Los empleados de mi padre (9)

Comenzaban a desvelarse muchas cosas

Acostado sobre una de las camas del cuarto de invitados, Vitín me pareció más frágil y tierno que nunca. Llegué a sentir pena. Por él; por mí; por nosotros. No me arrepentía de lo que acababa de hacer con Sergio, aunque sí que hubo algo de culpabilidad por el sufrimiento que le causaría enterarse de la escena que aconteció en la bohardilla con la persona en la que pensaba cuando estaba junto a Vitín. Tenía que apiadarme de él y acabar con algo que a ninguno nos daba ya satisfacción alguna. Ojos Azules quizá fue el detonante, la última gota que colmó el vaso, aunque antes de nuestro encuentro, la relación entre Vitín y yo estaba más que consumida. Llegó el momento de ser consecuente, de corresponder de manera lógica entre mi incoherente conducta y mis difuminados principios.

Descansaba con su torso desnudo, mostrando un cuerpo incomparable al de Sergio, pero que siempre me pareció atractivo. Sus ojos cerrados no dejaban ver su brillante verdor, y en su semblante reposado se vislumbraba cierto grado de satisfacción. Le llevaron a dormir porque se había pillado un buen pedo. “No ha parado de echarse cubatas” aclaraban sus compañeros. Quizá fue por eso que dicen de beber para olvidar. Tal vez porque se sentía eufórico por su liberada sexualidad o por nuestra reciente reconciliación. Pero cualquiera que fuese la razón aguijoneaba algún rincón de mi conciencia. Me parecía tan vulnerable como una figura de cristal. Tanto como me sentía yo al lado de Sergio, expectante a que en algún momento pudiera romper mi corazón como haría yo con el de Vitín. Puede que yo me lo mereciese, pero no él.

En el jardín todo transcurría con normalidad. Hombres y mujeres seguían separados. Mi padre se había subido a dormir la siesta. Sergio se había integrado en el grupo de los machos con una copa en la mano. Y yo, al sentarme y encontrarme con los ojos de Paco, me sentí castigado por su mirada. Quizá esperaba un gesto de aprobación por su parte. Pero no llegó. Tuve la impresión de que me había perdido algo. La sensación de que se hizo el silencio a mi llegada. Puede que fuese el remordimiento queriéndome jugar una mala pasada. Me asaltó la duda de si Vitín ya se había enterado de lo ocurrido. Deseché la idea de que Paco le contara algo. Quizá subió para buscarme. O quizá no sabía nada. Demasiadas dudas y elucubraciones que me apartaban del estado de bienestar que Ojos Azules me había regalado minutos antes.

-¡Vaya melopea se ha pillado Vitín! – dijo Rafael, uno de los empleados.

-Ya te digo, estaba eufórico – corroboró otro.  –No paraba de decir “Ángel por aquí, Ángel por allá” – continuó.

-Lo que no he entendido es lo que ha dicho de Sergio – manifestó Rafael.

Se hizo de nuevo el silencio. Noté miradas furtivas entre algunos de ellos. En especial la de Paco. Quería decirme algo pero no alcanzaba a comprender qué.

-Bueno, ¿jugamos o qué? – preguntó Amador con la clara intención de querer cambiar de tema.

-Voy a por hielo antes – anunció Paco.

-Deja, ya voy yo – pedí.

-Da igual Ángel, si tengo que ir al baño también.

-Pues ve tranquilo. Ya traigo yo el hielo. ¿Falta algo más? – pregunté a todos los de la mesa fijando mi mirada en la de Sergio, tan turbado como yo.

De nuevo en la cocina Paco volvió a ser mi confidente. Le pregunté qué había ocurrido mientras yo estaba arriba con Sergio y a qué venía el comentario de Rafael. Él también me preguntó por lo acontecido en la bohardilla. Y me aclaró que Vitín no había subido y no sabía nada.

-Estaba muy borracho, Ángel – empezó. Ha dicho infinidad de veces lo mucho que te quería, y se lamentaba de que tú no sintieras lo mismo por él. Se ha culpado de todo, argumentando que el comienzo de vuestra relación no fue bueno, que quizá estuvo marcado por sus agobios, por sus celos y por sus meteduras de pata. Entre ellas, ha reconocido que fue él quien desveló lo tuyo con Sergio en el cuarto de vigilantes. Y que él mismo le dio tu número de teléfono a Sergio para que te llamara, dando a entender  entonces que fuiste tú el que propagó el rumor. En ese momento se ha puesto muy mal, casi lloraba como un chiquillo. Y no paraba de beber. Se lamentaba de no ser como Sergio, y envidiaba lo que sientes por él, acusándose de no haber sido capaz de enamorarte de la misma manera.

Ojos Azules irrumpió en la cocina interrumpiendo la explicación de Paco.

-Quiero saber qué ocurre – afirmó. Qué ha dicho Vitín de mí y por qué estabais todos tan raros.

Paco me miró como pidiéndome permiso para contarle lo mismo que me acababa de decir a mí, pero me adelanté.

-¿Por qué nunca me dijiste que Vitín te dio mi número cuando me llamaste la primera vez?

-No sé, daba igual ¿no?

-Hombre, hubiera aclarado muchas cosas.

-No lo creí necesario. ¿Insinúas que fue él quien contó lo nuestro?

-Eso parece – contesté.

-¿Y qué ganaba él con eso?

-Llamar la atención, supongo. No lo sé.

-Esto parece un culebrón venezolano – dijo Paco sin mucho tono de broma. Y a mí me pilla todo en medio – se lamentó. –Voy a sacar el hielo.

Ojos Azules y yo nos quedamos de nuevo a solas.

-¿Por qué dice Paco que está en medio? – preguntó.

-Bueno, es amigo mío y le cuento cosas, y al pobre le toca lidiar entre unos y otros.

-¿Paco es amigo tuyo? – inquirió extrañado.

-Sí, ¿por?

-Por nada, no lo sabía. ¿Entonces qué ha pasado con Vitín?

-Pues se ve que ha contado que fue él quien dijo por la empresa que tú y yo…ya sabes.

-¿Y ahora se arrepiente?

-No sé si será arrepentimiento o no. El caso es que se siente mal. Aunque no sé si esto cambia algo.

-¿Le vas a dejar?

-Oye, ¿por qué has bajado tan rápido antes de la bohardilla? Cuando he salido del baño esperaba encontrarte allí aún – pregunté con la clara intención de dar un giro a la conversación y centrarme en lo que realmente me importaba, que era él.

-Por no levantar sospechas.

-¿De quién?

-Pues de Vitín precisamente. De tu padre. Del resto de empleados…

-Veo que te importan todos menos yo – le recriminé.

-No es eso – se quedó pensativo un instante. – Ángel yo…

-¿Otra vez? – le interrumpí imaginando las palabras que se disponía a pronunciar. –Lo sé, no quieres hacerme daño. Ya he escuchado eso antes.

-No era eso. Quería decir que no quiero ser el culpable de que vosotros…bueno, ya sabes, de que dejes a Vitín por mí.

-Entre Vitín y yo hace tiempo que no hay nada que dejar.

-¿Qué va a pasar entonces?

-No lo sé. ¿Tienes tú alguna idea? – le pregunté sagaz.

-Será mejor que salgamos – concluyó.

-Te daría un beso antes – dije con cierta timidez.

-Nos puede pillar alguien.

-Podemos perdernos de nuevo – volví a sugerir ya sin tanta timidez.

-¿En dónde?

-¿Subimos a mi habitación?

-Eres insaciable – expresó Sergio en tono pícaro.

-La culpa es tuya y lo sabes.

-Somos muy mala gente, Ángel. ¿Qué pasa con Vitín?

-Está durmiendo – dije intentando restar importancia aunque a sabiendas de que tenía razón y, al menos yo, no me estaba comportando de la manera más apropiada, incitando a Ojos Azules a echar un polvo en la habitación junto a la que descansaba el que aún era mi novio. –Joer tío, es la primera vez que soy infiel. No estoy acostumbrado a estas cosas.

-Ja, ja, ja. ¡Me encantas! Aunque esté mal decirlo dadas las circunstancias. ¿Te das cuenta de lo que estamos haciendo?

-Nada malo. Yo sólo hago lo que me apetece. Y ahora mismo me apetece…

Y entonces le susurré una guarrada al oído. Me sorprendí de mí mismo, pues no suelo hacer ese tipo de comentarios. Y mucho menos comportarme de aquella manera tan rastrera. Sergio subió hacia la bohardilla. Yo me detuve en el cuarto de invitados para comprobar que Vitín seguía durmiendo. Esta vez no me pareció tan débil, a pesar de su cara de niño. Frente a él me paré a pensar lo que suponía haberme enterado de que fue él quien propició aquella semana tan desagradable. Por su culpa discutí con mi padre. Por su culpa discutí con Sergio. Por su culpa todos los empleados de la empresa que había levantado mi progenitor supieron que el hijo del jefe era marica. Y que se acostaba con un vigilante. Y que además podría estar haciéndolo con el descerebrado informático. Me puse una falsa capa de resentimiento y me dirigí al encuentro con mi vigilante.

Sergio estaba borracho. Me recibió con una risa floja por alguna tontería que no recuerdo. Yo me uní a su contagiosa diversión. Ojos Azules tenía la extraordinaria capacidad de contagiar cualquier cosa que de él saliera. Con su sonrisa te evadías. Con sus carcajadas escapabas de cualquier preocupación. Y con su pecaminoso cuerpo te llevaba hasta las estrellas más lejanas.

-Ven aquí, Hombre Interesante.

Y yo acudí a su llamada como los musulmanes acuden al aḏān. En sus brazos invoqué mi propia oración, rezando y suplicando a algún dios misericordioso que permitiera que Sergio y yo permaneciéramos juntos. Me besó. Aquello sólo era el principio; nuestro particular génesis. Y aquella bohardilla se estaba transformando en un improvisado paraíso. Que nuestros besos nos separaran del mundo ya se había convertido en un ritual. Al juntarse nuestros labios, el tiempo se detenía sólo para observar lo felices que éramos. O al menos lo feliz que yo me sentía enganchado a Sergio, sintiendo su respiración al ritmo de la mía como una armonía perfecta. El resto del cuerpo permanecía inerte. Tan  sólo los ojos, contemplativos de esos labios de cristal que pudieran quebrarse o de ese rubio cabello que enmarcaba su rostro. La espera y la expectación parecían merecer la pena, pues dicen que aumentan el deseo, convirtiendo al beso en un baile sensual, con cierta delicadeza y dulzura, pero con la suficiente pasión para transformarnos a ambos en una presa a punto de desbordarse.

Llegó entonces el diluvio. Ambos nos sumergimos de nuevo en el océano de las sensaciones más tórridas. Ni la escena más sensiblera de Titanic podría igualar nuestra propia atmósfera. Ni un mitificado Leonardo DiCaprio transmitiría jamás lo que Ojos Azules era capaz de transmitir. Mi amante me quitó la ropa y me arrojó a un colchón que ya era nuestro cómplice. Me besó desatado cada rincón de mi cuerpo, evocando momentos que perduraban en el tiempo al igual que las ganas que tenía de Sergio se perpetuaban en lo más profundo de mi ser. Noté su lengua descender por mi barriga, dejando un surco de saliva y una estela con su esencia. Llegó hasta mi polla que ya se había activado gracias al cosquilleo que su lengua había avivado. Traté de averiguar lo que a Ojos Azules le pasaba por la cabeza, y saber así si estábamos en sintonía. Porque si sentía lo mismo que yo, en aquel momento seríamos las dos personas más dichosas del mundo. Mi hombre perfecto me estaba comiendo mi polla imperfecta trasportándome al éxtasis, a un estado en el que mi alma estaba completamente embargada por la alegría, el asombro, la lujuria y el deseo más inconcebible.

Advertía cómo su lengua recorría mi glande y se entretenía en él con calma perfilando un esbozo de vehemencia. Cómo me comía los huevos y cómo el vello respondía irguiéndose para atrapar su saliva. Sergio me complacía con tanta fuerza que parecía que a cada segundo sentía la imperiosa necesidad de correrme. Dicen que la lengua es el músculo más fuerte del cuerpo, pero desde luego, en aquel instante me parecía el más generoso para proporcionar placer. La volvía a sentir en cada milímetro de mi verga, y a sus dientes arrastrar cada resto que dejaba a su paso. El aguante de Sergio era encomiable, pues seguía aferrado a mi cipote sin dejarme disfrutar del suyo. Sus fuerzas no flaquearon y en un momento en que se la tragó entera, noté que me venía, que ya necesitaba soltar el poco semen que hubiera podido acumular desde la corrida de hacía un rato. Se lo hice saber, pero Ojos Azules no se apartó.

Y entonces descargué con ganas dentro de su garganta, estremeciéndome en silencio tratando de mitigar un gemido que hubiera supuesto un gran estruendo en toda la casa. Mi cuerpo se conmocionó exhalando un suspiro que casi me dejaría sin aire. Ahogando mis ganas de gritar envuelto en una atmósfera de total satisfacción. Pero fui capaz de tragarme mis propias ganas al igual que Sergio fue capaz de tragarse todo el fluido que pude soltar, encubriendo todo rastro de la que había sido una de las corridas más placenteras de mi vida. Aunque sin duda, la más fantaseada en cada uno de mis sueños. Ése que ahora se había convertido en realidad. Ése que siempre se proyectaba sobre la misma imagen de pelo rubio y ojos azules. Ese que en algún momento tomó forma de pesadilla o que me privaba de él dejándome solo ante una exasperante vigilia.

De nuevo en el jardín, Vitín me miró con ojos entristecidos. Con aquella mirada ambos supimos que el fin había llegado. La siesta le proporcionó descanso físico y la lucidez suficiente para recordar todo lo que había dicho antes de dormir. No sentí furia. No recuerdo bien cuál fue el sentimiento. Sólo sé que volví a actuar de una forma abyecta. O que al menos mi cabeza me llevaba a hacerlo, pues me escudé en que la culpa fue de Vitín. Quise autoconvencerme de que nuestra ruptura vino propiciada por lo acontecido aquella tarde. Pero no por mi infidelidad, sino que sumido en la más absoluta de las cobardías, di a entender que el desliz lo tuvo Vitín por contar lo que contó, y por comportarse de aquella manera un año antes. No era momento de pensar si debía mencionarle lo de Sergio o no. Se acabaría enterando, como siempre.

Me pidió que habláramos. No supe qué decirle. Él se disculpó y achacó su actuación a un ataque de celos porque, según él, me quería. Esta parte resulta tan difícil de entender como la comprensión de los propios celos. Ese sentimiento tan irracional, tan doloroso, tan presente en nuestras vidas. La fiesta se acabó para los dos. Le anuncié que ya me quedaría en casa de mis padres, que algún día pasaría a recoger mis cosas. Me imploró que lo hiciera estando él y yo le dije que ya vería, que quizá resultaba más fácil para los dos hacerlo mientras él estaba en el trabajo. Pero mentía. Era fácil sólo para mí, temeroso de que en algún momento la culpabilidad se apoderara de mi conciencia y me hiciera confesar. O que me obligara a hacerlo porque se enteraría. O porque me montaría una escena para convencerme de que lo intentáramos otra vez. O tal vez para desahogarse por fin y decirme lo vil y bellaco que fui.

Cuando nuestra conversación acabó deseé que se marchara cuanto antes y poder así volver con mi amado vigilante. Pero cuando salí de nuevo al jardín ya casi oscurecido no pude verle por ningún sitio. Marqué su nombre en el teléfono y no hubo respuesta. Pregunté por él a mi madre y no sabía nada. Recurrí a Paco con prisas y ansias por saber y tampoco pudo aclarar el paradero de Ojos Azules. Insistí de nuevo al móvil. Mis nervios se aceleraban y mi ansiedad se embalaba de nuevo, como cuando le perdí por primera vez. “No me hagas esto” pensé. No estaba en condiciones de enfrentarme de nuevo a otra escapada. Le necesitaba a mi lado para superar lo de Vitín. Para ayudarme a sentirme mejor persona y a persuadirme de que había hecho lo correcto, independientemente de que fuera por él o no.

No sólo me asaltaron las dudas, sino los temores de lo que pasaría si me hacía lo mismo que el año anterior. Era casi peor saber a qué iba a enfrentarme. Lo desconocido da miedo, pero en este caso asustaban mucho más las noches de insomnio buscando un porqué, las angustias más terribles, los deseos más irrefrenables porque vuelva. El perpetuo nudo en el estómago. La ansiedad, el ahogo, las ganas de llorar. Todo eso me resultaba aterradoramente familiar. Y ya no había un Vitín en mi vida que me ayudara a sobrellevarlo. Si Sergio desaparecía, mis ganas de seguir para adelante se iban con él. Confinamiento y apatía me esperaban. En mi soledad encontraría mucho espacio, mucho. Pero el tiempo jugaría en mi contra, haciéndose lento y cubriéndolo todo de telarañas.