Los cuentos eróticos de Asmodeo
¿Quien sabe lo que pasa cuando un demonio anda suelto en la tierra?
Los cuentos eróticos de Asmodeo
Quizás no me reconozcas, pero yo te conozco a ti. Si, a ti. No te extrañes de este asunto. El hecho que yo te conozca a ti significa que tú también me conoces a mí. Desde que el hombre se dio nombre, soy yo quien ha acompañado su viaje. Porque la travesía de la humanidad es el viaje de la carne y es en esta materia, el vehículo de la mente, en que yo me hago poderoso.
Debes saber que he caminado con vosotros desde los eras sombrías y he tratado con vuestros reyes y también con vuestros esclavos. Yo no hago distingo social. Tal vez ya sepas quién soy. Mi nombre se escucha en canciones, está impreso en libros, incluso en los textos sagrados. He enseñado en aulas la geometría y la astronomía. He instruido en los valles y salones el baile y la música. Soy yo quien levantó el gran templo y el que hizo caer a muchos santos. Mi nombre es Asmodeo y se dice que soy un demonio vil, una criatura que sólo hace mal al hombre. Sin embargo, hoy aprenderás que no todo lo hablado por los sacerdotes y hombres de fe es digno de confianza. No todo lo escrito en las sagradas escrituras ha sido inspirado por la verdad, lo sabes tan bien como yo.
Quizás esta apasionada defensa haga que desconfíes de mí, y haces bien en reaccionar así. Nadie debería confiar en demonios o ángeles. Nuestra eterna existencia ha sido una guerra desde los primeros tiempos. Y en las guerras no hay espacio para la verdad cuando el precio de esa verdad es la derrota. Por eso yo pido que escuchen a este demonio y mal escritor. Mi historia es la historia de lo humano y de sus sombras.
Y comienzo este relato con una simple frase: Well Behaved Women Do Not Make History. Las mujeres bien comportadas no hacen historia. Eso lo sé yo muy bien, pero quien no lo sabía era Ana.
Ahora os preguntaréis, ¿Quién es esta Ana? Me gustaría decirlo con claridad: Ana es mi elegida, es la protagonista de esta historia.
La muchacha había nacido para convertirse en una criatura hermosa, el parangón de lo bello y lo deseable. Yo me topé con esta hermosa criatura cuando aún era una niña. Pero en realidad este cuento no empieza con Ana, sino con su madre: Sofía.
En aquel tiempo, me encontraba aburrido después de una temporada de gran agitación. Hacía una década, había decidido jugar con Sofía Venturi, la madre de Ana. Sofía era una hermosa mujer y muy joven, se había casado con un oficial casi diez años mayor. Yo intuí en Sofía el germen de la rebeldía. Entonces, unos días antes de la boda, hice que la inocente novia conociera al apuesto superior de su esposo. El coronel Fernando Iturra estaba casado y no era dado a aquellos amoríos. Pero sintió una fuerte e irresistible atracción por Sofía.
Si los hubieras visto a esos dos. A esa muchachita rubia y de ojos celestes de la mano de su recién conocido amante, un hombre mayor que el novio. A escondidas, se refugiaron en una pequeña habitación de las barracas, a sólo unas decenas de pasos de donde se encontraba el futuro marido. Sofía besaba a Fernando con pasión y este aprovechaba la excitación de la muchacha para acariciar los grandes senos de Sofía. Los dos amantes pensaban que nadie los observaba, pero yo estaba parado junto a ellos y sin embargo ellos nunca supieron que yo los espiaban.
No solo eso. Yo, como un sutil titiritero, orquestaba sus acciones. Dejando que se trasluciera el deseo, incitándolos a desnudar sus cuerpos y a tocarse. Los alentaba. Aplaudiendo cuando ella se arrodilló a besarle el pene o sonriendo cuando Fernando, en un arranque impropio de él, le comió el coño hasta arrebatarle un orgasmo a Sofía. Por supuesto, la penetró. Pero lo hizo de la manera tradicional, así que le tuve que susurrar a Sofía lo que debían hacer. Así, ella terminó sobre él, dominando al varón y follando ambos como locos. Si los hubieran vistos: la lascivia de los movimientos, la exageración de los manoseos, de la saliva repartiéndose sobre la piel. Pura lujuria. Ambos excitados: Sofía por hacer algo nuevo y prohibido; Fernando por la energía de una mujer joven y ávida de aprender del amor.
Claro, la relación no prosperó como yo hubiera deseado. No soy omnipotente ni hago lo que se me plazca. Sofía y Fernando volvieron a follar, a amarse a escondidas. Pero esto se repitió menos de lo que yo deseaba. Ambos eran, en el fondo y en la forma, muy tradicionales y jamás hubieran dejado sus compromisos familiares. Estaban demasiado echados a perder, según mis criterios. El único que ganó fue Mario, pues recibió una novia experimentada la noche de boda. Aún me hace gracia que el varón, recién casado, nunca se preguntara de donde provenía la experiencia de la virginal Sofía.
De esos encuentros me sacudí algunos bostezos de mi eterno aburrimiento, pero lo mejor de esa historia de amantes e infieles fue última noche que Fernando y Sofía, ya casada y con dos hijos de Mario, pasaron juntos. Fue esa noche, la última antes de una larguísima separación, en que ocurrió algo que nadie esperaba, ni siquiera yo. Esa noche sucedió la concepción de Ana.
El hecho es que ni siquiera Sofía estaba segura si su hija menor era de su esposo o de su amante. Y la madre de Ana hizo lo que tenía que hacer para proteger su familia y su dignidad de buena mujer: callar y dejar al amante.
Así Ana, la menor, creció creyendo que su Mario era su padre. Y Mario no tuvo duda que Ana era su hija. Además, era la preferida de los tres hijos de la familia. Esto era lógico. Ana era la menor y la más dulce; era la más hermosa (tanto la hermana como el hermano habían heredado los defectos faciales de Mario); y también era la más educada y sin duda la más brillante. La hija menor de los Bauman era un diamante que se iba puliendo lentamente a medida que crecía. Sus padres lo sabían, sus profesores lo sabían y yo también lo supe. Y fue por eso que decidí que debía forjar la joya más perfecta: un rubí ígneo forjado en las sombras.
En aquel tiempo me detuve a reflexionar como haría de esta mujercita mi obra maestra. A mi modo de ver, los humanos son un material muy flexible y se le puede dar formar y usos muy distintos. Ana, en especial, podía transformarse en alguien especial. Sin duda, podía lograr que sirviera bien a mis propósitos. Y para eso debía observarla a ella y a su círculo familiar. La criatura jugaba con sus hermanos, caminaba sonriente de la mano de padre y dejaba que su madre la guiara en los caminos de una mujer. Ana era lo que los humanos llamaban angelical. Aquello me disgustaba. Acaso nadie sabía lo bello que podemos ser los demonios. Acaso no se han dado cuenta lo fácil es que una mujer o un hombre caiga por nuestros encantos. Nosotros, los caídos, también fuimos hermosos. No he escuchado que la derrota borre lo bello y otorgue fealdad a cambio. Esa, como muchas otras, es una mentira más de los victoriosos.
Por razones muy íntimas, durante la niñez de Ana me abstuve de actuar. Observé primero y planeé cuidadosamente los pasos a seguir. Quería poner mis manos sobre aquella tierra fértil y sembrar mi semilla. Pero no lo hice hasta mucho después. Pese a todo, sentí que había que adelantar trabajo y me forcé a marcar terrenos cuando la niña cumplió trece años. A aquella edad empecé a ejercer mi influencia, pero no toqué a Ana.
Al que marqué primero fue al padre.
A Mario le hice notar la belleza de su hija. Hice que se diera cuenta de los nacientes senos de Ana, de su boca de labios gruesos y de sus largas piernas. Por supuesto, el padre de Ana renegó de los lascivos pensamientos que yo le ofrecía. Rechazó la visión de las caderas turgentes y esos glúteos dadivosos. Cuando le invadí con un sueño oscuro en que encontraba a Ana desnuda y postrada, con su juvenil y voluptuoso cuerpo expectante a su encuentro, Mario prefirió despertar. Prefirió tomar aquel sueño como una funesta pesadilla, incluso olvido pronto lo que había hecho durante el sueño. Me rechazó por completo. Yo me reí de esa resistencia. Tal vez ustedes desconozcan el verdadero significado de una batalla contra un demonio, y sin embargo lo intuyen: cuando se lucha contra un ángel caído se lucha también contra una sombra venenosa. Lo importante en este duelo no es la primera estocada, ni la última; la importante en esta lucha son las heridas inferidas y la resistencia del hombre. Mario Bauman creyó que me había rechazado, pero en él mi veneno cobró su precio. En la forma en que celaba a su hija, en la sobreprotección de Ana, yo vi un pequeño triunfo.
Después de aquello, sembré la envidia en Tabita, la hermana mayor. La envidia no es mi principal don, ni mucho menos. Se me da muy mal en realidad, es dominio de otros demonios. Sin embargo, la belleza de Ana y la comparación que hacía la familia de las dos hermanas me permitió ejecutar este pequeño y oscuro hechizo. Tabita ocultó bien la envidia que sentía por Ana, pero no lo suficiente. Poco a poco, fue dejando a Ana de lado, aislando a la hermana menor.
En tanto Sofía, la madre de Ana, siempre había sido egocéntrica y práctica. Cuidaba de sus hijos, pero tenía un ejército de sirvientas que la suplían en sus tareas. No era una madre ausente, no obstante, se daba el tiempo para la vida social y cultivar sus amistades. Es cierto que Sofía sintió también cierta envidia por la belleza de Ana, pero no le afecto. La madre se consideraba más experimentada, una mujer hecha y derecha. Como dije, Sofía era pragmática y por eso supo ignorar la floreciente belleza de su hija menor. Tal vez por eso me resultó tan simple implantar la siguiente reflexión en la mente de esa madre: Ana es bella e inteligente, tendrá el mundo a sus pies. Además, tiene la venia de su padre. En cambio, los otros dos hijos tendrán que luchar. De esa forma, Sofía se preocupó por sus otros dos hijos, menos favorecidos por el destino, y dejó que Ana se las arreglara con sus propios medios.
Ahora, verán, en los senderos borrosos, cuando se pretende algo imposible, no siempre es conveniente elegir las vías fáciles u ocupar la magia del infierno. A veces, ni siquiera se debe susurrar palabras en oídos ajenos. Uno debe dejar actuar al destino. El hermano de Ana, a quien también los padres llamaron Mario, como el padre, y yo llamaré Segundo por una razón satírica, descubrió muy a su pesar la atracción que ejercía su hermana en los hombres, en especial en sus compañeros de colegio. Tuvo que transformarse en una especie de caballero protector de la menor de los Bauman y por ese motivo se enemistó con muchos de amigos de su edad. Sin duda, Segundo (un adolescente torpe y machista) creció con reprimiendo muchas emociones y con un remordimiento culposo hacia Ana. Algo que enterró demasiado bien para que cualquier persona lo notara. Claro, yo no soy cualquier persona.
Como ven, había conformado la víspera de una hermosa tormenta. Sin embargo, no estaba satisfecho. Aquello sólo era el punto de partida. Había llegado el momento de hacer sonar los truenos, iluminar los oscuros cielos con mis rayos.
Pero contrario a lo que piensan, tampoco quise mancillar mi tesoro. A Ana la dejé en su mundo infantil, ad portas de la adolescencia. En su lugar, quien recibió mi tacto fue Sofía Venturi, quien contagiada de mi lujuria volvió a ver a Fernando, su viejo amante. Fue una indiscreción de la madre de Ana, una visita fugaz durante una noche de invierno, lo que dio inicio a la tormenta. Tal vez lo que motivó a Sofía fueron los celos. Mario hacía meses que no la tocaba. Quizás esto se debía a las amantes, más jóvenes y menos quisquillosas que la Venturi. Pero los celos de Sofía tenían también directa relación con el cariño que Mario prodigaba a su hija menor. Fuera lo uno o lo otro, Sofía cometió adulterio una noche fría y solitaria de invierno. Y esa imprudencia de la esposa llegó a oídos de Mario.
El marido, con el orgullo masculino roto, no enfrentó de inmediato a su mujer. Primero Mario Bauman tenía que saber si su imagen de macho estaba herida. No quería que sus amigos lo trataran de cornudo en su espalda. Por supuesto, yo aproveché estas circunstancias. Le hice a Mario rumiar pensamientos sombríos, le hice desconfiar de Sofía y de su fidelidad. En cierto punto de aquella época, mi plan se allanó muy fácil.
— ¿Son mis hijos? —se encontró preguntándose Mario frente al espejo.
Secretamente, Mario hizo exámenes de ADN a sus tres hijos. Lo hizo con pesar, rezando al dios que nunca había tomado en cuenta y pidiéndole que su intuición fuera errónea. Durante todo ese tiempo, el padre se mostró ausente. Ana, la preferida, una chica perceptiva, lo notó. Se mantuvo muy cerca de su padre, aunque este se encerraba en su despacho a beber cuando estaba en casa. Al mismo tiempo, Sofía notaba el ánimo denso de su esposo, su mal humor. Intuía que Mario había descubierto sus amoríos con Fernando y había preparado su defensa. Sin embargo, Sofía no había esperado que Mario llegara con la prueba fehaciente de la traición.
— Eres una hija de puta, Sofía —le gritó Mario a su esposa—. Me has puesto los cuernos.
Sofía había mandado a los niños a su habitación cuando vio a su esposo salir tambaleante de su automóvil. Sin duda, borracho. Sofía protegía a sus hijos de los arranques de rabia o violencia de su esposo. Sin embargo, Ana ignoró la orden de su madre. La muchacha bajó muy silenciosa y se escondió para escuchar la discusión.
— No hables tonterías, Mario —replicó Sofía, negando la acusación—. Nunca he estado con otro hombre.
Mario se rió de los dichos de su mujer. La llamó puta y mentirosa. Sofía, sin embargo, se mostró firme.
— Mira, Sofía, aquí tengo la prueba de tus mentiras —dijo Mario, sacando un sobre—. Tengo la prueba de que eres una puta.
Entonces vi la tormenta nacer. Supe que debía actuar por primera vez sobre la hija menor. Ana estaba escondida. Tenía miedo pero hice que sintiera curiosidad. Hasta ese momento la muchacha había escuchado sólo parte de la discusión. Pero ahora, le infundí valor. Se acercó a la puerta y prestó atención a lo que su padre decía.
— ¿De qué hablas, Mario? —escuchó decir a Sofía, su madre—. Estás borracho. Vete a la cama.
— Hija de puta. No te hagas la santurrona —dijo Mario—. Aquí tengo la prueba de que Ana no es mi hija. Aquí tengo la prueba de que tú eres una puta.
Sofía tomó el papel y leyó lo que decía. El rostro de Sofía perdió solidez, era el reconocimiento de su derrota. Ana permaneció en silencio en su lugar, empezaba a estar de nuevo aterrada pero aún así escuchó. Tal vez se mantuvo ahí porque creía que había escuchado mal y si seguía escuchando su padre diría que todo era una broma o una equivocación. Pero la realidad suele ser más dura cuando se tiene esperanza.
— ¿Por qué, Mario? ¿Por qué hiciste ésto? ¿Por qué tenías que hacer un examen de ADN? —preguntó Sofía a su marido.
— Porque no quería que siguieras tratándome como un imbécil, Sofía —dijo Mario, con su voz orgullosa herida—. Niegas acaso la verdad.
Sofía calló, tal vez más de lo que debería. Pero no lloraba. Su rostro estaba muy serio. Tal vez parecía culposa o débil. Pero les aconsejo, desconfíen de una mujer seria y callada. Si no llora, si no grita, la única razón de esto es que planea algo. Y Sofía empezaba con su contrataque.
— Fui muy discreta —le dijo a su esposo—. Nadie sabe de mi relación con Fernando.
— Así que no lo niegas —bramó Mario.
— No. No lo niego —dijo Sofía muy tranquila—. Como tu tampoco puedes negar todas las putas que has follada. Las hija de los Graham, por ejemplo.
— ¿Qué dices, mujer? Yo…
— No me vengas con mentiras —lo interrumpió Sofía—. Yo sé muy bien dónde has puesto tu pene. Puedo oler en ti cada vez que llegas con olor a zorra.
— Eso no se compara a lo que me hiciste —dijo Mario—. Por dios, tenemos una bastarda en casa.
— Ana es tu hija —dijo Sofía—. La amamos.
— Ana no es mi hija. No es carne de mi carne.
Sofía conocía a su esposo y descubrió un flanco que podía atacar. La mujer se acercó con cautela y puso su mano en la mejilla de su esposo. Mario observó los grandes ojos celestes, la cabellera rubia cayendo sobre los hombros. La había deseado desde el primer día, por eso la había hecho su esposa. Sofía hacía que su sangre hirviera, se sentía un semental con ella.
— Te prometo que te compensaré —prometió Sofía—. Haré cosas para ti, cosas que sólo una puta haría.
Sofía acompañó esa promesa con una caricia en el pene de Mario. La verga se endureció en la entrepierna del esposo.
— Acaso crees que soy una bestia.
La mujer apoyó uno de los grandes senos sobre el pecho de Mario y continuó con la caricia sobre la verga de su esposo.
— No. No eres una bestia, Mario —aseguró Sofía, besando el cuello varonil—. Eres mi semental. Quiero que me folles. Quiero que castigues a tu puta.
Mario abrió los ojos y dejó que su mujer le besara el cuello. El esposo se dejó engatusar por las caricias, por su propio deseo. Yo me retiré junto a Ana, que ahora no sólo escuchaba. Se había acercado y ahora también observaba a sus padres. La muchachita estaba en estado de shock; yo estaba asqueado de lo simple que podían ser algunos hombres y sin embargo podía asegurar que mis cartas pronto me darían mi primer triunfo.
— ¿Quieres que te bese tu verga, cariño? —dijo la maquiavélica mujer—. ¿Quieres que te la chupe?
Mario admiró el cuerpo de su esposa, su cabello rubio y claro cayendo sobre su hermoso rostro redondo. La mujer tomó uno de sus magnos y voluptuosos senos y apretó la carne sugestivamente. Sin duda, Sofía sabía ocupar sus armas. Y su esposo era un ser tan simple.
— Si —respondió Mario al final—. Quiero que me muestres como se la comías al coronel Urrutia.
Sofía, sin dejar de mirar a su marido, se arrodilló y sacó el pene de su marido. Era una verga gruesa y de tamaño apropiado, no tan diferente que la de su amante. La mujer dio tres suaves besos, como venerando aquel miembro varonil. Luego, empezó a chupar la verga, metiéndola entera en la boca. El pene iba creciendo, lenta pero progresivamente. No tardo en estar completamente erecta.
— ¿Te gusta la verga, puta?
Sofía había levantado su vestido y empezaba a masturbarse. Quería estar preparada para lo que haría su marido. Mario repitió su pregunta. Pero Sofía no contestó.
Entones, Mario la puso de pie y la empezó a desnudar, a arrancarle el vestido. Le quitó el sujetador blanco y chupó las grandes tetas y los pezones oscuros. Le rompió el calzón y le manoseó el culo. Ella le acarició el pene, le masturbó para que mantuviera la erección. Sin detenerse, sin decir una palabra, Mario obligó a Sofía a apoyarse en sus cuatro miembros. La quería tomar por detrás, como una perra.
Sofía le esperaba. Era el precio. Se sentía violentada y sin embargo había logrado excitarse lo suficiente para esperar a su marido. Cuando el pene se abrió paso en Sofía, la rabia, la decepción, la pena, todas las emociones se mezclaron en una ardiente y rabiosa lujuria. Eran como animales, arrastrándose para satisfacer sus instintos. Tanto Sofía, pero sobretodo Mario, necesitaban dejarse llevar por esa oscura lujuria. Yo lo sabía muy bien, los había conducido a eso y ahora me alimentaba de aquella energía.
Mario entraba y salía de Sofía. Su verga estaba cubierta de fluido vaginal. La presión se hacía más fuerte entre ellos. Él le acariciaba los pezones, se los tiraba para causarle dolor. Ella a su vez respondía con gemidos, con gritos y con sentencias para provocarlo.
— Dame más fuerte, Mario —decía Sofía—. Castígame. Muéstrame lo hombre que eres.
— Demuéstrame que estaba equivocada. Que soy una puta tonta.
— Quiero que me vuelvas a ser tuya, Mario.
El caía en las provocaciones y la follaba con más fuerza. La penetraba más, le tomaba firme de las caderas y profundizaba cada penetración. Eran animales incansables y sedientos uno de otro.
— Te voy a reventar el culo, puta —dijo Mario—. Dime, ¿Él te reventó el culo, Sofía?
Sofía no contestó. No lo hizo. Sabía el precio que debía pagar y lo pagaría. Mario fue considerado. Escupió el ano de su esposa y lubricó la entrada. Mientras la penetraba iba desparramando su saliva por el culo de Sofía, dándose el tiempo para planear su ataque. Después de un minuto, sacó su verga del coño y lo puso en la otra entrada. Después no hubo precaución ni concesiones con la infiel esposa. Mario la penetró en un movimiento. Por suerte Sofía estaba más o menos preparada. Sin embargo, eso no le evitó la dolorosa estocada inicial.
— Aaaahhhhh —gritó la mujer—. Hijo de puta.
— Cállate y aguanta.
Mario empezó a bombear la verga sobre el ano, cada vez más profundo y cada vez más rápido. Sofía tenía que aguantar. La mujer se inclinó, exponiendo su carnoso y firme culo. Había tomado su clítoris para combatir el dolor con placer. Era una batalla que parecía perdida con cada penetración, pero que sin embargo logró emparejar con violentas caricias sobre el coño.
Fue en aquel instante, en que Ana se atrevió a observar con atención a sus padres. Nunca había visto a una pareja hacer tales cosas y ver a sus padres follar fue algo violento para la muchachita. El padre de Ana tenía el rostro contraído en una mueca furiosa, moviéndose sin delicadeza sobre el cuerpo de su madre. Sofía en tanto mostraba una señal inequívoca de sumisión: los ojos entrecerrados, la boca abierta y la lengua entre los labios. Además, estaban todas las palabras que se prodigaban. Palabras y dichos sucios.
— ¿Te gusta mi culo, cabrón?
— Si. Me lo vas a entregar siempre de aquí en adelante, puta.
— Pues eso lo veremos. Te lo tendrás que ganar.
— Pues me lo vas a dar. Quieras o no, cabrona.
— Me tendrás que obligar, cornudo.
— Te obligaré a dármelo, puta. Te haré mía cómo y cuándo quiera.
La joven e inocente Ana siguió observando, hipnotizada por los gemidos, los cuerpos en movimiento y la forma en que se hablaban sus padres. Empezaba a entender lo que ahí pasaba. Había algo primitivo y humano en lo que hacían sus padres. Pero también algo perverso. La chiquilla lo supo porque yo se lo mostré. Sus padres eran seres despreciables; en ese momento se odiaban y sin embargo compartían un momento de entrega muy íntimo. Sofía y Mario estaban follando, compartiéndose en medio de aquel mutuo desprecio. La lujuria había triunfado sobre la razón. Y esa energía me alimentaba. Y cubiertos de sudor, con los cuerpos desnudos, los dos adultos continuaban con la cópula. Ana no soportó aquel extraño rito y volvió a su escondite. Sus ojos se cerraron y permaneció en silencio.
Poco después, Sofía se corrió y lanzó un gemido largo. Su cuerpo se relajó, pero sólo un poco porque su marido aún mantenía el ritmo de la penetración.
— ¿Te gusta la verga, Sofía? —se escuchó la pregunta de Mario, a punto de eyacular.
— Si… me gusta la verga… me gusta mucho —respondió Sofía—. Urrutia y tú son los únicos hombres que he probado…. Dios, los únicos… lo juro… Pero me gustaría probar más… Claro, con tu permiso, cariño...
Aquel arranque de sinceridad de Sofía era difícil de creer. Mario se corrió en el culo de su esposa. La llenó de semen. Luego, sacó su verga y se arrodilló junto a su desvanecida esposa. Tomó del mentón a Sofía e hizo que le mirara a los ojos.
— Jamás te compartiré con nadie, puta —dijo el esposo, aún herido por la traición—. Jamás te dejaré follar con otro. Tú serás mía. Sólo mía ¿entiendes, Sofía? Basta de amantes y estupideces. La próxima vez que seas infiel te mataré. Lo prometo.
Mario se retiró al bar y se sirvió un whisky. Sofía tardó en levantarse y cuando lo hizo le costó caminar hasta su esposo. Le dolía el culo, pero más le dolía su orgullo. Le quitó el vaso de licor a su esposo y se tomó el contenido. Mario no hizo nada. La observó y después dejó que Sofía se marchara a su habitación.
Se retiraron finalmente, dejando el salón vacío. Ambos dormirían esa noche en habitaciones diferentes. Nadie notó la presencia de la hija menor. Ana, aún escondida, sintió que su vida de niña se fragmentaba y yo estiré mi mano para hacerme un lugarcito en aquel corazón roto. Así, en medio de aquella tormenta, preparé la tierra para plantar mi semilla. Todo marchaba según mis designios.