Los luchadores turcos
En el terreno elegido se ensayaron las primeras tomas y los primeros derrotados masticaron la bronca y aguardaron por la revancha. Y fue creciendo la adicción por el juego.
En el terreno elegido se ensayaron las primeras tomas y los primeros derrotados masticaron la bronca y aguardaron por la revancha. Y fue creciendo la adicción por el juego.
LOS LUCHADORES TURCOS
Supongamos que existe un pueblo pequeño en una región más o menos remota. Y que en ese pueblo vive un grupo de rústicos muchachos dedicados en su mayoría a las duras tareas del campo, y que como pasatiempo han armado una especie de gimnasio, con pesas y aparatos caseros, inventados para ejercitar sus cuerpos, a partir de piezas herrumbradas de sus arados y sembradoras en desuso.
Ellos desarrollan casi en aislamiento el placer de ver modificarse sus brazos, sus torsos y sus muslos, compitiendo entre sí. Van descubriendo que es posible con tal o cual ejercicio, repetido en una u otra de las máquinas, destacar los bíceps o engrosar el cuello, adornar el torso con dos pechos firmes y musculados, que destacan mucho más sus tetillas, ir poblando sus abdómenes antes planos de un entrelazado de surcos y colinas, afirmar sus glúteos ahora virilmente firmes o trabajar una por una las largas masas fibrosas de sus muslos y pantorrillas.
Ahora imaginemos que cierta noche uno de ellos asiste a una escena de una vieja película que repiten por televisión. (Esta película es real, tiene un título exótico, coincidente con el nombre de una joya, un puñal curvo con incrustaciones de brillantes en su vaina y empuñadura, el "topkapi"). La película relata una historia de simpáticos ladrones, que sortean mil obstáculos para obtener la joya más preciada del museo de Estambul.
Pero la escena que hipnotiza al joven, que lo lleva a esperar la repetición y grabar la película para compartirla luego con sus amigos, tiene poco que ver con el robo.
Los protagonistas intentan confundir a la policía turca asistiendo a un estadio y mezclándose con la multitud. Y la cámara se detiene en mostrar los ojos de Melina Mercury o de Peter Ustinov, dos de los ladrones, incapaces de desviarlos del espectáculo que están descubriendo, tanto como los de los policías, para quienes no por ser conocido resulta menos excitante.
Sin sospecharlo, Martín asiste por vez primera a un espectáculo que deriva del rey de los juegos antiguos, donde se muestra ante el público todo el dramatismo de un enfrentamiento entre colosos.
-Anoche grabé una película que quiero mostrarles. Tienen que venir hoy a casa -invita al día siguiente a sus amigos, intrigándolos. Y allí concurren desde el gimnasio.
Transcurre el filme atrapando la atención de los muchachos, entre los ¡uy, está buena la chica, eh! y los ¡mirá que son buenos los ingleses actuando, éste Ustinov es mi ídolo!
Pero todos callan cuando comienza la escena del estadio.
Observan cómo aquellos colosos de cuerpos rudos van preparándose para la lucha. Sólo visten un calzón de cuero, ajustadísimo, que apenas los cubre entre la ingle y las rodillas. Hay alguno más rubio pero la mayoría de los combatientes son morochos, ostentan grandes bigotones y el pelo corto pero ensortijado o bien prominentes calvicies. Los hay más altos y más retacones pero es difícil decir que alguno sea desproporcionado. Todos los rostros elegidos por la cámara presentan rasgos angulosos, muy machos.
Y eso contrasta con la ceremonia que ahora realizan: se ha instalado un gran recipiente de bronce con un cucharón en el centro del grupo y los contendientes, de dos en dos, van cubriéndose con un aceite humeante, calentando sus cuerpos, frotándose uno a otro la espalda con el dorado líquido y fundiéndose en apretados abrazos, una suerte de masaje mutuo de precalentamiento. Es un ritual que enciende a los espectadores en las gradas, aumentando el griterío de las apuestas por las luchas que sobrevendrán.
Y es un espectáculo nuevo para los ojos de los ladrones en la película tanto como para aquel grupo de muchachos ante el televisor. Y después se van ubicando las parejas de luchadores turcos, en un gran círculo sobre el césped del estadio. Y tras un imperceptible saludo al contrincante y la señal de comienzo, se inicia la batalla.
La cámara no alcanza a seguir, en una danza frenética de enfoques, el desarrollo completo de las luchas. Se puede ver que la única regla es no golpear al adversario pero existe absoluta libertad para efectuar las tomas más diversas, forcejeando hasta lograr tumbar al otro de espaldas sobre el suelo y mantenerlo así inmóvil, para luego festejar junto a la multitud la victoria, alzando sonriente el vencedor los puños.
Cada combate puede durar sólo unos minutos o media hora, aumentando el sudor sobre los cuerpos y el cansancio, y los participantes van triunfando o siendo derrotados. Todos continúan luego atentos a la lucha que más se prolonga, la más pareja. Y después se enfrentan entre sí los vencedores, hasta iniciar el último combate.
En éste y tras tanto forcejeo los dos últimos contendientes, verdaderos hércules modernos, han logrado ir aflojando el ajustado calzón y luego de una traba prolongada, uno consigue meter una mano dentro de la prenda del otro, y aferrándolo de la cara interna del muslo, lo levanta completamente del piso. La lucha ha terminado, el vencedor permanece un instante sobre el pecho yaciente del vencido y luego se incorpora ofreciendo su victoria hacia la muchedumbre en las gradas, con un último gesto de ferocidad. Y allí estalla el aplauso y la gritería general.
-¿Y? No les dije que valía la pena esta película -interrogó Martín.
-Tenías razón, macho, está rebuena... Pero esa parte de los luchadores... ¿a ustedes les pasó lo mismo? -retrucó Gabriel.
-Yo sentí unas ganas bárbaras de participar entre el público -dijo Alberto.
-Sí, viejo, pero mucho mejor debe ser estar entre los luchadores -respondió Gabriel.
-Parece un deporte muy excitante. Nunca vi nada parecido -se escuchó a Javier, el que por su cuerpo más robusto se destacaba del resto.
-Y vos tenés con qué animarte a practicarlo -contestó Gabriel, apretando el brazo de su amigo, que instintivamente lo cerró destacando unos enormes bíceps.
-Yo descontaba que se entusiasmarían -concluyó Martín. -Ahora nos resta conseguir unos calzones de cuero y un lugar -sonrió satisfecho.
Los demás asintieron al convite
-E invitar a dos o tres más. Si fuéramos ocho podríamos armar un buen torneo.
Y así nació en el pueblo la "cofradía de los luchadores turcos". Encontraron el lugar ideal a menos de cincuenta metros del gimnasio, en un terreno ondulado rodeado de eucaliptos. Por el norte penetraba el sol y hasta había una pequeña loma para usar como gradas.
El primer intento lo hicieron nomás entre los muchachos del gimnasio. Se calzaron unos pantalones ajustados de cuero negro, a los que habían quitado sus bolsillos traseros y recortado por encima de la rodilla. Y se embadurnaron en aceite tibio (en un principio tímidamente: les costó acostumbrarse al placer de aquel masaje mutuo, a pesar de que el primer desafío fue entre parejas de amigos más cercanos).
En el terreno elegido se ensayaron las primeras tomas y los primeros derrotados masticaron la bronca y aguardaron por la revancha. Y fue creciendo la adicción por el juego. Esa tarde a medida que resollaban cansados de tanto forcejeo fueron terminando las luchas quedando Gabriel y Martín para el final, rodeados del resto que los alentaban. Y Gabriel intentó con Martín la toma vencedora en la película.
Metió la mano derecha por el frente del pantalón e intentando apresar el muslo de Martín. Sintió que su mano corría fácilmente de tan aceitados y sudorosos que estaban y allí descubrió con sorpresa que Martín estaba al palo. Tenía la verga dura y los huevos hinchados, y sintió como también a él le crecía la pija con el contacto. Se apresuró a derribarlo y Martín sonrió desde el piso. Quitó la mano y permaneció un momento sobre su amigo mirándolo y respondiendo a la sonrisa.
-¡Bravo, Gabriel! ¡Nuestro primer campeón! -lo aclamaba el resto de los contendientes.
Y se dirigieron a las duchas del gimnasio. Se desnudaron y se ubicaron bajo los chorros de agua en una atmósfera de humeante vapor.
Comenzaron a enjabonarse, tratando de lavar de sus cuerpos el aceite, mezclado con sudor y restos de tierra y pasto.
-Creo que necesito ayuda para quitarme todo esto -dijo Gabriel al rato, alargando el jabón hacia Martín. -Ayudame con la espalda -agregó, mirándolo a los ojos.
Los demás sintieron un cierto cosquilleo con la audacia de Gabriel, pero al ver que Martín obedecía sonriente, los imitaron ya que era realmente difícil quitar aquella mezcla oleosa de los sudados cuerpos.
Con el masaje enjabonado de Martín sobre la espalda de Gabriel, que se fue prolongando hacia los glúteos, comenzó otro ritual, similar al acontecido al inicio de la batalla.
Gabriel apoyó sus manos sobre la pared de azulejos dejando todo el cuerpo a disposición de Martín y éste lentamente fue pasando sus manos enjabonadas por su espalda y sus glúteos; luego por sus hombros y bajando por las axilas, deteniéndose en el pecho y las tetillas. Lavando después cada uno de los brazos extendidos de su compañero. Gabriel cerró los ojos concentrándose en el placer del relajante masaje.
Luego Martín se agachó para continuar la labor con las piernas, encontrando que Gabriel presentaba otra vez una enorme erección. Buscó la mirada de Gabriel y éste llevó la mano de Martín hacia su sexo, indicándole que tenía que terminar lo iniciado. Martín siguió como si se tratara de su propio cuerpo, descabezando la verga y enjabonándola con un masaje suave, y siguió con las bolas y luego pasó la mano enjabonada por el culo de Gabriel demorándose un poco con su ojete.
Gabriel suspiró complacido pero Martín se detuvo... y le alargó el jabón para que Gabriel repitiera todo aquello con su cuerpo aún aceitado: su espalda y sus glúteos, sus brazos y axilas... como en una danza de simetrías. Gabriel lo abrazó desde atrás al llegar el turno de ocuparse de la enhiesta verga de Martín y en ese momento éste pudo sentir el glande del campeón abriéndose camino en su ano. Separó un poco más las piernas y se inclinó, bajando todas las defensas.
Mientras tanto, los otros luchadores habían imitado a la pareja, entre asombrados y excitados por lo que estaba pasando. Mantenían un ojo en los movimientos de Gabriel y Martín, y el otro tratando de imitarlos con su compañero. Fue un aprendizaje maravilloso, mucho más placentero que el de la película y el del nuevo deporte que habrían de impulsar en el pueblo.
Y cuando todos acabaron exhaustos aquella jornada deportiva, establecieron las primeras reglas de la "cofradía". Podrían ser admitidos dos nuevos participantes en cada jornada de combates, y el acceso a los vestuarios estaría estrictamente prohibido para todo el que no hubiera participado de las luchas.
Y el deporte fue haciéndose más y más popular. Ya no sólo convocó a los muchachos del gimnasio sino que fueron surgiendo nuevas "cofradías" de aficionados a la lucha turca, que fundaron otros terrenos de lucha, con sus infaltables vestuarios vedados al público.
Y poco a poco, por toda aquella comarca y de pueblo en pueblo, fueron creciendo las "cofradías". La gente comenzó a preguntarse de que se trataría este nuevo deporte de las luchas turcas, que convocaba a más y más hombres, jóvenes y más maduros, solteros y casados.
Casi rivalizando con el fútbol.
Espero que disfruten del relato. R.