Los Lobos de Castroscuro

Víctor siempre ha deseado saber si existen de verdad los fenómenos sobrenaturales. Ahora, en el pequeño pueblo de Castroscuro, famoso por sus siniestras leyendas, va a tener la oportunidad de comprobarlo.

LOS LOBOS DE CASTROSCURO

"Érase una vez un hombre que tuvo un lobo en su estómago. El lobo se lo fue comiendo desde dentro hasta que la cáscara humana ya no pudo retenerlo más."

Víctor paró la moto y puso un pie en tierra, contemplando el oscuro valle de Santa Luanca mientras contenía el aliento. El paisaje parecía sacado de un cuento de hadas: idílico a la vez que tétrico. Negros bosques milenarios y silenciosos que la prosaica maquinaria deforestadora del hombre todavía no había tocado, salpicados ocasionalmente por algún pequeño riachuelo. Y perdido en el valle entre las montañas, Castroscuro, aquel pueblecito recóndito y diminuto que apenas podía distinguirse en los mapas.

Ya había llegado a su destino.

Víctor se abrió la cazadora de cuero y se quitó el casco. El viento arreboló su cabellera morena, pero no pareció importarle. Sacó un pitillo de su cajetilla y se lo llevó a los labios mientras lo encendía con su zippo de plata. Dio una larga calada antes de expulsar el humo. Llevaba horas sin poder fumar. Joder, aquello era otra cosa. Sólo había dos cosas que le gustaran más. Una era una buena polla. La otra, era lo sobrenatural.

Desde que era un niño había devorado cuanta revista y libro sobre temas paranormales y de terror había caído en sus manos. Le apasionaba de verdad. Siendo muy pequeño, creía fervientemente en la existencia de platillos volantes y de espectros en casas encantadas. Cuando creció, dejó de creer. Mentiras, estafas, equivocaciones, explicaciones físicas, sugestión, trastornos mentales… Siempre había una explicación perfectamente racional. Nunca había encontrado, y llevaba veinte de sus treinta años de vida buscándolo casi con desesperación, ningún suceso verdaderamente inexplicable, a pesar de ufanarse en encontrarlo. Desde hacía unos años colaboraba con varias revistas científicas, destapando casos de fraude, visitando e investigando cualquier lugar con leyendas sobre monstruos, brujas, fantasmas u hombres lobo.

Como Castroscuro, por ejemplo.


-¿Entonces dice usted que es periodista? –El mesonero de poblado mostacho enarcó una ceja, con visible incredulidad. Estaba claro que la amplia musculatura y el recio aspecto de Víctor no encajaban en el prototipo de periodista al uso. Cualquier espectador le catalogaría como un militar al primer vistazo: un hombre joven de unos veinticinco años, espaldas anchas, hombros musculosos, brazos fuertes y… un trasero duro y fibroso.

Víctor vació el botellín de cerveza de un trago, mientras pensaba qué decir. Había comprobado por experiencia, que presentarse como alguien que se dedicaba a revelar fraudes y falacias no daba buenos resultados. Incluso una vez habían intentado agredirle cuando demostró el timo de unos supuestos rostros que aparecían en las paredes de una casa abandonada. Víctor prefería silenciar el motivo de su visita, cual crítico de cocina que acude a un restaurante a probar sus viandas sin revelar su condición.

-Ehhh… Sí… Periodista deportivo. Me pagan por hacer reportajes sobre bosques como el de Castroscuro. Ya sabe… Senderismo, escalada, turismo rural… Cosas por el estilo. Voy a pasar esta noche y mañana comprobando el terreno y sacando fotos a ver si le interesa a mi editor.

-¿Va a pasar la noche en el bosque?

-Sí, ¿por?

El hombre pasó la bayeta nerviosamente por el mostrador, se inclinó hacia delante y miró temeroso hacia todos lados, a pesar de que el bar estaba prácticamente vacío. Cerca, el hijo del mesonero no perdía detalle de la conversación. Prosiguió la conversación con su cerrado acento.

-Es muy peligroso. No se lo aconsejo.

Víctor intentó disimular su interés mirando con extrañeza al hombre.

-¿Por qué? ¿Hay fieras? ¿Ladrones?

-¿Ladrones? No, no, no… ¿Fieras? Bueno… Se podría decir que sí.

-¿Lobos? No se preocupe, tengo entendido que no atacan al hombre. –Víctor intentó sonar despreocupado.

-No se trata de lobos… O por lo menos, no del todo. Se trata de… -El hombre parecía nervioso. –Usted no es de aquí. Es de ciudad. No me creería.

-Inténtelo, me parece interesante.

-Agradezco su intención, pero no quiero que me tome usted por un paleto supersticioso. Limítese a no pisar el bosque por la noche. Queda avisado.

Víctor, decepcionado, no insistió para no parecer descortés. Acto seguido alquiló una habitación para un par de días. Víctor pensó que era buena señal que el hombre fuera tan reservado. Otros charlatanes y magufos con los que se había encontrado estaban demasiado dispuestos a dar toda la información y desplegar sus trucos desde el principio. Quizás este caso fuera diferente.


Víctor sacó una muda de su mochila. Acababa de salir de la ducha de la habitación y estaba totalmente desnudo. Su tez morena brillaba todavía por las gotas de agua, resaltando sus fibrosos músculos y su espléndido cuerpo. Se demoró en vestirse mientras comprobaba que la cámara de fotos tuviera suficiente batería. Aunque sonase algo exhibicionista, le gustaba estar desnudo.

Al día siguiente a primera hora rastrearía los alrededores de pueblo, a falta de un sitio concreto en el que empezar. Por un momento, pensó en salir esa misma noche, pero un escalofrío recorrió su espina dorsal. Sonrió forzadamente. ¿Tenía miedo? Con la puesta del sol, la aldea había sido envuelta por la bruma y las luces de las ventanas comenzaban a encenderse, como miradas rojizas de siniestros ojos que contemplaran la inminente noche. La verdad es que, contemplando el paisaje desde la ventana de madera, era fácil contagiarse del lóbrego ambiente de Castroscuro.

Un crujido hizo que Víctor pegara un respingo. Había alguien detrás de la puerta. Sin detenerse a pensarlo, se lanzó hacia ella y la abrió con rapidez. Contempló con fijeza al sorprendido hijo del posadero tras ella.

-Yo… Yo… Soy Juan, el hijo del posadero. Venía a traerte… A subirte

El muchacho, un joven moreno de unos veinte años, le observaba azorado. No pudo evitar sonrojarse cuando su vista recorrió su espléndido cuerpo. Sólo entonces cayó Víctor en la cuenta de que todavía seguía desnudo. Los ojos del joven estaban posados en su verga que alcanzaba ya un tamaño considerable.

-Ya. Creo que los dos sabemos a qué has venido.

El joven mesonero se sonrojó aún más cuando la fuerte mano de Víctor le sujetó por el cuello y le atrajo hacia sí mientras cerraba la puerta tras de ellos. No se resistió.

-Por favor, que no nos oiga mi padre

-Descuida


Después de transcurrido un largo tiempo de intensa contienda amatoria, Víctor se retiró el preservativo y avanzó hasta que su gruesa verga estuvo a escasos centímetros del rostro del joven. Con parsimonia, restregó su erecto pene por su rostro, dejándolo húmedo y brillante, embadurnado de saliva, lubricante y líquido preseminal.

Tras unos momentos en los que Víctor jugó con su glande y golpeó suavemente con él las mejillas y nariz del muchacho, se cansó de aquellos juegos y lo posó sobre sus labios. No le hizo falta presionar, el hijo del mesonero lo tragó con avidez, engulléndolo en la húmeda y cálida cavidad bucal.

Víctor le sujetó por la nuca e inició un rítmico movimiento de manos y caderas, entrando y saliendo viscosamente de su boca, mientras Juan se masturbaba frenéticamente. Víctor extrajo su polla de la garganta del joven y comenzó asimismo a masturbarse rápidamente delante de su rostro, recreándose en el lascivo gesto de su cara, completamente embadurnada de saliva y efluvios.

El momento llegó y, con un quejido, Víctor comenzó a eyacular, soltando inacabables chorros de esperma sobre el rostro del joven, que intentó inútilmente recogerlo con la lengua. Víctor sonrió mientras restregaba su chorreante polla por el inundado rostro. Pudo ver por el rabillo del ojo como Juan también se corría, derramando su semen sobre su propia mano.

Víctor se tumbó sobre la cama, junto al chico, y jadeó intentando recuperar el aliento, mientras ambos miraban al techo, cubiertos de transpiración y sus propios efluvios. Juan habló, sofocado.

-Joder, si se enterase mi novia, me dejaba mañana mismo. Nos vamos a casar, ¿sabes?

Víctor se encogió de hombros mientras se levantaba a por un pitillo. Tendió uno al muchacho que lo cogió aunque no hizo ademán de encenderlo.

-Antes, abajo, me pareció que estabas interesado en los bosques del pueblo.

-Puede ser. –Víctor abrió su zippo con un sonido característico y prendió el cigarrillo.

-Mi padre tiene razón. No debes ir allí por la noche. Hay algo en los bosques.

-¿Ah, sí?

-Sí. –El tono de Juan sonó molesto, como si estuviera enfadado por la incredulidad de su interlocutor. –Y proviene de la mansión.

-¿Mansión? No he visto ninguna al llegar.

El muchacho dirigió un dedo hacia la pared, señalando un objeto que quedaba oculto por ésta.

-Encima de la colina. Está desde tiempo inmemorial, como un ave carroñera que vigila las casas de Castroscuro. Mi abuelo me contaba muchas leyendas sobre el viejo caserón y sus moradores encerrados en sus negros muros. Decía que eran los restos de una infame estirpe degenerada de incestuosos y siniestros monstruos. La verdad es que nunca le hice mucho caso, pero los muchachos siempre evitábamos acercarnos allí.

Víctor dio una larga calada al pitillo y exhaló el humo con deleite. Juan siguió hablando.

-Nunca me ha gustado el bosque, siempre te sientes en él como si te estuvieran observando. Pero aquí, en Castroscuro, tienes que vivir con ello. Después de todo, estamos rodeados de árboles por todas partes. Pero decía mi abuelo que mientras respetáramos el pacto, no pasaría nada.

-¿Pacto?

-Bueno, eso decía. No salir por las noches, no molestar a los que vivían en la mansión y así ellos no nos molestarían a nosotros. De vez en cuando aparecían algunas ovejas devoradas pero era un precio pequeño. Yo la verdad es que siempre creí que todo eran paparruchas. Siempre me he reído de mis padres y de los demás. Hace ya unos cuantos años que estamos en pleno siglo XXI, incluso tenemos internet y cobertura del móvil, sí, pero Castroscuro no ha abandonado sus costumbres medievales y todas las noches nos encerramos en las casas a cal y canto. Yo me reía, sí. Hasta hace unos meses.

Víctor levantó la cabeza de la almohada y contempló a Juan, que se había quedado en silencio.

-¿Qué pasó?

-Bueno, la Morita , una perra pastora de muy mal genio, se escapó porque cerré mal la verja de su caseta. Papá no me hubiera dejado ir a buscarla al bosque por la noche, así que me fui sin decírselo. Me decía a mí mismo que todo eran tonterías, miedos infundados, pero la verdad es que en cuanto se puso el sol y salió la luma, estuve acojonado. Estaba a punto de largarme a casa cuando escuché un ruido espantoso cerca de la mansión, como de chasquidos y gruñidos. Me… Me acerqué con precaución y pude verlo. A esa cosa

-¿Cosa?

-Sí. No era un lobo, era más grande, de pelo blanquecino. Se estaba dando un festín con los restos de la perra. La había desgarrado de arriba abajo y devoraba sus entrañas con fruición. Me quedé paralizado, hasta que el monstruo se detuvo y husmeó el aire. Entonces se dio la vuelta y clavó sus ojos en mí. Eran muy claros, como sin vida. Entonces me… me entró el pánico y salí huyendo, sin mirar atrás.

Juan temblaba mientras lo narraba. Víctor pasó su brazo por encima del hombro y lo atrajo hacia sí.

-Quizá tus ojos te engañaran. Quizá no fuera más que un lobo

-¡Sé lo que vi, joder! ¡No era un lobo! Tuve tiempo de

-Bueno… puede que fuera tu imaginación que te jugó una mala pasada.

Juan retiró rudamente el brazo de Víctor y se levantó, dirigiéndose hasta sus ropas.

-No he querido parecer desagradable pero es que

El desnudo muchacho sacó un móvil de los bolsillos de su pantalón en el suelo, pulsó rápidamente algunas teclas y se lo tendió a Víctor.

-Tuve tiempo de sacarle una foto con el móvil. ¿Aún crees…?

Víctor contempló la pantalla del teléfono. En ella, a pesar de la falta de luz, podía distinguirse un ser pálido de aspecto terrorífico, con un hocico manchado de sangre como si fuera el de un lobo. Aquel ser estaba erguido sobre las dos patas traseras.

-¿…que fue mi imaginación?


Víctor encendió un cigarrillo mientras observaba la fachada de la mansión. Por fin había vuelto aquel sentimiento de adrenalina frente a lo desconocido que tantas veces había disfrutado de pequeño leyendo aquellas revistas y libros sobre fenómenos sobrenaturales.

Sosteniendo la cámara, dio un par de pasos hacia el viejo caserón de piedra. Parecía la típica casa de una película de terror, abandonada, con la hiedra cubriendo toda la fachada y con bastantes cristales de las ventanas rotos. Víctor no distinguió de qué estilo arquitectónico podía tratarse. Sacó unas cuantas fotos.

El estado de abandono era muy pronunciado en el edificio. Víctor pensó en colarse dentro de la casa a través de alguna ventana, pero ni siquiera hizo falta. La puerta estaba abierta.

-¿Hay alguien ahí? ¿Hola?

Silencio.

Víctor se acostumbró a la poca luz y entró. La madera chirrió bajo sus pies. Ante él se hallaba un recibidor, con unas escaleras que subían y accesos al resto de habitaciones de la planta baja.

Una vocecilla minúscula le dijo en su cabeza que no debería estar allí, que debería dar media vuelta y largarse, coger su moto y abandonar Castroscuro para no regresar jamás. Pero la excitación del momento pudo más. Debía, necesitaba saber si había "algo ahí fuera". Además, todavía era pronto. Debían ser las once de la mañana. Quedaba mucho para la noche.

Víctor fue recorriendo todas las estancias, sacando fotos en cada una de ellas. Sopesó sacar ya la linterna pero, en la mayoría de las habitaciones, la luz del sol no lo hacía necesario. Muchas estaban vacías, algunas con algunos viejos muebles rotos, pero sin nada que indicara que alguien viviera allí. Víctor tuvo que apartar enormes telas de araña que se cruzaban en su paso.

Sin duda, todo se trataba de una leyenda urbana. Allí no había nada, ni humano ni ultraterreno. Víctor se había detenido en una de las habitaciones del piso de arriba. El piso de madera crujió bajo sus pies. Había una cama en no demasiado mal estado. Sacó un par más de fotos. En el piso, pudo ver un libro. Sorprendentemente, estaba en bastante buen estado. Lo recogió y lo ojeó. "Viejos cuentos de ayer y hoy" . La edición era relativamente moderna. Bueno, eso no significaba nada. Puede que se lo hubiera dejado abandonado un vagabundo que pernoctó en la casa. Víctor abrió una página al azar y leyó.

"– Entra, hijita.

– ¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche.

– Come tú también, hijita. Hay carne y vino en la alacena.

La pequeña niña comió así lo que se le ofrecía; mientras lo hacía, un gatito dijo:

– ¡Cochina! ¡Has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela!

Después el lobo le dijo:

– Desvístete y métete en la cama conmigo.

– ¿Dónde pongo mi delantal?

– Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás.

Cada vez que se quitaba una prenda (el corpiño, la falda, las enaguas y las medias), la niña hacía la misma pregunta; y cada vez el lobo le contestaba:

– Tírala al fuego; nunca más la necesitarás.

Cuando la niña se metió en la cama, preguntó:

– Abuela, ¿por qué estás tan peluda?

– Para calentarme mejor, hijita.

– Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes?

– Para poder cargar mejor la leña, hijita.

– Abuela, ¿por qué tienes esas uñas tan grandes?

– Para rascarme mejor, hijita.

– Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?

  • Para comerte mejor, hijita.

Y diciendo esto, el lobo se abalanzó sobre la niña y la devoró de un solo bocado, tal era el hambre que tenía."

Víctor reprimió un escalofrío. Con aprensión, dejó el libro sobre la polvorienta colcha de la cama. Se disponía a darse la vuelta cuando el suelo cedió bajo su pie derecho. Una de las maderas se rompió bajo su bota y, sin llegar a terminar de proferir una blasfemia, Víctor perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra la esquina de la cama, sumiéndose en la más absoluta oscuridad.


Víctor abrió los ojos de repente. Durante un momento, no supo dónde estaba. Luego reparó que estaba tendido en el suelo de la habitación de la mansión. Miles de estrellitas se cruzaron ante sus ojos cuando se levantó. Se palpó la frente. Sin duda le saldría un buen chichón.

-Maldita sea… Menuda host

Entonces, Víctor fue consciente de algo. Ignoraba cuántas horas había transcurrido inconsciente, pero al mirar por la ventana, comprobó que el sol estaba a punto de ponerse. Su respiración comenzó a acelerarse. Vamos, vamos, vamos. Debía tranquilizarse. No pasaba nada. Los licántropos no existían. Simplemente iba a hacerse de noche en un pueblo donde a los paisanos les sobraba imaginación sobre un viejo caserón abandonado.

-Hola.

El corazón de Víctor casi se escapó por su boca. Se dio la vuelta de un salto. Frente a él, en la puerta, se hallaba un muchacho de unos veinticinco años, de tez muy pálida. Su pelo era largo y lacio, y tan rubio que casi parecía blanco. Su rostro era delgado y lampiño, y destacaban sus ojos, tan claros que parecían casi ciegos. Vestía un desgastado jersey gris y unos vaqueros raídos. Víctor pudo ver que iba descalzo. A pesar de su aspecto desaliñado, Víctor se dijo a sí mismo que era muy atractivo.

-Joder, perdona. Me has dado un susto de muerte.

El recién llegado permaneció en silencio. Víctor, incómodo, siguió hablando.

-Disculpa, es que vi la puerta abierta y pensé en entrar a hacer unas fotos.

-No eres de por aquí, ¿verdad? Los lugareños nunca vienen a casa. Y menos a estas horas.

-Tú…. ¿Vives aquí?

-Sí, con mis hermanos.

La luz del sol apenas era ya suficiente para iluminar la estancia. Las manos de Víctor temblaban mientras sacó un cigarrillo y lo encendió. La luz que emitió la llama del mechero le jugó malas pasadas. Le pareció ver que el joven sonreía, y que sus dientes eran todos largos y afilados.

-Disculpa, no pensaba que la casa estuviera habitada. No quería molestar. Ya me voy.

El extraño no se retiró del quicio de la puerta.

-No eres ninguna molestia. ¿De verdad quieres irte tan pronto? Me llamo Samuel. ¿Puedo saber tu nombre?

Víctor dudó, como si permitir que el extraño supiera su nombre fuera una mala idea.

-Víctor.

-Un verdadero placer… Víctor. –El joven pronunció lentamente el nombre, como si lo paladeara. -¿No quieres quedarte un poco más?

Víctor dudó. El muchacho era francamente extraño, pero quizás sólo se tratase de un desequilibrado o de una broma pesada que le estaban gastando Juan y un amigo suyo. Qué tontería pensar que se tratara de un… De pronto, se le ocurrió una idea. Todavía sostenía el zippo en la mano.

-¿Quieres un pitillo, Samuel?

-Gracias, no fumo.

Víctor arrojó el zippo hacia Samuel, quien instintivamente lo cogió al vuelo. El joven gritó de sorpresa y su rostro cambió a una máscara de dolor. El mechero de plata cayó al suelo.

Víctor no pudo jurarlo debido a la escasa luz, pero le pareció que Samuel cambiaba . Durante un segundo, su cuerpo se tensó y estiró y sus ojos brillaron. Al segundo siguiente, todo volvía a ser normal y Víctor se preguntó si no se lo habría imaginado.

Samuel sonrió, mientras se lamía la mano con la que había sujetado el mechero. Su lengua parecía demasiado larga.

-Ahhh… Plata. Así que ya lo sabes… Mejor, así no hará falta fingir

Víctor miró asustado hacia la ventana. Los últimos rayos solares desaparecían. Intentó dar un paso hacia atrás mientras Samuel se aproximaba hacia él, pero debía haberse lastimado la pierna al romperse la tabla de madera en el suelo. Víctor cayó al suelo cuan largo era. A pesar de la oscuridad, pudo contemplar cómo el joven se aproximaba a él, mientras se quitaba el jersey por encima de su cabeza.

-Víctor… Eres muy hermoso, ¿lo sabías? Pero qué tontería… ¿cómo no lo vas a saber? Te he estado oliendo desde que entraste en la casa. Hueles deliciosamente bien

Samuel estaba ya completamente desnudo. La pálida luz de la luna iluminaba su contorno, sonriéndole y acariciándole como una madre haría con su hijo predilecto. Víctor estaba completamente paralizado, como si su cuerpo se negara a responderle. Aunque una parte de él, a pesar de la situación, sí empezó a responder.

-… pero seguro que sabes aún mejor.

El joven desabrochó los pantalones de Víctor y liberó su erecto pene. Lo cogió con una mano y empezó a masajearlo suavemente pero con firmeza, arrancándole un suspiro. Sin más preámbulo, Samuel se agachó para lamer la polla, que ya había alcanzado toda su plenitud. Primero dio unos húmedos lametones, luego fue bajando y finalmente la engulló.

Víctor gimió, contemplando la escena sin poder resistirse. Por un momento, pensó en apartar a Samuel de un empujón e intentar huir, pero aunque pudiera lograrlo, sabía que toda su vida se preguntaría si aquello era real o era algún tipo de alucinación. Si los licántropos existían de verdad o si todo estaba en su cabeza. Tenía que saberlo. Necesitaba saber si lo sobrenatural existía. Pero apenas pudo pensar en ello cuando los labios de Samuel se juntaron a los suyos, degustando el sabor de su propio líquido preseminal.

Sin dejar de besarse, el muchacho procedió con esfuerzo a sentarse sobre la gruesa verga de Víctor, empalándose lentamente mientras le montaba. Pronto, la dura polla se había abierto paso por el ano de Samuel y avanzaba por sus entrañas. A continuación, las caderas del joven aceleraron la cabalgada hasta un ritmo frenético.

El orgasmo se acercó y Samuel comenzó a gruñir. Víctor sintió, más que vio, que el muchacho temblaba, mientras su cuerpo parecía transformarse. Sus articulaciones crujieron y se estiraron, un suave vello pálido brotó de su cuerpo y de su rostro creció un hocico animal. El placer no pareció entender el horror que se mostraba ante los ojos de Víctor. Éste gimió y cerró los ojos con fuerza, eyaculando en las entrañas de Samuel, inundándole con múltiples chorros de su esperma.

Cuando abrió los ojos, lo que había delante suyo ya no era humano. Un enorme lobo erguido sobre dos patas le contemplaba con ojos hambrientos. El semen resbalaba por uno de sus muslos, mientras las zarpas de aquel ser, coronadas en unas afiladas garras, brillaban por la luna que entraba en la habitación. Varios aullidos brotaron de inhumanas gargantas en otras partes de la casa.

Aquello no podía estar pasando. No podía ser real. Una parte de su interior sintió algo parecido a la satisfacción por haber encontrado finalmente respuesta a su eterna duda, mientras otra parte se repetía que todo se trataba de una pesadilla. Cerró los ojos con fuerza. En breve lo sabría.

Víctor abrió los ojos.