Los hermanos sean unidos y calientes (2)

Nuevamente Daiana vuelve a buscar a su hermano para su deseos sexuales.

Daiana se sintió satisfecha. Su cara repleta de la leche calentita que había reclamado. Se sintió una reina, ella. Se siente, una reina, cada vez que su Lucas le obedece y le desparrama su semen viscoso y candente.

2da parte

Daiana se tiñó el pelo de rojo furioso y los ojos le brillaban. Daiana, con el nuevo rojo furioso en su pelo, suspiró luego de recibir el semen tibio de su hermano. El Lucas siempre esta cargado de lechita se decía por lo bajo Daiana. La limpió, con paciencia, con una suavidad que nunca tuvo. La verga, todavía tiesa, con restos de semen viscoso dentro de la los labios pintados de rojo bermellón de Daiana.

La casa de Don Benavidez era el anhelo de su hija. Don Benavidez era un policía retirado, amante e inclemente con las putas. Y Daiana sabía lo que quería y lo que no quería. No pensaba un destino de muchacha que abría las piernas por veinte pesos; no imaginaba terminar humillada como las muchachas que pagaba su padre. No quería acabar como las pibas golpeadas, cogidas por vergas, pequeñas, exorbitantes, venosas, que entraban y salían de sus conchas ardientes, por solo veinte pesos. Daiana no quería eso.

Sobraba Don Benavidez en la casa. Daiana, de pelo rojo furioso, quería ser la mujer de un doctor que ganase un sueldo mensual que la hiciera olvidar los apuros económicos. Un doctor cuya fotografía apareciese en el diario. Un tipo que se extasiara cuando se la chupara. Daiana sabía lo que quería.

Lucas abrió la puerta y dejó pasar a una chica la habitación de la casa de don Benavidez. Su hermana había salido. En Córdoba el calor continuaba implacable. La pieza olía a fritura y a perfume barato. Lucas no olía, tampoco pensaba. Hizo una seña a la muchacha de labios gruesos que comenzó a desvestirse. Nunca hay que confiarse de las putas, decía su padre. Y Lucas sacó sus botas y sus bluejeans, y sostuvo con una mano su sexo generoso. Lucas, acostumbrado a las órdenes, a la obediencia, solo hizo una seña que la muchacha supo entender. Otro pedazo de carne amparado entre sus labios por miserables veinte pesos. A Lucas no le importaba, tenía fiebre y le dolía la cabeza, pero no le importaba. Es obediente, Lucas, pero esta vez no obedecía. Clavaba la verga con violencia y la muchacha se atragantaba. Por veinte pesos, el sexo exorbitante chorreaba saliva por toda la carne embelesada.

Llegó la hermana, a la habitación que olía a fritura y a perfume barato. Llegó Daiana, con sus tetas crecidas y enormes apenas vestidas con una blusa azul. Se quedó parada viendo como su hermano se instalaba entre unas piernas abiertas. Sintió celos Daiana. Y no celos de infidelidad. Le calentaba la escena de su hermano cogiendo con una puta, pero le disgustaba que no la obedecieran. Siempre le dijo a Lucas que ella era la reina, aquella ama a la que había que subordinarse. Daiana siempre fue paciente con Lucas y Daiana, paciente, murmuró: A veces no entiende Lucas ...

A Lucas no le importó el depresivo abandono que ocupó la cara de la muchacha, mientras subía sus jeans y se cerraba la bragueta. No te fíes de las putas le decía Don Benavides, su padre, mientras compartían unos vasos de ginebra.

Daiana había contemplado impasible a su hermano. Vio, Daiana, como llenó de perversión el culo respingado de la muchacha. Vio, como por veinte pesos, su hermano bombeaba sin contenerse un segundo el culo respingado de la muchacha.

-Malo usté Lucas, dijo Daiana, no le dejó nada a su reina. Que me hizo usté...

Y Lucas, que la miro impasible, no le dijo nada, solo bajo la vista y tocó con su mano la frente. Volvió aquella brisa tibia que transitaba la mata de arbustos amarillos. Tenía fiebre Lucas y no dijo nada.

Daiana sabía que quería y que no quería. Muerto Don Benavides, ella, su hija menor, se quedaría con la casa que le dieron al padre por un acto de servicio en la policía. Cobraría, además, la jubilación del finado.

El sol volvía otra vez impiadoso. En la mañana, Lucas colocaba minucioso unas gotas incoloras de un frasco de vidrio. Esa mañana y cada mañana, Lucas colocaba las gotas incoloras en el mate de Don Benavides. Por las tardes, calurosas las tardes cordobesas, depositaba Lucas las gotas en los vasos de ginebra. Lucas, como siempre, obedecía órdenes.

Inexorable, el veneno, desfiló por los intestinos de Don Benavides durante unas semanas. No hubo autopsias. Nadie sospecharía del amor de sus hijos. ¿Para que una autopsia para alguien que dio la vida por la institución policial?

Daiana, teñida de un rojo furioso, llamó a su hermano que en la cocina tomaba mate.

-¿Va a venir con su mami uste? - le dijo Daiana que lo estaba esperando con ropa interior negra. Y Lucas se dirigió lento, cabeza al frente, a la habitación donde su hermana lo esperaba, ansiosa, con la ropa interior negra.

-Poneme esas medias, susurró Diana, y señaló un sobre transparente en el suelo de la pieza. Lucas extrajo las medias del sobre transparente, y las alzó, y las miró en la luz que aún persistía en la habitación.

  • Son medias de puta –murmuró, ronco Lucas

  • Vos poneme las medias-respondió sonriendo Diana

A Lucas se le escapo un hilo de baba por entre los labios, puso las medias y beso los pies de su hermana como otras tantas veces. Daiana se masturbaba despacio, sintiendo la presión de la punta de sus dedos. La concha ardorosa sintiendo los dedos de Daiana que entraban y salían con fuerza. Y Lucas besaba los pies, con paciencia. Lucas, que obedecía órdenes, enajenaba a su hermana de placer.

Daiana abrió más las piernas. Corrió la tela negra de la entrepierna y ordenó: chupe, uste, ya sabe, chúpela. Y la cabeza afiebrada de su hermano se encajó ahí. Uso la lengua Lucas, uso la lengua que succionó los labios vaginales, encastrados de jugos los labios vaginales de Daiana.

Cuando no pudo aguantar más, Daiana se estremeció y descargo su orgasmo frenético en la boca de su hermano que no podía dejar de lamer. Lucas obedecía. Y chupaba, le chupaba la concha a la reina que gozaba como no lo hacían las putas que su hermano frecuentaba

Acostate ahí, ordenó Daiana y su hermano se sometió a la exigencia. La verga de Lucas seguía tan gigantesca y dura como siempre. Y Daiana se sentó ahí con premura, la sintió toda entera mientras se movía hábil, notando como sus manos apretaban el pecho afiebrado de su amante, de su esclavo habitual. Daiana movía su cabellera roja furiosa. También sus tetas crecidas y enormes se movían. Ella sabía lo que quería. Daiana sabía gozar