Los extraños anales de Júlia (02)
Segundo capítulo. Las masturbaciones.
Recordar con detalle y orden preciso cosas que una hizo hace tanto tiempo no es fácil. Recuerdo la primera masturbación en el sofá, con los pantalones y las bragas en los tobillos. Había sentido ya "cosquillas" en la ducha, pero era algo totalmente casual, y sin entretenerme más de unos segundos. Aquella primera vez, en cambio, fue totalmente a conciencia.
La humedad y contracciones que sentía desde hacía tiempo se volvían extremadamente intensas cuando cerraba las piernas con fuerza, o apretaba la vulva con la palma de la mano, por encima de la ropa. Inevitablemente, acabé metiendo la mano por dentro, multiplicándose la sensación. La ropa estorbaba, así que me baje primero los pantalones, en un par de minutos las bragas, y mientras me sobaba alocada y desacompasadamente frente al televisor, me corrí. Quedé desmadejada unos minutos, sorprendida, confundida, pero totalmente segura de algo: jamás me había sentido tan bien. Cuando fui recuperando la compostura, recuerdo haberme olido los dedos, extrañada.
A partir de ese momento, el recurso de la película no fue tan constante, y mis masturbaciones, casi diarias. Prácticamente todos los días, era lo primero que hacía al volver del colegio. A medida que pasaba el tiempo, fui perdiendo los temores a ser descubierta, y a sentirme bien con lo que hacia. Me creía más mayor, más madura, distinta a las demás chicas, y mucho más segura.
A temporadas dejaba de hacerlo, para volver con fuerza durante unos días, a tres o cuatro pajillas diarias, y luego coger un ritmo más normal. Aprendí a hacer el mínimo ruido cuando me masturbaba con mis padres en casa, abriendo el grifo cuando lo hacía en el baño, o boca abajo en mi cama por las noches, mordiendo la almohada, por si se me escapaba algún gemido delator.
De las primeras puramente físicas, recreándome en las sensaciones, fui pasando a crearme locas fantasías, en las que era sodomizada por un chico mayor del colegio, o chupaba ansiosamente las pollas del actor o grupo musical de turno. En estas últimas, me metía tres dedos en la boca a modo de polla, que intentaba mantener inmóviles para obligarme a mover la cabeza, y lamerlos de arriba a abajo.
En esa época, empece a dejar de ir con mis padres a todas partes, y quedándome sola los fines de semana cuando se iban a comer o a cenar con amigos, al cine... Eran esos momentos cuando me sentía lo suficientemente tranquila como para poner mi película y entregarme a largas sesiones masturbatorias, desnuda, estirada sobre mi albornoz para no dejar manchas en el sofá. El absurdo miedo al embarazo y a perder la virginidad en un acto onanista, hicieron que fueran pocas las veces que me hurgara en la vagina con algún dedo, y jamás me introduje nada. Pero al cabo de un tiempo empecé a sentir la necesidad de meterme algo en el cuerpo.
Y los rotuladores gruesos, esos de subrayar, fosforescentes, fueron la primera opción, y por supuesto, por el culo; antes incluso que un dedo. Los chupaba bien, y masajeaba el esfínter con dedos bien ensalivados, y procedía a meterme el rotulador. la nula dilatación y escasa lubricación lo hacían doloroso al principio, y molesto hacia el final, pero los estruendosos orgasmos que conseguía, mucho más intensos que con las caricias, hacían que no me echara atrás.
Lo que si empezó a no gustarme era cuando los manchaba, y por más que lavara el rotulador, el olor a mierda quedaba como impreso durante un par o tres de días. Una de esas tardes, el olor me empezó a cortar el rollo, así que, desnuda como estaba, me dirigí a la ducha a lavarme bien. Gradué el chorro de la alcachofa de la ducha para que saliera estrecho y con fuerza, ya que el agua más repartida apenas hacía nada. En cuclillas, tuve que apretar bien el chorro en mi culo para conseguir que entrara, produciéndome una extraña y contradictoria sensación. Solté el agua sucia y con pequeños restos de excrementos y repetí un par o tres de veces, hasta que el agua salió totalmente limpia. La sorpresa me la llevé al llevar mis dedos al culo: estaba totalmente abierto, como una flor, pero mis dedos no entraban sin ocasionar molestias. Escupí en ellos abundantemente, y me metí un dedo, dos, tres... Jugueteé admirada con mi culo, lo estiré, movía los dedos como haciendo cosquillas por dentro, y empecé a meterlos y sacarlos. Para esos momentos, me sentía más cachonda que en toda mi vida, y me masturbaba frenéticamente con mi mano izquierda mientras metía cada vez con más fuerza y velocidad los tres dedos en mi culo. El orgasmo casi hace que me cayera. Me sequé como pude y volví al salón, donde me masturbé de la misma forma, pero frente al televisor, estirada, con las rodillas en mi pecho.
Poco a poco fui conociendo mi cuerpo, mis reacciones, cómo se comportaba mi culo. Me estrujaba las tetas, cada vez mayores y cada vez menos dolorosas, me lamia los pezones, y empecé a usar todo tipo de cosas en mi culo. Pasaron los mencionados rotuladores, zanahorias (me encantaba que se fueran agrandando poco a poco, pero el terror de que se rompieran en mi interior, cosa que nunca pasó, hizo que no las usara a menudo), velas (mi objeto preferido, durante bastante tiempo tuve una guardada en el escritorio de mi habitación), y un bote de desodorante cuando me sentía aventurera. En unos meses, sabia qué cosas de casa estaban descartadas como lubricantes y qué otras eran útiles, ya que aguantaban más tiempo la lubricación y no me daban escozores. Alternaba entre algunas cremas, margarina, mantequilla, aceites... Todo para que no resultara demasiado sospechoso que se agotara tan rápido.
La época más frenética en cuanto a mis masturbaciones anales fue al acabar el curso. Un mes sola en casa todo el día (obviamente menos cuando quedaba con amigas, que desconocían completamente mis solitarias aficiones) me sirvió para andar desnuda casi todo el tiempo, metiéndome de todo, y probando distintos lugares de la casa y posturas: colocando una vela o el desodorante en una silla y empalarme, para saltar mientras me frotaba el clítoris, de rodillas, de pie contra la pared...
Fue en esos días cuando mis fantasías de ser forzada por uno o varios chicos se hicieron más intensas. Me imaginaba inocente y virtuosa, muy enamorada de un chico que, con engaños, me llevaba a su casa, donde estaban esperando sus amigos, y me obligaban a chupársela a todos, para después casi arrancarme la ropa y follarme el culo violentamente por turnos mientras otro me follaba la boca, a pesar de mis quejas y súplicas. Supongo que era una manera de decirme a mi misma que nada de eso estaba mal, ya que no era culpa mía. Días después, estaba en el coche con mis padres, como cada año, a punto de pasar un mes entero en el pueblo.