Los elegidos
En un país lejano un misterioso rey salía de su castillo una vez al año en busca de soldados.
Cuenta la leyenda que en alguna región perdida de Oriente Medio vivía un poderoso rey ávido por conquistar más y más tierras y ampliar así su imperio. Para ello necesitaba reclutar jóvenes para sus ejércitos, por lo que una vez al año salía de su castillo en busca de ellos por las diferentes aldeas de sus dominios. Sólo temían su llegada los aldeanos con varones que hubiesen cumplido los dieciséis años desde el reclutamiento anterior, no pudiendo negarse porque si no el rey se llevaría también a las hembras para encerrarlas en su castillo de por vida, por lo que los progenitores debían decidir perder a un hijo o a todos, y si al amanecer encontraban un caballo atado en el porche de sus viviendas, sabían que habían sido los elegidos y el momento de la despedida había llegado. Y es que el monarca no se conformaba con cualquiera, sino que hacía su propia selección. Pensaban que su decisión se basaba en la fortaleza física de los muchachos, y algunos padres les mal nutrían a conciencia con intención de volverles débiles y evitar así que sus hijos fuesen alistados. Los chavales no entendían que no pudiesen alimentarse viviendo en una tierra tan rica y fértil con gran diversidad de cultivos y un saludable ganado. Sin embargo, el jefe de una de las tribus se fue percatando con los años que algunos de los jóvenes no cumplían con esos atributos de fuerza y vigor que se esperaba de ellos. Y ese año su único hijo varón había llegado a la edad exigida. Como todos sus vecinos, durante esos meses previos racionó la comida de su primogénito, que pasó de ser un joven vigoroso de anchas espaldas y fuertes extremidades a un muchachito enclenque y débil. Sin embargo, hallaron un caballo a la entrada de su casa. Con lágrimas en los ojos tras su partida, el jefe de la tribu fue llamando de puerta en puerta para averiguar quiénes habían marchado junto con su hijo. Quiso entender qué tenían en común para haber sido escogidos, pero era incapaz de alcanzar una conclusión, porque además los aldeanos tenían totalmente prohibido ir en su búsqueda. Sin embargo, él necesitaba saber el motivo por el que le habían despojado de su propia sangre sin dar explicaciones bajo la amenaza de no volver a verle jamás. Aun así, y desoyendo el consejo de todos, decidió visitar el castillo del rey. “¿Cómo osas a venir sin mi permiso?”, pero no se dejó amedrentar por el tono amenazador, pues consideraba que sin su hijo ya no tenía nada que perder. “¿Qué has hecho con él?”, se limitó a preguntarle. “¿De verdad quieres saberlo?”. La respuesta fue afirmativa, y el monarca accedió a mostrarle dónde estaban tanto su hijo como el resto de los muchachos. Recorrieron juntos largos pasillos hasta llegar a una gran sala en la que había cuadros, instrumentos musicales y muchísimos libros. Y entre ellos se encontraban los jóvenes semi desnudos que no sólo pintaban o leían, sino que se acariciaban o besaban. “¿Qué es todo esto? ¿Dónde está mi hijo?” El rey le señaló, aunque costaba verle desde la distancia porque se hallaba tumbado rodeado de otros cuerpos. “¿Qué le has hecho? ¿Por qué no está luchando?”. El rey le preguntó si estaba dispuesto a conocer la verdad y si sería capaz de vivir con ella el resto de su vida. Tras otro asentimiento, le habló por fin: “Estos muchachos son especiales, pero no porque sean fuertes o extraordinariamente valientes. Sus cualidades no se mitigan por mucho que les matéis de hambre. No sólo tienen talento, sino una sensibilidad especial y una forma de amar diferente a la de los demás. Y por eso, en vuestras aldeas les sacrificáis creyendo que son enviados del diablo, con temor a que contagien a sus hermanos menores o se propaguen cuan epidemia. Cuando lo descubrís, poco os importa el afecto y la estima que sentíais por ellos. Vuestras absurdas creencias son más poderosas que algo tan simple como el amor. Sois incapaces de amarles cuando puedes ver por ti mismo que son seres extraordinarios”. La revelación del monarca dejó aturdido al jefe de la tribu, quien se enfrentaba a una lucha interna por las palabras que acababa de escuchar y lo que su religión le imponía. “Puedes irte tranquilo porque los muchachos aquí estarán bien y serán siempre felices, pero si decides volver otra vez yo mismo les mataré de uno en uno”. Ver los ojos encendidos le llevó a creer su amenaza, y con el corazón dividido se marchó de aquel inusual castillo. Cuando dejó tras de sí esas tierras, acató la orden del rey de beberse el contenido de una pequeña botella que le había ofrecido, y tras lo cual en su cabeza sólo veía ya a su hijo defendiendo su patria espada en mano frente a los invasores.