Los diez inseparables

Doce años después, diez amigos se reencuentran...

LOS DIEZ INSEPARABLES

Cuando Sonia propuso el juego, todos nos quedamos perplejos. Explicó que sería el broche de oro a un fin de semana perfecto. Realmente lo había sido. Hacía muchos años que no estábamos juntos los diez amigos de siempre. "Los diez inseparables", nos llamaban en el Instituto. Posiblemente, pasarían otros tantos años hasta volvernos a ver. Después de aquel viaje de fin de curso, cada uno había tomado su rumbo y algunos de nosotros nos fuimos para siempre de la ciudad. Doce años después de una agridulce despedida, donde llovieron las promesas, incumplidas repetidamente, de seguir en contacto casi a diario, volvíamos a estar juntos, en aquella cabaña junto al bosque que a todos se nos antojaba como un paraíso. Los diez inseparables que, en el fondo, nunca se habían separado del todo...

Sonia fue la promotora del encuentro. Contactó con todos y nos propuso escaparnos un par de días a aquella cabaña en la que habíamos pasado nuestro último fin de semana juntos. "Sin novios ni novias, maridos ni maridas, amantes ni amantas", apostilló con esa gracia natural que tenía. El reencuentro fue hermoso y emocionante. Habíamos cambiado, sí. Doce años no pasan en balde y dejan huella en los rostros y en las almas. Ya no éramos aquellos adolescentes que idealizábamos la vida. Aunque pronto descubrimos que, afortunadamente, a ninguno la vida nos había tratado del todo mal.

Teníamos tan solo dos días para disfrutarnos, para compartir vivencias y recuerdos, para parar el tiempo en el interior de aquella cabaña. La primera noche nos la pasamos en vela, contándonos historias, riendo sin parar, desnudándonos el alma, como siempre habíamos hecho. Los diez inseparables. Fueron muchas las veces que utilizamos aquella expresión. Y todos estábamos felices de volver a tener la sensación de que, efectivamente, éramos inseparables, por más distancia física que existiera entre nosotros.

La segunda noche –la última–, tras la cena, rememoramos aquellas largas partidas de cartas que solíamos jugar, aquel juego inventado por nosotros con tres barajas, donde exponíamos nuestro ínfimo capital de aquel entonces hasta quedarnos sin blanca y sin ropa, pues ésta servía como prenda para continuar en el juego. Al final, el ganador se llevaba el dinero de todos y además disfrutaba de la visión de nuestros cuerpos semidesnudos o desnudos por completo.

Sonia propuso que jugáramos de forma distinta, sin dinero ni prendas. "En un papel, escribiremos una fantasía sexual en la que todos podamos participar, la que queramos, sin límites de ningún tipo", expuso. La miramos con perplejidad, como no dando crédito a lo que estábamos oyendo, y comenzaron las risas, las protestas, los apoyos a la propuesta y las negativas rotundas. Alejandro reclamó silencio para que Sonia pudiera explicarse:

– Venga, ya no somos niños. Hagamos de esta noche una noche inolvidable. No sabemos cuándo volveremos a vernos. Muchas veces nos hemos visto desnudos y alguna que otra pareja se ha formado aquí, aunque solo fuera para darse un revolcón. Los diez hemos compartido todo menos el sexo. Podríamos ahora mismo desnudarnos y follar como locos, todos con todos. Nos lo pasaríamos bien, sin duda. Pero, ¿por qué no alimentar un poco de morbo?. Seguro que todos tenemos fantasías ocultas. Compartámoslas. Seamos imaginativos o, simplemente, seamos libres por una noche.

Sonia habló con una seriedad inusual en ella. Rotunda en sus planteamientos y suave en el timbre de su voz, consiguió que todos centráramos absolutamente nuestra atención en sus palabras.

– Lo que os propongo es lo siguiente – continuó. Como os he dicho, cada uno escribirá en un papel su fantasía. Deberá estar perfectamente descrita, así que no ahorréis en detalles. Es importante que podamos participar todos. E importante también que no pongamos más límites que el dolor o lo puramente escatológico. Quién gane, podrá hacer realidad su fantasía. Así de sencillo.

En realidad, no era tan sencillo. Nos enfrascamos en una larga discusión en la que, curiosamente, ninguno se opuso a la idea pero todos planteábamos nuestras dudas. Al final, todos estuvimos plenamente de acuerdo con la propuesta de Sonia y aceptamos como únicos límites el sado, lo escatológico y lo claramente aberrante. Dimos conformidad, por tanto, a la relación homosexual, al sexo anal y oral, a las dobles y triples penetraciones, a las corridas en la boca... Lo cierto es que la conversación nos estaba calentando pues, sin quererlo, fuimos dejando al descubierto muchos de nuestros miedos e inhibiciones, los cuales estábamos dispuestos a vencer esa misma noche. Como en todas las empresas difíciles, los diez juntos. Los diez inseparables.

Las cuatro chicas –Sonia, Yoli, Verónica y María– y los seis chicos –Alejandro, Alberto, Pedro, Miguel, Carlos y yo– que formábamos aquel grupo de "inseparables locos maravillosos" nos juramentamos "no rajarnos" antes de empezar el juego. Cada uno escribimos nuestra fantasía en un papel, tal como nos había indicado Sonia, para que no hubiese posibilidad de cambios. "Lo escrito, escrito está", sentenció Sonia burlonamente. Y nos pusimos a jugar, riéndonos abiertamente, mientras bebíamos y fumábamos, como siempre habíamos hecho.

Uno a uno, fuimos quedando eliminados. A mí me tocó perder en la tercera ronda. Cada vez que alguien era eliminado, aplaudíamos y hacíamos comentarios sarcásticos sobre a qué depravada fantasía nos sometería el ganador. En la última ronda, quedaron Sonia y María. Eran la noche y el día en cuanto a caracteres. La primera, extrovertida, dotada de un inigualable don de gentes, imaginativa y soñadora desde siempre. María, en cambio, era tímida y metódica, temerosa de lo desconocido y dotada de un sentido de la responsabilidad muchas veces cercano a la manía. Puso, al principio, muchas pegas al juego pero acabó accediendo con un "¡qué coño, un día es un día!", que provocó las carcajadas del resto. Sonia y María. ¿Qué habrían escrito en sus respectivos papeles?.

Con expectación, asistimos al deselance. Sonia bromeaba, picarona, haciéndonos reír con sus comentarios. María, en cambio, tenía serio el semblante, enfrascada en la partida como si ganar fuera un reto para ella. Y acabó ganando. Apuramos nuestros vasos y las últimas caladas a los cigarrillos, en un silencio sobrevenido que a nadie pilló por sorpresa.

A una indicación de Sonia, nos pusimos de pie. María sacó el papel del bolsillo de su pantalón y leyó en voz alta: "Escribiremos todos nuestros nombres en un papel y lo doblaremos. Los chicos, por un lado. Las chicas, por otro. Mezclaremos bien cada uno de los dos grupos, para que no haya trampas. Nos desnudaremos todos, completamente. Y comenzaremos el sorteo".

"Primero, elegiremos el papel de un chico. El elegido, se situará de rodillas y ataremos sus manos a la espalda. Después, alternativamente, elegiremos el papel de una chica y el de un chico, que formarán pareja. Al final, debe sobrar el papel de un solo chico. Por turnos, en el mismo orden en que ha salido elegida, cada pareja se situará delante del chico que está de rodillas, ambos de lado, y la chica chupará la polla de su compañero, hasta que éste sienta que se va a correr. Los chicos habréis de tener cuidado porque debéis correros sobre la cara del chico arrodillado. Así, cada una de las cuatro parejas. Las chicas chupamos y los chicos os corréis sobre el que está de rodillas. Una vez que hayamos terminado, el chico de rodillas, con la cara llena de leche, deberá chupar la polla del chico que no tiene pareja, hasta hacer que se corra. ¿Alguna pregunta?".

No las hubo. No sé si estaba suficientemente claro lo que había expuesto María pero todos quedamos enmudecidos. Quizá, de María espérabamos una orgía "al uso". Sin embargo, proponía poco menos que la sumisión de un chico que recibiría la leche de los otros cinco y que, además, debía chupar la polla de uno de ellos. Sorprendía el hecho de que ninguna de las chicas fuera penetrada ni tocada lo que, en principio, limitaba el placer de las mismas. La misión de ellas era provocar el placer de los chicos mediante la felación. Asimismo, el chico arrodillado tampoco recibiría placer y sus manos atadas le impedirían la masturbación.

Busqué con la mirada las del resto. En general, adiviné cierta relajación en el rostro de las chicas y bastante tensión en el de los chicos. Sonia sonreía burlonamente y asentía con su cabeza, como dando completa conformidad a la propuesta de una María a la que le brillaban los ojos y que me pareció que estaba terriblemente hermosa. Mucho más hermosa de lo que siempre la había recordado...

Escribimos nuestros nombres en diez hojas idénticas que María arrancó de una agenda de bolsillo. Los doblamos y los echamos en dos bolsas de plástico que la propia María sostenía: una para los chicos y otra para las chicas. Ella removió los papeles en el interior de las bolsas, mezclándolos bien. Soltó las bolsas sobre la mesa y nos indicó que nos desnudaramos. Lo hicimos todos, dejando nuestras ropas desparramadas por el suelo. Casi ceremoniosamente, María introdujo su mano derecha en la bolsa de los chicos y extrajo el primer papel. Me miró profundamente y sentí que un escalofrío me recorría la espalda, erizándome la piel y acelerándome los latidos del corazón. Fueron segundos eternos, en los que tuve la sensación de que todos fijaban sus miradas en mí. Y María pronunció mi nombre, que sonó grave en el silencio de la cabaña.

Fue Sonia la que rompió el silencio con sus aplausos y su risa contagiosa, a los que se unieron todos los demás, salvo María. Y salvo yo, ajeno al alboroto, que aguantaba la mirada de María, sin pestañear, con la mente en blanco y el pulso disparado. María requirió silencio para proseguir el sorteo. Fue extrayendo los papeles de las bolsas, leyendo en voz alta la formación de las parejas: "Yoli con... Alejandro. Verónica con... Miguel. María con... Carlos. Y... Sonia con... Pedro". Sacó el último papel de la bolsa de los chicos y confirmó la evidencia de que correspondía al de Alberto. Nos miramos, fugazmente, con una indisimulada seriedad. Alberto hizo una mueca de resignación y se encogió de hombros. Y yo no pude evitar mirar su sexo fláccido y las bolsas descolgadas de sus cojones. Y empecé a sentir deseos de abandonar el estúpido juego de Sonia, salir huyendo de aquella cabaña y volver a mi vida de los últimos doce años, lejos de mi ciudad, lejos de mis amigos, de mis inseparables amigos...

María me cogió del brazo y me ordenó que me pusiera de rodillas. Su voz era imperativa o a mí me lo pareció. Obedecí, por instinto o por miedo, no sabría definirlo correctamente. Sentía un calor asfixiante y me palpitaba la sien, agolpándoseme miles de pensamientos en la cabeza, imposibles de procesar ni distinguir. Tenía leves mareos que achaqué a la ginebra. Y las voces de todos eran como zumbidos ininteligibles. Alejandro trajo un cordel y María ató mis manos, a la espalda, tal como había escrito y explicado. Inmóvil, con los músculos tensos, expuesto a la vista de todos, sentí vergüenza y excitación. Tenía los labios secos y le pedí a María un poco de agua, antes de empezar. Ella me lo trajo y, agachándose, me dio de beber, sin apartar sus ojos de los míos. Pienso que María descubrió cierta angustia en mi mirada. Yo, en sus ojos negros, redescubrí la ternura de aquella chica de diecisiete años de la que estuve locamente enamorado...

"Podemos empezar. Primera pareja", indicó María. Yoli y Alejandro se colocaron delante mía, como a medio metro de donde estaba situado. Yoli se colocó de rodillas y comenzó a chupar la polla de Alejandro, lentamente, mientras acariciaba sus testículos con suavidad. En pocos segundos, la erección fue completa y la lengua de la chica humedecía el henchido capullo que aparecía y desaparecía en el interior de su boca. Me inquietaban los pensamientos sobre qué sentiría al recibir la descarga de leche sobre mi rostro. Estaba siendo el espectador privilegiado de una mamada que acabaría con la polla del chico explotando en mi cara. Yoli sabía trabajarla bien y marcaba el ritmo de la lamida con su mano apretada en la base de la polla de Alejandro.

La agitada respiración de Alejandro indicó el inicio del orgasmo. Con rapidez, se colocó frente a mí, apenas unos centímetros entre su polla y mi frente. Meneó frenéticamente su verga que lanzó cuajarones de esperma sobre mis ojos y mejillas, obligándome a cerrar mis párpados. Procuré apretar mis labios, para no degustar su leche que sentía gotear por mi barbilla hasta caerme sobre el pecho.

Cuando abrí los ojos, ya estaba Verónica chupando con avidez la gruesa polla de Miguel. Me lastimaban las ataduras de mis manos y forcejeé un poco, tratando de aliviar los apretados nudos. Comenzaban a dolerme las rodillas por lo que intenté acomodarme, apoyando mis nalgas sobre las piernas. Verónica se afanaba en mordisquear la piel rugosa de los cojones de Miguel, mientras levantaba su polla hasta pegarla contra su fibroso vientre. Con la palma abierta de su mano, subía y bajaba la piel, cubriendo y descubriendo el húmedo glande.

Miguel tardó poco en correrse. O, al menos, eso me pareció. Su leche no era tan viscosa como la de Alejandro y salió disparada, incontroladamente, rociándome la mejilla izquierda y los labios. Me supo amarga en los labios que habían vuelto a resecarse, por lo que, incluso, agradecí que me salpicara con ella. Froté mis labios para aliviar la sequedad y me dispuse a recibir la tercera corrida.

María se arrodilló delante de Carlos, todo lo cerca de mí que pudo. Me incorporé hasta quedar en la posición inicial. Apretó las piernas de Carlos y lo empujó levemente para que se acercara a mí. Su polla quedó a escasos centímetros de mis ojos, el espacio suficiente para que María pudiera chuparla sin chocar contra mi cabeza. Se movía y su pelo rozaba mi cara y mis hombros y su piel desnuda acariciaba mi piel. Con lentitud, comenzaba a tragarse la verga del hombre, que quedaba marcada en su pómulo, como un flemón deslizándose por el interior de su mejilla. La sacaba y besaba toda su extensión, mirándome, encontrando mis ojos por encima del henchido carajo de Carlos, brillante, con las venas marcadas sobre la piel oscura.

María me estaba sometiendo a una tortura psicológica indescriptible. En un arrebato de lucidez mental, llegué a pensar si no habría trucado el sorteo para que fuera yo, precisamente yo, quién quedara sometido a sus caprichos. Arrodillado, desnudo, atado, con el blanco polvo de dos hombres vertido sobre mi cara, sin poder tocar siquiera a aquella mujer a quien tanto amé sin respuesta, a quien tanto deseé sin poseerla. A quien tanto sentía, otra vez, que amaba. A quien tanto deseaba, al verla desnuda, hermosa como siempre lo fue, pero inimaginablemente lasciva, deleitándose en aquella verga que, en sus manos, en sus labios, en el interior de su boca, no era más que un juguete, un caramelo que saboreaba con inusitado placer.

Me dolió la erección de mi polla, intensa, rotunda, desgarradora. Deseaba tener a María entre mis piernas, penetrarla, gozar con ella y de ella, amarla sin límites hasta caer rendidos. Deseaba que aquella polla, la de Carlos, escupiera su leche sobre mi rostro porque ello supondría el final de mi tormento. Aparecía impregnada de saliva cuando María retiraba su boca. Sus labios se cerraban sobre el glande y se deslizaban, suavemente, a lo largo de la verga, haciendo gemir a Carlos, a punto de explotar de placer. Cuando María supo que llegaba el momento, le agarró la polla y, doblándola, colocó su capullo sobre mis labios cerrados, frotándola contra ellos hasta que la leche, inmensamente caliente, brotó a borbotones, resbalando por mi barbilla, cayendo a goterones sobre mi polla que aún seguía erecta...

Pedro no consiguió aguantar mucho las embestidas de Sonia. Su polla no era excesivamente larga, por lo que Sonia la tragaba con suma facilidad, hasta besar el inicio de los cojones del chico con su labio inferior. Allí se quedaba, aguantando la respiración, moviendo sus labios, hasta hacer flaquear las rodillas de Pedro que, a duras penas, logró evitar correrse en el interior de su boca, apresurándose por dejar sobre mi cara algo de su esperma, toda vez que la mayor parte había ido a parar al suelo.

Solo quedaba Alberto. En mis gustos sexuales, nunca había entrado el tener relaciones con otro chico. Posiblemente, en los de Alberto tampoco. Su sexo mantenía la misma flacidez del principio, cuando su papel fue el último escogido por María. Colocado frente a mí, sentí desgana de tener que chupar aquel pedazo de carne descolgada. Pero lo hice. Era el compromiso establecido cuando empezamos a jugar. Y, sobre todo, no podía eliminar del pensamiento que todo aquello era la fantasía realizada de María. Y no estaba dispuesto a evitar que se cumpliera.

Apreté mis labios contra los huevos de Alberto y empecé a mordisquearlos, a chuparlos, levantando su polla con la punta de mi lengua, estirando su pellejo con mi boca. Me resultaba difícil vencer aquella sensación humillante a la que se unía la falta de movilidad debido a mis manos atadas. Pero me esmeré en ello, lubricando su polla con el esperma que aún tenía en mis mejillas. Y la polla de Alberto creció y se endureció en el interior de mi boca. Y repetí, con mayor o menor fortuna, lo que había visto hacer, a un palmo de mis narices, a Yoli, Verónica, María y Sonia con sus cuatro chicos. Y Alberto, en el momento de mayor excitación, puso sus manos sobre mi nuca y me fue indicando el movimiento preciso para llegar a un orgasmo que desparramó en mi garganta y sobre mi lengua, inundadas de la caliente viscosidad de la leche de un hombre, por primera vez en mi vida.

Los diez inseparables... Aquella noche acabó con María desatándome y ayudándome a incorporarme. Sin saber por qué, nos fuimos abrazando todos con todos, en silencio, como si hubiéramos sellado una amistad inquebrantable con el lacre de lo que, desde aquella noche, sería nuestro mayor secreto.

Deseé buenas noches a todos y me metí en la ducha. Y allí, con el agua tibia cayéndome sobre el rostro, imaginé a María, quemándome la piel con su piel ardiente. Y fue un placer agridulce el que sentí cuando mi leche –la única que aún no había sido vertida–, brotó de mi polla, confundiéndose con el agua...

Xico Ruy