Los días del amor - 1ª Parte

La vida de Axel, un joven de 18 años, cambia cuando tiene que acudir a acompañar a su tía durante los disturbios de los inmigrantes en París en el año 2005. Pronto siente un deseo incontrolado por ella, y el encierro y los disturbios no harán más que empujarles a dar rienda suelta a sus deseos.

LOS DÍAS DEL AMOR

(LES JOURS DE L’AMOUR)

1ª Parte

S oy muy joven aún para escribir mis memorias. Estoy lejos de llegar al ocaso de mi vida, pues apenas cuento con cuarenta y siete años, pero debido a mi situación actual es posible que no tenga el privilegio de disfrutar muchos más. No quiero entristecer a nadie, todo lo contrario. El motivo de escribir sobre mi vida es el de compartir mis vivencias, algunas de lo más mundanas, como las de cualquier otro ser humano; pero otras, sin embargo, tan intensas e inolvidables que bien merecen ser inmortalizadas en estos relatos y compartirlas con todos ustedes, para su disfrute o su aprendizaje, si es que les sirven de algo. Me doy por satisfecho si alguna de ellas es de su interés. En mi caso, en estos días tan aciagos de mi existencia, solo con rememorar esos momentos mientras los escribo me llena de un placer inmenso, casi tanto como cuando los experimenté, lo que me ayuda a sobrellevar los días, que no es poco.

Así que no me demoro más y comienzo a narrarles la primera de mis experiencias que merecen la pena contarse.

Como habrán comprobado en la portada, mi nombre es Axel Dubois. Mi nombre lo eligió mi madre, no sé muy bien por qué. No lo heredé de ningún familiar en particular por alguna deuda no escrita, como suele suceder; simplemente se encaprichó de él, me confesó una vez. Mi apellido, sin embargo, sí tiene más que contar. Nací en España, en un barrio de la capital, Madrid, en uno de sus barrios pudientes llamado los Jerónimos, muy próximo al famoso Parque del Retiro, aunque el origen de mi familia paterna se encuentra más allá de los Pirineos, en Francia. Mi padre, de nombre Fabián, se trasladó a Madrid por motivos de trabajo, y fue un par de años después de que pusiera por vez primera los pies en la capital cuando conoció a mi madre, Sofía, española de pura cepa, enamorándose perdidamente hasta perder la cabeza. Tanto que apenas ocho meses más tarde contrajeron matrimonio y decidieron echar raíces en España y formar una familia lejos de su tierra natal, de su familia y sus amigos. Nunca se arrepintió, me confesó una vez, momentos antes de celebrar una cena de Nochebuena, mientras compartíamos una copa de vino. «Lo volvería a hacer», me dijo, mirándome a los ojos y esbozando al tiempo una sonrisa sincera.

Pese a todo, siempre ha amado su tierra, nunca la olvidó, y desde bien pequeño me enseñó su lengua, sus costumbres, me contaba anécdotas de cuando era niño e incluso de sus amoríos de adolescente cuanto tuve edad para escucharlas. Íbamos de vacaciones, tanto al lugar donde se crio, muy cerca de París, en una pequeña ciudad llamada Chartres, conocida por su afamada catedral gótica, donde visitábamos a mis abuelos, como a buena parte de los rincones más hermosos de Francia, desde la Costa Azul Francesa hasta Burdeos, pasando por Alsacia, la Bretaña, Normandía… Son tanto los rincones que visitamos con los años que me extendería demasiado y me alejaría en exceso de las aventuras que he decidido compartir en estas páginas, muy distintas a estos viajes familiares.

Remarco esta obsesión de mi padre por transmitirme su cultura para que entiendan qué hacía en París durante las revueltas de inmigrantes del año 2005 que sumió a la capital francesa en el más completo caos, con imágenes que bien podrían recordar a las guerras de otras partes del mundo y que, en cierto modo, facilitaron los hermosos e inolvidables acontecimientos que marcarían mi vida para siempre.

Por aquel entonces tenía dieciocho años y estaba completamente perdido. No sabía qué rumbo dar a mi vida. Por más que lo intentaba, no encontraba mi vocación. Mis padres insistían que hiciera una carrera universitaria, me empujaban a alguna relacionada con la economía o el derecho, como ellos, pero yo no tenía intención de seguir sus pasos. De hecho, no sabía si continuar estudiando o aprender un oficio. Me encantaba la fotografía, también dibujar, y ninguna de las dos cosas las hacía mal. Pero mis padres me lo desaconsejaban. Me moriría de hambre, me decían. Así que harto de presiones, a mediados de octubre de ese año 2005, decidí salir de Madrid y de España y viajar hasta Francia, a casa de mis abuelos.

Y allí me encontraba cuando saltó la noticia a los telediarios de medio mundo. Las calles de París comenzaron a arder, literalmente. Es posible que se acuerden. Los disturbios se iniciaron a finales de octubre de 2005 tras la muerte de dos jóvenes musulmanes de origen africano que huían de la policía en los suburbios de París, pero rápidamente se extendieron al resto del país e incluso a otras ciudades de Europa, alentados por unas desafortunadas declaraciones del entonces ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, el que más tarde sería presidente de la República Francesa, en las que tildó de «escoria» a los protagonistas de los primeros actos vandálicos de las protestas. Los coches ardían por decenas y en las calles se producían violentos enfrentamientos entre cientos de jóvenes y la gendarmería francesa.

Mi padre, alarmado por las noticias que llegaban a España, me pidió que acudiera de inmediato a París. Estaba preocupado por mi tía, la esposa de su hermano, con el que había hablado del asunto y que por aquel entonces se encontraba muy lejos de Francia, al otro lado del mundo en viaje de negocios, en Hong Kong, y le era imposible regresar sin echar al traste una importante operación comercial. No pude negarme, pese a ciertas reticencias de mi madre, a la que escuché por el teléfono protestarle levemente a mi padre, preocupada por mi seguridad.

Mis tíos vivían en el centro de París, en concreto en el Boulevard de Sant Germain, a apenas cien metros de la afamada abadía de Saint-Germain-des-Prés, en un piso enorme y antiguo, reformado con esmero y un gusto exquisito, el de mi tía, por su puesto, decoradora de interiores de profesión. Mi tío Bruno solo entendía de finanzas, de fútbol —era un auténtico fanático del PSG— y de vinos; francés, claro, «los mejores del mundo», decía siempre. El resto no le interesaba lo más mínimo. Era un auténtico patán para lo demás. A menudo me preguntaba qué había visto mi tía Carla en él. Tenía planta, pero nada más.

Mi tía, en cambio, era una mujer hermosa, un bello prototipo de mujer francesa. Alta, rubia, de unos ojos azul claro que hacía temblar a cualquier hombre con sangre en las venas en cuanto los posara en él, y una figura, además, de lo más sensual. Pechos generosos, cintura estrecha y unas piernas esbeltas que sabía y solía lucir con la naturalidad y la elegancia de las divas.  Estas también fueron razones que me llevaron a no protestar la sugerencia de mi padre. Me apetecía verla, pues hacía un par de años que no lo hacía.

Miento si digo que no me temblaron las piernas cuando me bajé del tren y observé las decenas de gendarmes armados hasta los dientes apostados en cada rincón de la estación de Montparnasse. Sentí que estábamos en medio de un estado prebélico. No estuve tranquilo hasta que no me subí a uno de los taxis que esperaban fuera de la terminal y puso rumbo hacia el centro de París.

Todo se me olvidó cuando la vi al abrirme la puerta. Estaba tan hermosa que me quedé allí plantado como un imbécil, anonadado ante aquella visión tan bella. Se había cortado el pelo, dejándoselo bastante corto, lo que exacerbaba aquel cuello de cisne de piel blanquecina y sedosa. Vestía un vestido azul, floreado y de mangas cortas que dejaban al aire aquellos brazos largos con los que me dio un largo abrazo, lleno de cariño y ternura, aunque también, percibí, cargado de cierta angustia. Sentí sus pechos aprisionados contra mi cuerpo, el aroma de su piel, a jazmín, me percaté. Mi abuela española los tenía plantados por todo el patio y en verano era difícil no advertir aquel perfume tan embriagador, razón por la que reconocí aquella fragancia al instante. Me llenó de besos toda la cara al separarse. Me hablaba en francés, aunque sabía hablar bastante bien el español. Alabó cuánto había crecido, lo guapo que estaba. Estaba hecho un hombre, me dijo, admirándome de pies a cabeza, con una amplia sonrisa en los labios que me ruborizó al instante, aunque tuvo el detalle de no decirme nada al respecto.

—Pasa, pasa, Axel —me dijo, hablándome en español—. ¡Qué alegría tenerte en casa!

Echándose a un lado me dejó pasar.

—¿Has llegado bien? —me preguntó— ¿Has tenido algún problema?

—No. Tranquila, tía. Ningún problema.

—Llámame Carla, por favor —me solicitó—. ¡Ay, cuánto siento que hayas tenido que venir hasta aquí! —exclamó azorada— Le dije a tu padre y a tu tío que no hacía falta que lo hicieras. Estoy bien…

—No es ninguna molestia —la interrumpí—, todo lo contrario. Me encanta venir a París, y mucho más verte.

Me volvió a abrazar, también a dar varios besos enérgicos en ambas mejillas mientras me la sujetaba con las dos manos.

—Eres un cielo, Axel. Ven, que te enseño tu cuarto —dijo, una vez que se separó de mí.

Quiso cogerme la maleta, pero no se lo permití.

Pese a que es un piso amplio, debe andar cerca de los ciento cincuenta metros cuadrados, y que tiene cuatro dormitorios, aparte del suyo, solo tienen otro disponible como tal, el de invitados. Los otros dos lo dedican a sendos despachos, para cuando ambos tienen que trabajar desde casa.

Hacía tiempo que no los visitaba, pero aun así no lo recordaba tal y como me lo encontré.

—Lo reformamos el año pasado —me aclaró mi tía—. ¿Te gusta?

—Me encanta —le respondí, dejando la maleta a un lado, junto a las puertas blancas de un armario que cogía de pared a pared.

Iba a estar a gusto durante mi estancia, me dije, mientras observaba el suelo de tarima veteada de color nogal, el cabecero blanco de la cama de matrimonio y el pequeño escritorio pegado a la pared contraria a la del armario y sobre el que había colgado un espejo con un marco dorado de complejos adornos de motivos florales.

—Me alegro que te guste —apreció mi tía—. Ya que has tenido que venir hasta aquí, por lo menos que disfrutes de estos días en París.

Caminé hasta la ventana, aparté el visillo y observé que daba a un patio de luz.

—Las vistas no son las mejores —se disculpó mi tía.

—Eso no importa —dije.

—En cambio es más tranquila. Dormirás mucho mejor, sobre todo estos días.

Advertí su congoja. Me aparté de la ventana y me acerqué a ella. Le acaricié uno de sus brazos.

—Estaremos genial —dije, en un intento por tranquilizarla—. Todo irá bien, ya verás. Esto pasará pronto.

—Eso espero

Dio un profundo suspiro. Después, sonrió y volvió a abrazarme durante unos instantes.

Había hecho bien en ir hasta París siguiendo los consejos de mi padre y mi tío, me dije, mientras sentía sus brazos aferrados a mi cuerpo, su cuerpo tibio y su perfume sutil. Era patente que mi tía tenía miedo a estar sola en aquel piso.

Tras deshacer la maleta vino la sorpresa. Cuando me acerqué al salón, descubrí que mi tía había colocado sobre la mesa de comedor un bonito mantel de hilo, que había sacado una vajilla de una porcelana con ribetes en plata y dispuesto a su alrededor cubiertos como si de un almuerzo formal se tratase.

Me quedé sin habla e inmóvil al descubrir lo que había preparado en apenas unos minutos.

—Pero tía, no hacía falta todo esto —dije—. Solo estamos los dos.

—No seas tonto —dijo—. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Hay que celebrar que mi querido y guapo sobrino ha venido a protegerme. ¿Te parece poco el motivo?

Al acercarme a la mesa descubrí la comida, colocada en el centro de la mesa.

—Esto es demasiado —dije, abrumado—. Has hecho comida para toda una familia.

—¡Qué exagerado eres! —exclamó, echándose a reír, descubriendo al expandir aquellos generosos labios unos dientes blancos y perfectos. Me acarició la cara con una mano en un gesto de cariño sin dejar de sonreír— Sabes que me encanta cocinar, así que no ha sido ningún esfuerzo.

—Aun así…

—Siéntate, anda —me apremió, desplazando la silla más cercana—, que se enfría la comida. ¿Te gusta el vino?

Asentí.

—Es un Burdeos. Yo no entiendo mucho de vinos, pero es de tu tío, que ya sabes que es todo un experto, así que debe estar bueno.

Retiró el corcho de la botella, que ya tenía descorchada de antemano, y lo sirvió en dos copas.

Lo primero a lo que le hinqué el diente fue a la Ratatouille, un plato de distintos tipos de verduras como pimientos, berenjenas, calabacines y cebollas que se fríen en aceite de oliva y se condimentan con distintas especias: albahaca, orégano o tomillo, entre otras. Estaba delicioso. El segundo estaba tan exquisito como lo anterior. Mi querida tía me sorprendió con otro plato típicamente francés: coq au vin , que literalmente significa gallo al vino, aunque según me confesó mi tía la carne era en realidad de pato. Este plato es básicamente un guiso de carne troceada con abundante vino y acompañada de champiñones, zanahorias y cebolla, principalmente.

—Está increíble, tía —le hice saber tras el primer bocado.

Mi tía dibujó en sus bonitos labios una espléndida sonrisa de agradecimiento.

—Me alegra que te guste —dijo, tras tragar—, y deja de llamarme tía. Solo estamos los dos. Llámame mejor Carla, ¿de acuerdo? —asentí—. Quizá no lo recuerdes, pero te lo hice una vez —añadió—, y te encantó, así que sabía que no me iba a equivocar.

—¿Cuándo fue eso?

—¡Uf! Hará seis o siete años, durante una de vuestras últimas visitas. Tú madre no pudo venir, estaba enferma si no recuerdo mal, y se tuvo que quedar en casa de tus abuelos. Vinisteis solo tu padre y tú.

Recordé de pronto aquella visita, no así la comida.

El resto del almuerzo conversamos animadamente un poco sobre todo: de mis padres, de la salud de mis abuelos, también de los estudios y mis dudas, del viaje de mi tío y del que no volvería en dos semanas al menos, me confesó, también sobre uno de los proyectos de decoración en el que estaba trabajando mi tía en esos momentos, el de un pequeño hotel en el barrio parisino de Le Marais…

Hablamos y hablamos hasta que se acordó del postre. Corrió hasta la cocina y regresó poco después con una botella de champagne y un hermoso ejemplar de uno de mis postres favoritos: el clafoutis, una tarta hecha a base de cerezas.

—No puede ser —dije, poniéndome en pie—. ¿En serio? ¿Un clafoutis?

—¿Creías que me había olvidado de cuánto te gusta? —preguntó, mientras dejaba ambas cosas sobre la mesa.

—Eres la mejor tía del mundo —la alagué, y acercándome a ella le regalé un sonoro beso en la mejilla, la abracé por la cintura y la levanté en peso—, y la más guapa, además.

Mi tía dio un pequeño chillo, entre la alegría y el susto.

—¡Bájame, bájame, bruto! —gritó, muerta de risa— ¡Que me vas a caer!

La volví a depositar en el suelo y le pedí disculpas.

—Siéntate y coge un trozo. Lo mismo cambias de opinión cuando la pruebes.

Le hice caso y me senté.

—No lo creo. Descorcho antes el champagne, ¿no?

Mi tía asintió.

Descorché la botella logrando que el corcho no saliera disparado hacia el techo y llené una de las dos copas que mi tía había sacado del aparador, ofreciéndosela a continuación. Después, llené la mía.

—Ahora prueba el clafoutis —me apremió.

Partí dos trozos el pastel, sirviéndole a ella el primer pedazo. Servida mi tía, coloqué el otro en mi plato. La apariencia era extraordinaria, tanto en textura como en color, con la masa ligeramente cremosa y amarillenta coloreada por el rojo intenso de las cerezas.

Mejor aún estaba en boca. Suave, sedosa, se deshacía en la boca dejándote ese indescriptible dulzor de las cerezas rendidas.

—Esto, esto es espectacular, tía —dije, extasiado—. El mejor que he probado nunca.

—¡Qué exagerado!

—No exagero nada —repliqué, llevándome otro pedazo a la boca—. Está increíble —añadí, con la boca llena.

—Me alegro que te guste tanto. La verdad es que me ha quedado muy rico.

—¡Buenísimo! —exclamé, agarrando mi copa de champagne.

Y levantándola en alto, esperé a que mi tía hiciera lo propio.

—Por el mejor clafoutis que he probado jamás —dije—, por París, y por mi tía Carla, la mujer más bonita y maravillosa de Francia.

—Y por el hombre más galán y apuesto de España —dijo ella a continuación, manteniendo en alto su copa—, por un valiente caballero que no ha dudado en venir corriendo al rescate de su tía. Gracias, Axel.

Chocamos nuestras copas y saboreamos el champagne. Estaba fresco y delicioso. Mi tía debía haberlo cogido de la colección de mi tío, pensé, nada más hacerlo pasar por la garganta. Me lo confesó en cuanto expresé cuánto que me gustaba.

Tras recoger la mesa y fregar a mano la vajilla y los cubiertos, no aptas ninguna de las dos cosas para el lavavajillas, en la que sí introdujimos el resto de utensilios de cocina, nos sentamos ante la televisión en el mismo sofá, el uno junto al otro.

No sé cómo pasó, ni cuándo, pero me quedé dormido. Cuando desperté lo hice sobresaltado. Me había parecido escuchar un fuerte estruendo. Descubrí que todo mi cuerpo estaba tapado con una fina manta, muy suave. Mi tía no estaba a mi lado. Se encontraba más allá, junto a la ventana, de pie.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Ya ha empezado —respondió ella.

—¿El qué?

—Los disturbios. Cada vez empiezan antes.

Me levanté del sofá y acudí hasta la ventana. Colocándome junto a mi tía me asomé a la calle, observando tras el cristal. Centenares de jóvenes corrían de un lado a otro, las caras ocultas con bufandas, escondiendo su identidad con máscaras, bajo caretas… Lanzaban piedras y botellas, blandían palos, barras de hierro. Al otro lado le respondían los gendarmes, protegidos con cascos y escudos, armados con porras y escopetas que escupían pelotas de goma y botes de humo hacia los manifestantes. Aquello era una auténtica locura.

—¡Dios mío! —exclamó mi tía—. ¿Cómo es posible? ¿Están locos? Va a ocurrir una desgracia.

Me percaté de que su cuerpo temblaba.

—Tranquila, tía —dije, abrazándola por los hombros—. Estaremos bien, no te preocupes.

Mi tía se dejó a abrazar y posó su cabeza en mi hombro.

—Será mejor que cierre las contraventanas, por si acaso —dije.

Nos encontrábamos en un tercer piso, pero aun así no me fiaba de que alguna de aquellas piedras que volaban decenas de metros no se desviara de su objetivo y acabara por atravesar alguna de aquellas ventanas.

—No, no lo hagas —dijo mi tía, agarrándome por el brazo cuando ya me disponía a abrir la ventana—. Es muy peligroso asomarse. A ver si te va a pasar algo…

—No me pasará nada. Peor será si rompen los cristales —dije, metiéndole algo de miedo.

Me soltó el brazo.

—Pero ten cuidado, te lo suplico.

—Claro, lo tendré. Apártate, tía. Será mejor que te vayas hacia el sofá.

Mi tía retrocedió unos pasos, pero se mantuvo un par de metros de mí.

En pocos minutos abrí las tres ventanas y aseguré sus contraventanas de madera. Mientras lo hacía, pude observar durante unos instantes la auténtica batalla campal en la que se había convertido la protesta, olisqueé el olor a azufre de la pólvora de las escopetas que no cejaban de disparar bolas de goma y botes de humo para dispersar a la muchedumbre exaltada.

Solo cuando aseguré la última de las ventanas me sentí a salvo.

Como premio, recibí el abrazo de mi tía y dos sonoros besos en la mejilla en agradecimiento.

—Gracias, cariño —dijo aliviada—. Menos mal que estás aquí, aunque si te pasa algo no me lo perdonaré en la vida.

Cenamos en la cocina algo ligero. Mi tía había hecho una tortilla y una ensalada. Yo, además, probé un par de pedazos de queso de dos tipos distintos, de camembert y emmental.

Nos fuimos a la cama temprano, sobre las diez de la noche. Ninguno de los dos se concentraba en la película que había puesto mi tía en la televisión. El ruido de la calle ni nos dejaba escucharla ni nos permitía la tranquilidad necesaria para seguir su argumento. Sin embargo, pese a que en mi habitación no se escuchaba demasiado la algarabía de la calle, escuchaba a lo lejos las detonaciones, los gritos, también los chillidos y las sirenas de la policía y los bomberos.

Tras una hora de intentar conciliar el sueño, harto de dar vueltas en la cama, me levanté y me acerqué hasta la cocina. No llegué a ella, sin embargo. Mi tía estaba asomada a una de las ventanas, de pie. Parecía observar la calle entre las rendijas de las contraventanas.

—¿No puedes dormir? —pregunté.

Se asustó al escucharme. Se volvió de inmediato hacia mí una vez repuesta. Llevaba un camisón suelto de un color celeste que le alcanzaba hasta una carta por encima de las rodillas y que se transparentaba por la luz de las farolas dejando entrever su figura. Observé su cara al acercarme un poco más: estaba pálida.

—Lo siento —me disculpé—. No pretendía asustarte.

—No te preocupes. Me asusta más lo de ahí fuera —señaló al exterior, hacia la calle.

Me acerqué más a ella, colocándome a su lado, y me asomé a la ventana. Estábamos pegados el uno al otro. Sentía la piel de su brazo desnudo. Su carne estaba fría, pero no dije nada. Me dediqué a observar por la ventana.

Los disturbios parecían aún más graves que esa misma tarde. Habían formado una barricada a escasos metros del portal de nuestro edificio con contendedores, papeleras y todo tipo de basuras, carteles arrancados de la vía pública; cualquier cosa les valía, al parecer. Arreciaban las piedras, las bolas de goma y los botes de humo. Volaban cócteles molotov que iluminaban la calle con sus fogonazos. Algunos alcanzaban mobiliario urbano; uno calló bajo uno de los pocos vehículos que aún seguían aparcados… Las imágenes eran dantescas.

—Sería mejor que nos fuéramos de aquí, tía —dije, mirándola—. Deberíamos irnos a la cama e intentar dormir algo.

—No voy a poder pegar ojo, Axel.

Fijó su mirada en mis ojos. Los destellos provenientes de la calle ardían en sus pupilas azules.

—¿Y si pasa algo? ¿Y si sale ardiendo el edificio? —preguntó, la cara desencajada— No voy a ser capaz de dormir nada. Para eso me quedo aquí.

—Es mejor que nos vayamos —insistí—. No podemos estar aquí toda la noche, no es seguro. Vámonos a la cama a descansar algo. Además, yo duermo casi con un ojo abierto. Me desvelo enseguida. Si pasa algo, lo sabré.

Mi tía me observó unos instantes. En su interior debatía qué hacer.

—De todas formas desde mi habitación se escucha todo —argumentó—, las ventanas dan para el boulevard. El escándalo es insoportable y además tengo miedo que algo alcance las ventanas...

—Duerme tú en mi habitación —le propuse—. Yo dormité en vuestro cuarto, o en el sofá, me da igual.

—No, de eso nada. No pienso arrebatarte tu cama y permitir que duermas tú en nuestro dormitorio con el escándalo que hay y tan cerca de esas ventanas, y en el sofá no hay quien duerma. Si alguien no tiene que pegar ojo esa seré yo.

—De verdad, tía. Duerme en mi cama —le supliqué—. No me importa dormir en el sofá, en serio; si prácticamente soy capaz de dormir de pie.

Mi tía negó con la cabeza.

—De eso nada… —guardó silencio unos instantes, pensativa— Si quieres y no te importa compartir cama con tu tía, podemos dormir juntos.

—¿Juntos?

Aquella proposición me dejó perplejo. Ni en mis sueños hubiera imaginado algo semejante.

—Sí, soy tu tía. No pasa nada, ¿no? No ronco ni nada parecido.

Se rio.

—¿O es que no te gusta compartir cama con una vieja como yo?

Mi tía apenas tenía treinta y cuatro años. Era uno seis o siete años menor que su marido y cerca de doce más joven que mis padres. No era para nada ninguna vieja, como ella decía.

—No, en absoluto… —balbuceé.

—Pues entonces, decidido. Vamos a intentar dormir algo mientras estos cafres nos dejen.

Y cogiéndome del brazo, me llevó hasta el dormitorio. Siguiendo su consejo, cerré la puerta con el objetivo de evitar en todo lo posible los ruidos de la calle.

Antes de acostarse me preguntó por mi predilección para dormir. Al responderle que me daba igual, ella se situó en el lado izquierdo de la cama, frente a la ventana. Yo me acomodé al otro lado, junto al armario. Durante unos instantes permanecí arropado e inmóvil, boca arriba, observando el techo.

Carla se había colocado de lado cuando miré en su dirección, dándome la espalda. La luz que entraba por la ventana iluminaba el contorno de su cuerpo. El camisón se le había subido levemente y dejaba ver sus largas piernas, las uñas pintadas de sus pies. El cabello castaño claro le brillaba como si fueran filamentos de oro, como el heno iluminado por los primeros rayos de sol de la mañana.

—¿No te arropas? —me atreví a preguntar.

—No. Tengo calor.

Nunca había pensado en mi tía como mujer. Nunca hasta aquel momento. Advertí que se me aceleraba el corazón y un hormigueo me arañaba el estómago. Sentía la boca seca y unas irrefrenables ganas de abalanzarme sobre aquella preciosa mujer se adueñaron de mis deseos.

Era una hermosa mujer, una auténtica diosa, y estaba tan cerca, tan próxima a mi cuerpo, a apenas medio metro, al alcance de mi mano, que me costaba no sucumbir al ímpetu de mi juventud y arrimarme con cualquier excusa hasta ella.

Mientras pensaba en ello, mientras admiraba y adivinaba su cuerpo, que se transparentaba a través del camisón gracias a la luz que atravesaban los cristales de la ventana, advertí que temblaba levemente.

—Estás temblando, tía.

—¿En serio? —preguntó, volteando la cara, mirándome por vez primera desde que estábamos juntos en aquella cama— No me había dado cuenta.

—Espera, que te ayudo a arroparte.

Y agarrando las mantas, la cubrí con ellas.

—Gracias, Axel. Eres un cielo.

—No hay de qué —le respondí.

Agazapado bajo la sábana y el edredón, permanecí tumbado de lado, la mirada fija en la nuca de mi tía. No podía dejar de observar cómo su cuerpo se agitaba acompasado con la respiración.

—¿Duermes? —me preguntó, tras un par de minutos.

—No —le respondí—. Estoy algo nervioso por todo eso de ahí fuera —confesé.

Aquella era una verdad a medias. Parte de mi nerviosismo se debía también a ella, a su presencia en aquella cama, tan cerca de mí.

—Continúas temblando —aprecié—. ¿Sigues teniendo frío?

—Sí, no entro en calor.

Me atreví a acariciarle uno de sus brazos por encima del edredón, movimientos repetitivos con la esperanza de darle algo de calor con el rozamiento.

—¿Me abrazas, por favor? —preguntó.

¿Había oído bien?, me dije. ¿Quería que la abrazara? Eso parecía. No había sido fruto de mi imaginación, de eso estaba seguro.

Me arrimé a ella con sumo cuidado, con movimientos lentos, hasta contactar con mi pecho su espalda. Con mi brazo derecho rodeé por la cintura y lo pasé al otro lado. Ella cogió mi mano y la agarró con fuerza, llevándola junto a sus pechos, abrazándose a ella. Hasta mi nariz llegaba el aroma a jazmín que exhalaba su cabello y su cuello esvelto. Apenas me separaba un palmo de la piel sedosa de su cara, que reflejaba las briznas de luz que se colaba por la ventana. Sentía la tibieza de la piel de su cuerpo, que traspasaba la fina tela del camisón enervando a mis hormonas, que habían comenzado a sublevarse como los cientos de jóvenes que protestaban allá fuera, en las calles, provocando aquellos escandalosos disturbios. Y ocurrió lo inevitable: sentí que mi cuerpo reaccionaba excitándose ya sin remedio.

Me mordí el labio e intenté pensar en otra cosa, lejos de aquella cama: en los disturbios, en mis abuelos, en el rumbo que debía dar a mi vida… Me afané con todas mis fuerzas para que mi zona genital no contactara con el cuerpo de mi tía, pero me estaba costando demasiado esfuerzo no hacerlo. El colchón se hundía por el peso del cuerpo de mi tía y el mío y la inclinación me acercaba cada vez más a ella, hasta que sin poder evitarlo se produjo el contacto. Permanecí quieto, sin saber muy bien qué hacer. Me encantaba tener el cuerpo de mi tía junto al mío, sentir su respiración, las redondeces de sus nalgas pegadas a mí pelvis, a mi miembro. Aquella situación me estaba volviendo totalmente loco. Pensé en moverme contra aquellas carnes blandas, aprovechar el momento; pero no pude, no me atreví. No podía hacerle aquello a mi tía. No a ella.

Debía notar mi excitación, sin embargo. Era tan evidente que solo estando dormida no advertiría el grosor que había adquirido mi miembro con la situación. Traté de moverme hacia atrás, retirar mi abdomen y mi miembro en erección de sus nalgas, pero siempre terminaba pegado de nuevo a ella, a aquel voluptuoso cuerpo.

—Intenta dormirte, Axel —la escuché decir con un tono de voz suave, con cariño.

—Lo siento, tía —dije, ruborizado.

Menos mal que no podía verme la cara, pensé.

—Te he dicho mil veces que me llames Carla —protestó de forma suave, en un murmullo.

—Lo siento, Carla. —me disculpé de nuevo.

—Tú no te preocupes por nada, cariño. Solo intenta dormirte, ¿de acuerdo? Me encanta tenerte esta noche conmigo, Axel.

Entonces besó la palma de mi mano que tenía sujeta de forma suave y lenta, por dos veces, volviendo después a abrazarla y situarla entre sus cálidos senos, acomodando a continuación sus caderas, apretando aún más su trasero contra mi miembro. Me envalentoné entonces y la besé en la mejilla. No podía ver sus labios, pero me pareció que sonreía. Apretándome aún más a su cuerpo, me abracé a ella con fuerza juntando mis caderas a sus glúteos, sin miedo a que notara mi excitación, rendido a sus encantos definitivamente.

Y así, pegado al cuerpo de Carla, más excitado que en toda mi vida, con mi miembro en completa erección entre sus nalgas, solo separado de ellas por las finas telas de mi pijama y su camisón, cerré los ojos y me dejé llevar, disfrutando del aquel dulce y maravilloso momento hasta que me quedé profundamente dormido.