LOS DÍAS DEL AMOR 3ª Parte

Axel consigue al fin lo que tanto había deseado desde que llegó a París: follarse a su tía Carla.

Al abrir los ojos me desilusioné. Una mañana más despertaba a solas. Me hubiera encantado, para variar, encontrar a mi tía Carla a mi lado al abrir los párpados y poder disfrutar de la visión de su cuerpo adormilado, abrazarme a él, adherirme a su espalda y sentir la tibieza de su piel y las redondeces de su cuerpo, pero de nuevo solo encontraba las sábanas revueltas y la leve huella en el colchón de su presencia en la cama durante la noche.

Empujado por las ganas de verla, me apeé de la cama y fui en su busca. En cuanto salí del dormitorio olisqueé en el aire el aroma inconfundible del café, así que seguí el rastro de aquel sugerente perfume hasta la cocina, aprisa y sonriente. Era feliz. Quizá más que en toda mi vida. Había pasado la noche con una mujer preciosa, con ese tipo de mujer con la que todo hombre sueña con tener a su lado al menos una vez en la vida y conservarla todo el tiempo posible. Una mujer inteligente, que me hacía reír, que sabía escucharme y que, sexualmente, literalmente, me volvía loco.

Alcancé la cocina deseando estrecharla entre mis brazos, alzarla de suelo y hacerla girar mientras escuchaba su risa y olía su perfume floral que revolvía a mis jóvenes hormonas. Pero allí no estaba. No había nadie. La jarra de la cafetera estaba colmada y sobre la mesa había una nota:

Bonjour , Axel. He salido un momento. Vuelvo enseguida.

Carla

Me enfadé al leerla. Arrugué el pedazo de papel y lo tiré sobre la mesa. Debía haberme esperado, me dije. Debía haberme despertado si pensaba salir. ¿Por qué no lo había hecho?, me pregunté. Tenía que haber contado conmigo, haber preguntado si me apetecía. Después de lo que había sucedido entre ambos la noche anterior, no me explicaba la razón por la que había tenido que salir del piso a escondidas.

Tras unos momentos de confusión, recorrí la casa para comprobar si en realidad todo aquello no era más que una broma, pero pronto descubrí que lo que decía la nota era totalmente cierto y mi tía había salido sin esperarme.

En su dormitorio encontré su camisón, la prenda de seda azul celeste que esa noche había llevado en la cama. Me lo llevé a la nariz. Olía a ella, a su perfume. También había rastros de mi semen, recuerdo de aquella noche increíble.

No pude contenerme. Allí mismo, en la cama de mis tíos, tumbado sobre la colcha y abrazado a su camisón, no pude evitarlo y comencé primero a acariciarme mi miembro por encima del pantalón del pijama, mientras olisqueaba el perfume de mi tía impregnado en el tejido, hasta que en pocos segundos la excitación obró una erección completa.

Fue entonces cuando lo liberé, cuando lo agarré con mi mano y comencé a acariciarlo suavemente de arriba abajo pensando en el cuerpo desnudo de mi tía tumbado junto a mí, allí mismo, a mi lado, tumbada a mi merced sobre aquella cama. Imaginé sus voluminosos pechos, rememoré el sabor de sus labios, esos mismos que había saboreado la noche anterior, y evoqué también la calidez y humedad de su sexo… Los recuerdos de la noche aparecieron en cascada, también las sensaciones, como las caricias de sus manos en mi piel, en mi miembro, que subían y bajaban con delicadeza, como una experta, hasta conseguir el éxtasis, el orgasmo. Y así, en apenas unos minutos, demasiado rápido, llegó de nuevo el clímax, de nuevo desbordándose a chorros mientras su imagen, sus ojos, se clavaban en los míos, derramándome sin remedio en el camisón de mi tía, añadiéndole varias manchas más mientras mi boca gritaba una sola palabra:

—¡Carla!

Volví a la cocina algo menos disgustado, aunque aún seguía dándole vueltas a la razón que había llevado a mi tía a salir de casa sin mí. Decidí desayunar mientras esperaba, sin embargo. Metí un par de rebanadas de pan en la tostadora y calenté un poco de leche. El enojo me duró hasta bastante después de servirme el café y sentarme ante la mesa a desayunar.

No había terminado la última tostada cuando escuché la puerta. La dejé sobre el plato y salí aprisa de la cocina, derecho a la puerta del piso.

Bonjour , Axel —me saludó mi tía cuando alcancé el vestíbulo. Cerraba la puerta en ese mismo momento — ¿Ya te has levantado?

—¿Dónde has ido? —pregunté, hosco.

Mientras me miraba con aquellos dos enormes ojos azules, me sonrió. Una sonrisa dulce y traviesa.

—Se me ha ocurrido darte una sorpresa —dijo, y enarboló una bolsa de papel—. Croissants recién hechos de la patisserie Arnaud.

Mi enfado se evaporó de golpe. ¿Cómo podía ser tan imbécil?, me dije. Había salido solo para complacerme, para agasajarme con dulces para el desayuno, y yo molestándome como si fuera un crío al que le han quitado el juguete.

—Ah, merci —dije, cogiendo la bolsa, sin saber muy bien qué más decir.

Abrí la bolsa y olisqueé el aroma encerrado dentro del papel: olía increíblemente bien. Me entraron ganas de devorarlos allí mismo.

Mi tía, por sorpresa, me dio un beso en la mejilla sin darme tiempo a reaccionar y devolvérselo, y se alejó de mí en dirección a la cocina.

La observé mientras caminaba: llevaba puesto un vestido de un color rosa pálido que le alcanzaba hasta unos centímetros antes de las rodillas. Se ajustaba a la perfección a su cuerpo realzando su figura, especialmente sus caderas. Completaban su atuendo unos zapatos de tacón medio también rosas, medias claras, una chaqueta corta de color blanco sobre los hombros. Su cabello dorado se mecía a uno y otro lado al ritmo de sus pasos.

—Estabas ya desayunando, ¿no? —dijo, sacándome de mi ensimismamiento.

Recogí mi propia baba y me apresuré a ir hasta la cocina.

—Sí. ¿Cómo no estabas…? Perdona, no te he esperado —me disculpé, cayendo de pronto en la cuenta.

—Tranquilo —dijo ella, sin volverse—. Ya he desayunado. Los croissants son para ti.

Del interior de una bolsa que no había visto hasta ese momento comenzó a sacar verduras y frutas que fue colocando en el interior del frigorífico.

—Si ibas a comprar, podías haberme esperado —dije—. Habrás venido muy cargada…

Mi tía se volvió hacia mí.

—¿Esto? No mucho, son solo cuatro cosas. Soy una mujer, Axel, no soy de cristal.

Acusé aquellas palabras, también la sonrisa que me dedicó a continuación.

Confieso que me molestó, pero en cierto modo me lo tenía merecido.

—Si voy a hacerte un retrato necesitaré ciertas cosas —dije, cambiando de tema adrede—. ¿Sabes si por aquí cerca hay alguna tienda donde pueda comprar útiles para dibujar?

Carla se volvió tras cerrar la puerta del frigorífico y, mirándome, meditó unos instantes.

—Sí, creo que sí —contestó—. Si no recuerdo mal hay una cerca de la Facultad de Medicina.

—Podríamos ir luego, para empezar el retrato cuanto antes —expliqué.

—¿En serio? —preguntó, mirándome sorprendida— ¿Vas a hacerlo?

—Me dijiste que te gustaría…

—No, no, claro que quiero —me interrumpió mi tía—. Solo que creí que no hablabas en serio.

—No sé por qué no. Me encantaría retratarte —confesé.

Me dio las gracias y me prometió que saldríamos más tarde, en cuanto desayunara y terminara de arreglarme. Después se acercó a mí y me dio otro beso en la mejilla. Aunque yo intenté acércame a sus labios, no fui lo suficientemente rápido ni hábil.

Mientras mi tía salía de la cocina, me quedé pensativo. Me senté ante la mesa y di un sorbo al café: se había quedado algo frío. Abrí la bolsa de los croissants y cogí uno. Con el primer bocado advertí que aquel no era como los que había probado en España. Estaba sencillamente delicioso; se deshacía en la boca.  Mientras masticaba el segundo bocado, pensé de nuevo en mi tía, en su actitud aquella mañana. Actuaba como si la noche anterior no hubiese sucedido nada, o como si lo hubiera olvidado todo. ¿Cómo era posible?, me preguntaba. ¿Cómo era posible que después de haberme besado con aquella pasión, después de que me hubiera dejado ayudarla a alcanzar un orgasmo y ella misma me hubiera acariciado mi miembro proporcionándome tanto placer, me tratara como si acabara de llegar a París esa misma mañana?

Salimos de compras un par de horas más tarde. Lo que tardé en afeitarme, darme una ducha y elegir la ropa. Confieso que en esto último me demoré más de lo habitual. No quería desentonar al lado de mi tía, y lo cierto era que casi toda mi ropa era de lo más corriente. A mi vestuario le faltaba sofisticación. Era, en su mayoría, vaqueros, camisetas y un par de camisas anodinas. Todos tejidos baratos. No me sentía cómodo bajo ninguna de aquellas pieles. Si quería conquistar a Carla, me dije, tendría que remediar aquello: debía escaparme en algún momento e ir de tiendas para dar algo de glamour a mi austero vestuario, que estaba bien para alternar con chicas de mi edad, pero no para enamorar a una mujer, y menos aún a una mujer como mi tía Carla.

El cielo de París estaba gris aquella mañana, advertí nada más salir del portal, un gris plomizo que amenazaba lluvia. Una suave brisa despeinaba los cabellos de mi tía, que caminaba a mi lado, y mecía las copas de los árboles arrancando alguna de sus hojas resecas preludio de un otoño en ciernes. Algunas, de cuando en cuando, caían sobre la acera comenzando a amontonarse. Caminamos por el Boulevard Saint Germain en dirección a la iglesia del mismo nombre, hacia la Facultad de Medicina. Carla lo hacía a medio metro de mí, rozando de cuando en cuando con su brazo el mío, no sé muy bien si en un acto involuntario o totalmente deliberado. Hubiera querido aferrarme a su mano para comprobarlo. De hecho, pensé en hacerlo en un par de ocasiones, pero no me atreví. Preferí aguardar. Mientras tanto, me conformaba con observarla a hurtadillas: vestía el mismo vestido con el que la había visto a primera hora de la mañana y que me había dejado sin aliento, la misma prenda de un color rosa pálido que se adhería a su cuerpo como un guante exacerbando todas sus virtudes.

Tuve que dejar de mirarla. Me sorprendió en dos ocasiones, así que no me quedó más remedio que olvidarme de ella al menos por un tiempo; no quería molestarla.

No encontramos a la primera la tienda de la que me había hablado mi tía. De hecho, tuvimos que dar varias vueltas por los alrededores de la Facultad de Medicina de París para dar con ella. Mereció la pena, sin embargo. La calidad y la variedad de material que se exhibía en el interior me quedó gratamente sorprendido. Entendí en aquel momento el amor por el arte en París. Me hubiera pasado horas entre aquellas estanterías, disfrutando como un niño en una juguetería. Pero no quería aburrir a mi tía ni parecer un completo estúpido, así que elegí lo necesario para dibujar el retrato a mi tía y me fui a la caja.

Mi tía se negó a que corriera con los gastos. No hubo manera de disuadirla. «Es lo menos que puedo hacer si vas a regalarme tu arte», me dijo, tras lo que me dedicó una sonrisa.

—¿Qué quieres hacer ahora? —me preguntó, nada más salir de la tienda— ¿Vamos a casa y empiezas a pintarme ese retrato o seguimos de compras?

Dudé. Estaba deseando tenerla a mi disposición. Imaginé la escena: ella sentada frente a mí llevando aquel vestido —aquel mismo servía. Seguramente con cualquiera de su vestuario estaría preciosa, me dije—, mientras la observaba minuciosamente para plasmar con esmero cada centímetro de su cuerpo. No tendría que esconder mis miradas. Con el retrato tendría la excusa para deleitarme con su belleza, con los volúmenes de su cuerpo, con cada detalle.

—Axel, ¿qué quieres hacer? —me volvió a preguntar, sacándome de mi ensimismamiento.

—No lo sé —admití—. Por mí, vamos a casa y empiezo el retrato. Pero si necesitas algo…

—Como necesitar, no necesito nada. Pero a las mujeres nos encanta ir de compras, tanto como a vosotros el fútbol.

Sonrió.

—A mí no me gusta el fútbol —dije.

—Un chico listo.

Se agarró a mi brazo y tiró de mí, echando a andar por la acera.

—Vamos un momento aquí cerca primero, a la farmacia. Necesito comprar un par de cosas.

Caminamos unos minutos, juntos, mi tía aferrada a uno de mis brazos, el desocupado; en el otro llevaba las compras para el retrato.

La compra en la farmacia nos llevó un par de minutos, apenas había clientes. Mientras mi tía compraba un par de medicamentos, yo no quitaba ojo de varias cajas de preservativos expuestos en una estantería. Me hubiera gustado hacerme de una caja, pero delante de mi tía no era lo más sutil. Así que desistí.

Al salir advertimos que el cielo se había oscurecido aún más. Presagiaba lluvia, por lo que mi tía determinó que lo mejor era volver a casa, y a paso acelerado a ser posible, añadió en broma.

Lo intentamos, pero sin éxito. Comenzó a llover con fuerza a medio camino.

Nos tuvimos que refugiar en un portal. Esta vez, sin embargo, la suerte no nos sonrió: la puerta del edificio estaba completamente cerrada y una señora había tenido la misma necesidad que nosotros de protegerse de la lluvia. Apenas quedaba sitio para una persona en aquel portal. Sin embargo, encontramos la manera de solucionarlo: yo me coloque junto a la puerta, de espaldas a esta, y mi tía justo delante, pegada totalmente a mí. No había otra manera de protegernos de la lluvia, que caía a mares desde un cielo ensombrecido de repente.

Estábamos totalmente calados, de pies a cabeza. Solo habíamos tardado unos minutos en encontrar aquel refugio, pero fueron suficientes para que nuestra ropa acabara totalmente empapada.

A través de la fina tela del vestido advertía la tibieza del cuerpo de mi tía, que comenzó a temblar levemente. Me aferré a su cintura y la apreté contra mi cuerpo al percatarme. Apreciaba las redondeces de sus glúteos, firmes y voluminosos, el aroma de su cabello húmedo. Mi erección fue inevitable. No me escondí, sin embargo. Envalentonado por lo que había sucedido esa noche entre nosotros y pese a que esa mañana ella parecía que lo había olvidado, quise que notara mi excitación y atraje sus caderas hacia a mí, hacia la rigidez de mi miembro. No protestó. Se dejó hacer. Incluso me clavó sus uñas en mi brazo atado a su cintura y apoyó aún más su espalda sobre mi pecho.

Las gotas de lluvia le resbalaban por el cuello, me fijé. Algunas se perdían por el escote, camino de las elevaciones de sus pechos, cuyos contornos, debido al agua que había empapado el vestido, se apreciaban en toda su magnitud. Quise absorber alguna de aquellas gotas con mis labios, pero no me atreví. Me conformé con colocar mi barbilla en su hombro y preguntarle al oído, con un susurro, mientras veía despeñarse a varias de aquellas pequeñas gotas de lluvia entre los senos de mi tía, si se encontraba bien.

—Muy bien, Axel —me respondió, cogiendo la mano que apoyaba en su vientre y entrelazando sus dedos con los míos—. Gracias, guapo.

Sonrió.

Se mordió a continuación el labio inferior, mientras me miraba de soslayo.

Hubiera querido abrazarla también con el otro brazo, pero las bolsas con las compras me lo impedían. La mujer a nuestro lado, una mujer mayor, de baja estatura, cabello rubio recogido con un moño, la piel de la cara ajada por los años, nos miró un par de veces; parecía advertir nuestra atracción sexual. No dijo nada, sin embargo. Mantuvo su mirada fija en la lluvia, en la calle, en el incesante tráfico de vehículos que iban y venían y que salpicaban el agua de lluvia a la acera cuando se arrimaban demasiado al bordillo.

Sentía la calidez de la espalda de mi tía en mi pecho, el aroma de su perfume, y su cuerpo, su cuerpo de diosa recostado contra mí. Sentí ganas de alzar las manos y aferrarme a sus pechos, de introducir la mano por la falda del vestido y palpar su sexo, acariciarlo de nuevo, como aquella noche; pero me contuve, todavía no sé cómo. Tuve que recordarme que estaba en la vía pública, en un portal y, sobre todo, que no estábamos solos; a nuestro lado estaba aquella mujer.

No era el momento, me dije. No debía apresurarme.

«Disfruta el ahora», pensé.

La lluvia, como había aparecido, se esfumó. De golpe, como un milagro. El cielo se abrió de improviso y algunos rayos de sol aparecieron atravesando la bóveda oscura de nubes que había fundido a negro París para iluminar los ríos de agua en los que había convertido las aceras y la calle en breves minutos.

La mujer se apresuró a salir del refugio del portal en cuanto advirtió que la lluvia dejaba de caer. A nosotros, pese a todo, nos costó más abandonarlo. Nos encontrábamos a gusto el uno junto al otro, abrazados en silencio como dos enamorados, sin necesidad de palabras, ambos excitados e incapaces de abandonar aquel estado de felicidad.

—Deberíamos irnos —dijo mi tía, tras un momento.

Lo había dicho con un tono anodino. Era evidente que tampoco a ella le apetecía irse, o al menos eso fue lo que a mí me pareció. Cabía la posibilidad, pensé, de que no se movía de mi lado al advertir las pocas ganas que tenía yo de abandonar aquella situación.

—Sí —afirmé—. Habrá que aprovechar que no llueve.

Carla se apartó de mí lentamente. Se volvió y me observó unos instantes.

Esgrimió una leve sonrisa y posando su mano sobre mi cara, acercó sus labios a los míos y me acarició con ellos mi boca sutilmente.

—Gracias por darme calor —me dijo—. ¿Nos vamos a casa?

—Será lo mejor —le respondí.

Se aferró a mi brazo y me sacó del portal.

Iba feliz a su lado, tanto que no sabía si caminaba o flotaba. Sentía todavía su piel en mi cuerpo. Su aroma se había quedado en mi nariz, aún había rastros en mi cerebro. Rememoraba esos minutos mientras llovía y me había soldado a ella, cuando una voz me sacó del trance.

Era la de una mujer morena, hermosa y sofisticada, embutida sus piernas en unos pantalones negros de cuero, tacones de aguja y una blusa blanca con un escote que dejaba poco a la imaginación. De uno de sus brazos colgaba un bolso negro y de la otra mano se balanceaba una bolsa de plástico de alguna tienda cercana. Conocía a mi tía. De hecho, parecían íntimas. No tardó en darle dos besos y un cálido abrazo.

Enseguida sentí los ojos negros de aquella mujer fijos en mí. Se los veía llenos de curiosidad. En cuanto terminó de besar a mi tía preguntó quién era.

—Es Axel, mi sobrino —le respondió mi tía, en francés—. Es hijo del hermano de Bruno, de Fabián, el que vive en España. ¿Te acuerdas de él?

—Ah, sí, claro. Ya recuerdo.

Se abalanzó sobre mí y me dio dos besos de forma muy efusiva, presentándose. Dijo llamarse Margot Clement.

—No sabía que tenías por sobrino a un mocetón tan apuesto, Carla —dijo, agarrando a mi tía por el brazo, mirándome mientras tanto de arriba abajo—. Que callado te lo tenías, querida.

—Ten cuidado con lo que dices, Margot —le previno mi tía—. Te entiende perfectamente.

—Mejor, así el idioma no será un impedimento.

Se rio de forma algo escandalosa.

—¿Y vas a estar mucho tiempo? —me preguntó Margot.

—Hasta que vuelva Bruno —le respondió mi tía, adelantándose—. Está en Hong Kong de viaje de negocios.

—Raro, ¿verdad? —dijo Margot con sarcasmo— Bruno de viaje. Siempre anda rodando por el mundo.

Volvió a reír.

Soltó el brazo de mi tía y se aferró al mío. Apretó mis bíceps y se sorprendió de la musculatura. Éramos prácticamente de la misma altura. Al arrimarse, advertí sus senos voluminosos junto a mi pecho, también su perfume, un perfume complejo y sofisticado.

—Podíamos cenar juntos una noche de estas, ¿no te parece? —sugirió Margot a mi tía— Estaría bien entretener al muchacho y enseñarle la noche de París.

Me lanzó una mirada intensa directa a los ojos y colocó su mano en mi abdomen.

—Claro, un día de estos… —dijo mi tía Carla.

—¿Y por qué no hoy?

Mi tía dudó. No supo responder de inmediato.

—¿Te apetece? —me preguntó Margot.

Me encogí de hombros. Miré a mi tía de inmediato.

—Lo que diga ella —dije, señalando con mi mirada a Carla.

—Siguen las revueltas —dijo mi tía—. No es muy seguro salir estos días. Mejor vienes a casa, si te parece.

—Mejor, sí. Has tenido una muy buena idea. Así estaremos más cómodos —dijo Margot, que me agarró con más fuerza—. ¿Quedamos hoy?

—¿Hoy? —se extrañó mi tía— No sé, no he preparado nada y es un poco tarde…

—Venga, Carla, anímate. No es necesario un banquete. Hay confianza, mujer.

—Está bien —aceptó finalmente mi tía—. Hoy entonces, pero a medio día, a almorzar. ¿Te viene bien?

—Me viene de maravilla —exclamó—, y si no fuera así, ya haría hueco para quedar a comer con mi mejor amiga y este hermoso y joven ejemplar de hombretón hispano francés —añadió, mirándome de arriba abajo con ojos de deseo—. Avisaré a Bernard, ¿te parece? Seguro que le apetece apuntarse a la reunión. Hace una eternidad que no quedamos todos juntos.

—Me parece bien —aceptó mi tía—. Llámalo.

Apenas hablamos unos instantes más. A Margot de repente le entró prisa; debía hacer unas gestiones antes de ir a casa a almorzar, dijo, y se alejó aprisa de nosotros no sin darme de nuevo dos besos, el último sospechosamente cerca de los labios, y dedicarme además una sonrisa sugerente.

Nosotros, por nuestra parte, caminamos en dirección contraria, directos a casa. Apenas hablamos por el camino. Solo mi tía dijo algunas frases, todas dirigidas al fatal encuentro y al atrevimiento de su amiga por apremiarle para que preparara una comida en tan poco tiempo.

Mi mente, sin embargo, divagaba por cuestiones distintas y contradictorias. Por un lado, sonreía por el feliz encuentro con aquella mujer tan hermosa como atrevida y sensual. Por otro, maldecía que dicho tropiezo casual hubiera abortado lo que parecía abocar a una tarde gloriosa a solas con mi tía tras toda aquella tensión sensual que había surgido de nuevo en el portal mientras llovía de forma copiosa.

Apenas habíamos terminado de colocar la mesa cuando llamaron al telefonillo. Mi tía, desde la cocina, me gritó para que fuera a comprobar si eran nuestros invitados. Lo eran, en efecto, así que les abrí la puerta del portal y todavía me dio tiempo de ayudar a mi tía a trasladar hasta la mesa los primeros platos de comida antes de que llamaran al timbre.

Debido a la premura con la que mi tía había aceptado organizar aquel almuerzo, de camino a casa, mi tía había resuelto acercarse a un restaurante cercano al domicilio de mis tíos y encargar el plato principal: boeuf bourgignon —un delicioso guiso de carne de buey cocinado a fuego lento con vino y verduras—.  Cocinarlo en casa, según mi tía, suele llevar incluso más de cuatro horas, así que lo mejor era encargarlo hecho, dijo, y si además era en un restaurante de confianza y donde sabía que no le iban a defraudar, la elección era fácil.

Con el resto no se complicó: ensalada, varios tipos de queso —algunos de los cuales también adquirimos de camino a casa, tras comprar la carne— y embutidos. Al postre sí le dedicó tiempo, una especialidad de mi tía: una crème brulée echa con sus propias manos.

Al abrir la puerta me quedé estupefacto observando a Margot. Estaba espléndida. Vestía una minifalda negra ajustada a sus caderas y dejando ver unas piernas largas y preciosas envueltas en unas medias también oscuras. Zapatos de tacón y una blusa también negra, brillante, de lentejuelas, con un generoso escote que dejaba exhibir las virtudes de sus pechos.

Al verme, al tiempo que levantaba una botella de vino, Margot lució una gran sonrisa. Fue solo un instante, enseguida dio un par de pasos hacia mí y dejó en mis manos la botella de vino, justamente antes de regalarme dos besos que alojó de nuevo muy cerca de mis labios. En ambos se recreó unos instantes, mientras una mano la posaba en mi cadera y la otra en la espalda, los senos apretados contra mi pecho.

No me dio tiempo a recrearme, un hombre al que apenas había hecho caso y que acompañaba a Margot me tendió la mano. Era alto, delgado, de más, pensé observando sus escasas carnes, de rostro alargado y ojos grises y algo tristes. Me sonrió al estrecharle la mano y presentarse: Berdard Magné.

Tras los saludos y unas pocas palabras, nos sentamos a la mesa. Mi tía comenzó a servir la ensalada y empezamos a degustar los quesos, los embutidos, en fin, lo que habíamos colocado en la mesa. Fue una velada entretenida, llena de risas, por las ocurrencias de Margot en su mayoría, también de Bernard, que había juzgado mal cuando le puse los ojos encima. Era un tipo de lo más divertido. A mi tía se la veía feliz, aunque tardó en relajarse. Solo cuando advirtió que todo estaba controlado se soltó y comenzó a disfrutar del almuerzo. Conversamos de todo: de mujeres, de hombres, de comida, de París, de recuerdos y anécdotas de mi tía y sus amigos, pero ni una palabra sobre las revueltas, ni de política. No hubo en el almuerzo ni una sola referencia a algún tema serio que pudiera enturbiar el buen ambiente, ni siquiera sobre mi tío y su inoportuno viaje. Nada.

Me preguntaron sobre mi vida, mis estudios, mis planes, también si tenía novia. Esto lo preguntó Margot, que esperó atenta la respuesta. Le alegró saber que no estaba comprometido, tanto, que dejó a medias la crème brulée y se marchó aprisa hasta una estantería llena de cedés junto al equipo de música. Tardó apenas unos segundos en encontrar uno de su agrado. Lo introdujo en el equipo y cuando la música comenzó a sonar por los altavoces, me hizo levantar, pese a mis protestas. Me agarró de la mano y tiró de mí hacia el centro del salón, donde había espacio suficiente para bailar.

No conocía aquella canción. Margot me sacó de dudas en seguida: Marcia baila , de un grupo francés llamado Les Rita Mitsouko.

Al principio estaba un poco cortado. Colocó sus brazos alrededor de mi cuello y pegó su cuerpo al mío, moviéndose sensualmente al ritmo alegre de la música mientras me miraba a los ojos y tarareaba la canción. Se la sabía de memoria.

De repente se volvió dándome la espalda, colocó su trasero pegado a mi miembro y comenzó a rozarse siguiendo el ritmo de la música. De cuando en cuando volvía la cara y me miraba con descaro, sonriente, la boca abierta y provocativa, insinuándose como una gata en celo. Mientras, me agarraba del cuello con una mano, arañándome con las uñas, al tiempo que con la otra se aferraba a mi brazo y me obligaba a abrazarla por la cintura.

Bernard sonreía divertido por la escena, observé de soslayo. Mi tía, en cambio, aunque parecía intentar hacer ver que le hacía gracia, en sus ojos advertí que no estaba cómoda con aquel baile que poco a poco iba subiendo de intensidad.

Margot estaba como poseída. Aunque intuí que habitualmente aquella mujer debía ser tan alocada como parecía en aquel momento, el vino, sin duda, me dije, debía tener también algo de culpa. Si no me equivocaba, le había visto dar fin a cuatro copas.  Brincaba ante mí, me hacía girar, ella misma rotaba exhibiendo su cuerpo sin perderme de vista, se juntaba a mí con descaro y me hacía sentir el calor de su piel y las curvas de todo su cuerpo. Sus ojos incendiaban los míos y su boca se acercaba una y otra vez peligrosamente a mis labios, rozándolos.

Bernard se animó y quiso unirse a la fiesta. Tiró de mi tía, que aunque en un principio rechazó la idea, terminó aceptando ante la insistencia de Bernard. Las dos parejas bailábamos al son de la música, Margot completamente pegada a mi cuerpo mientras se movía de forma provocadora, mi tía y Bernard algo más recatados, aunque observé que Bernard trataba en algunos giros de aferrarse a la espalda de mi tía, pero esta siempre lograba zafarse después de lanzarme una fugaz mirada.

Margot seguro que notaba mi excitación, era más que evidente mi bulto en el pantalón. De hecho, sonreía divertida tras separarse. Lo cierto era que, de no estar allí mi tía y Bernard, la hubiera arrastrado de inmediato al sofá para arrancarle la ropa y saborear cada centímetro de aquel cuerpo increíble de mujer.

Pero cuando creí que estaba a punto de hacer una locura, cuando las hormonas estaban acabando con mi buen juicio, la canción, por fortuna, acabó, y las dos parejas nos separamos.

—Bailas muy bien, Axel —me halagó Margot—. ¿Te mueves siempre igual de bien?

—Siempre —le respondí, siguiéndole el juego.

—Pues habrá que comprobarlo —replicó, acariciándome la barbilla y posando un dedo en mis labios.

Mi tía intervino.

—Ayúdame a recoger la mesa y traer el café, Margot —dijo, agarrándola del brazo y tirando de ella.

Margot se resistió, pero terminó acatando las órdenes de mi tía y tras recoger varios platos, se marcharon a la cocina. Intenté ayudarlas, pero mi tía se negó. Me dijo que hiciera compañía a Bernard.

Así lo hice, al menos durante un par de minutos. Cogimos nuestras copas de vino y nos sentamos en el sofá, y charlamos un rato, de mi estancia en París, sobre todo.

Había bebido demasiado durante el almuerzo, por lo que enseguida me entraron ganas de ir al baño, así que me disculpé con Bernard y me levanté. No llegué a él, sin embargo. Cuando iba de camino, al pasar por la puerta de la cocina, escuché la conversación de Margot con mi tía, y no pude evitar quedarme escuchando:

—No puedo evitarlo, Carla —decía Margot—. Tu sobrino está como un tren. ¿Tú lo has visto bien? Es tal y como a mí me gustan los hombres: alto, fuerte, con esa cara tan varonil, esa mandíbula tan poderosa… Y los ojos…, ¿has visto los ojazos que tiene el niño?

—Precisamente —dijo mi tía—, es solo un crío, Margot. Compórtate, que te conozco. Has bebido demasiado y sé lo que pasa cuando eso ocurre. Está aquí bajo mi responsabilidad.

—Ni que le fuera a pasar algo malo conmigo —replicó la otra—. Todo lo contrario. Solo le voy a enseñar cosas buenas, y gratis, ¿qué más quieres? —rio— Lo que le voy a enseñar le va a servir el resto de su vida.

—Por favor, Margot. Aléjate de él. Solo tiene dieciocho años.

—¿Dieciocho? Pues parece bastante mayor.

—Pues no, solo tiene dieciocho. Así que haz el favor de dejarlo en paz y apartar tus garras de él. Si tienes ganas de acostarte con alguien, llama a cualquiera de tus amiguitos.

El tono de mi tía sonaba realmente enfadado.

—Está bien, Carla. No te enfades, mujer. Tampoco es para ponerse así. No tocaré a tu sobrino, si eso es lo que quieres —prometió Margot.

—Me parece perfecto —dijo mi tía.

—Creo que con tanto viaje tu marido te tiene demasiado desatendida, cariño —opinó Margot—. ¿No has pensado en pedirle a tu querido sobrino que le dé una alegría a ese cuerpazo?

—¿Estás loca? Es mi sobrino, por Dios, y además es un crío. Estás enferma, Margot. Solo piensas en el sexo.

—Después de dos maridos y varios prometidos, ¿en qué quieres que piense? —replicó Margot, riéndose— No quiero ataduras. Los hombres solo me interesan para el sexo.

—Pues deja a mi sobrino en paz, ¿entendido? Es muy joven.

—Está bien. Está bien. Lo dejaré tranquilo. ¡Cómo te pones!

Me marché aprisa por el pasillo hacia el baño al escuchar tacones acercándose a la puerta de la cocina.

Unos minutos después volví al salón. Tomaban café mientras conversaban de los disturbios en la calle, de las declaraciones de Nicolas Sarkozy que habían incendiado aún más las protestas, de política y sobre las medidas sociales que debía implementarse en Francia con los inmigrantes para solucionar el problema de una vez por todas.

Apenas media hora después, Bernard y Margot salían por la puerta. Sin duda, la discusión de mi tía con Margot había enfriado la velada. Margot no me había vuelto a mirar casi desde que volví del baño. Y al irse, apenas me dio dos besos en la mejilla para despedirse, aunque el último de ellos, particularmente cerca de mis labios. También me dio su tarjeta con su teléfono, cuando creía que mi tía no nos veía. Me susurró que la llamara si quería. Supongo que no pudo evitarlo, pese a todo.

Una vez que se hubieron ido, ayudé a mi tía a terminar de recoger la mesa y llevar los platos y cubiertos a la cocina, a meterlos después en el lavavajillas. Apenas nos dijimos un par de palabras. Parecía enfadada. También yo lo estaba.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

Mi tía se encontraba de espaldas a mí, terminando de colocar cubiertos en el lavavajillas.

—¿A mí? Nada —respondió, sin volverse—. ¿Por qué?

—¿Nada? Es evidente que estás enfadada. ¿Por qué? ¿Por Margot? Solo quería divertirse.

Se volvió de inmediato hacia mí.

—Sí, ya conozco a Margot —dijo—. Sé perfectamente lo que quería.

—¿Y qué quería?

—No te hagas el tonto, Axel. Sabes perfectamente lo que buscaba, y no se lo has puesto precisamente difícil. Has dejado que te hiciera lo que le ha dado la gana.

—No digas tonterías. Solo bailábamos.

—¿Bailar? ¡Ja! —exclamó, enfurecida— Eso no era bailar. Prácticamente os estabais apareando.

—Eres una exagerada. Pero si así fuera, a ti qué más te da. Soy solo un crío, ¿no es cierto?

Mi tía se quedó callada. Me observaba confusa.

—Os he oído en la cocina —le aclaré—. Le has dicho que solo soy un crío. Le has ordenado que me dejara en paz. ¿Por qué? ¿Me has preguntado a mí acaso? Lo mismo me interesaba acostarme con ella.

—¿Eso es lo que querías, acostarte con Margot? Pues llámala, corre. Saca la tarjeta que te ha dado y llámala ahora mismo. Fóllatela si quieres.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás celosa acaso? —pregunté, acercándome a ella, a menos de medio metro, mirándola fijamente a los ojos.

—¿Yo celosa? Soy tu tía, ¿lo recuerdas? Ten más respeto.

Me empujó, apartándome, y salió aprisa de la cocina.

—¿Y tú con Bernard? ¿Qué me dices? Está claro que le gustas y también te has restregado con él todo lo que te ha dado la gana.

—¿Bernard? No seas imbécil. Es gay.

—¿Gay? —dije sorprendido— No lo parece.

—Eres idiota, ¿lo sabías? —dijo—. ¿A todos los gais se les nota?

La alcancé en el salón. La agarré por un brazo y la obligué a volverse.

—Estás celosa —repetí, enfrentándome de nuevo a ella cara a cara.

La agarré por la cintura y la atraje hacia mí.

—Deja de decir estupideces. Suéltame.

Trató de liberarse.

—Te gusto —dije—. Lo sé. ¿Por qué no lo reconoces?

—Estás loco. Eres solo un crío, Axel. Suéltame, por favor.

Intentó zafarse de nuevo de mis manos.

—No —dije, sujetándola con más fuerza contra mí—. A mí solo me interesas tú, ¿no lo entiendes? Solo tú, ni Margot ni nadie. Deja de resistirte, Carla. ¿Te has olvidado acaso de lo que pasó anoche? ¿Te has olvidado? —repetí.

—¡¿Qué quieres de mí, Axel?! —preguntó, alzando la voz— ¿Quieres acostarte conmigo? Es solo eso, ¿no? Y después, ¿qué? Estoy casada, Axel, y soy tu tía, además. ¿Me vas a decir que estás enamorado de mí acaso? Solo me deseas, solo quieres follarme. Pero no puedo destruir mi matrimonio solo porque estés encaprichado de mí.

—No sé si estoy enamorado —admití—, ni si lo estaré alguna vez. Solo sé que te deseo, como no he deseado nunca a nadie —confesé, mirándola a los ojos—. Y sí, es cierto, quiero follarte, una y mil veces, de todas las maneras posibles, porque me estás volviendo loco, Carla, desde el primer día que puse el pie en este apartamento. Y tú también lo deseas, lo veo en tus ojos, y me lo has demostrado además todos estos días. ¿O acaso me equivoco?

No respondió. Se resistía con algo menos de intensidad mientras me miraba a los ojos.

La besé de repente. Duró unos segundos.

Cuando nos separamos, me dio una bofetada.

Mientras la observaba sorprendido, fueron esta vez sus labios quienes buscaron los míos. Los apretó con fuerza a mi boca, echando sus brazos alrededor de mi cuello. Después abrió los labios y advertí su lengua, húmeda y caliente dentro de la mía. Nuestras lenguas se fundieron y comenzaron a bailar, primero con pausa, después el ritmo fue incrementándose. Me devoraba. Sentía su respiración dificultosa, sus suspiros, sus jadeos.

Me aferré a sus glúteos, primero por encima del vestido, después sintiendo directamente su piel tras colar mis manos bajo la tela. Los agarré con fuerza, clavé en ellos mis uñas, y empujándola hacia mi cuerpo, hacia mi miembro ya totalmente erecto. Sentía el calor de su sexo a través de la fina tela de su vestido.

Con ímpetu, sin dejar de besarla, con sus brazos rodeándome el cuello, la subí sobre mí, a horcajadas. Me rodeó con sus piernas y comenzó a moverse a lo largo de mi miembro entre quejidos, suspiros y jadeos, sin dejar de devorarme con su boca y saborearme con su lengua ardiente.

Caímos sobre el sofá. Ella encima de mí, y continuamos besándonos con un ansia infinita. La despojé de los tirantes del vestido hasta descubrir sus pechos apresados por el sujetador. En un movimiento rápido, tras separarse de mi boca un instante, mi tía se desabrochó el sostén y tras quitárselo lo tiró en el sofá. Ante mí quedaban desnudos sus pechos, imponentes, con los pezones inhiestos, sonrosados. Me agarré a ellos como al saliente de una roca, y los acaricié con fruición, intentando inútilmente abarcarlos. Los besé, pasé la lengua por los pezones, los succioné como si quisiera engullirlos, mientras ella suspiraba y pronunciando mi nombre me rogaba que continuara, al tiempo que me clavaba sus uñas en la nuca.

Me quitó la camisa sacándomela por la cabeza, y besando mi piel fue descendiendo por mi pecho y mi abdomen mientras se quitaba de encima, dejando resbalar su cuerpo hasta quedar de rodillas en el suelo y mientras sus manos aprovechaban para desabrocharme el pantalón. Acarició una y otra vez mi miembro totalmente erecto por encima del tejido, mirándome con ojos lascivos, la boca entreabierta, sonriendo.

Tiró de mis pantalones quedándome en ropa interior. Volvió a acariciar mi miembro, una y otra vez, pero pronto se cansó y lo dejó libre, sacándolo del encierro de la tela. Se aferró a él con sus dedos largos y elegantes, rodeándolo y comenzando a acariciarlo de arriba abajo, suavemente. Me miraba a los ojos mientras lo hacía, sin dejar de sonreír.

Me preguntó si me gustaba.

—Me encanta, Carla —le respondí—. No pares, por favor.

—Nunca —dijo.

Y acercando su boca al glande, comenzó a lamer la punta.

No dejaba de mirarme mientras lo hacía, como tan poco dejaba de acariciar mi miembro con su mano.

Me encantaba ver su mano aferrada a mi miembro. Disfrutaba con la imagen de su mano de dedos largos y uñas perfectamente esmaltadas en rojo acariciándome de nuevo.

Llevó sus labios a mis testículos, y comenzó a lamerlos, uno y otro, despacio, sin prisas, sin dejar de acariciar rítmicamente mi miembro totalmente en erección, de arriba abajo, de arriba abajo. Lo hizo varias veces más.

Me sonrió otra vez, mientras se acercaba de nuevo al glande. Comenzó a introducírselo en su boca suavemente, chupándolo una vez tras otra detenidamente e introduciéndose cada vez más parte de mi miembro en su boca. Rítmicamente, comenzó a masturbarme con su boca, tragándoselo hasta casi hacerlo desaparecer, hasta arañar con la punta del glande su garganta.

—Sigue, Carla —dije, enloquecido por lo que me estaba haciendo—. Sigue, sigue, por favor…

Y lo hizo, vaya si lo hizo, llevándome a la gloria con cada uno de sus bocados, no sé durante cuánto tiempo.

Sacándosela de su boca, se puso en pie, se colocó a horcajadas sobre mí y apoyó sus brazos en mis hombros. Con un rápido movimiento de una de sus manos apartó su slip de encaje negro, colocó el glande en la entrada de su sexo y, poco a poco, se dejó caer introduciéndose todo mi miembro mientras gemía.

—Oh —exclamó, al sentirla totalmente dentro— Está enorme, Axel —dijo—. ¡Qué dura!

—¡Qué delicia sentirte! —dije— ¡Qué maravilla, Carla!

Comenzó a moverse, despacio. Arriba y abajo, apoyándose con los antebrazos en mis hombros. Me besó. Abrió sus labios y me besó apasionadamente. Sentía su lengua enredándose con la mía, mientras su cuerpo subía y bajaba, mientras se introducía mi miembro en su sexo cada vez más caliente y húmedo.

—¡Sigue, sigue! —le rogué— ¡Sigue así, por favor! Fóllame, Carla.

—¿Te gusta, mon amour ? —preguntó, jadeando— ¿Te gusta?

—Me encanta —le respondí, agarrándome a sus enormes pechos, que subían y bajaban con sus movimientos cada vez más rápidos—. Me encanta, Carla… Más rápido. Más rápido, por favor.

Carla comenzó a subir y bajar más aprisa, obedeciéndome. Sus pechos se movían enloquecidos. Sus jadeos ascendieron, como sus suspiros. Comenzó a gritar, pequeños gritos contenidos, los ojos cerrados.

Sentía mi miembro entrando y saliendo de su cuerpo, de su sexo totalmente encharcado y ardiente.

—Fóllame, Carla —dije, fijándome en sus ojos azules, quietos estos también en los míos, en su frente sudorosa—. Fóllame. ¡Qué ganas tenía de estar dentro de ti! ¡Qué ganas!

—También yo, cariño. También yo quería tenerte dentro.

Comenzó a acelerar. Notaba su sexo empapado, sus labios abrazados a mí, arriba y abajo, exprimiendo mi miembro totalmente erecto. Sabía que no iba a tardar mucho. Se lo hice saber.

—Córrete, mon amour . Córrete cuando quieras.

—¿Dentro? —quise saber, cayendo en la cuenta de que no me había puesto preservativo.

—Sí, dentro —dijo ella—. No te preocupes.

Gimió. Varias veces. Se abrazó a mi cuello y comenzó a bajar y a subir con más fuerza, entre jadeos, suspiros y ruegos.

Me aferré con fuerza a sus caderas y la ayudé en los movimientos, ensartándola contra mí.

—Córrete dentro, mon amour —dijo Carla, susurrándomelo al oído—. Fóllame, Axel. Dámelo.

—Sí, sí… Me voy, Carla —murmuré—. ¡Me voy!

Grité. Aullé mientras sentía cómo mi excitación explotaba en su interior, mientras mi miembro continuaba entrando y saliendo de su cuerpo, una vez tras otra, percutiendo sin compasión aún duro.

Llevé mi mano a su sexo y mojé mis dedos. Busqué su clítoris y lo acaricié con fruición haciendo movimientos circulares.

—¡Así, así, Axel! —exclamó— Sigue tocándome así… También yo… —farfulló mi tía—. ¡Sigue! Allez-y s’il vous plaît! ¡Sí!… Moi aussi, Axel. También yo… ¡Ah! ¡Ah!

Advertí que se estremecía bajo mis brazos. Lanzó un chillo, dos. Gimió en mi oído, mientras se abrazaba enloquecida a mi cuello y yo abrazaba con todas mis fuerzas aquel cuerpo desnudo, caliente y sudoroso.