Los empleados de mi padre (8)

El día de la barbacoa coincidía con el solsticio de verano, o sea, con el día más largo del año...

Sergio vivía en un edificio de mi ciudad destinado a los Guardias Civiles, pues su padre formaba parte de la Benemérita aunque en aquel momento estaba de baja intentando superar un cáncer. Su madre se dedicaba a hacer arreglos de ropa entre las vecinas del barrio porque había perdido su trabajo como modista en una conocida tienda de trajes de novia. No vivían mal a pesar de todo ya que en la casa sólo estaban ellos tres. Tenía una hermana mayor que se fue a vivir a Liverpool una temporada para aprender Inglés y allí se quedó tras conocer al amor de su vida, con el que se casó y tuvo dos preciosas hijas rubias de ojos azules, como su tío. Pedro, el padre de Sergio, era un Guardia a la vieja usanza. Un tipo duro por decirlo de alguna manera. Y por aquella razón Sergio se ocultaba bien en el armario, y según él, nunca levantó sospechas a pesar del hecho de que un tipo tan atractivo que se acercaba a los treinta no estuviera ennoviado y le diera al Sargento un nieto varón. Mi vigilante argumentaba por un lado la falta de tiempo para tener novia, pues había estudiado y trabajado a la vez desde que cumplió los dieciocho matriculándose en la Facultad de Derecho haciendo caso a su progenitor, que de ninguna manera quería que su hijo siguiera sus pasos. Por otro lado, Sergio se excusaba entre risas pícaras con que aún no le apetecía estabilizarse con una tía hasta que no encontrara un trabajo estable como abogado.

Eso aún no había ocurrido, ya que cuando Sergio terminó la carrera, tras casi ocho años, la crisis económica comenzaba a hacer estragos en España y cada vez había más aspirantes para menos puestos. Tenía su mérito que trabajara y estudiara a la vez, pero obtener una Licenciatura con tres años más de lo esperado, no tener ningún Máster o no hablar más que el castellano no le hacían tener un currículum brillante. Eligió meterse a vigilante a pesar de la desaprobación de sus padres porque el sueldo no estaba mal del todo, pero sobre todo porque los flexibles horarios le permitían asistir a clases y aún le dejaban tiempo para estudiar. Pero se ve que no fue suficiente, y la tentación de ganar más a base de hacer horas extras le alejaban del campus más de lo recomendable. Algo comprensible, ya que mientras sus amigos y vecinos estrenaban coches y vestían ropas de marca, Sergio veía cómo todo su dinero se iba a la cuenta de sus padres o a libros y fotocopias. Así pues, tuvo su momento de flaqueza y propuso en casa la idea de doblar y trabajar todas las horas posibles para poder meterse en un coche nuevo, que además le facilitaría y le ahorraría tiempo para llegar hasta su facultad. Como buenos padres, le pusieron algunas pegas al principio, pero llegaron a comprender que Sergio tenía las necesidades típicas de cualquier chaval de su edad. Y que él no tenía la culpa de que ellos se metieran en una hipoteca a una edad ya avanzada, casi durante el boom de la construcción, pues antes, y como tenían un alquiler de bajo precio por vivir en el edificio del cuartel, pensaron disfrutar y darle a los hijos cuanto pudieran durante la adolescencia.

Cuando por fin se licenció se dedicó a enviar currículums por muchos despachos y grandes empresas probando suerte. No le fue mal del todo, pues logró que le contrataran como pasante en un despacho del centro de Madrid. Le pagaban una miseria, y además no podía compaginarlo con su trabajo de guarda de seguridad, pero le servía de experiencia y empezaría a tener contactos entre más abogados. Pero se acabó su periodo de prácticas y tuvo que volver a pedir trabajo en la empresa de seguridad en la que había currado diez años, y la que rápidamente le ofreció un puesto cerca de casa, en la compañía que dirigía mi padre. Allí se encontraba muy a gusto, pues era mucho más tranquilo que una estación de metro o tren o un centro comercial. Detestaba trabajar de noche porque lo había hecho mucho durante sus años de estudiante, y tuvo suerte, pues el nocturno estaba adjudicado a un solo vigilante por motivos personales y salvo que este se pusiera malo de improviso, ninguno de los otros dos jóvenes y apuestos seguratas tenían que cubrirle. Su otro compañero era sumamente atractivo. Sergio me contó que a veces lo pasaba mal si se quedaban solos en bolas en el cuarto de baño antes o después de ducharse. Suerte que el tío dejaba bastante que desear como persona, pues por muy tremendo que estuviera (algo mayor que Sergio, más cachas, más alto y más hombre) resultaba ser un chulo machista, sin apenas ningún tema interesante de conversación y un retrógrado homófobo, cosa que demostró cuando se rumoreaba que el “hijo del jefe” y Vitín estaban liados. Aquel día no paró de hablar de lo mismo, mofándose de ellos, e incluso recriminando a Sergio por no hacerlo y burlándose de él cada vez que saludaba o sonreía a Vitín en la empresa. Cosa lógica, pues Vitín era el más cercano por edad.

El hijo de Víctor había sido, según su padre, un zote toda su vida. A los dieciséis dijo que no quería estudiar más, que quería ponerse a trabajar para ganar dinero y poder comprarse ropa, poder salir todos los días con sus colegas e ir ahorrando para el carné de conducir y un Seat León FR. A pesar de que nunca le había faltado de nada, y de que había vivido bastante bien, pues era hijo único con sendos padres trabajando, no hubo manera de hacerle entrar en razón. Así pues, terminada la ESO entró a formar parte de la plantilla de la empresa de mi padre. Como no tenía muy claro qué quería hacer con su vida más allá de recibir una nómina al final de cada mes, Víctor pidió a Recursos Humanos que le pusieran a hacer lo más duro posible. Pero la limpieza y el mantenimiento lo llevaban empresas externas, por lo que lo más “bajo” sería estar como chico de los recados. Así estuvo unos meses, llevando y trayendo cafés, haciendo fotocopias, saliendo a comprar cualquier cosa que hiciera falta…Pero siempre y cuando se le encontrara, pues Vitín era mucho de escaquearse, y se pasaba horas frente a algún ordenador de alguna sala vacía. Empezaron a llegarle quejas a mi padre, y en vez de hablar con el cabezón de Víctor, el jefe llamó directamente al chaval. Éste le dijo que es que se aburría mucho haciendo siempre lo mismo, y que le tomaban como al pito del sereno. Mi padre le pidió que le dijera entonces qué quería hacer y le aclaró que a él le iba el tema de la informática. A su jefe le gustó la idea, pues en aquella época Internet se iba abriendo camino y no estaría mal tener a alguien que supiera de esas cosas. Llamaron a Víctor y los tres decidieron que Vitín estudiaría un Módulo de Informática en horario nocturno, pues no quería renunciar a su sueldo, pero sí aceptó sin condiciones la imposición de que si no aprobaba en el tiempo establecido le despedirían y no volvería hasta tener sus estudios acabados.

Vitín se lo tomó en serio y en dos años se sacó el Título y pasó a formar parte de la empresa como informático. Es cierto que tenía habilidad para los ordenadores, y sabía mucho más que lo que un Ciclo de Grado Medio pudiera demostrar. Y él era consciente de eso, y a veces resultaba bastante fanfarrón, y por ello en un principio no causaba muchas simpatías entre el resto de trabajadores. Además era muy informal, y no le gustaba que le interrumpieran o que le metieran prisa, e iba a solucionar lo que fuera cuando él considerase. Eso sí, al hacerlo, todos quedaban muy satisfechos con su trabajo. Y todos le elogiaron por cómo diseñó la página web de la empresa. Y con eso, y su carácter extrovertido de machito arrogante se metió en el bolsillo a la plantilla masculina, con los que disfrutaba saliendo de cervezas y contándoles sus aventuras sexuales con sus novias, las cuales – decían- eran la mitad mentira. Pero es verdad que a las barbacoas de mi casa se trajo a alguna. La verdad es que no recuerdo si eran la misma año tras año, pero sí recuerdo su actitud y posturas machistas, pasándole el brazo por el hombro como señal de posesión en un intento de empatizar con el resto de hombres que allí se reunían, a cada cual más macho como ya conté al principio de esta historia.

Pero los años que yo viví fuera me hicieron perderle la pista, y no sé cómo pudo pasar de aquel recuerdo que de él tenía sentado en la mesa de mi jardín, a saber que hacía unos meses les había comido la polla a otros dos empleados y de ahí a tenerle en mi habitación queriendo liarse conmigo. Y ni mucho menos haber tenido una relación de larga duración con él. Si me lo hubiesen dicho, no me lo hubiera creído. Si había sido un papel, Vitín interpretó muy bien al niñato hetero de extrarradio. Pero tuvo suerte de que Paco y Agustín  fueran discretos. El primero, por ser la mejor persona del mundo. El segundo, porque su hombría quedaría en entredicho si alguien supiera que había dejado que un marica se la chupara. Porque desde aquel momento del parking Vitín, aunque a escondidas, comenzó a llevar su doble vida. Al contrario que Sergio, sí que presumía de novia en la empresa. Y de vez en cuando hacía que ésta se pasara a recogerle para “enseñarla” y disipar toda duda. Pero algún encuentro fortuito concertado por internet o alguna zona de cruising le hacían seguir disfrutando comiendo pollas. Inevitablemente, las que más deseaba eran las de los vigilantes, con los que fantaseaba bastante a menudo, mamándoselas en su cuarto, en el baño o en el parking como un día hiciera con Agustín y Paco.

Paco superaba los cuarenta y había pasado la mitad de su vida trabajando con mi padre. Empezó desde abajo y fue ascendiendo poco a poco; era un corredor de fondo. Siempre había estado algo discriminado por el resto de sus compañeros por no compartir con ellos un carácter arrogante o machista. Resultaba incluso ñoño y “flojo” para muchos. Pero en el fondo, todos pensaban que era el más sensato, y a menudo recurrían a él para contarle sus problemas o preocupaciones. Paco mantenía siempre la calma, y tenía el don de la palabra correcta dicha en el momento acertado. Y no, Paco no era el psicólogo de la empresa. De hecho no había, por más que fuera completamente necesario visto lo visto. La mejor persona del mundo, en cambio, sí que tenía simpatía por todos y cada uno de sus compañeros. Y en ellos sabía ver el lado positivo, su rasgo más destacable, y en base a eso, actuaba. Era un tipo discreto y prudente, y por ello nadie podía reprocharle nada. La única tacha que podría encontrársele fue el momento en el que se dejó llevar por Agustín, y permitió que un niñato de ojos verdes se arrodillara frente a su cipote. Pero como era un tío consecuente, lo asumió, y de nada servía lamentarse y continuó con su vida con total normalidad.

Aquella rutina se interrumpió de alguna manera cuando yo entré a formar parte de ella. Tras nuestra conversación en la cocina del chalé y los encuentros para ver coches Paco resucitó algún tipo de sentimiento que creía olvidados. No se enamoró de mí, faltaría más, pero no sé por qué, conmigo se sentía a gusto, sin tensiones ni ficciones. Si de la gente podría encontrar algo positivo, en mí –decía- no lograba encontrar nada negativo por más que yo me empeñara, y eso le desconcertaba, pero reconoció, para mi desdicha, que nunca llegó a sentirse confundido.  Y que tampoco nunca llegó a sentirse tan halagado. Ni siquiera cuando empezó a escuchar los rumores de que él sería el nuevo Director de la empresa, el sucesor de mi padre. Imagino que tanta confianza en uno mismo durante tantos años hacen que realmente sepas lo que te mereces y no te sorprendas, pues, de ello. En la compañía sentó bien que fuera él. Para algunos resultaba el jefe ideal por ser una persona sensata y coherente. Otros le seguirían viendo como un jefe blando al que se le podría exprimir. Sergio fue uno de los primeros en acercársele cuando se supo la noticia para recordarle su Licenciatura, y que le tuviera en cuenta en caso de necesitar sus servicios. Vitín tampoco tardó en arrimarse un poco más a Paco, en hacerle algo la pelota con mayor o menor disimulo a la vez que bromeaba sobre un futuro aumento de sueldo.

Y allí, en el jardín de la casa de mis padres, tenía a los tres hombres que revitalizaron mi último año de existencia. Los tres muy diferentes. Un desenfadado Vitín que ya había salido del armario pero que pretendía seguir siendo el centro de atención con su inherente desparpajo. A pesar de su discreción, Paco lo era involuntariamente por su recién adquirido ascenso. Pero la mejor persona del mundo era capaz de adaptarse a todo, y aquello no era tan difícil. Sergio era uno de los dos únicos solteros, y después de mí, quizá el más introvertido a pesar de su apariencia de tío seguro de sí mismo. Se mantenía en una posición correcta, pero distante con todo el mundo. Parecía no encajar del todo. Deambulaba de acá para allá intentando hacerse un hueco. Yo traté de hacer lo mismo, pero mi hueco no estaba en aquel jardín.

Por eso, durante la sobremesa, que año tras año se repetía llevando a los hombres a jugar al Mus y a las mujeres al Parchís o Chinchón, decidí darme un respiro. Me fui a la cocina en busca de un café y subí a mi dormitorio para disfrutarlo en soledad. Pero los gritos de los machos que llegaban a través de la ventana – incluidos los de Vitín - me impedían alcanzar tal estado. Por ello, resolví poner más distancia de por medio y llegar hasta la bohardilla, que amortiguaba algo mejor el ruido. Tras poner el pie sobre el último escalón me di cuenta de que no estaba solo. Sergio yacía sentado sobre la cama que hacía un año atestiguó lo que para mí fue el fin de semana más hermoso de mi vida. El poco sol que entraba por el tragaluz se reflejaba en su rubio cabello y daba brillo a su morena piel.

-¿Qué haces aquí? – le pregunté sorprendido, muy sorprendido de encontrarle allí.

-Ha pasado un año desde que estuve aquí, ¿lo recuerdas?

-Claro que lo recuerdo.

-Fue un fin de semana bonito, ¿verdad?

-Esto…mmm…¿a qué viene esto?

-Nada, perdona. Sólo quería subir para rememorar aquel instante. Con el alcohol me da por ponerme nostálgico. - ¿Me buscabas para algo?

-No, no te buscaba. Sólo quería tomarme el café tranquilo.

-Ah pues nada, me bajo y te dejo solo.

Me es imposible describir lo que sentí en aquel momento. Sólo recuerdo que mis piernas temblaban, que apenas podía apartarme para dejar que Ojos  Azules pudiera descender por la escalera. Si alguien me hubiera hablado en cantonés, seguro que hubiera entendido más de lo que lo hice. Sergio comenzaba a bajar. Si lo hacía perdía la oportunidad, no sé de qué, pero si no le paraba me arrepentiría toda mi vida. Si le retenía, también, pero al menos no me quedaría con la duda de la verdadera razón que le había llevado hasta la bohardilla; nuestra bohardilla.

-¿Tú no juegas al Mus? – conseguí decirle casi tartamudo antes de que llegara al segundo tramo.

-No sé jugar. A la universidad fui poco, ya lo sabes.

-Yo tampoco sé, y he ido mucho.

-Bueno, pero ya sabes que se dice que allí es lo único que se aprende…

-Sí, lo he pillado – mascullé entre media sonrisa.

-Se me había olvidado que tú lo pillas todo…

-Se me escapa qué haces aquí, pero bueno.

-Ya te lo he dicho, recordar viejos…

-Pero no entiendo por qué – le interrumpí.

-Y yo no entiendo qué pintas tú con Vitín – soltó por fin.

-Me quiere.

-¿Y tú a él?

-¿Qué más te da? No creo que te importe mucho lo que yo sienta.

-¿Tan mala persona me consideras?

-¿Y tan tonto me crees? – pregunté con un tono que ni a mí me gustó, implicando algo que ya daba por hecho, sin ni siquiera pretender dar crédito a lo que Sergio decía ni darle la oportunidad de explicarse. Tan negativo como siempre.

-Ángel, te dije en su momento que no quería hacerte daño, créeme – se confesó, mientras volvía sobre sus pasos hasta llegar de nuevo a mi lado.

-No me creo la excusa, Sergio. Está muy vista, de verdad.

Me acerqué a una mesa para dejar mi café y me encendí un cigarro. Le ofrecí otro y él lo rechazó.

-Ya no fumo – aclaró.

-Haces bien. Entonces, ¿me vas a contar eso del daño?

-¿Servirá de algo?

-Servirá para que yo logre entender algo, Sergio.

-No pasaba por una buena etapa en mi vida, y no quería que aquello te afectara.

-¿Te das cuentas cómo suenan estas cosas? ¿No te han dejado nunca? Bueno, me extraña, pero estas son las cosas que se suelen decir. Seguro que te las sabes ya de memoria – dije cruel.

-Bueno, puedes tomar nota pues te harán falta para Vitín – dijo él, aún más cruel.

Para nada me esperaba esa respuesta, ni me imaginaba que él supiera algo sobre cómo estaban las cosas entre Vitín y yo, y que además se atreviera a meterse en la relación. Pero sobre todo, lo que acabó por enfurecerme fue que me conociera tan bien y que quisiera quedar por encima de mí. O al menos lo intentara, porque se dio cuenta de su error y pidió disculpas, acercándose de nuevo hasta mi lado, regalándome su olor e intentado llegar hasta mí con sus penetrantes ojos. Y entonces me besó. Y yo a él. Y aquel beso fue el beso más esperado de la historia. Un beso como ningún otro, ni siquiera del propio Sergio. Un beso que evacuó toda la sangre de mi cabeza impidiendo cualquier tipo de razonamiento. Un beso que en una obra de teatro hubiera supuesto un desmayo. Un beso que acumuló emociones que me llevaron a volar, a sintonizar con una dimensión paralela de ternura, deseo y pasión. Un beso carente de toda connotación sexual, y que sólo igualaría un abrazo.

Y el abrazo llegó cuando nuestros labios se separaron y sin mediar palabra nos acostamos sobre el colchón. Mi vigilante me rodeó con sus brazos y otra vez el mundo se paró ante mí. Simplemente noté su roce, su aliento de nuevo en mi nuca y alrededor silencio; y paz. Aquel era el estado que yo tanto había echado de menos. No tenía nada que ver con el sexo. El origen de mi desolación fue la incapacidad de creer que cualquier otra persona me haría sentir tan bien. Que los sueños que había tenido con Sergio no fueron los de un novio despechado, o un amante en busca de más. Tan sólo la necesidad de buscar y encontrar la unión con otro ser. La atracción que completa y da energía, que encuentra la afinidad hasta fundirse en sólo uno. Esta era la fusión perfecta. Nada más importaba. Ni si quiera las voces que llegaban desde la escalera rompiendo tan mágico momento como se rompe una pompa de jabón.

Un preocupado Paco interrumpía de nuevo. Yo no quería moverme. Hubiera permanecido así el resto de mis días, sin importarme quién susurraba por el tiro de la escalera. Daba igual que fuera Paco o que fuera Vitín. No hacía nada malo. No se puede luchar contra lo que uno siente. Ni desperdiciar un momento así. Un instante que llevaba esperando un año, que había proyectado en mi cabeza infinidad de veces y que en ella me hacía daño, pero al transformarse en realidad resultaba enormemente placentero. Sergio se apartó y se incorporó, privándome de lo que creía ya formaba parte de mí. Paco oteó asombrado. Sólo quería saber si estaba bien. Me miró a los ojos y pudo comprobar a través de ellos que sí, que no podría estar mejor. Tras su comprobación nos volvió a dejar solos a Ojos Azules y a mí.

Él permanecía sentado en la cama en el lado opuesto al mío. Un leve impulso me llevó de nuevo hasta él. La iniciativa no es mi fuerte, pero esta vez sabía muy bien lo que quería y no iba a renunciar a tenerlo. Los labios de Sergio me recibieron de nuevo, carnosos y suaves tal como los recordaba, capaces de transmitir un mundo de sensaciones. Las mismas que recibía cada milímetro de mi piel erizándose y repartiendo un sedoso cosquilleo que notaba en cada rincón, un calambre que llegó hasta estimular mi entrepierna, que se agrandaba debajo del bañador, igual que se acrecentaban las ganas de disfrutar otra vez del cuerpo de Sergio.

Cuando se lo demostré intentando quitarle la camiseta, mi vigilante me apartó y me repitió las palabras que habían quedado marcadas a fuego durante el último año: “no quiero hacerte daño”. Me sonaron igual de mal que la primera vez que las escuché en un lúgubre parking, y me desconcertaron lo mismo o incluso más. Temblé, estaba confuso, incapaz de articular palabra, expectante a lo que Sergio me tenía que decir y quizá preparado para digerir otro amargo trance, otra desoladora e incomprensible situación, otra cara de gilipollas.

-Me voy a pillar otra vez por ti, y no quiero – dijo por fin. Y tú por mí. No sé por qué, pero la gente se cuelga conmigo y siempre acabo haciéndoles daño.

Me aparté como si el calambre hubiera sido real. Sus palabras eran como una llama que te acaba de quemar el dedo, de la que te apartas rápido gracias a la orden que da tu cerebro porque te provoca dolor. Mi cerebro no siempre me aconseja bien, y a veces me juega malas pasadas, pero esta vez me advirtió e hizo que me alejara de nuevo para no volver a quemarme. La maldita frase retumbaba en mi cabeza, hueca porque todo razonamiento posible se había escapado y había salido de ella. No entendía absolutamente nada. Fue otra decepción. Otra desilusión. Y además no podía sentirme especial porque Sergio me comparaba con otra gente, y casi que eso es lo peor que te pueden hacer. Sobre todo si parece que llevas las de perder. Como era mi caso. Como es siempre mi caso.

Quise plantarme. Levantarme y pedirle que se fuera. De mi casa y de mi vida. Pero no pude. El caso es que no pude hacer nada. Ya no estaba en mis manos. Me importaba poco lo que me dijera. Yo sólo quería sentirle de nuevo. Quizá hirió mi orgullo, o quizá se deshizo de él, pero había encendido la mecha. Seguramente mi cara era símbolo de la estupefacción, pero la de Sergio no era menos. Puede que ni él mismo se creyera o entendiera lo que estaba diciendo o lo que quería decir. A lo mejor para él también ya era demasiado tarde y se le había encendido algo en su interior, desechando la excusa, ya fuera real o no, y volviendo a apretar mi bazo para sí, sin decir nada, sin sonreír, con unos ojos que habían abandonado el azul brillante para tornarse a un débil blanco.

Pero a pesar de no trasmitirnos nada, el arrebato llegó sin avisar llevándonos a un nuevo beso, lejano al parsimonioso primer beso de aquella tarde y entregándonos con pasión el uno al otro. Nos despojamos de las dudas y de la ropa con rapidez y ansias, como una pareja que se excita en un ascensor y nada más cerrar la puerta de su casa se lanzan el uno al otro con frenesí. Sergio y yo estábamos lanzados. La tensión y el desconcierto que nos envolvían detonaron en una explosión de nuestros sentimientos más primarios, empujados por un lapso que no hizo más que potenciar lo que sentíamos el uno por el otro. No hay necesidad de etiquetarlo.

La polla de mi vigilante se mostró tan apetecible como siempre. Y al lamerla, su sabor me transportó a momentos increíbles, en aquella misma habitación un año atrás. Sabía igual de bien, y la sentí en mi garganta tan ardiente como la recordaba, con tanta fogosidad como tenía la mía, que Sergio acariciaba con relativa quietud. Seguimos sin hablar, pero nuestros impulsos nos llevaron a una postura que nunca antes habíamos practicado. Así, noté la lengua de Sergio en mi cipote mientras la mía seguía afanosa con el suyo. El placer inundó de nuevo mi cuerpo contrayéndolo al ritmo de un profundo suspiro que mitigó el miembro de mi vigilante con toda su plenitud en mi gaznate. Yo me dejaba hacer, pero él proponía su propio compás sacándola y metiéndola de mi boca a su antojo, dejando que mi lengua, mis dientes y mis labios disfrutaran de ella sin perderse un solo fragmento. Con una cadencia diferente, mi polla se quedaba a las puertas de la boca que yo más deseaba, sintiendo únicamente la lengua de Ojos Azules jugando en mi glande, dibujando círculos placenteros y dejando restos de saliva que pronto hice míos.

Porque de nuevo nuestros ojos se cruzaron a la par que nuestras bocas volvían a encontrarse. Las manos, que parecían haberse multiplicado, estaban por todas partes: acariciando la espalda, agarrando del pelo, palpando el culo o frotando nuestras excitadas vergas. Le pedí a Sergio entre sollozos que me follara. Me complació al momento echándome sobre la cama, boca abajo, sintiendo entonces su caliente polla y todo su cuerpo, ya sudoroso sobre mi espalda. Sus manos agarraron las mías quedando al borde del colchón sobre mi cabeza. La lengua de Sergio no perdió protagonismo, trazando con ella una senda desde mis nalgas hasta mi cuello, deteniéndose entonces en mis orejas, que mordía y recibían el aliento de Sergio, dejando una huella en cada sección que tocaba.

Su polla perfecta y dura llegó a la entrada de mi ano en el momento preciso. Si hubiera continuado con sus caricias no hubiera podido reprimir más suspiros, que cada vez se iban haciendo más y más sonoros. Sí que tuve que contenerme cuando por fin la introdujo en el agujero que tanto la había echado de menos. Todo mi cuerpo se conmovió al sentirla allí por fin. De nuevo Sergio proponía el ritmo, pero mi ansioso culo se arqueaba para recibirla de manera óptima, sin desperdiciar un ápice del placer que aquel abrasador trozo de carne erecto me proporcionaba. Ojos Azules me penetraba el culo igual que el sentimiento de satisfacción me penetraba por mis cinco sentidos. Mi vigilante se desplomó sobre mi espalda, pudiendo apreciar sobre ella su firme torso, y percibiendo en mi nuca su acelerada respiración.

El cambio de postura no pudo evitar que me corriera. Sergio trató de ponernos a ambos de perfil y liberar así a mi polla que se había mantenido firme gracias al roce con la cama y a los movimientos que hacía con mi cintura restregándola con aquella. Fue sólo sentir su mano queriendo pajearme que solté un trallazo de leche con una fuerza de la que me creía incapaz, intentando ensordecer un gemido que hubiera alcanzado decibelios insospechados para mis cuerdas vocales y combando mi cuerpo en un involuntario espasmo que me hizo sentir aún más la polla de Sergio en mis entrañas, que aún seguía explorando y que yo aún seguía disfrutando al tiempo que más restos de semen iban aún brotando de una polla que pocas veces se había sentido tan estimulada. Todavía me quedaron fuerzas para subir una pierna y hacer que Sergio encajara aún mejor su falo en mi culo. Avivó el ritmo de sus embestidas, activó aún más su sudor y precipitó unos sollozos que parecían presagiar su inminente corrida.

No obstante, pasó algo de tiempo, llevando a Sergio al borde del éxtasis y despertando de nuevo en mí algo de excitación, gracias a mi vigilante y a su mano, que recuperó de nuevo mi verga algo flácida al tiempo que nuestras lenguas seguían en su particular lucha. “¿Me dejas?” – preguntó él poco antes de que yo asintiera y notara su descarga caliente en mi dilatado interior, recibiera sus espasmos en forma de sacudidas contra mi cuerpo y sus exhalaciones en mis oídos.

De nuevo estábamos los dos tumbados sobre la cama, como hacía un año, y como habíamos estado unos minutos antes, justo cuando llegó Paco. Pero a pesar de que la postura era similar, las connotaciones eran bien distintas. La de antes fue de afecto, ternura, e incluso adoración por mi parte. La de ahora conservaba ternura sí, pero incluía los matices básicos que acompañan al sexo: lujuria, deseo. Aparte de las deducciones que podrían extraerse de las palabras que Sergio pronunció antes de un polvo que hubiera sido impensable con Vitín. Y entonces, esos sentimientos que creí innecesarios cuando me encontré abrazado a Ojos Azules otra vez – esos de fusión, afinidad o unión - evidenciaron que no es que yo echara de menos al “compañero de mi vida”, y no tenía nada que ver con lo sentimental. Ni su sonrisa ni sus increíbles ojos tenían que ver con todo eso. Echaba de menos a mi amante por la sola razón de que fue el único que me hizo gozar de verdad en el acto del amor. El sexo con Sergio estaba en otra dimensión. Pero quizá esto esté íntimamente relacionado con lo primero, y que si no hubiera habido emociones más profundas, el sexo no hubiera sido tan especial, tan satisfactorio, tan diferente al que compartía con Vitín.