Los Juegos de Elena 1 El Inicio

Elena, mi madrastra, era una mujer con un físico de infarto, una auténtica Diosa del erotismo y la feminidad. A mí me tenía totalmente obsesionado y me dedicada a espiarla y observarla a hurtadillas.

Era aún un niño cuando conocí a Elena y aun siéndolo aquella mujer me turbó de una manera incomprensible a mi corta edad. La encontraba fascinante y no podía apartar los ojos de ella.

Elena y mi padre se casaron poco tiempo después de conocerla. Mi madre había fallecido años atrás y apenas la recordaba. Tampoco tenía una gran relación con mi padre. Él era un atareado y ambicioso de hombre de negocios al que le preocupaban más sus empresas y el dinero que su hijo. Por eso me criaron un sinfín de niñeras y sirvientas, viviendo rodeado de lujos pero casi en completa soledad.

Cuando llegó la adolescencia la inicial turbación hacía mi madrastra se convirtió en un punzante deseo cuando no pajillera obsesión sexual; no era para menos. Al tiempo que empieza esta historia Elena tenía 32 años y era una mujer terriblemente atractiva y sensual: alta, metro setenta y siete, esbelta a la par que exuberante y con un cuerpazo de pronunciadas curvas. Tenía el pelo negro y lacio, largo hasta más allá de la mitad de la espalda. Su rostro era bonito y en él destacaban unos ojos grandes, castaños y algo rasgados. Los labios eran muy gruesos, excepcionalmente carnosos, de un color rosado y brillante. Al verlos uno sólo podía pensar en besos y mordiscos.

Para pagarse sus estudios había sido modelo de publicidad y aunque hacía años que no ejercía como tal seguía manteniéndose en forma con el deporte y una cuidada dieta. Su cuerpo parecía esculpido en mármol: vientre plano, muslos torneados, piernas estilizadas e interminables, unas suavemente pronunciadas caderas y un culo duro, redondito y respingón. Pero eran sus pechos lo que más llamaban la atención de su cuerpazo de modelo. Sus medias eran 100-63-94, imagínenselo. Esos senos eran grandes pero desafiaban a la gravedad, enhiestos, perfectamente formados, turgentes, redondeados,…

El atractivo de Elena no solo era físico. Su cuerpo desprendía un aura de erotismo y sensualidad que hacía que todos los hombres, y algunas mujeres, sintieran una punzada de deseo nada más verla. Sus expresiones, miradas y ademanes recordaban a un felino, ágiles y seductores. Todos sus poros exudaban una lujuria primaria e instintiva que la rodeaba.

Además era una mujer culta y sofisticada. Era licenciada en Historia del Arte, materia que le apasionaba. Podía pasarse horas hablando de escultura helenística, pintura neoclásica o arquitectura burguesa del S.XIX, por ponerles algún ejemplo. No sólo de eso pues era una conversadora fascinante e inteligente, con un agudo y algo cínico e irónico sentido del humor. Otra de sus cualidades era un acentuado sentido de la elegancia. El mejor ejemplo era ella misma, pues siempre vestía sexy y sensual sin caer en lo vulgar o lo chabacano. Sabía arreglarse, maquillarse, escoger joyas,… de manera adecuada para cada ocasión y en cualquier lugar brillaba con luz propia. Tenía también su carácter, su mal genio por describirlo mejor, que cuando salía a relucir podía atemorizar a cualquiera.

(…)

Después de más de 6 años el matrimonio de mi padre con Elena hacía aguas por todos lados. La culpa eran las constantes infidelidades de mi padre. No sabía apreciar lo que tenía en casa y tenía dos o tres jovencísimas amantes más o menos habituales además de frecuentar las prostitutas más lujosas de la ciudad.

Elena sabía de las constantes infidelidades de mi padre. Al principio se había hecho la ciega, no lo había querido creer,… pero la humillación y los insultos eran demasiado evidentes. Discutían a gritos, Elena se marchaba unos días a casa de sus padres, papá mentía y le prometía que no volvería a suceder, se hacía perdonar y pronto volvía a las andadas.

Nunca entendí del todo porque Elena no se divorciaba. Supongo que con el tiempo se había acomodado al lujoso tren de vida que podía tener con papá. El matrimonio se había convertido en un pacto tácito entre ellos donde Elena gastaba indecentes cantidades del dinero de mi padre a cambio de soportar las infidelidades. Puede parecer frívolo, Elena podía serlo mucho, pero viniendo de una familia muy humilde ella apreciaba vivir cómodamente y sin ningún ahogo económico. Al contrario que mi padre no tenía ningún amante aunque con su espectacular físico hubiera conseguido a cualquier hombre.

Una de las razones del pacto entre ellos eran las nuevas ambiciones de papá. Quería entrar en política y Elena era una esposa trofeo excelente que exhibir en ciertos ambientes. Sin contar con la imagen familiar que intentaba dar, de viudo con un hijo que había rehecho su vida con una guapísima mujer. Ella sumaba para cuando decidiera dar el salto y por fin salir a la luz pública como uno de los hombres fuertes del Partido Conservador.

El cuadro familiar era pura fachada y para Elena aquella vida se había convertido en una jaula de oro. Tenía mucho dinero sin necesidad de trabajar y se pasaba el día en el gimnasio, en centros de belleza, en comidas y cenas con mi padre y sus amigos, de compras en las tiendas más exclusivas de la ciudad, de visita a galerías de arte,…

Conmigo siempre había sido buena aunque sus intentos para hacerme de madre fueron más bien infructuosos. Estaba cargada de buenas intenciones pero no sabía cómo enfrentarse a un chico callado y retraído como yo. A mis 16 años yo era un joven extremadamente tímido, vergonzoso de una manera enfermiza y cargado de complejos por mi físico. No es que fuera un chico feo, pero la pubertad no había sido generosa conmigo. Era de estatura media, tirando a bajito. Sin estar obeso sí que era gordito, con algo de barriguita y pechos levemente pronunciados. Moreno, de rostro corriente, ojos oscuros,… Para más inri cuando me ponía nervioso tartamudeaba y me atrancaba hablando, cosa que empeoraba mis ya de por sí nulas habilidades sociales.

Ya podrán imaginar que no era un chico popular, todo lo contrario. En la escuela privada de elite en que cursaba mis estudios tenía pocos amigos y estos eran como yo: el típico empollón, un punto nerd y sin ninguna posibilidad de relacionarme con las chicas de mi edad. Ni siquiera había besado nunca a ninguna, por lo hablar de tener sexo.

Mi única vida sexual era de un adolescente pajillero obsesionado por su madrastra. La observaba a hurtadillas cuando tomaba el sol en el jardín con piscina de nuestra casa, enfundada en escuetos bikinis. La espiaba cuando iba al pequeño gimnasio que teníamos en la planta baja del chalet, mirando su cuerpazo en mallas y sujetadores deportivos. Me quedaba embobado cuando salía con papá a alguna fiesta o cena con elegantes vestidos que se ajustaban a su figura como un guante.

Ese prohibido deseo me carcomía por dentro. Yo era un buen chico y desear a mi madrastra me provocaba sentimientos encontrados. No era mi madre, pero si la mujer de mi padre. No le tenía demasiada estima a mi progenitor pero no podía evitar sentir cierta culpabilidad.

Elena fingía no darse cuenta de la obsesión adolescente que me despertaba. Ignoraba de manera indulgente mis mal disimuladas miradas y mis aún más obvios intentos de espionaje. Debía tomarlo por chiquilladas y supongo que se acostumbró, esperando que ya pasaría. Era imposible, mi madrastra, para decirlo llanamente, estaba demasiado buena y me ponía demasiado cachondo. Es fácil de imaginar que para un adolescente virgen de 16 años y lleno de hormonas se hacía muy difícil convivir con la personificación de la sensualidad y voluptuosidad femenina y el deseo prohibido.

(…)

Siempre he creído que la primera vez que Elena dejó de verme como un niño fue un viernes de primavera. Llegué de la escuela, dejé mis cosas en el recibidor y me la encontré en el salón con una copa de vino en la mano.

Estaba increíble, con una falda corta y ajustada y una escotada camiseta de color claro. La melena negra le caía suelta por uno de los hombros. Durante un instante mis ojos se quedaron clavados en el canalillo entre sus senos. La piel le había cogido un tono tostado por las largas horas que pasaba tomando el sol.

-Hola Raúl, ¿Cómo ha ido la escuela? – Su voz era suave y tenía un punto ronco. Hablaba con un sensual ronroneo, una cantinela que hipnotizaba.

-Bi..Bi…Bien. – Elena siempre me hacía tartamudear. Mientras le respondía me acordé de apartar la vista de su escote. -¿Y pa…papá? – Pregunté.

-Llegará tarde. Según él tiene trabajo. – Dijo con fingida indiferencia.

(…)

Cené con Elena, los dos solos, en la cocina del chalet mientras ella hablaba y yo respondía con monosílabos y tartamudeos. Durante un rato la conversación fue bastante banal, de cosas sin importancia hasta que derivó hasta mi padre. El vino había hecho aflorar la rabia de mi madrastra y le había aflojado la lengua.

-¿Es… Este… verano iréis de va… vacaciones? – Pregunté.

-No lo creo. El año que viene hay elecciones y tu padre querrá solucionar algunos temas en sus negocios antes de anunciar su entrada en política. Además, ya sabes que prefiere pasar su tiempo libre con otras mujeres.

-Yo… yo… no… - Las infidelidades de mi padre eran obvias pero yo no sabía cómo reaccionar a que Elena lo verbalizara de aquella manera.

-Tranquilo Raúl, ni es tu culpa y no tienes que justificar a tu padre. –Dijo con un suspiro resignado. – A él le gustan las jovencitas y supongo que me habré hecho mayor.

-Es un imbécil. – Me sorprendí de la firmeza de mi voz. Ni un tartamudeo, ni un atranque. – Eres la mujer más guapa que conozco. Si yo tuviera una mujer como tú no me separaría nunca de su lado.

De repente me di cuenta de lo acaba de decir y me puse rojo como un tomate. Toda mi firmeza y elocuencia desaparecieron cuando Elena levantó la mirada de su plato para posarla en mí. Fueron sólo unos segundos, pero a mí me parecieron eternos.

-¿De verdad crees que soy guapa?

-Eres… gua… guapísima… - Volví a tartamudear y atracarme. – No… sólo… eso… eres inteligente… di…divertida…

-Gracias Raúl. De vez en cuando una mujer necesita que le digan que es guapa. – Me interrumpió antes de que pudiera terminar.

Al ver como estaba a punto de darme un ataque de nervios cambió de tema, como si nada hubiera ocurrido. Me preguntó por los exámenes de fin de curso, que tendrían lugar en algunas semanas, por la escuela en general,… Poco a poco me tranquilicé y al cabo del rato me olvide de la incómoda, al menos para mí, situación. Terminamos de cenar y me fui a mi habitación a jugar a la Play Station.

(…)

Horas después apagaba la consola. Ya llevaba el pijama y me disponía a irme a dormir cuando escuché unos extraños ruidos. Era la una de la madrugada y mi padre aún no había llegado. Sin hacer ruido salí al pasillo del piso de arriba de nuestro chalet, donde teníamos las habitaciones. La que compartían mi padre y Elena estaba entreabierta y de ella salía la tenue luz de la lámpara de la mesita de noche. De allí provenían aquellos extraños ruidos.

Me acerqué a hurtadillas, en completo silencio. Apenas me asomé por el resquicio de la puerta y lo que vi aun hoy me deja sin palabras. La lamparita de noche iluminaba el cuerpo de Elena. Estaba desnuda salvo por unas braguitas rosas de encaje, recostada en la cama, con las piernas abiertas y las rodillas ligeramente flexionadas. Nunca, en centenares de intentos de espiarla, la había visto de aquella manera. Mis ojos recorrieron su cuerpo. Los pechos eran firmes y sobresalían de su torso como dos montañas esféricas y redondeadas. Estaban coronados por unos pezoncitos rosados y saliditos que parecían estar completamente empitonados. El vientre plano de mi madrastra se agitaba al ritmo de una respiración entrecortada e irregular. Sus piernas eran interminables, los muslos esbeltos, la piel sedosa, un punto morena,…

Me costó unos largos segundos darme cuenta de que se estaba masturbando. Tenía una mano enterrada debajo de sus braguitas y con la otra se acariciaba el pecho, pellizcándose los pezones de vez en cuando. Gemía, ronroneaba, suspiraba,… La imagen de mi madrastra masturbándose me dejó embelesado y fui poco cuidadoso. Debí hacer algún ruido, pero Elena pareció ignorarlo. Inocente de mí ella era perfectamente consciente de mi presencia. No solo eso, durante un segundo nuestras miradas se cruzaron. Aquel instante me bastó para comprobar que sus grandes ojos oscuros estaban entelados y brillantes por el deseo. Igualmente me escondí, muerto de miedo, de vergüenza y sin saber cómo actuar. Esperé que me gritara, que me insultara llamándome pervertido o mirón. Pero lo único que escuché fueron más gemidos, aún más fuertes y audibles.

Volví a asomarme. Elena había cerrado los ojos y la mano de las braguitas se movía cada vez más rápido. La prenda pareció molestarle y se la quitó, deslizándola lentamente por sus muslos. Las braguitas terminaron colgando de uno de sus tobillos. Abrió las piernas y por primera vez en mi vida vi, en directo, el sexo de una mujer. Estaba ligeramente hinchado y tenía un brillo apagado debido a la humedad. Era rosado y carnoso y encima de su monte de venus tenía un triangulito de vello negro, recortado y arreglado.

Desde mi precaria posición no podía captar todos los detalles, pero sí que fui capaz de ver como dos de sus dedos se metían dentro. La otra mano seguía estimulando uno de los pezoncitos: lo frotaba, tiraba de él con suavidad pero con firmeza, le daba pequeños pellizquitos,… Dejó de meterse los deditos, sacándolos para llevarlos hasta lo que adiviné que sería su clítoris por la manera en suspiró cuando empezó a acariciarse allí.

De repente fui consciente de una dolorosa presión en el pantalón de mi pijama. Sin saber cómo mi mano se coló por debajo y agarró mi sexo. Empecé a masturbarme viendo como lo hacía mi madrastra. No sólo se estaba haciendo una paja, Elena me estaba ofendiendo un show, mi propia película porno.

-Ogh… sí… - La escuché gemir.

Movía los dedos de la entrepierna de manera circular, frotándose el coñito. Era rápida, cada segundo un poco más, como si tuviera prisa por descargar toda la tensión que atenazaba su cuerpo. Esta era más que palpable, incluso para un muchacho inexperto como yo. Se veía en las costillas, marcándose en el torso cuando arqueaba la espalda; en los pezones, que parecían a punto de salir disparados de las dos turgentes esferas que coronaban; se veía en su cuello, estirado hacía atrás haciendo que la larga y lacia melena negra se desparramara por el colchón. También se escuchaba en su respiración, entrecortada por unos jadeos roncos y profundos. Por mi parte, escondido detrás de la puerta, apenas asomando los ojos, seguía masturbándome, hipnotizado por el espectáculo que me estaba regalando Elena.

Cuando llegó al orgasmo el volumen de sus gemidos aumentó. En realidad fue un solo gemido, largo y que le salió de lo más hondo de la garganta. Durante un instante su cuerpo pareció que iba a romperse de la tensión y entonces se relajó al instante, dejándose caer en la cama. Su clímax precedió al mío unos segundos. Yo me corrí en mis pantalones, manchándolos de una gran cantidad de esperma. El orgasmo me sacó del hechizo y de repente fui consciente de la supuesta gravedad de ser descubierto espiando a mi madrastra con los pantalones manchados de esperma.

Elena se levantó, dándome la espalda. El culito se veía durito y respingón. Este fue el último vistazo que di antes de retirarme de su puerta, intentando ser lo más silencioso posible. Cerré la puerta de mi cuarto acompañándola suavemente para que no me escuchara. Turbado y con la mente llena de caóticos pensamientos por lo que acababa de ver. Me limpié la entrepierna y el pantalón lo mejor que pude y me tumbé en la cama. Intenté, sin mucho éxito, conciliar el sueño.

Finalmente, al cabo de mucho rato, me dormí. Aquella noche soñé con Elena,…. La verdad, pensando en lo que iba a suceder en los días, semanas, meses e incluso años siguientes,mi sueño no le hacía justicia. En aquel momento no lo sabía pero pronto iba a descubrir que ni el mejor de mis sueños podía compararse a la realidad.

Elena era como una tigresa que había empezado a jugar con un ratoncito. No hace falta decir que yo era aquel pequeño e indefenso ratoncito.

Continuará…