Los hermanos sean unidos y calientes

Daiana ejerce con su hermano Lucas toda su maestria para someterlo a sus mas bajos instintos.

Basado en la las obras de Andrés Rivera

Córdoba, ciudad católica, donde los taxistas cuando pasan por la iglesia se persignan. Ciudad católica donde las jovencitas, de escotes pronunciados y culos respingados sienten deseos, le arden, los deseos, sexuales, intensos. Allí duraban, Lucas y Daiana, presos de las limitaciones y de las lujurias de sus cuerpos jóvenes y tiernos.

Daiana, el pelo negro, que cae, lacio hasta la mitad de la espalda. Y brilla, el pelo negro, lacio de Diana, y es perfumado, conspirador a las pasiones más indecentes de Lucas, que huele el pelo negro azabache de Daiana.

Los dos viven en una pieza, la misma que le entregaron a Don Benavidez por ser policía herido en servicio. Y ahí estaban Lucas, con su brisa tibia en los arbustos amarillos de su cabeza. Inmóvil Lucas, ante la hermana que se acariciaba su pelo húmedo, recién lavado. Ya era mujer, Daiana. Ya le crecía un pelo suave entre sus piernas, donde le nacían las piernas, un poco mas abajo del ombligo. Y se excitaba acariciarse su pelo negro, suave. Las curvas de su cuerpo le excitaba tocarse.

Inmóvil Lucas, ansioso de aspirinas para su dolor de cabeza, observaba la desnudez pecaminosa. No distinguía los conceptos morales sobre la familia, aquella rectitud de los cuerpos desnudos, afiebrados, de dos hermanos.

Daiana, le ordenaba con voz arrulladora: los pies, Lucas, béselos, chupelo s.

La orden que Lucas cumplía sin objetar, levantando las piernas de su hermana, sintiendo su olor, su humedad. Los dedos de los pies, suaves, perfectos, en la boca de Lucas, con saliva chorreando y la excitación de Daiana, que acariciaba su pelo lacio, negro y gemía.

Era una hermosa mujer, Daiana. Obligaba a Lucas a ser su esclavo cada minuto del día y de la noche. Como lo era hasta donde Daiana podía recordar. Daiana sabia que Lucas no pensaba, no por que no quisiera. Lucas no sabía lo que era pensar.

Cuando Daiana le susurraba, palabra por palabra, alguna orden a Lucas, una brisa tibia transitaba la mata de arbustos amarillos que los huesos de la cabeza protegían.

En la habitación de la casa de Don Benavidez, la joven de pelo negro, y de tetas crecidas y enormes, le susurraba sus deseos al hermano que no pensaba. Y el hermano ya exhibía un bulto gigantesco entre las piernas de su jean.

-¿Me va a hacer caso? Prométamelo, quiero que me coja bien, entendió, como usted sabe, antes de que mami se enoje.

Lucas iba hacia la oscuridad, hacia la voz susurrante y lenta de su hermana. Y un fino hilo de baba descendía de sus labios. Las piernas firmes de Lucas y un dolor de cabeza que persiste.

El bulto entre sus piernas era cada vez más grande y no le importaba otra cosa que satisfacer las órdenes que se le decretaban.

-Venga conmigo, no haga que mami se enoje, decía Daiana, altiva y pretenciosa. Y boca arriba en el colchón, con sus dedos que se introducían en su raja rosada, ordenaba que le satisficieran sus deseos.

Bájese los pantalones, que mami esta caliente. Quiere sentir su pito duro ahora.

En la fatiga silenciosa de la noche cordobesa, Lucas bajaba su jean y sus calzoncillos hasta su rodilla y se acercaba lentamente hacia ella. Daiana, esperaba inquieta con la mano dentro de su vagina rosada.

Daiana acarició el miembro de Lucas y se erizo esa mata de pelo rubio. Igual que su verga, tiesa y venosa que tanto veneraba Daiana. Durante un buen rato la tuvo entre sus labios. Era grande y su boca apenas podía comerla hasta la mitad. Toda esa carne no entraba entera. Lucas apenas suspiraba y su hermana arrodillada entre sus piernas, lamiendo, chupando, con pasión y astucia, como su madre o su maestra en los inicios sexuales.

¿Le gusta?, dijo Daiana y por fin Lucas respondió con un si enérgico. Daiana sacó la verga fuerte de la boca, respiró profundamente y volvió a atacar la preciada carne, la carne empapada de saliva. ¿ Le va a dar a su reina toda la leche calentita que tiene?. Y Lucas, sin pensar en nada, asentía con la cabeza.

Paró la faena Diana. Su cuerpo hervía, también su vagina rosada que pedía a gritos que la calmaran.

Buen cuerpo usté, Lucas… que verga linda tiene. Venga póngalo acá. Daiana se acostó boca arriba, sosteniendo sus tetas crecidas y enormes.

Ahí Lucas póngala, reviente a su reina, cógesela bien.

A Lucas, que es obediente, se le erizaban los arbustos amarillos en su cabeza. Y penetraba con furia. Toda la verga erguida dentro de su hermana que gemía y pedía: más, más y más.

El calor era insoportable en Córdoba. Los cuerpos, uno detrás de otro, de los hermanos estaban transpirados, exhaustos. Lucas seguía, no se cansaba de darle placer a Daiana. No se aburría de tomarla de las caderas y bombearle su carne rigurosa.

La habitación, de la casa que al padre, Don Benavidez, le habían entregado como policía retirado, era un infierno por el calor cordobés. El infierno era el culo de la joven de pelo negro perfumado. Lucas abrió sin suavidad ese culo estremecido. Lo abrió con sus dedos para colocar su sexo erizado. Los gemidos transformados en gritos.

Si, s iga hijoputa siga, rómpale el culo a mami, entendió?

Paró la penetración, Lucas. Sintió el orgasmo que atravesaba todo su cuerpo, desde sus pies grandes hasta la mata de arbustos amarillos que sostenían su cabeza.

  • ¿Obedézcame usté, le va a dar leche a su reina? -preguntó Daiana y su hermano no dijo nada, solo tomó su sexo y lo sacudió con fuerza, lo agitó hacia la cara sonriente. Daiana se sintió satisfecha. Su cara repleta de la leche calentita que había reclamado. Se sintió una reina, ella. Se siente, una reina, cada vez que su Lucas le obedece y le desparrama su semen viscoso y candente.