Los juego de Aecio y Kacena
Las manos de Kacena se deslizaron hasta la coraza de él y se la desabrochó sin dejar de mirarlo a los ojos. Fue quitándole todas las prendas de una en una, hasta que estuvo desnudo.
LOS JUEGOS DE AECIO Y KACENA.
Panonia era un territorio revuelto por aquellos días, había caído ante el poder de los bárbaros. Kacena y su ejercito habían acampado cerca de la ciudad de Aquincum, tras vencer al último contingente romano que quedaba en aquellos contornos.
Era ya media tarde, cuando Kacena decidió ir a dar una vuelta con su caballo por aquellos bellos parajes, para inspeccionar el territorio. De repente, vio a algunos de sus soldados ante un barranco, con un romano al que llevaban atado, indudablemente deseaban tirarlo por allí. Todos reían e instigaban al romano para que avanzara hacía el precipicio. Kacena se acercó a ellos.
¿Qué hacéis? les preguntó, mirando al romano directamente a los ojos.
El romano era atractivo, y tenía algo que le llamaba poderosamente la atención. Cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, sintió que aquel magnetismo o lo que fuera, la llamaba poderosamente.
Tampoco al romano le pasó desapercibida la belleza de aquella mujer, morena, de profundos ojos negros, piel blanca y perfecto cuerpo musculado. Por un instante pensó que si aquella mujer era lo último de vería antes de morir, era la visión más hermosa que podría llevarse de este mundo.
Nos estabamos divirtiendo con este romano. dijo uno de ellos.
¡Dejadle en paz! les gritó ¿No veis que puede sernos muy útil? ¡Soltadle inmediatamente!
Los soldados le hicieron caso, quitándole al romano la cuerda que llevaba atada a las manos.
¡Sube, romano! le ordenó Kacena al atractivo extranjero, indicándole que subiera a su caballo.
El romano se acercó al caballo. Kacena le tendió la mano para ayudarle a subir y este cogiéndosela, se encaramó a la grupa del negro corcel. Kacena le dio una ligera patada al caballo y este empezó a andar en dirección al campamento.
¿Cómo te llamas, romano? le preguntó Kacena al atractivo chico.
Aecío respondió él, sintiendo el suave perfume de mujer que emanaba aquella germana.
Yo, soy Kacena, Princesa de los hérulos y capitán de ese ejercito de bárbaros que pretendía tirarte por ese barranco.
Gracias por salvarme.
No tienes porque dármelas, lo he hecho porque creo que puedes sernos útil. Le aclaró ella, tratando de ocultar la verdadera razón.
Pero Aecio sabía que esa no era la verdadera razón, había visto en los ojos de aquella mujer lo mismo que él había sentido al verla. Estaba seguro de ello, por eso estaba sobre su caballo ahora mismo y por eso mismo, la atractiva germana lo llevaba a su campamento. Durante el resto del trayecto ninguno de los dos dijo nada, pero Kacena, dejó que Aecio posara sus manos sobre sus caderas para no caer del caballo.
Cuando llegaron al campamento, Kacena detuvo el caballo frente a una tienda, la más grande de todas las que allí había. Ambos bajaron del caballo y la mujer llamó a uno de los mozos para que llevara al caballo al abrevadero.
¡Ven conmigo! le ordenó al romano, dirigiéndose hacía la tienda, en la que ambos entraron.
En el interior había dos doncellas, a las que Kacena dijo:
Gracias, podéis salir, el romano me ayudará.
Ambas mujeres salieron de la tienda.
¿Y en que debo ayudarte? Preguntó Aecio.
Kacena no respondió a aquella pregunta, simplemente empezó a quitarse el cinturón lleno de dagas, que tiró en un rincón. A continuación empezó a desabrocharse las hebillas de la coraza que llevaba. Cuando llegó a la primera que le era más difícil desabrochar, ordenó a Aecio:
Ven aquí.
Aecio le obedeció entendiendo lo que deseaba, y comenzó a desabrocharle las hebillas. Al terminar, le quitó la coraza, dejando su torso desnudo. Aecio tiró la coraza en el mismo rincón donde había caído el cinturón. Acarició la espalda desnuda de Kacena con la yema de los dedos, y esta se estremeció al sentir aquel cosquilleo que le obligó a entrecerrar los ojos. Seguidamente, Aecío le quitó las tiras de cuero que cubrían sus piernas, y al dejarlas desnudas, también las acarició con suavidad. Pegó su cuerpo al de la bella princesa, y respiró el perfume de mujer que emanaba. Besó su hombro y siguió acariciando su blanco cuerpo, ascendiendo hasta su plano vientre. La guapa guerrera, se dejaba hacer, cerrando los ojos y dejándose llevar por las sensaciones.
Entonces se giró quedándose frente al guapo romano. Ambos se miraron fijamente a los ojos durante unos segundos, acercaron sus labios, arrastrados por un irrefrenable deseo y se besaron. Sus corazones latían fuertemente dentro de sus pechos, dejando que sus sentimientos hablaran por ellos. Las manos de Kacena se deslizaron hasta la coraza de él y se la desabrochó sin dejar de mirarlo a los ojos. Fue quitándole todas las prendas de una en una, hasta que estuvo desnudo. Volvieron a besarse con pasión y Kacena sintió el sexo erecto del romano pegado a su vientre. Lo deseaba como nunca había deseado a ningún otro hombre en su vida.
Así que empujó al romano hacía el suelo y lo hizo tender sobre las suaves mantas que cubrían el suelo. Se puso sobre él, inmovilizando sus brazos por encima de su cabeza, y lo besó con furia. Aecio se dejó hacer, aunque le asustaba un poco la actitud dominante de Kacena, pero cuando la miró de nuevo a los ojos, el temor desapareció y pensó que lo mejor que podía hacer era dejarse llevar por los deseos de aquella hermosa mujer. Kacena le cogió entonces ambas muñecas con una sola de sus manos, y se estiró para coger una de sus dagas del cinturón. La acercó al cuello de Aecio y le dijo:
Eres mi esclavo y vas a darme placer su voz sonó sensual para Aecio, en lugar de firme e inflexible.
Aecio afirmó con la cabeza en señal de aprobación. Estaba excitado por la situación y porque aquella mujer de rotundas curvas lo volvía loco. Su sexo estaba erecto e impaciente por sentir el caliente sexo femenino alrededor de él, pero sabía que aquel momento se iba a demorar, hasta que lo decidiera la guapa princesa.
Ahora quédate aquí quietecito, voy a buscar algo. Si te mueves, mi daga se clavará en tus tripas, ¿entendido, romano?
Si afirmó Aecio.
Kacena se levantó y se dirigió hacía un rincón de la tienda, donde había algunas cuerdas de cuero. Aecio la observó andando hacía el rincón con parsimonia y sensualidad, moviendo ligeramente sus caderas y sus danzantes nalga, y eso aún lo excitó más, deseaba aquella mujer como nunca había deseado a ninguna otra, y no sólo por el deseo de poseerla, para que fuera suya, era por algo más. Kacena cogió las cuerdas y volvió hacía donde estaba Aecio tendido. Se sentó de nuevo sobre su vientre, cogió sus brazos, volvió a situarlos sobre su cabeza, junto sus manos y se las ató con una de las cuerdas por las muñecas. Volvió a coger la daga y situándola de nuevo sobre el cuello del guapo romano, lo besó otra vez, moviendo sus caderas sensualmente sobre el vientre de Aecio y haciendo que el masculino sexo rozara su culo. Aecio suspiró al sentir aquella fricción sobre su erecto miembro. Kacena siguió besando al romano, mordiendo sus labios con furia, sin dejar de mover sus caderas. Estaba ansiosa por dejar que Aecio la poseyera, pero quería demorar el momento.
Por eso, abandonó su boca y empezó a morderle suavemente la mejilla, fue descendiendo por su cuello, volvió a morderlo en la base de este y se demoró chupeteándolo con fuerza, succionando la carne, hasta casi hacer daño al pobre Aecio que gimoteo levemente. Cuando se separó de él ligeramente, vio la marca roja que había dejado. La germana princesa, sonrió con picardía. También Aecio sonrió al ver la cara de malévola travesura que ponía Kacena.
Tras la pausa, Kacena siguió mordiendo, y mordisco a mordisco fue descendiendo hasta los pezones del muchacho, mientras con la daga, trazaba una línea descendente paralela a sus mordiscos que causaba un fino arañazo sobre la piel del romano. Kacena mordió el pezón derecho de Aecio, y lo chupeteó, el romano se retorció de placer al sentir aquella dulce boca sobre su erecto pezón, y las suaves nalgas de la muchacha rozar de nuevo su sexo. Kacena se dirigió al pezón izquierdo y repitió la operación. Aecio volvió a retorcerse, haciendo que la muchacha se moviera sobre él y su erecto miembro rozara de nuevo su culo, lo que hizo que el guapo romano se excitara aún más y deseara poseer a la guapa princesa germana. Pero al intentar mover sus manos atadas hacía el cuerpo desnudo de la mujer, un sentimiento de decepción invadió al joven. No podía tocarla, no podía acariciar su suave y blanca piel, y además él no tenía el control de la situación, el control lo tenía ella y lo ejercía con maestría, sintiéndose fuerte y poderosa delante de su sumiso amante, que no tenía más remedio que obedecerla y esperar a que ella diera el siguiente paso.
Kacena, sabiéndose dueña de la situación, se movió un poco, de modo que el masculino pene quedó entre sus piernas, rozando sus húmedos y calientes labios vaginales. Kacena miró a su amante directamente a los ojos y vio el fuego del deseo ardiendo en ellos, lo que la hacía sentir aún más poderosa. Bajó su mirada hasta el pecho del romano y vio la fina línea sangrienta, volvió a mirar a Aecio con picardía, este cerró los ojos y suspiró como si quisiera darle permiso a la muchacha para que ejecutara el siguiente paso. Kacena no se hizo derogar y acercó su lengua al trazo sangrante que se extendía desde el masculino cuello, lo lamió suavemente, descendiendo a través de él hasta el pezón y de nuevo lo mordió, pero esta vez ejerciendo más presión con los dientes.
¡Ah! gimió Aecio al sentir el dolor.
Kacena se dirigió al otro pezón y también lo mordió presionando con los dientes. Aecio volvió a gemir dolorido. Pero su sexo se movió palpitante entre las piernas de la muchacha, chocando contra los húmedos labios vaginales, aquel juego le excitaba, sin duda, así que la muchacha decidió continuar. Cogió de nuevo la daga y siguió arañándole desde el pezón hasta su pubis. La sangre empezó a brotar con rapidez.
Entonces Kacena, decidió cambiar de posición, situó sus piernas a ambos lados de la cabeza de Aecio, atrapando los brazos con ellas y mostrándole el húmedo sexo al romano. Lamió la roja raya de sangre, que acababa de dejar sobre la morena piel del hombre, y cuando llegó al pubis, se detuvo. Aecio expectante y excitado, esperaba el siguiente movimiento de la muchacha. Kacena se irguió y le ordenó al romano:
Lámeme.
Aecio estiró el cuello, sacó la lengua, la alargó hacía el húmedo sexo femenino y empezó a lamer. El sabor amargo penetró en sus papilas gustativas, era agradable y un pelín dulzón. Kacena suspiró al sentir la lengua pasando sobre sus labios vaginales y rebuscando entre ellos su clítoris. Arqueó la espalda cuando sintió que la lengua lo hallaba y los labios lo chupaban, succionándolo. Los dientes de Aecio mordieron con suavidad el erecto apéndice de la muchacha y esta se estremeció volviendo a arquear la espalda, y dejándose vencer hacía adelante, apoyó las manos a ambos lados de las caderas de Aecio. El erecto falo masculino se erguía ante su boca, vibrante y enardecido, deseoso y anhelante, por lo que abrió los labios y guiándolo con una mano se lo introdujo. Mordió el glande, primero suavemente, y luego un poco más fuerte. Aecio se convulsionó y emitió un leve quejido dejando de morder el clítoris femenino, cuando Kacena dejó de ejercer presión con los dientes, el volvió a acercar sus dientes al clítoris y lo mordió, haciendo que también la muchacha se quejara al sentir la presión. Así iniciaron un divertido juego, en el que cuando uno mordía el otro dejaba de hacerlo. Aquel juego no hacía más que excitarlos cada vez más, haciendo que se desearan el uno al otro, pero provocando también que ambos trataran de alargar el juego, como si de una pelea se tratara, esperando ambos a ver cual de los dos se cansaba antes, declarándose perdedor.
¡Basta! gritó Kacena a punto de alcanzar el orgasmo.
Apartó su sexo de la boca del muchacho, se puso en pie, buscó otra de las cuerdas que había dejado a un lado, se situó sobre las rodillas del muchacho y con la cuerda rodeó el sexo y los huevos de Aecio, hizo un nudo y lo apretó, haciendo que el masculino miembro se alzara y se pegara a los huevos.
Aecio gimoteó. Kacena le miró a los ojos. Volvía a tener el control de la situación y eso la excitaba aún más que cualquier otra cosa. Acercó su boca a uno de los huevos y lo mordió, el muchacho se estremeció, aquel juego le excitaba mucho más que cualquier otra experiencia que hubiera tenido antes. Deseaba a aquella mujer, y hubiera deseado cogerla entre sus brazos, tumbarla sobre la alfombra y penetrarla sin tregua hasta dejarla exhausta, pero no podía, era ella la que tenía el control y tenía que dejarla hacer.
Kacena aflojó la cuerda, besó un huevo, luego el otro, lamió el glande y sintió como el pene vibraba en su boca. Volvió a apretar la cuerda y Aecio gimió otra vez. La malévola sonrisa de Kacena se dibujó en su rostro. Estaba disfrutando, sin duda. Torturar de aquella manera a su amante, la excitaba más que imaginarse cabalgando sobre aquel erecto falo. Aflojó la cuerda otra vez y chupó los huevos, los lamió y quitó la cuerda, lamió el glande, se lo introdujo en la boca y lo chupó, trago aquella verga hasta la mitad, saboreándola, lamiéndola y sintiéndola chocar contra su paladar. Aecio gimió de placer esta vez, sintiendo la caliente boca engullendo su virilidad. Y cuando empezaba a sentir las oleadas de placer concentrándose en su entrepierna, la princesa guerrera abandonó el sexo. Situó el suyo sobre él, guió la erecta verga hacía su húmedo agujero y se dejó caer sobre ella.
Ambos suspiraron al sentirse el uno dentro del otro. Kacena acercó su boca a la de Aecio y ambos se besaron con furia, se mordieron los labios, se estrujaron las lenguas. Aecio empujó hacía la pelvis de Kacena, necesitaba sentirse más dentro de ella, pero la muchacha, para castigar su atrevimiento se elevó haciendo que el masculino falo saliera de ella.
¡No! le gritó - ¡Soy yo la que decide cuando y como lo hacemos! ¿De acuerdo, romano?
Aecío afirmó con la cabeza. Kacena restregó su sexo sobre el sexo masculino. Deseaba volver a sentirlo dentro, pero quería alargar aquello, enseñarle a su amante, que era ella la que controlaba la situación. Por eso cogió la daga que estaba junto a la cadera del muchacho y posando la punta sobre un pezón, lo pinchó.
¡Ay! se quejó Aecio, pero a la vez su sexo saltó colisionando con la vulva de la muchacha.
Cuando quitó la daga de la herida brotó una gota de sangre, Kacena acercó su boca, la chupó y succionó, y de nuevo el masculino falo brincó entre sus piernas. Así que lo cogió de nuevo, lo guió hasta su agujero y se lo introdujo. Suspiró al sentirse llena de nuevo, miró a Aecio y empezó a cabalgar sin dejar de mirarle a los ojos. Sus senos se bamboleaban en un delicioso baile de placer, lo que hacía que Aecio se excitara, sobre todo porque deseaba tocarlos, acariciarlos y estrujarlos con sus manos y no podía. Aquella situación tan excitante y decepcionante a la vez, hacía que se excitara hasta el extremo de sentir como su sexo se hinchaba dentro de la húmeda y resbaladiza vagina femenina, y los huevos le dolieran por el deseo. Kacena se daba cuenta de eso, y se movía con extrema lentitud sobre el erecto falo, subiendo y bajando despacio, tratando de alargar el momento y de provocar que Aecio volviera a empujar contra ella. Pero Aecio trataba de controlarse a pesar de que aquel autocontrol requiriera un enorme esfuerzo por su parte. Kacena se movía despacio, Aecio la miraba extasiado, tratando de pensar en otra cosa, para no perder el dominio de si mismo.
Entonces Kacena empezó a cabalgar sobre el hombre al galope, como una experta amazona, lo que hizo que Aecio perdiera el control y empujara contra la pelvis de su amante. Kacena se declaró vencedora del asalto y sacando el masculino sexo del suyo de nuevo le dijo:
Has vuelto a olvidar quien manda aquí.
Aecio no dijo nada. La muchacha se puso en pie y le ordenó a su amante.
Date la vuelta y ponte boca abajo.
Aecio obedeció. Kacena se sentó sobre la mitad superior de las piernas del muchacho, con la daga en la mano. Cogió la daga por la hoja y con el mango empezó a penetrar entre las nalgas de Aecio.
¡Ah, no! gritó él.
Recuerda quien tiene el control, debes recibir tu castigo - apuntó la princesa Sabes que no te haré más daño del que puedas soportar.
Tras decir eso, acercó su boca a la redonda nalga del muchacho y la mordió. Aecio pegó un pequeño respingo de excitación. Kacena siguió introduciendo la daga entre las nalgas del romano, que ella misma separó con la mano que tenía libre. La empuñadura fue descendiendo hasta alcanzar el ano del muchacho. Kacena acercó su lengua al agujero, lo lamió e hizo lo mismo con la empuñadura de la daga. Aecio gimió de placer esta vez, sentía su verga dura y excitada ante aquella nueva experiencia, de repente deseaba que la hermosa princesa ejerciera su castigo. Un nuevo gemido de excitación hizo de Kacena se atreviera a apretar con la daga sobre el oscuro agujero masculino y la punta de la empuñadura entró con suavidad. Aecio emitió un pequeño quejido de dolor, pero se mordió el labio inferior al sentir aquel quemante resquemor en su virgen agujero. Kacena movió la daga en sentido rotatorio y entró un poco más. Aecio se mordió el brazo esta vez, tratando de acallar el quejido. Kacena volvió a mover la daga haciéndola girar, pero si empujar hacía dentro. Lamió alrededor de la daga y siguió moviéndola, en pocos segundos el agujero ya se había acostumbrado a aquella invasión y Aecio empezó a sentir un placer agradable y distinto a cuantos había sentido con anterioridad. Su falo estaba más duro de lo que jamás había estado y deseaba sentirlo caliente y reconfortado dentro de la vagina femenina. Kacena, movía la daga, sonriendo por su victoria y deleitándose con los gemidos de placer del muchacho. Cuando consideró que el castigo era suficiente, sacó la daga del agujero, la tiró a un lado, giró a Aecio poniéndolo boca arriba y sin más dilación. Cogió su sexo erecto y se lo clavó hasta el fondo. Se tumbó sobre Aecio, lo besó, le desató la cuerda de las muñecas y dejó que la abrazara.
Sus cuerpos empezaron a acoplarse el uno al otro con gran facilidad, el deseo danzaba entre ellos, desesperado y furioso. Se sintieron, se amaron, se poseyeron el uno al otro en un baile de igualdad. Las manos de ambos recorrieron el cuerpo del otro, se amaron con nunca antes habían amado y sus ojos no dejaron de mirarse. El fuego de la pasión quemó sus cuerpos. Ambos cabalgaron, ella sobre él, él bajo ella, penetrándose, sintiéndose, amándose, hasta que ambos al unísono alcanzaron el éxtasis. Cuando sus cuerpos dejaron de convulsionarse se quedaron inmóviles, se besaron con ternura, pero ninguno de los dos dijo nada. No les hacía falta hablar, a través de sus ojos entendieron lo que sentían. Sabían que a partir de ese momento iban a ser inseparables, porque ambos habían encontrado en el otro lo que andaban buscando.
Erótika (Karenc) del grupo de autores de TR.