LOS DÍAS DEL AMOR 2ª Parte

El joven Axel continúa en París junto a su tía, a la que ha ido a acompañar durante los graves disturbios de la capital parisina, y la atracción que ha comenzado a sentir por ella se agrava hasta el punto de atreverse a dar un paso más para conquistarla.

A la mañana siguiente, al abrir los ojos, descubrí apesadumbrado que mi tía no se encontraba a mi lado. Las sábanas estaban revueltas y en su lado de la cama solo quedaban las huellas de su cuerpo. Acaricié su rastro con la palma de la mano y la llevé a mi nariz: olía a jazmín, olía a ella. La luz entraba a raudales por la ventana hiriéndome los ojos. Me tapé con la sábana la cara y mientras me llegaba las notas de su perfume rememoré lo que había sucedido la noche anterior. Dudé por un instante. No estaba seguro de si todo lo que recordaba había sido solo un sueño. No lo había sido, me dije de inmediato. Todo había sucedido tal y como recordaba. Me excité de nuevo solo de pensarlo: su cuerpo tibio, la calidez de sus senos, la redondez de sus glúteos…

Tenía miedo de levantarme de la cama. Miedo y vergüenza. Pero no podía pasarme allí tumbado todo el día, así que me despojé de mis preocupaciones, bajé de la cama y caminé hasta el baño, donde me lavé la cara e intenté recomponer mi aspecto.

Salí del dormitorio cambiando el pijama por un chándal de algodón. Nada más salir por la puerta advertí el aroma de café recién hecho.

Encontré a mi tía en la cocina. Estaba de pie, junto a la cafetera. Llenaba una taza con café cuando aparecí. Lucía una fina bata de seda color turquesa anudada a la cintura. Supuse que debajo llevaba aún el camisón. Al pensar en ello, comencé a excitarme pensando en su cuerpo, en la experiencia de esa noche.

—Buenos días, Axel. ¿Quieres un café? —me preguntó al advertir mi presencia.

—Sí, gracias —le respondí, acercándome a ella, hasta colocarme a su lado.

Me atreví a colocar una mano en su cadera mientras le daba un beso en la mejilla. Advertí la tibieza de su cuerpo a través de la tela de su bata y a mi nariz llegó el aroma de su piel, al perfume que usaba a diario, a flores, a jazmín, un olor dulce y embriagador.

—¿Has dormido bien? —me preguntó.

—Sí, de maravilla.

Observé sus ojos azules, su dulce sonrisa.

—Me alegro, cariño —dijo, colocando una mano en mi pecho—. ¿Qué quieres para desayunar?

—No te molestes —respondí—. Yo me lo hago.

—No es ninguna molestia. Siéntate —me empujó—. Ahora te lo llevo. ¿Quieres tostadas?

—Sí, lo que tengas —contesté.

Antes de volverse me sonrió y se apartó de mí. Haciéndole caso me acomodé ante la mesa de la cocina.

—¿Qué quieres hacer hoy? —me preguntó, mientras colocaba dos rebanadas de pan en el interior de la tostadora— ¿Qué te gustaría?

—No lo sé. Lo que tu prefieras.

No le quitaba los ojos de encima. Solo me interesaba su cuerpo, que se mostraba ante mí de espaldas. Con gusto me hubiera levantado y me habría abrazado a ella. Pero no lo hice. Me quedé quieto.

—Podríamos ir de compras, si te parece —dijo mi tía—. Me gustaría hacerte algún regalo.

Volvió la cara y me sonrió, al tiempo que sostenía una taza de café y lo mezclaba con leche.

—No me tienes que regalar nada, tía —dije.

—Carla —me corrigió.

—No me tienes que regalar nada, Carla —repetí—. Estar en París contigo es más que suficiente —añadí.

«Y más si duermo contigo cada noche», pensé. No me atreví a decírselo.

—Un halago muy bonito —dijo, volteando su cuerpo y acercándose a mí con la taza de café en una mano y un plato con las dos tostadas en la otra—, pero no me contradigas. Si quiero regalarte algo, lo haré, ¿entendido?

Colocó en la mesa, ante mí, el café y el plato con tostadas, me observó un instante, seria. Solo cuando asentí sonrió, me acarició el cabello y se inclinó para darme un beso en la cabeza.

—Anda, desayuna tranquilo —dijo, alejándose—. Mientras me voy arreglando.

Salimos del piso un par de horas más tarde. Caminamos por los alrededores, de tienda en tienda. Yo me aburría, pero a mi tía se la veía feliz. Sonreía todo el rato, y a mí eso me bastaba para sacrificarme, la verdad, aunque el hecho de que fuera cogida de mi brazo mientras caminábamos por la calle me lo hacía aún más fácil. Me hacía sentir orgulloso acompañar a una mujer tan hermosa, sobre todo cuando sentía las miradas envidiosas de muchos de los hombres que pasaban a nuestro lado. Al parecer, no era el único con ese sentimiento.

—Hoy soy la envidia de muchas chicas —dijo halagadora mi tía, aferrándose con fuerza a mi brazo—. Me siento afortunada de ir acompañada de un chico tan guapo.

—No tanto como yo —dije, rodeando su cintura con mi brazo—. A mí sí que me envidia cada hombre que se cruza con nosotros, y no me extraña, con una mujer tan hermosa a mi lado.

Mi tía se echó a reír. Fue una carcajada natural y espontánea.

—Eres un embaucador, sobrino.

—Axel, le corregí.

—Ah, claro. Pardon . Axel.

Y rodeándome con el brazo la cintura, caminamos juntos por la acera como dos enamorados, hasta que varios minutos más tarde, delante de una tienda de ropa de hombre, me agarró de la mano y me arrastró primero hasta su escaparate, después hasta la puerta.

—Entremos aquí —dijo—. Me encanta esa camisa para ti. Estarás guapísimo con ella.

Nos salió al paso una chica joven, de cabello rubio y ojos claros, muy mona. Vestía como una Barbie. Llevaba una pequeña chapa de identificación con su nombre: Madeleine. Carla señaló la camisa y la chica se ausentó unos instantes. Apareció poco después con la camisa en cuestión, de color azul oscuro, con pequeñas motas irregulares de un azul más claro, hecha de una tela suave al tacto, también ligera. La chica nos invitó a pasar al probador y mi tía se quedó a la espera junto a la puerta. No tardé más de un par de minutos en probármela, tras lo que abrí la puerta para solicitar la opinión de Carla.

—¿Qué tal? —le pregunté.

—Guapísimo —dijo, con una sonrisa espléndida, observándome de arriba abajo.

Entró conmigo al probador, amplio por otra parte, y entrecerró la puerta. Llevaba otra camisa en las manos, también otra prenda.

—Puedes probarte esta otra, si quieres. También me parece muy bonita —dijo, colocando la nueva camisa en el perchero y situándose tras de mí, mientras me observaba en el espejo—. Esta te queda genial, ¿no te parece?

Me estiró la camisa rodeándome con sus brazos. Sentía sus senos en mi espalda.

—¿Has oído lo que ha dicho la dependienta? —preguntó mientras tanto, sonriendo— Cree que soy tu novia.

—Sí, lo he oído. Me ha encantado —confesé.

—Es una chica muy mona, pero de la vista está fatal. Mira que verme como tu novia…

—Pues yo no veo por qué no —dije, volviéndome hacia ella—. Aparentas mucha menos edad de la que tienes. Pasarías perfectamente por mi novia.

—Anda, anda, no digas tonterías. Pruébate esta otra, te espero fuera.

Mientras comenzaba a desabrocharme la camisa que llevaba puesta, Carla hizo amago de marcharse. La cogí de la mano, deteniéndola.

—¿Por qué te vas? —le pregunté— Se va a extrañar de que salgas mientras me la pruebo siendo mi novia.

Carla se quedó callada. No supo qué responder de inmediato.

—Pero tengo que probarme este vestido —señaló, alzando un conjunto rojo que llevaba en una mano—. Es monísimo. Resulta que también hay ropa de mujer.

—Hazlo aquí —le propuse—. ¿No somos novios?

Carla esbozó una sonrisa burlona.

—Ya. Eres un listo, ¿lo sabías? Tú lo que quieres es verme desnuda, ¿no es cierto?

—Me daré la vuelta, si lo prefieres. Ya he asumido que tengo una novia a la que no veré desnuda hasta que no me case con ella.

No pudo contenerse y se echó a reír. Después, echó el cerrojo de la puerta.

—Date la vuelta y no mires, anda —me ordenó.

Sin embargo, mientras me colocaba la otra camisa, no pude evitarlo. Eché un ojo al espejo mientras se deshacía del vestido que llevaba puesto. Ante mi vista apareció su cuerpo desnudo, de espaldas. Llevaba ropa interior de color negro. Un fino slip de encaje y un sujetador a juego. La admiré unos segundos, pero desvié mi mirada de inmediato, justo en el momento en el que mi tía se volvía a mirar hacia mí, hacia mi torso aún desnudo. Me demoré unos segundos más de la cuenta en cubrirme para que pudiera observarme.

Cuando terminamos nos pusimos el uno junto al otro. La agarré de la cintura. Ella hizo lo mismo. Los dos sonreímos y convinimos que a ambos nos quedaba de maravilla la ropa.

Carla se acercó al espejo, colocándose a apenas medio metro. Se observaba las caderas.

—¿Crees que me queda bien realmente? —me preguntó, sin levantar la vista, fija su atención en su figura.

Me coloqué tras ella y situé mis manos en sus hombros desnudos.

—Te queda genial —dije—. Estás guapísima.

—¿En serio? No sé si me queda algo tirante de la cintura —apreció.

Dio medio paso hacia atrás, juntándose más a mí.

Coloqué ambas manos en su cintura y tiré levemente de la tela. Después la rodeé con mis brazos y apoyé la barbilla en su hombro. Me llegaba el aroma a jazmín de su perfume.

—A mí no me lo parece. Te queda como un guante —dije, y la besé en el cuello suavemente—. Estás preciosa, Carla.

Sonrió y volvió a alejarse del espejo, unos centímetros esta vez, hasta terminar de apoyarse en mi cuerpo. La abracé con más fuerza aún por la cintura, uniendo mis manos en su abdomen. Ella acarició mis brazos y los apretó contra su cuerpo.

—Eres un cielo —dijo.

Estábamos totalmente pegados el uno al otro, totalmente fundido mi cuerpo a su espalda, a su trasero.

Me sonrió de nuevo a través del espejo, y yo a ella.

La voz de la dependienta nos interrumpió.

—¿Todo bien? —preguntó— ¿Necesitan alguna talla?

Fue mi tía la que respondió a Madeleine, tras separarse de mí, de que todo estaba en orden, al menos con respecto a las prendas; mis hormonas se habían puesto en pie de guerra.

Nos volvimos a desvestir y a colocarnos nuestra ropa, dándonos otra vez la espada, y salimos del probador. Carla se empeñó en comprarme las dos camisas y, para alegría de la dependienta, también se llevó el vestido.

Le di las gracias a mi tía por el regalo mientras Madeleine cobraba y embolsaba las prendas, y ella, ante mi sorpresa, acercó su cara a la mía y me obsequió con un beso en los labios suave y lento, lleno de ternura. Durante unos segundos me quedé sin habla. No supe hacer otra cosa que esbozar una especie de mueca que pretendía ser una sonrisa.

—¿Por qué me has dado ese beso? —pregunté a mi tía cuando salimos de la tienda, una vez que me recuperé de la sorpresa.

—Para dejarle claro a esa Madeleine que eras mi novio —me respondió, sin dejar de caminar agarrada a mi brazo—. Te estaba lanzando demasiadas miraditas.

Y me guiñó un ojo, mientras sonreía y caminaba con paso firme, haciendo resonar sus tacones rítmicamente al chocar con las baldosas de la acera.

Una hora más tarde, Carla comenzó a quejarse de los zapatos, por lo que nos sentamos a tomar un café en una cafetería cercana, aunque finalmente fue algo más que un café. Nos percatamos de la hora y decidimos comer allí mismo. El lugar era agradable y la comida, sin ser la de un gran restaurante, parecía apetitosa.

Comimos bien, y juntos lo pasamos aún mejor. Conversamos de casi todo. De los disturbios, por supuesto, de la razón que los había alentado, de mis estudios, de París, del negocio de mi tía, de mi tío y su inoportuno viaje, de mis padres… En fin, de lo que casi siempre hablábamos, también de libros, de novelas, y de mi afición por la pintura también, incluso me retó a pintarla.

Decidimos regresar a casa tras el café y el postre. Lo hicimos caminando, despacio, paseando tranquilamente bajo un cielo prácticamente despejado de otoño y con la agradable compañía de un leve viento que mecía los árboles y arrastraba las primeras hojas secas de los árboles, charlando animosamente del retrato, de la comida que acabábamos de saborear y de una receta de cocina de la madre de mi tía que prometió hacerme en los próximos días y que decía me iba a encantar.

Charlando no advertimos que habíamos llegado a la avenida del Duque de Saint Germain, aún lejos sin embargo del portal donde mis tíos tenían su residencia, tampoco que estaba tomada por centenares de personas que gritaban consignas y blandían pancartas y carteles exigiendo libertad y justicia y decenas de lemas similares.

Intentamos recorrer la acera lo más aprisa posible entre la gente. No era tarea sencilla. Yo iba delante, abriendo camino, y arrastraba a mi tía de una mano, las bolsas de las compras en la otra. Pero en un momento dado, la aparente calma se evaporó, justo cuando los gendarmes hicieron su aparición y los manifestantes comenzaron a correr en todas direcciones. Mientras, nosotros, en medio de toda aquella vorágine, sin saber muy bien qué hacer o hacia dónde reconducir nuestros pasos.

Durante un instante, empujado por la marea humana, perdí el contacto de la mano de mi tía. Me detuve de inmediato, buscándola, y me abrí paso entre la muchedumbre, empujando sin contemplaciones los cuerpos que me salían al paso.

Unos metros más allá la vi, quieta en mitad de la calle, mirando a su alrededor completamente perdida, paralizada por la situación. Y entonces advertí el peligro, una amenaza en forma de vehículo acorazado que se precipitaba en su dirección. Corrí, corrí con el corazón en el puño hasta ella, y me abalancé sobre Carla apartándola del camino de la gran masa de hierro, logrando en el último instante arrinconarla contra la fachada de un edificio de viviendas hasta que el vehículo pasó como una exhalación ante nosotros.

Los ojos de mi tía me observaron unos instantes, alarmados y asustados al mismo tiempo, pero no la dejé hablar, sin embargo. Agarré su mano con fuerza y tiré de ella, arrastrándola por la acera y apartando a los transeúntes que nos salían al paso a empujones.

Mientras corríamos, observé una puerta de un portal entreabierta. No lo pensé. La empujé y tiré de mi tía hacia dentro, cerrando a su espalda la puerta por completo. Después la llevé hasta un rincón, tras una puerta de madera, un pequeño cuarto no más grande que un escobero. Parecía el cuarto abandonado del portero del edificio en otros tiempos.

Observé a mi tía. Su cara estaba pálida, sus ojos se mostraban horrorizados.

No supe qué decirle para consolarla, por lo que simplemente la abracé con fuerza. Al sentir mis brazos ella también se abrazó a mí soltando las bolsas de la compra. Por un momento permanecimos abrazados, los cuerpos completamente juntos. Sentía sus senos contra mi pecho, su pelvis, el calor de su sexo atravesando el vestido.

Comenzó a sollozar sobre mi hombro. Me limité a acariciarle la espalda con ambas manos, empujándola aún más hacia mí. Le pasé la mano por la cabeza, por su nuca, enredé mis dedos entre su cabello, y comencé a besarla en la mejilla, también en el cuello, besos suaves y cándidos, intentando tranquilizarla, aunque sin presionarla; tenía que soltar todos los nervios, también el miedo que la atemorizaba.

Poco después dejó de llorar. Sentí sus manos en mi nuca, y sus labios en el cuello.

Se separó de mí unos centímetros, no así su cadera, que seguía pegada a mi cuerpo. Me observó con sus ojos anegados de lágrimas.

—Todo ha pasado, Carla —dije—. Estamos a salvo.

Merci , Axel —murmuró—. Me has salvado la vida ahí fuera. Si no hubiera sido por ti, si no me hubieras apartado…

Se le quebró la voz.

Sollozó con fuerza.

—No ha sido nada —murmuré, y le sonreí.

—Sí, sí que ha sido —replicó, enjugándose las lágrimas—. Si no hubiera sido por ti, si no hubieras estado…

—¡Chsss! Calla —dije, colocando un dedo en sus labios.

Sentí en la yema de mi dedo la humedad de su boca y en mis ojos su mirada intensa.

Me retiró el dedo de su boca con cariño y se llevó la palma de mi mano a sus labios, dándole un beso prolongado, después varios más.

Cuando volvió a abrirlos, me observó con aquella mirada suya de mujer hermosa y acercando su cara a la mía, aproximó sus labios a mi boca, acariciando los míos, al tiempo que posaba una de sus manos en mi nuca y cerraba los ojos.

Merci —repitió, tras besarme.

Abrió los ojos y me observó detenidamente de nuevo. El intenso azul parecía infinito.

Volvió a acercar su boca a la mía, besándome lento, apretándose a mí, todo su cuerpo. Entreabriendo un poco sus piernas, las situó en torno a las mías. Surgió entonces un suspiro de lo más profundo de su boca, y su cuerpo se estremeció como si hubiera recibido una descarga. Abriendo los labios, introdujo su lengua en mi boca con dulzura buscando la mía. Dio de nuevo un largo suspiro entretanto, ladeó la cabeza y comenzó a devorarme con pausa, y yo a ella. La atraje hacia mi cuerpo, hacia mi miembro ya excitado. Sentía su sexo ardiente a través de la fina tela de su vestido. La agarré por sus nalgas con descaro y la apreté contra mí, comenzando a restregarme contra su pubis mientras la besaba con frenesí y le acariciaba el trasero.

Un ruido nos separó. Nos quedamos quietos unos instantes, expectantes. Parecía que alguien había abierto la puerta del portal. Enseguida la escuchamos cerrarse de nuevo, y unos pasos acelerados que se dirigían hacia el interior del edificio.

Mi tía se dio la vuelta y se asomó con discreción a la puerta del pequeño cuarto. No lo pensé. Me agarré a ella como a un salvavidas, aferrándome a su cintura como si mi vida dependiera de ello, y la atraje hacia mí. Apoyé su trasero contra mi miembro totalmente erecto. Sentí de inmediato las redondeces de sus nalgas a través de la fina tela plisada de la parte baja de su vestido, y la besé en el cuello, varias veces, lento. Ya desbocado, llevé mis manos hacia su abdomen y de ahí, sin poder contener mis deseos, ascendí hacia lo inevitable, hacia sus voluminosos pechos, que acaricié unos instantes por encima del vestido mientras respiraba de forma agitada.

De inmediato soltó un suspiro, profundo, mientras echaba la cabeza hacia atrás dejándome libre aquel maravilloso cuello de cisne.

—No está bien, Axel… —murmuró, mientras se dejaba hacer, mientras le acariciaba los dos senos y restregaba mi miembro totalmente erecto entre sus nalgas.

—Te deseo, Carla —dije en su oído.

Sentía la calidez de su cuerpo en el mío, su perfume, sus pechos en mis manos… Entonces se separó, volteó su cuerpo y puso su mano en mi pecho, separándome de su lado.

—No puede ser, Axel —dijo, con la voz entrecortada por la excitación, la cara encarnada—. Soy tu tía. Eres muy joven… No puede ser —repitió.

No entendía nada.

—Pero ¿por qué…?

—No está bien —negaba con la cabeza—. Estoy casada, y quiero a tu tío. No puedo hacerle esto, Axel. Es culpa mía. Me he dejado llevar. Estos días, todo esto de los disturbios, estar encerrada en casa… Me estoy volviendo loca.

Se separó definitivamente de mí y salió del aquel pequeño cuarto.

Esperamos refugiados en aquel portal algo más de una hora. A ratos miraba fuera entreabriendo la puerta del portal y ojeaba los movimientos de la calle. Cuando advertimos que la calma parecía haber vuelto momentáneamente a la calle, decidimos que era el momento de salir de nuestro refugio y aventurarnos a alcanzar la residencia de mis tíos. Carla había calculado que el portal no debía de estar a más de quinientos o seiscientos metros, así que nos aventuramos.

La situación fuera no era ni muchos menos la misma que habíamos vivido un par de horas antes. Había presencia policial casi en cada esquina, pero apenas había manifestantes. Aunque los gendarmes nos dieron el alto en un par de ocasiones, mi tía les convenció en ambos casos de que vivíamos en las cercanías, por lo que nos dejaron continuar nuestro camino y alcanzar la vivienda.

No nos sentimos a salvo hasta que conseguimos llegar al piso y cerramos la puerta echando los tres cerrojos con los que cuenta. Solo entonces supimos respirar.

Durante el resto de la tarde no hablamos una palabra de lo que había sucedido en el portal del edificio en el que nos habíamos refugiado. Solo tras cenar algo ligero, cuando a ambos se nos habían pasado los nervios por lo que habíamos vivido en la calle y nos habíamos sentado en el sofá, frente a la televisión, me atreví a sacar el tema. Lo hice pidiéndole disculpas en primer lugar. No podía dejar pasar más tiempo. Temía que me odiara por lo que había intentado.

—No te preocupes —dijo mi tía—. No estoy enfadada, al menos no contigo. La culpa también es mía. Debí haber evitado que sucediera.

—Lo siento de veras —insistí—. No pretendía ponerte en un aprieto, solo es que… me gustas. Me gustas mucho, Carla.

—Pero soy mucho mayor que tú, Axel —dijo ella, volviéndose hacia mí, apagando antes la televisión—, y además soy tu tía. No puede ser —añadió, negando con la cabeza—. A tu edad, a veces es normal sentir atracción por personas mayores, con más experiencia. Pero es un error, te lo garantizo. Un gran error. Debes buscarte una chica de tu edad, una chica bonita con la que tengas cosas en común, con la que te diviertas, que te haga reír, que puedas hablar de cualquier tema, que te ponga nervioso y te acelere el corazón. Ese tipo de chica es lo que te conviene, y no yo.

—El problema es que precisamente todo eso es lo que tengo contigo: me divierto a tu lado, me aceleras el corazón en cuanto te veo, puedo hablar contigo de cualquier cosa y, además, eres preciosa, Carla. La mujer más bonita que conozco —confesé—. Sé que eres mayor que yo, y mi tía, pero no puedo remediarlo. Me gustas mucho, Carla.

—No puede ser, Axel. ¿No lo entiendes? Soy tu tía y eso que esperas que ocurra no pasará.

Y dándome la espalda se alejó de mí y se marchó a los dormitorios.

Decidí no dormir en el mismo dormitorio aquella noche. Así se lo dije. Ella no puso objeción. Propuso volver al suyo, pero la algarabía en la calle volvía a ser terrible y me negué. La convencí para que se quedara en mi cuarto y yo pasaría la noche en el sofá del salón.

Una hora después de darnos las buenas noches me arrepentí de mi decisión. La algarabía en la calle era tal que no era capaz de pegar ojo. La conversación con mi tía también tenía parte de culpa en aquel insomnio. No hacía más que pensar en sus palabras, también en mi respuesta y en las palabras que en realidad debería haber dicho. No hacía más que dar vueltas en el sofá, que aunque era cómodo no tenía el confort de una cama; no hacía más que escurrirme hacia el respaldo debido a la inclinación.

Tras otra hora sin conseguir conciliar el sueño, decidí levantarme y asomarme a la ventana. La calle seguía ardiendo. Decenas de personas corrían hacia un lado y otro. Lanzaban piedras, palos, cualquier objeto que encontraban. La policía los perseguía e intentaba controlarlos lanzando botes de humo, con vehículos que proyectaban poderosos chorros de agua.

Admiraba con miedo aquel dantesco espectáculo desde la ventana, percatándome de que no habíamos echado las contraventanas para proteger los cristales, cuando sentí un movimiento tras de mí. Al volverme advertí que era mi tía, que se acercaba a mí.

—Veo que no soy la única que no puede pegar ojo —dijo, colocándose a mi lado. Echó un vistazo por el cristal de la ventana—. ¿Siguen los disturbios? —preguntó.

—Siguen —le confirmé—. Cada vez está peor. Esto parece que no tiene fin.

—Qué locura… —murmuró.

Desvió su mirada de la ventana y me miró a los ojos.

—Es una tontería que ninguno de los dos peguemos ojo —dijo—. ¿Por qué no vienes? Ese sofá no está hecho para dormir, y la verdad es que estoy más tranquila contigo a mi lado. La cama es lo suficientemente grande para los dos.

No respondí enseguida. Tenía dudas. Estaba deseando acostarme en la misma cama que mi tía, pero no olvidaba sus palabras y no sabía si iba a poder contenerme, lo que podía estropearlo todo definitivamente.

—No sé si es lo mejor… —comencé a decir.

—Venga, vamos —dijo ella, sin darme opción, dándome la espalda y echando a andar hacia el dormitorio.

La seguí. Me tumbé en un lado de la cama, lejos de ella, dándole la espalda, la mirada fija en la pared. Así permanecimos unos minutos, sin que los dos hiciéramos un solo movimiento.

—¿Duermes? —preguntó.

—No —le respondí.

—¿De verdad crees que soy tan guapa como dices?

Me volví hacia ella. Estaba de espaldas a mí.

—Muchísimo —contesté—. Ya te lo he dicho: eres la mujer más bonita que conozco.

—Mi joven héroe español es todo un galán —dijo.

—Es lo que pienso —confesé—. No exagero.

Mi tía guardó silencio unos instantes. Mientras, yo observaba su figura recortada en la oscuridad del dormitorio gracias a la luz que se colaba por las rendijas de la persiana. La parte superior de su cuerpo, salvo sus piernas, estaba desarropada y se transparentaba su ropa interior a través de la fina tela del camisón.

—Tengo frío en los pies, Axel —dijo mi tía—. ¿Puedes venir?

No tuvo que repetirlo. De inmediato acerqué mi cuerpo a ella, juntando mi pecho a su espalda, pero tratando de mantener alejado mi sexo de sus nalgas, para lo que coloqué mi mano en su cadera. Como la noche anterior, mi tía agarró mi mano y se abrazó a ella, situándola entre sus cálidos senos. Percibía las redondeces de sus pechos, su volumen. Al tirar de mi brazo mi pelvis se adhirió irremediablemente a sus glúteos y de inmediato advertí que mi miembro comenzaba a excitarse. No pareció importarle. No dijo nada. Todo lo contario: se retrepó en la cama y juntó aún más su cuerpo al mío, lo que terminó de provocarme una gran erección. La abracé con fuerza, aferrándome con firmeza a ella, y besé varios puntos de su espalda desnuda, el pedazo que dejaba al aire el camisón.

—Tengo los pies helados —murmuró.

Mi tía comenzó a restregar sus pies contra los míos para intentar entrar en calor con la fricción. También yo comencé a moverlos por su empeine, por las palmas de sus pies, en un intento por ayudarla. Con los movimientos, mi tía también movía sus caderas y sus nalgas se restregaban superficialmente por mi miembro ya totalmente erecto.

—Lo siento, tía —me disculpé.

—Carla, Axel —me corrigió—. Llámame Carla.

—Lo siento, Carla —repetí.

—¿El qué sientes?

—Que esté… —balbuceé— Que mi…

—Shhh. No pasa nada —me interrumpió—. Hoy han pasado muchas cosas. Estamos muy nerviosos aún. Podía habernos ocurrido algo grave, pero gracias a ti estamos a salvo. Si no me hubieras apartado, si no hubieras aparecido…

—Tampoco he hecho tanto. Además, haría cualquier cosa por ti, Carla. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé, cielo. Lo sé… Y yo por ti… haría una locura.

No podía creer aquello último. ¿Qué habría querido decir? ¿Era una invitación?

Mi tía comenzó a acariciarme la pierna a la altura de la tibia con sus pies. Para conseguirlo, levantó un poco su pierna derecha, separándola de la otra. Sin pretenderlo, introduje mi pierna en el espacio abierto, entre sus muslos, alcanzando a contactar con su sexo, que noté ardiente.  Dejé la pierna allí, sin atreverme a moverla, sintiendo el calor de su entrepierna.

Solté la mano que tenía retenida entre sus pechos y la situé en su cadera. Envalentonado ante la falta de quejas y, aferrándome a ella, aprovechando los movimientos para acariciar de nuevo sus pies con los míos, comencé a moverme a lo largo de su trasero, restregando ligeramente mi miembro entre sus mullidos glúteos, aunque de forma lenta y suave, recreándome.

Sin poder evitarlo, di un suspiro por puro placer.

Ella se movió hacia adelante. Me pareció que estaba incómoda, por lo que de inmediato me avergoncé y me quedé quieto unos instantes, hasta que sentí su mano en mi miembro, agarrándolo por fuera del pantalón del pijama, y con movimientos pausados, comenzó a acariciarlo de arriba abajo.

Lancé un nuevo suspiro y la abracé con fuerza. Situé mi mano entre sus pechos, esta vez de forma descarada, y comencé a acariciarlos por encima del camisón. No me cabían en la mano.

—¡Dios…! —murmuré.

Ella no dijo nada. Solo lanzó un leve suspiro.

Notaba su respiración agitada. También ella se estaba excitando.

Apartó mi mano de sus pechos y cuando creí que todo había terminado, la llevó hasta su sexo, por encima de la tela de su prenda íntima, y comenzó a moverla sobre sus labios.

—Más suave —me susurró, corrigiéndome—. Así… —añadió, marcando el ritmo de las caricias y la presión exacta que le agradaba— Así, cielo. Sigue así.

Colando su mano entre la tela del pantalón del pijama, buscó hasta encontrar mi miembro totalmente erecto y lo agarró rodeándolo con sus dedos, y aferrándose a él con la fuerza justa, comenzó a deslizarlo recorriéndolo en toda su longitud, de arriba abajo, de arriba abajo, una vez tras otra, despacio en un primer momento, aunque poco a poco, a medida que sentía que mi respiración se hacía más dificultosa y mi miembro alcanzaba su apogeo, fue aumentando el ritmo.

—Por dentro… —susurró.

—¿Qué?

—Por dentro, mete la mano por dentro, Axel.

Obedecí. Acaricié el vello del pubis y deslicé la mano hasta su sexo, hasta sus labios, húmedos y calientes, y comencé de nuevo a acariciarlos con suavidad, con movimientos firmes pero con delicadeza, separándolos, introduciendo primero un dedo en su vagina, dedo que comencé a entrar y sacar suavemente; después dos, sintiendo como estaba totalmente empapada. Continué entrando y sacando los dedos de su sexo un tiempo, penetrándola con firmeza una vez tras otra, en silencio, escuchando sus jadeos y su respiración cada vez más dificultosa.

—¿Te gusta? —quise saber.

—Sí… ¡Ah! Continúa, continúa… ¡Ah!

Jadeaba sin reparos mientras seguía acariciándome mi miembro, que rodeaba con sus dedos largos cada vez más deprisa.

—No voy a tardar mucho… Carla —confesé, disgustado.

—No te preocupes, cariño. Córrete cuando quieras, mon amour .

Apretó aún más mi miembro totalmente erecto y aumentó la velocidad.

—¡Dios! —exclamé— ¡Dios…!

—Dámelo, mon amour . Donne moi tout , Axel.

—¡Me corro, Carla! —le anuncié— ¡Me corro!

—Sí, mon amour —me susurró al oído, volviendo su cara.

Sentí que me venía, que el éxtasis iba ascendiendo de forma irrefrenable, y de repente estallé en la cálida mano de Carla lanzando un fuerte gemido. Ella prosiguió, continuó acariciándome el miembro exprimiendo por completo todo el jugo que guardaba en su interior.

La miré a los ojos. Aquellos ojos inmensamente azules me sonrieron, y yo quise corresponderla, así que con la mano libre le acaricié los pechos, retiré el camisón dejando libres aquellos grandes senos, firmes pese a su tamaño, hermosos, los más hermosos que había visto en toda mi vida, y me lancé a acariciarlos con mi boca como si mi vida dependiera de ello.

—¡Qué ricos, Carla! —exclamé.

—¿Te gustan…?

—Me vuelven locos.

Saboreé uno de sus pezones, que estaban firmes e inhiestos. Después el otro, enloquecido, lamiéndolos con fruición, como si quisiera engullirlos, al tiempo que con mi otra mano continuaba acariciando su sexo, a lo largo de sus labios. Busqué su clítoris con las yemas de los dedos, y comencé a acariciarlo.

—Más suave —me rogó, y cogiéndome mi mano, comenzó a trazar círculos entorno a él—. Así, mon amour … Así… ¡Ah!

Tensó las piernas y arqueó su cuerpo. La penetré con mis dedos para humedecerlos, y de nuevo volví a acariciarle el clítoris con movimientos circulares, al tiempo que lamía uno de sus pezones sonrosados y le acariciaba el otro seno.

—¿Te gusta así, Carla?

—Sí, cariño… Sigue, sigue, s’il vous plaît

De nuevo tensó sus músculos, arqueó su cuerpo y se agarró a las sábanas con las manos.

Je jouis , Axel. Je jouis.

Aceleré los movimientos. Succioné sus pezones.

—Córrete, Carla —murmuré en su oído—. Quiero que te corras para mí.

—¡Ah! —gritó— ¡Ah…!

Arqueó su cuerpo aún más, apoyándose en la planta de sus pies, y tiró de las sábanas que cubrían el colchón, hasta que cayó tras unos segundos de nuevo sobre él, retorciéndose, jadeando.

Tenía la frente sudorosa, la respiración acelerada.

Abrió los ojos y se encontraron con los míos.

Merci , Axel —sonrió—. Merci .

Me acarició la nuca con una mano, mientras con la palma de la otra mano, la deslizó suavemente por el pecho, siguiendo el contorno de mis músculos, hasta terminar acariciando mis pezones.

Acercó sus labios a mi boca sin dejar de tocar mi cuerpo, y me dio un pequeño beso cerrando los ojos. Tras separarse de mis labios, volvió a abrir los párpados. Me vi reflejado en sus ojos.

—Este es mi regalo por venir a protegerme, mi joven héroe español —dijo—, y por salvarme la vida esta tarde.

—Me ha encantado mi regalo —dije—. Vendré siempre que quieras.

Mi tía se rio, una risa franca y espontánea.

—Eres un fresco —dijo sonriente.

Me acarició la cara con su mano en un gesto lleno de ternura, los ojos fijos en los míos, y sin cerrarlos esta vez, entreabrió los labios y los acercó a mi boca, donde la recibí con deseo. Nuestras lenguas se fundieron y comenzaron a acariciarse. Lanzó un gemido y me abrazó con fuerza mientras nos besábamos con una pasión desconocida para mí, al tiempo que yo la agarraba por la cintura desnuda, pues el camisón había quedado arrugado en su cadera simulando ser solo un pedazo de trapo, y la atraía hacia mi cuerpo haciéndola mía.