando ve a Pancracio y se acerca con una sonrisa.

-.Pancrasio... que sorpresa. ¿Hace mucho que estás aquí?

-. Media hora patrón. ¿Gusta un mate?

-. Ja, ja, ja, por supuesto. ¿Así que sos de los que le gusta ver como se follan a su muj…

No pudo terminar la frase.

El balazo que partió desde abajo de la servilleta, le entró por la boca y le voló la tapa de los sesos, cortándole la burla. Quedó echado hacia atrás sobre el respaldo de la silla. Su mirada vacía contemplaba el cielo raso, mientras sus brazos colgaban inertes a sus costados.

Pancrasio se levantó despacio, y sin sacarse los guantes, dejó la pistola en el piso, tomó el gran cuchillo que Don Gervasio portaba en la cintura y lo colocó en la suya. Luego se dirigió al dormitorio a terminar el trabajo.

Alma escuchó las risas del patrón y las burlas a Pancrasio horrorizada, pero nada comparable a lo que sintió cuando escuchó el disparo seguido de los pasos de su marido dirigiéndose hacia ella, eso era el terror absoluto.

Nunca fue su idea tener un amante, pero después de siete años sin tener un hijo y de que todos los médicos que visitó, siempre la encontraran bien, Pancrasio seguía negándose a hacerse ver.

-. El hijo vendrá cuando tenga que venir, si Diosito así lo quiere.

Con eso daba la discusión por terminada y Alma estaba desesperada por tener un hijo.

El día que todo empezó, su marido, como de costumbre, le había dejado el dinero para pagar la cuota de la máquina en su mesita. Como a ella le gustaba recibir al patrón con mejor aspecto y no por eso renegaba de su condición de mujer de campo, se arreglaba lo mejor posible con tal de verse bien.

Ese día se peinó con una trenza que dejaba su linda cara al descubierto, se pintó un poquito los ojos como cuando iban al baile, se puso su vestidito liviano, ese que le marcaba sus lindas tetas y resaltaba su culito y finalmente se calzó sus zapatitos nuevos.

Pronto escuchó el trote del caballo acercándose, prendió el fuego para calentar el agua del mate, y puso la yerba en la calabaza.

Cuando el patrón batió las palmas anunciándose y ella le dió permiso para entrar, se encontró de frente con José, el hijo de Don Gervasio, un muchachón de su edad, alto y fornido, de pelo negro y ojos tan verdes que la dejaron subyugada.

El hombre, que no era estúpido, se dió cuenta en seguida del efecto producido en la dama y esbozó una sonrisa.

-. Hola Alma, que linda estás hoy. ¿está Pancrasio?

-. Gracias patroncito. No, no está,  estos días está en los campos de los Sepúlveda. No vuelve hasta el domingo.

-. ¿Entonces, vuelvo el domingo?

-. No hace falta Don José, yo le pago. Siéntese, tómese un mate.

Le gustó lo que escuchó de la muchacha y eso le dió una idea. En las alforjas del caballo, tenía un vestido que había comprado en el pueblo para su hermana que era de un talle parecido al de Alma. Solo que un poco más atrevido que los que la muchacha solía usar. Se levantó y fue a buscarlo.

-. Te traje un regalito.

-. Y eso por qué, patroncito.

-. Porque siempre nos atiendes bien. Toma pruébatelo.

Alma corrió la cortina y entró en su pieza, se sacó su vestido y se puso el de José. Este era más corto, apenas le llegaba a medio muslo, drapeado y ajustado a su cuerpo. Arriba terminaba sobre su prominente busto y se sostenía de él sin breteles.

Le pareció atrevido, pero le gustó. Se iba a ver muy linda en el próximo baile del pueblo. Salió a mostrárselo a José, que quedó encandilado con la aparición.

-. Estás hermosa, pero ese vestido se usa sin corpiño, así no se te ven los breteles. Anda sácatelo y vuelve.

Cuando Alma entró en la pieza, José la siguió sacándose la camisa. Cuando la muchacha se bajó el vestido a la cintura y se sacó el corpiño, la abrazó por detrás, le besó el cuello y le tomó las tetas que reaccionaron empitonándose violentamente.

La hembra se había percatado del galanteo desde el mismo momento que empezó y le había gustado. Las mujeres saben de eso. Cuando lo sintió a su espalda, supo lo que se venía, y pensando que quizás era el momento de saber si era esteril o no, se preparó para recibir al macho.

Cuando estaba por arrodillarse en la cama para ser follada, se sorprendió de que José se lo negara. En cambio la atrajo sobre su pecho desnudo, con una mano le masajeó una teta y la otra la fue bajando acariciando su vientre hasta alcanzar su rizado vello y jugar con él con pequeños tironcitos que estremecían a la muchacha.

Cuando alcanzó su clítoris y empezó a jugar haciendo círculos, mientras le mordía el lóbulo de la oreja y le pellizcaba un pezón, explotó en un violento orgasmo por primera vez en su vida.

El macho satisfecho la dió vuelta, la terminó de desnudar y la acostó suavemente en el borde de la cama. Se arrodilló entre sus piernas y comenzó a comerle el coño, para delirio de la muchacha que comenzó a encadenar orgasmos uno tras otro, hasta quedar desmadejada.

Cuando se paró y se desvistió, Alma contempló la polla mas grande que vió en su vida. Cuando se posicionó entre sus piernas y se la enterró, tocó el cielo con las manos.

Esa semana José la pasó en su casa, y casi no salieron de la cama. A los nueve meses nació el niño. Desde ese día cada vez que tocaba pagar el alquiler, Alma era una hembra en celo.

Dos meses atrás, Alma esperaba ansiosa la llegada de José. Creía estar enamorada y sabía que no podía ser, pero al lado de él se sentía mujer. Además ya era hora de tener otro hijo y se lo iba a pedir.

Cuando vió llegar a Don Gervasio, su ánimo se desplomó. Lo atendió con respeto, lo hizo sentar en la cocina y entró a su pieza a buscar el dinero. Lo tomó de la mesita y cuando se dio vuelta para salir, se lo encontró de frente. Se alteró por la sorpresa y cuando estaba a punto de decirle que saliera, se fijó que el hombre estaba desnudo de la cintura para abajo, luciendo una erección de caballo, aún más grande que la de su hijo.

En ese momento Alma comprendió que en realidad, no era de José de quien estaba enamorada. Sin dudarlo se arrodilló y se amorró a su verdadero amor.

Para su sorpresa el patrón resultó mejor amante que su hijo y con paciencia y delicadeza la paseó por lugares desconocidos de placer. Ahora todo eso se había acabado. El sueño terminó.

Desnuda y aterrada en posición fetal, se asombró cuando su esposo le pidió que se ponga en cuatro mientras se sacaba la polla, quizás el castigo no sería tan duro. Cuando vió que meticuloso, se colocaba un condón para follar su coño lleno de lefa, le causó gracia.

Que la tomara de la trenza tirando hacia él la excitó, pero cuándo se la metió en el coño ni la sintió, la diferencia de tamaño era notable. Para su sorpresa Pancrasio le pegó dos o tres empujones en la vagina y antes de que se diera cuenta se la endilgó en el culo. El aullido que pegó se escuchó en el pueblo, pero no se resistió, si ese era su castigo lo aceptaría.

Su marido estaba enloquecido, la follaba como una máquina y en el momento que ella alcanzó el orgasmo, su hombre la degolló. En el último estertor, apretó el esfínter y el macho llenó el condón.

Tuvo una muerte feliz.

Pancrasio se retiró despacio, se sacó el condón, le hizo un nudo y lo guardó en el bolsillo. Aterrado, descubrió al niño parado en la cuna, mirándolo con un odio tan profundo que no lo pudo aguantar, corrió hacia él y cerró la cortina.

Luego fue a la cocina, limpió el cuchillo en la ropa del patrón y lo dejó sobre la mesa. Con cuidado se sacó los guantes y se los colocó a él. Después, simplemente tomó la servilleta quemada y salió, pasó a buscar las bujías al cobertizo, tomó una pala y volvió a su trabajo.

A mitad de camino, en medio de la campiña hizo un pozo y enterró la ropa. Siguió camino desnudo y se bañó en un remanso. Al llegar al tractor, guardó la pala, tomó la muda de repuesto y se vistió, cambió las bujías y terminó la jornada.

Al atardecer, tomó la escopeta y cazó dos conejos, los destripó, colgó las pieles al costado del tractor y se dispuso a cenar. Tenía restos de pólvora en el cuerpo y estaba justificada, ahora podía dormir tranquilo.

Dos días después una camioneta de la policía lo alcanzó en el campo y le llevó la novedad.

Nadie preguntó demasiado, en la casa del patrón se sabía que el hijo se follaba a la muchacha.

Cuando Don Gervasio no volvió, lo fueron a buscar y se encontraron con todo el cuadro, asumieron que lleno de lujuria por las historias que le contaba su hijo, intentó acceder a la hembra y cuando esta se negó, la violó. Loco y arrepentido de lo que había hecho, la degolló y se mató. No señor, nadie preguntó demasiado, a veces es mejor no saber.

Atendieron al niño que estaba meado, cagado y sin comer, pero misteriosamente no lloraba. Finalmente  llamaron a la policía.

Pancracio pronto encontró otra hembra. Jacinta era  la hija más  joven de un vecino que tenía muchas mujeres en casa y estuvo agradecido de que él se la llevara. Lamentablemente ya no era el mismo, no podía confiar en su mujer. Cada día antes de irse a trabajar, le daba una paliza de advertencia para que entendiera cuál era su lugar en esa casa. Y como absurda venganza, casi todo lo que ganaba, se lo gastaba en putas.

Nunca supo Pancracio que un año después, José, loco de dolor y arrepentimiento por sentir que fue él, el que impulsó a su padre a cometer esa locura, volvió al rancho a visitar a su hijo. Sabía que Pancracio estaría toda la semana afuera.

Lo vio jugar en la puerta corriendo a unas gallinas y se acercó. Cuando el niño se percató de su presencia, corrió hacia él y saltó a sus brazos.

En el momento que el niño clavó en él su mirada, vió los ojos de Alma, contemplándolo con amor. No lo pudo resistir, se abrazó a él y comenzó a llorar. Jacinta, que veía todo desde la ventana y conocía solo parte de la historia, de pronto entendió todo, hasta el origen de sus palizas. Conmovida por lo que estaba viendo, se acercó a la pareja y los abrazó.

Pronto el abrazo derivó en besos, y cuando la pareja se retiró al interior de la casa, viéndose a los ojos tomados de la mano, el niño se apartó con una sonrisa y siguió jugando con las gallinas.

Al despertarse en brazos de Jacinta, José comprendió que debía partir. No podría tolerar ser responsable de otra muerte. Se despidió con cariño de los dos y nunca más volvió.

Pasaron los años y Pancracio no  podía estar cerca del niño sin sentir que lo perforaba con su mirada acusadora. Tenía los mismos ojos que su madre y eso lo aterrorizaba. A modo de venganza lo puso a trabajar desde muy pequeño. Si lo iba a odiar. Que fuera por una buena razón.

Cuando tuvo el accidente en el arroyo y el niño se sentó a mirar, supo que era el final.

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