Los Juegos de Elena 13 Tarde de Cine

Mi madrastra me llevó al cine...

Elena me llevó al cine

. Para ella atraer las miradas de todos los hombres era algo normal, pero a mí se me hacía raro estar en el centro de atención. Realmente lo era ella, pero al estar a su lado también lo notaba. Mi madrastra llevaba una minifalda vaquera que dejaba sus muslos torneados y morenos por el sol al descubierto. Las sandalias de talón le estilizaban la ya de por si infartante figura. La camiseta, veraniega, ajustada y escotada, dejaba percibir casi la totalidad de sus prominentes pechos.

Escogió la película sin darme opción a dar mi opinión. En aquel momento no me di cuenta pero Elena compró entradas para la sala donde proyectaban la película más vieja en cartel. Cogimos palomitas, un par de refrescos y entramos. En los sillones apenas había gente y pudimos escoger asientos. Elena prefirió irnos a la última fila, en un rincón.

Las luces se apagaron y empezó la película. Para el lector curioso les diré que era el típico thriller con giros de guion evidentes, acción trepidante y actores de primera línea de Hollywood. La película perfecta para distraerte un par de horas y olvidarte al rato de que la has visto. Yo no me iba a olvidar.

Sujetaba las palomitas e iba comiendo con los ojos fijos en la pantalla cuando sentí una mano acercarse a la entrepierna. Al principio, inocente de mí, pensé a Elena se le habría caído

alguna

palomita. Cuando giré la cara supe al instante que no se le había caído nada. Aun con la penumbra del cine la sonrisa delataba sus intenciones y sus dedos me buscaban la bragueta.

-Elena, aquí, hay gente, pueden vernos. – Susurré.

-La película es muy aburrida. – Respondió guiñándome el ojo.

Me arrebató la caja de las palomitas dejándola en el sillón vacío de al lado. Con sus hábiles dedos desabrochó el cinturón, el botón del vaquero corto y me bajó la bragueta. Acarició por encima del calzoncillo causando la reacción habitual, una rápida erección.

-Pueden vernos. – Repetí, mirando de lado a lado. Las pocas personas estaban concentradas en la pantalla.

-Tranquilo, no nos verá nadie. Y si lo hacen mejor… - Añadió con picardía.

Terminó de bajarme el pantalón, dejándolo en mis tobillos. Los calzoncillos eran bóxers, ajustados, de los que ella me había comprado. La erección era evidente en ellos y estaba perfectamente dibujada en la tela. Se sentó a horcajadas, encima de mí. Mis ojos quedaron a la altura de sus dos esferas de carne, casi completamente visibles por aquella camiseta escotada de tirantes. La falda se le había subido y corta como era dejaba al descubierto un minúsculo tanga. Con la escasa luz del cine no podía saber de color era. Le puse las manos en los muslos, subiendo lentamente. Acabaron en su culo, apretando las duras y respingonas nalgas.

-Así me gusta, que me metas mano. – Me susurró.

Dejó caer su cuerpo, apoyando su entrepierna en el bulto de mis calzoncillos. Me cogió la cabeza y me la subió, apartando mis ojos de sus tetas. Me besó. La serpentina lengua entró en mi boca y cazó a su presa, mi lengua, engulléndola como una caníbal. Movió las caderas, frotando ambas entrepiernas. La mía, aplastada por su minúsculo tanga, se estremeció. En realidad todo mi cuerpo se estremeció con aquella caliente presión sobre mi falo. Tuve un presentimiento. Aunque nunca entendí del todo como funcionaba la mente de mi madrastra empezaba a conocerla. Iba a hacerme correr así, frotándose, enrollándonos en un cine como dos adolescentes. Ella, a sus 32, parecía lejos de serlo. Era toda una mujer, una hembra de verdad.

-Que te apuestas a que te hago manchar los calzoncillos con un poco de esto. – Me confirmó la intuición y zarandeó la cintura, adelante y atrás, empujando mi sexo.

Que lo haga, pensé. No podía decirlo pues Elena volvía a comerme la boca. Yo subí una de las manos en su culo para subir por la espalda. La caricia llegó al cuello y desapareció entre su sedosa melena negra. Acaricié la suave piel de la nuca, dejando que me besara e impidiéndole la retirada. Continuó restregándose y besándome hasta que nos quedamos sin aliento. A pesar de las barreras de la ropa interior supe que no tardaría en hacerme correr. La pérdida de sensibilidad por la incomodidad del calzoncillo y el refrote, más pasional que habilidoso, podían hacerme durar un poco más, pero el resultado era inevitable.

-¿Te gusta? – Asentí. – Y si hago esto…

Las caderas de Elena se movieron en círculos, encima de mí. Refrotó ambas entrepiernas con fuerza. En la oscuridad del cine vi su mirada de tigresa, con los ojos brillantes y una sonrisa traviesa en los labios. Sus muslos y sus ingles transmitían un calor que traspasaba la ropa interior y se concentraba en mi pene con cada

restregada

. Apreté los labios, intentando ahogar un gemido.

-Ya te quieres correr… yo pensaba que te gustaría jugar un poquito con estas. – Elena se refería a sus tetas.

Para que pudiera acceder a ellas se bajó la camiseta y las copas del sujetador. Las dos esferas de carne quedaron desnudas y sus respingones pezones apuntaban hacia mí. Levanté ambas manos y cogí sendos pechos con ellas. Ya sabía cómo le gustaba que la acariciara así que extendí los dedos, abarcando el máximo de piel. Presioné solo un poquito, hundiendo los dedos en la carne. Entre ellos quedaban los pezones, que noté como poco a poco se endurecían.

-Chúpame las tetas. – Me ordenó, pues es lo que fue, una orden casi militar.

Yo era un hijastro muy obediente. Separé ambos senos, descubriendo el canal que los separaba. Enterré la cabeza allí y lamí su sudor, salado y delicioso. Sentí como la piel se le ponía de gallina al paso de mi lengua. Aparté la cabeza y me quedé mirando ambas tetas, sin decidirme por cual empezar de las dos. Eran perfectamente simétricas, una obra de arte de la naturaleza. Al fin, con ambos pechos en mis manos, me decidí. Besé cuidadosamente la piel, encerrando pequeñas porciones de carne entre los labios. Chupé la areola y no me resistí a ponerme el pezón en la boca. Mamé, como un niño de pecho, nunca mejor dicho.

-Oh… así…

Las caderas se movieron con más fuerza, con más presión sobre mí pene. Lo masturbaba con la entrepierna con aquel refrote. Mi cabeza siguió hundida en su teta, en su pezón, notando su dureza con la lengua. Me cogió la cara, apartándome de su busto. Me mantuvo la boca abierta, presionando con sus dedos. Escupió, un poquito, dentro de la boca. Yo saqué la lengua, intentando recoger su preciada saliva. Elena aprovechó que tenía la lengua fuera para chuparla en un enésimo y lascivo beso.

-¿Te gusta que sea sucia, una guarra? – No esperó respuesta, simplemente me mordió el labio, tirando de él.

La pregunta era lo de menos. Elena me estaba mostrando una pequeña parte de su versión más sucia, guarra, como lo había llamado ella. Bailaba como una stripper encima de mi polla, frotándose como una zorra, besándome con vicio. Las reacciones de mi cuerpo eran suficiente respuesta. Sentía mi respiración entrecortada, los desbocados latidos de mi corazón y la dureza de mi pene aplastado por su sexo. Su actitud de zorra, por llamarlo de alguna manera, era otra manera de tenerme loco de deseo.

Que quieren que les diga, mi madrastra estaba protagonizando mi película porno particular. No solo aquella tarde en el cine, si no que ya eran algunas semanas las que llevaba en aquel papel. Lenta y juguetona, pasional y desesperada, dominante y estricta, tierna y dulce,… eran algunas de las caras que me había mostrado y les aseguro que me hubiera costado quedarme con solo una. Con el tiempo vería algunas más. De momento la única pega que ponía a nuestra relación era que aún no me había follado. No lo entendía. Me había hecho de todo: mamadas, pajas con las manos, los pechos, los pies,… ahora mismo lo estaba haciendo

frotando

nuestras entrepiernas… pero aun no habíamos practicado sexo en el sentido estricto de la palabra. Me tenía algo frustrado seguir siendo técnicamente virgen. A mi madrastra, al contrario, parecía encantarle.

Volviendo a la tarde de cine pude fijarme que Elena se estaba excitando casi tanto como yo. Los pezones duros, su respiración también agitada, los pequeños suspiros que dejaba escapar en mi oreja cuando la mordisqueaba o la lamía,… eran algunas pistas. Su danza de bailarina exótica en aquel cine también la calentaba, así como los besos en la boca, en el cuello, mi boca en sus pechos,…

Estuvimos un buen rato así, enrollándonos con ella encima, frotando y frotando, moviendo el vientre, la cintura, las caderas,… Minó toda mi resistencia en una cruel batalla de desgaste y unos veinte minutos antes de que terminara la película me corrí. Gemí, sintiendo como mi ropa interior se manchaba de esperma. Ella sintió como la corrida traspasaba la tela y embarraba sus muslos de mi pegajoso líquido.

-…oh… ya te has corrido… yo que quería jugar un ratito más. – Dijo en tono burleta. – Tendrás qué hacer algo para compensármelo. Dame tus calzoncillos.

Con la cabeza aun turbia por el orgasmo me desnudé de cintura para abajo, tendiéndole los calzoncillos manchados. Elena los cogió y me limpió los abundantes restos de semen que aun manchaban la entrepierna. Cuando terminó mi ropa interior estaba hecha un asco, pero ella la dobló cuidadosamente para evitar manchar nada y la guardó en su bolso. Algunas gotas de semen habían quedado en sus dedos y se los lamió con vicio.

-Si quieres recuperarlos tendrás que ganártelo.- Se refería a mis calzoncillos- Ahora súbete los pantalones que nos vamos. –

De momento no sabía el interés que podría tener en recuperar mi ropa interior sucia, pero le seguí el juego y me vestí para seguirla.

(…)

Nos fuimos a comer una hamburguesa para cenar. Estaba algo incómodo por ir sin ropa interior pero la compañía se lo merecía. Cuando Elena no era la fiera sexual seguía siendo una magnífica

compañera de cena

. A pesar de la obvia diferencia de edad y la aparente de intereses siempre encontrábamos temas de conversación y desarrollamos un humor privado, entre nosotros, que siempre nos hacía reír.

Regresamos a casa, donde mi padre también había cenado y por lo visto iba por el tercer whisky. No es que fuera un gran bebedor, pero de vez en cuando gustaba de tomarse unas copas mientras veía uno de aquellos aburridos programas políticos o un partido de futbol. Si actuaba como siempre no tardaría en quedarse dormido en el sofá hasta la madrugada.

Apenas nos saludó y nosotros subimos a cambiarnos. Pensé que Elena iría a su cuarto pero tenía otras intenciones. Entró detrás de mí en el mío y cerró la puerta, quedándose apoyada en ella.

-No. Papá está abajo. Si nos pilla… - Su sonrisa me decía que iba a ignorar mi negativa. Tranquilamente sacó mis calzoncillos manchados de su bolso, los desdobló y los dejó colgando entre sus dedos.

-Ya te he dicho que tendrías que hacer algo para recuperar tus calzoncillos. Si no lo haces los dejaré justo encima del cesto de la ropa sucia para que los vea la asistenta. Así sabrá que eres un pajillero…

Ya me conocen, yo era un vergonzoso patológico. Que la asistenta pensara que me pajeaba, como si no fuera lo más normal del mundo en un adolescente era casi igual de malo a que mi padre pudiera descubrirnos con lo que fuera que Elena estuviera pensando. No es que hubiera muchas posibilidades, pero eso nunca podía asegurarse. Aun así me rendí y por mi encogimiento de hombros Elena supo que había ganado e iba a plegarme a su voluntad.

-Desnúdate.

No tardé ni dos segundos en quedarme en cueros delante de ella. Una vez aceptando su juego lo mejor era no titubear. Ella me observó cómo lo hacía, satisfecha de ver la celeridad con la que estaba cumpliendo su orden. Caminó hasta a mí y me cogió los genitales, presionándolo suavemente tanto pene como testículos.

-Muy mal, esta no es la actitud si quieres recuperar tus calzoncillos. – Se refería al estado flácido de mi pene, que raro en él, aún no había despertado.

En su defensa diré que creció rápidamente al contacto de la mano de mi madrastra. Cuando lo tuvo bien duro apartó las manos, dejándome con el asta

bien

levantada. Me empujó hacía la cama, sentándome. Ella se puso de rodillas sobre la cama encima de mí, rodeándome con los brazos.

-Venga,… empieza a meterme mano, no tenemos toda la noche. – El reproche iba acompañado de una sonrisa, por lo que no me lo tomé a mal. Ni mucho menos.

Puse las manos en los muslos y las subí, subiendo con ellas la corta falda vaquera hasta llegar a las femeninas caderas. El color del tanga, que no había podido apreciar en la oscuridad del cine, eran en realidad dos: negro y púrpura. Una de las manos se internó por la cara interna del muslo y acaricié por encima de la ropa haciendo que ella dejara escapar un suspiro.

-Veo que te acuerdas como se hacía. – Elena me había dado una primera lección de cómo excitar y masturbar a una mujer. Recordaba muy bien las enseñanzas y los consejos.

Reseguí con los dedos la rajita, presionando pero sin demasiada fuerza. Lo suficiente para no ser brusco pero para que sintiera la caricia recorriendo su sexo. Bajé la mano, encajonándola entre sus muslos y frotando levemente. Elena también alargó la mano para cogerme el pene, sosteniéndolo y acariciándolo. Continué tocándola y estimulándola por encima del tanga, intentando ignorar lo que ella me hacía para concentrarme. Se levantó para sentarse en la cama con la espalda apoyada en la pared. Las piernas las tenía medio abiertas.

-Quítame el tanga. – La voz de mi madrastra había perdido autoridad para dejar paso a un ardiente deseo.

Me puse de rodillas sobre la cama, enfrente de ella. Le quité la prenda poco a poco, descubriendo el sexo. Elena llevaba un enorme calentón acumulado después de la restregada de la tarde y mis primeras caricias de la noche. No era un experto pero no me extrañó encontrar la cara interna del tanga pegajoso. Los labios vaginales estaban hinchados y exudaban la sustancia que había manchado el tanga. Aparté la ropa interior y ella abrió bien las piernas, dándome pleno acceso.

Lo primero que hice fue reseguir el labio vaginal con el dedo, gozando de cómo se estremecía. Con la palma de la mano froté un poco. Ella gimió. Tenía la piel erizada y los ojos entrecerrados. Continué con otro dedo, que ahora se hundió hasta la falange en su interior. Separé los labios para ver aquella carne rosa de la vulva y el clítoris. Acaricié este, de nuevo solo con la yema del dedo.

-…sí… más… buen chico… - Jadeó.

Viendo lo mojada que estaba creí que era el momento de meterle el dedo entero y hacer lo mismo que la había vuelta loca la otra vez que la había masturbado: frotar la parte superior de aquella trémula, caliente y húmeda carne. Toda ella tembló y las paredes de su vagina tuvieron un pequeño espasmo. Aún estaba aprendiendo y era solo la segunda vez que hacía algo así, pero la excitación de Elena era tal que mis manos parecían hacer magia en su cuerpo. Metí otro dedo y lo uní al primero en su peculiar masaje. Estaba tan concentrado en lo mío que apenas me di cuenta como me cogía por la nuca y me atraía hasta ella.

-Ni se te ocurra parar. – Dijo antes de darme uno de sus embriagadores y húmedos besos.

No paré y mi concentración se dividió entre mi mano en su sexo y el beso al que intenté responder como toda mi habilidad. Era insuficiente y hasta en eso Elena ganaba. Su lengua parecía estar en todos lados, atacaba la mía desde cada flanco y la derrotaba en su particular lucha. Digamos que solo pude empatar cuando con un dedo de la mano que le separaba los labios vaginales froté el clítoris. Unos segundos después Elena me mordía la boca para intentar apagar los gemidos y jadeos que surgían del fondo de su garganta.

Me gustaba ese cambio de roles, ser yo el que la hiciera temblar de aquella manera. Darle placer era un orgullo y me olvidaba de mis complejos de torpe o patoso. Al revés, me sentía un virtuoso arrancando notas en un caro violín. Sobre todo cuando llegó al orgasmo. Se estremeció entera, apretó mis labios con más fuerza y las paredes del interior de su sexo se contrajeron antes de soltar un nuevo torrente de flujos de mujer.

-Aprendes rápido. Tendré que empezar a enseñarte cosas nuevas,… pero de momento me ocuparé de eso. – Dijo señalando la dura erección que asomaba por mi entrepierna.

Se levantó de la cama y se arrodilló en el suelo. Yo me quedé de pie, enfrente de ella. Escupió en su escote un par de veces y la saliva le cayó por los prietos senos, inundando el canalillo de babas. También se escupió en la mano de manera abundante antes de cogerme el pene y empezar a sacudirlo con fuerza.

-¿Quieres meterme la polla entre las tetas? – Ni siquiera iba a desnudarse, simplemente iba a meter el pene en su escote, sin quitarse ni la camiseta ni el sujetador.

-Si… por favor…

-No puedo negarte nada. – Contestó con una sonrisa.

Hizo lo que les he dicho. Encaró la punta de mi falo en su escote y lo enterró, hasta algo más de la mitad, en su canalillo. Me vi rodeado inmediatamente de un calor y una suavidad indescriptibles. El sujetador y la camiseta mantenían los senos prietos y con mi polla entre ellos. Ella se los cogió con las manos y empezó a moverlos, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo,…

-Cómo te gustan mis tetas pervertido…

Me hundí en la morbidez de sus senos bien apretados con mi falo en medio. La paja cubana en aquella versión era algo sublime que al cabo de unos minutos me llevó al más absoluto placer. La manera en que ella se sacudía las tetas con mi pene enterrado entre ellas era demasiado. Tenía el miembro encerrado en una prisión de carne caliente y piel suave. Me corrí y cuando Elena sintió el semen ardiente escurriéndose en sus tetas sonrió de satisfacción. Me acabó de exprimir bien, dejando sus pechos, su sujetador e incluso su camiseta empapados de semen caliente.

Me tumbé en la cama, exhausto y ahíto de placer. Ella se levantó del suelo y recogió su tanga y los calzoncillos manchados de la tarde.

-Vístete que vamos a poner una lavadora esta noche. Te enseñaré como se hace.- Elena, como siempre, educándome para la vida con todo tipo de conocimiento practico.

Continuará…