Los masajes de mi hija

Mi hija, fisioterapeuta diplomada, se ofrece a darme unos masajes, después de un día de senderismo que me había dejado molido.

Tengo cincuenta y dos años. Enviudé hace cinco y mi única hija, Isabel, que tiene veinticinco, sigue viviendo en casa. Según había dicho más de una vez, no tenía ninguna prisa en abandonarme. Ella ponía como excusa, entre bromas y risas, que quería cuidar de mí. En realidad es que aún no era independiente económicamente, pues aunque tenía estudios universitarios en Fisioterapia, no había encontrado un trabajo de su profesión, y trampeaba con contratos temporales, mayormente en supermercados y grandes superficies.

Al fallecer mi esposa, pasamos unos meses en que la relación, siendo normal, era algo fría. Cada uno iba a lo suyo, yo a mi trabajo y mi hija a sus estudios. Consideraba que ya era mayor, con veinte años, y no necesitaba una especial atención por mi parte. Con el tiempo, la situación se fue relajando, y creo poder decir que alcanzamos una relación de confianza, normal entre padre e hija. De todas formas, Isabel mantenía cierta distancia en lo que se refería a su vida íntima, de novios, amigas, y demás. Y yo tampoco le hacía partícipe de algún encuentro que tenía ya últimamente con alguna mujer.

El día en que ocurrió lo que pretendo contar, había regresado a casa cansado, después de una marcha por el monte de quince kilómetros. Me gusta el senderismo. No era mucho pero a mi edad, ya no estaba para ciertos trotes. Así que después de darme una ducha, y con sólo una toalla envolviéndome de cintura para abajo, me tendí en mi cama, con la intención de descansar un poquito. Me quedé dormido.

Cuando desperté sobresaltado por el ruido de la puerta del cuarto de baño al abrirse, vi a mi hija salir con una indumentaria similar a la mía, una toalla enrollada pero en este caso desde la parte superior del pecho, que alcanzaba hasta la parte superior de los muslos.

  • Huy! Perdona papá. Es que te vi tan profundamente dormido que no quise despertarte.
  • Pero….¿qué haces aquí? –le dije sorprendido.
  • Es que….quería ducharme, y como la ducha del cuarto grande está estropeada, quería pedirte permiso para ducharme en el tuyo. Pero como te vi tan dormido, no quise despertarte.
  • Está bien….No pasa nada…..Ahhh!! –al intentar incorporarse noté los estragos del esfuerzo, en forma de una fuerte punzada en mi pantorrilla derecha.

Me quedé inmóvil boca arriba. Isabel me preguntó que qué me pasaba, y le expliqué a qué me había dedicado esa tarde y cuál había sido el resultado, a la vista del dolor que ahora me atenazaba la pierna.

  • Si quieres, te puedo dar un masaje… No olvides que tengo formación como fisioterapeuta, aunque no haya ejercido nunca.

  • Pues la verdad es que no me vendría nada mal.

Como seguía quejándome, mi hija descartó hacerme esperar mientras se ponía otra indumentaria. Tal como estaba, con solo la toalla a su alrededor, empezó a darme instrucciones para que me diera media vuelta y me colocara boca abajo. Primero se sentó en un lado de la cama y, preguntándome cuál era la pierna que me dolía, empezó a palpar las dos pantorrillas.

  • En realidad –dije- me duelen las dos piernas……desde el dedo gordo del pie hasta las ingles…., qué digo ingles, hasta las cejas… También noto la espalda y los hombros doloridos. Debe ser de llevar durante tanto tiempo la mochila.

  • Bueno….. no te preocupes, papá….. Tú ahora relájate.

Empecé a notar las manos de mi hija frotándome las plantas de los pies. Iba alternando por espacios prolongados cada pie, masajeando las plantas, palpando cada uno de los dedos, me flexionaba las piernas por las rodillas, y me palpaba y masajeaba también las pantorrillas……, en todas las posiciones.

A penas llevábamos así un par de minutos cuando mi hija me dijo que iba a cambiar de posición para facilitar su trabajo. Se puso de rodillas encima de la cama, a mi lado y siguió aplicándome los masajes. Empezaba por las plantas de los pies y seguía por el empeine, las piernas, pantorrilla y….también los muslos. En un principio solo hasta donde empezaba la toalla.

-¿Qué tal? –preguntó ella.

  • Mmmm..! Qué gusto!

Entonces me dijo que para darme masajes en la espalda y hombros, se iba a subir a horcajadas sobre mis piernas…. Me lo dijo como informándome. No me pidió permiso. Pero esperó unos dos o tres segundos antes de iniciar la maniobra, seguramente por si yo ponía algún tipo de reparo. Como no obtuvo respuesta, noté cómo se colocaba sobre mis piernas. Pensé en si la indumentaria de mi hija, la toalla que la envolvía, le dificultaría la posición, e incluso pensé en qué parte del cuerpo de mi hija era la que había empezado a notar que entraba en contacto con el mío. Según los movimientos que ella realizaba, de masajes en la zona baja de la espalda o en los hombros, el cuerpo de Isabel se movía y variaba el contacto con el mío. Unas veces a la altura de las pantorrillas, otras a la altura de mis muslos. Pensé en si serían sus piernas, sus muslos….., hasta que decidí que era todo: sus piernas, sus muslos, se apretaban contra los míos…. Pero, también notaba el vaivén de una parte de su anatomía que, por la posición no podía ser más que su entrepierna. Se alternaba la cara interior de sus muslos con….. joder! ….lo que no podía ser más que una cosa….¿Sería posible?

Hasta entonces nunca había estado en una situación parecida, de un contacto físico tan extremo, con mi hija; dejando aparte la época de su infancia, claro. Pero era cierto que, de un tiempo a esta parte, me había sorprendido recreando la mirada en su culo, al cruzarse en el pasillo, y a veces, evitando que ella se diera cuenta, en su escote y pecho. Sin duda la escasa actividad sexual explicaba esa conducta, a la que no quería darle importancia. Es cierto que había llegado alguna vez a un pequeño conato de fantasía, en cuanto al visionado de su cuerpo, pero no pasé nunca de ahí. Siempre acababa esfumando ese tipo de pensamientos.

Mi hija se había callado y se dedicaba solamente a proporcionarme las friegas, que habían provocado ya en mí un estado de excitación considerable.

-¿Sabes que tienes aún un buen culo? –me soltó ella de repente fingiendo una risita…

Siguió masajeando mi cuerpo, aunque yo apreciaba cada vez más ternura y menos energía.

De pronto ella me dijo:

  • Date la vuelta, papá. Ahora toca por delante.

Me lo dijo de una forma rara, pensé. Con la voz cambiada. Casi temblorosa. Pero le obedecí inmediatamente. Sin que ella tuviera apenas que moverse, solo incorporarse un poco para facilitar la maniobra, me di la vuelta. Nos miramos a los ojos. A horcajadas, a la altura de mis piernas, pero sin aprisionarlas, veía claramente con qué parte de su cuerpo estaba en contacto. Eran sus muslos, y verlos, acrecentó mi excitación. El borde de la toalla dejaba prácticamente la totalidad de los muslos de mi hija a la vista, y la aparición visual de su entrepierna se adivinaba al menor movimiento. Ella se percató de mi mirada de su padre y me dijo:

  • No mires, papá….-fingiendo una voz algo aniñada- o dejo de darte masajes –haciendo ahora como que me recriminaba mi travesura.

Inmediatamente recuperé la posición horizontal de la cabeza y quedé mirando al techo. Me descubrí a mí mismo obedeciendo para no poner en peligro las gratificantes sensaciones que estaba teniendo, tanto por los masajes en sí, como por la excitación que estaba experimentando.

Empezaron las friegas por delante. Primero los pies, los tobillos…..iba subiendo, las pantorrillas…. ¿Era apreciación mía o más que masajes, se trataba de caricias….? Sí…, sobre todo cuando sus manos llegaron hasta mis muslos. Eran caricias, que aumentaron mi excitación. Fue ahí, cuando me estaba….acariciando los muslos, cuando separé instintivamente las piernas, e inmediatamente noté como mi hija apoyaba su cuerpo, aunque no con todo el peso, sobre mis piernas, y volví a notar con más contundencia la cara interna de sus muslos, y con el movimiento, lo que no podía ser más que su entrepierna.

Sus dedos presionaban débilmente sobre la parte interior de mis muslos, haciéndome respirar profundamente. Empecé a notar una intensa erección, pero no podía hacer nada por disimularlo, al estar en esa posición. No me atrevía a mirar a los ojos a mi hija. Entonces ella dirigió sus manos a mi torso, y con las palmas extendidas le aplicó lo que pretendían ser masajes, pero se quedaban en caricias contundentes, casi magreos…. El movimiento del cuerpo de mi hija se convirtió en un vaivén más….expresivo, y cada vez que bajaba su cuerpo acompasado con sus manos, contactaba su pelvis en mis piernas.

Hubo una pausa de dos o tres segundos, y sentí que los dedos de Isabel se posaban en mis pezones, iniciando leves giros. Abrí los ojos y dirigí la mirada hacia mi hija, que aguardaba con media sonrisa mi reacción.

  • ¿Te gusta? –preguntó con un hilo de voz.

Tardé unos segundos en contestar.

  • Sí.

En ese momento mi hija realizó un movimiento de aproximación de su cuerpo, deslizándose sobre mis piernas, sin dejar de acariciarme los pezones. El movimiento provocó que la toalla que rodeaba su cuerpo se desmoronara y cayera, dejando a la vista su cuerpo desnudo. Fijé la mirada inmediatamente en sus pechos. Eran soberbios, contundentes, bien proporcionados a su cuerpo. Con unas areolas grandes, que se difuminaban poco a poco, a medida que se integraban en el resto de la teta. Sus pezones estaban endurecidos. Ella, sin cambiar la mirada, dejó por un momento de mover sus dedos alrededor de mis pezones, pero yo rápidamente puse mis manos sobre las suyas, cubriéndolas suavemente, dando a entender que no quería que dejara de proporcionarme sus caricias. Ninguno de los dos dijo nada. Cuando estuve seguro de que mi hija no rechazaba aquel momento de tensión, puse mis manos sobre las tetas de Isabel, proporcionándole unas caricias suaves que le hicieron cerrar los ojos. Nos estuvimos acariciando así hasta que yo atraje su cuerpo, cogiéndole de las muñecas. Los dos acercamos nuestras bocas y nos besamos largamente. Yo disfrutaba como loco de la humedad de su lengua.

De pronto reaccioné, e intentando apartarla le dije:

  • No….. Esto no está bien. Soy tu padre.
  • Pero también soy una mujer –contestó ella-. No pasa nada….. Además, nadie tiene por qué enterarse.

Esas palabras bastaron para rendir la tímida resistencia que había opuesto. Recuperamos la posición y reanudamos el cálido y húmedo morreo. Yo la abracé por un instante, pero enseguida empecé a mover mis manos a lo largo de su espalda, deteniéndome en sus nalgas, que amasé y sobé con deleite un buen rato.

  • Me gusta que me toques el culo, papá.

Continué recreándome en aquel más que hermoso trasero, que más de una vez me había quedado mirando con contenido deseo. Lo disfrutaba ahora como resarcimiento de todas aquellas ocasiones en que no me había atrevido ni siquiera a rozarlo. Cuando separé las manos de su culo, mi hija aprovechó para incorporarse un poco.

  • ¿No quieres chuparme las tetas, papá?.... A mí me gusta…

  • Ven aquí, hija- y empecé a mamar de aquellas fuentes de placer, lamiendo los pezones y succionando con fruición, ocasionando algún leve quejido de mi hija, lo que ayudó a atemperar la acción a su gusto, hasta que conseguí que expresara su deleite.

  • Uumm!... que gustito papá.

Entonces decidí apartar del todo la toalla que aún rodeaba inútilmente las caderas de mi hija, y la que yacía arrugada bajo mi cuerpo, con la clara intención de intentar una aproximación de mi polla al coño de Isabel, que ya había rozado durante los movimientos precedentes, y que había notado húmedo y caliente. Ella, al darse cuenta de lo que buscaba yo, me facilitó la acción y se acomodó para sentir la polla de su padre dentro. Con el primer embate, mi hija emitió un ronco suspiro de satisfacción. Los dos empezamos a movernos rítmica y acompasadamente, manteniendo ella sus manos sobre mi pecho, mientras que mis manos rodeaban y amasaban su culo.

  • ¿Te gusta así, hija?

  • Sí, papá. Me gusta mucho.

Continuamos moviéndonos hasta que empecé a notar que se iniciaba el desenlace, así que le pedí parar y cambiar de posición. Isabel aprovechó el parón para decirme:

  • Déjame que te chupe la polla, papá. Quiero darte placer.

Nos colocamos adecuadamente y empezó primero a lamer con delicadeza cada rincón de mi miembro, sujetándolo con una mano. Se detuvo en la zona del frenillo y con la punta de la lengua cosquilleaba aquella parte, arrancándome gemidos de placer. Se introdujo el glande en la boca y empezó a succionar, al tiempo que paseaba su lengua en derredor. Sabía hacerlo, estaba claro, pensé. Seguro que no era la primera vez que lo hacía. No se dedicaba a introducirlo del todo en su boca, sino solo la parte necesaria para chupar, lamer… También le dedicó a los testículos una buena sesión, lamiéndolos con delicadeza.

  • Hija mía…..lo haces muy bien.

  • ¿Si? Pues ahora fóllame y córrete, papá.

-¿Estás segura, hija?

  • Sí. No te preocupes, que tomo la pastilla.

Ella se colocó a cuatro patas, mostrando cuál era la forma en que quería ser penetrada por su padre. Me coloqué detrás, de rodillas y dirigí mi polla al coño de mi hija, que se introdujo sin problema, como un cuchillo entre la mantequilla. Una vez dentro, le acaricié las caderas y las nalgas, que noté cálidas y acogedoras. Le cogí con una mano la cola de caballo que se había hecho con el pelo al salir de la ducha y empecé a moverme rítmicamente. Tras unas pocas embestidas me decidí a hundir hasta el fondo mi miembro, lo que arrancó un gemido de placer de Isabel, que aún me excitó más. Cabalgamos así un ratito y ella no tardó en gemir profundamente, dando muestras de estar recibiendo oleadas de placer. Hasta que por fín dijo:

  • Me voy a correr, papá.
  • Córrete hija. Quiero que disfrutes y goces todo lo que puedas, mi pequeña.

Al oír eso, mi hija pareció abandonarse al placer y empezó a emitir verdaderos gritos de gusto. No tardó en alcanzar el orgasmo, y me lo hizo saber.

Cuando pensé que mi hija se había corrido a gusto, me detuve. Quería aprovechar la excitación y correrme también, pero en otra posición. Le pedí que, tal como estábamos, sin sacar la polla de su coño, se tumbara en la cama boca abajo, de forma que yo quedé acostado encima de mi hija, contactando así mi pecho con su espalda, mi vientre con su culo, mis muslos rodeando los suyos, y colocando los pies por encima del empeine de los de ella, a modo de estribo. Le dije que relajara las nalgas, que las quería sentir blanditas. Enlazamos nuestras manos y disfrutando de la sensación de tener mi polla dentro, empecé a moverme sólo yo. Con cada empujón, ella soltaba un bufido por la presión. Preocupado, le pregunté:

-¿Te peso demasiado?

  • No papá. Sigue….sigue…

Y seguí. No tardé en sentir la llegada del punto sin retorno, lo que me decidió a incrementar las embestidas, y no tardé en sentir que la espita del placer se había abierto, derramando sus fluidos en el interior de mi hija, que se relamía también de gusto.

Quedamos los dos inmóviles por unos segundos. Me apoyé en los codos sobre la cama, para aliviar el peso que soportaba mi hija. Luego me aparté, y ella se dio la vuelta. Al cabo de un rato, ella rompió el silencio:

  • ¿Qué es lo que más te ha gustado de todo lo que hemos hecho?

  • Lo que más me ha gustado, hija, ha sido escuchar de tu boca la palabra papá, cada vez que me decías algo. Ser consciente del pecado del incesto, de lo prohibido, … excita mis sentidos como no puedes imaginar.

Le dije que lo que había pasado no podía llegar a saberlo nadie. Ella me tranquilizó, llevando su dedo índice a mis labios…..

  • Nadie lo sabrá nunca. Será nuestro secreto.