Los crímenes de Laura: Una visita inesperada.

-¡No quiero su dinero! –exclamó Hugo, molesto-. Quiero a su marido. Coja esas dos sillas. Tú ni te muevas –volvió a repetirle al joven, apuntándole con el arma.

Los crímenes de Laura:

Una visita inesperada.

Nivel de violencia: Moderado

Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:

-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.

-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.

-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto para gente con buen estómago.

Rosa Robles empujó la silla de ruedas por el pasillo del apartamento. Cuando llegó a la habitación del fondo, abrió la puerta y continuó empujando. Se detuvo junto al mullido sillón en el que su marido pasaba horas sentado, mirando la televisión. Le ayudó a levantarse de la silla y lo guió, con paso tembloroso, hasta depositarlo suavemente en la butaca. Se aseguró de que estuviera cómodo, y sintonizó un canal deportivo. Aquello no había cambiado, el hombre que tenía frente a ella hacía mucho que había dejado de ser el hombre al que amó, hacía mucho que había dejado de ser tan siquiera un hombre, pero sus ojos seguían persiguiendo el balón por la pantalla cómo si su mente jamás se hubiera ido. Antes de salir de la habitación, le dio algo de beber, para evitar que se deshidratara, y se fue. Cerró con llave la puerta tras de sí, sólo por si acaso él decidía levantarse, aunque era poco probable, prefería evitarse complicaciones.

Miró el reloj. Apenas las siete y media de la mañana. No tenía mucho tiempo, ya que su cita llegaría enseguida, así que corrió a la ducha sin perder un solo instante. Cuando se casó con su marido, hacía ya casi cuarenta años, era una jovencita provinciana, y él un funcionario de la fiscalía. Mucho había llovido desde entonces, y ahora era una mujer mayor. Pero aún así seguía siendo quince años más joven que él, y tenía sus necesidades físicas. Unas necesidades que no podía cubrir con lo que tenía en casa. Desde que el alzhéimer entró en su vida, o mejor dicho, en la vida de su marido, sus relaciones sexuales se habían ido reducido cada vez más, hasta desaparecer por completo.

Pero hacía unos meses que eso había cambiado. Desesperada, necesitada de amor y cariño, había acudido a la red, descubriendo páginas de encuentros. Al principio había sido muy reacia, pero poco a poco se fue envalentonando y concertó alguna que otra cita. Las experiencias habían sido variadas. Algunas un auténtico fracaso, y otras realmente satisfactorias. Había de todo, desde hombres mayores, y casados, que deseaban tener nuevas experiencias, hasta jovencitos que sentían una inexplicable atracción hacia cuerpos maduros, como el suyo.

No engañaba a su marido, se repetía una y otra vez, presa de la culpa, pues ya  no había nadie a quién engañar. El seguía vivo, pero tan sólo era una carcasa vacía, una sombra de lo que había sido. Y ella necesitaba aquel consuelo, aquello que sólo era, se decía, sexo.

Se vistió con un picardías negro, que resaltaba sus generosos pechos, y escondía, por lo menos en parte, su vientre, que ya no era liso ni terso como antaño. Pensó en esconder también sus piernas, que mostraban los estragos de la edad, con marcados surcos y venas, pero sabía que su amante la deseaba así, por lo que reprimió su pudor, y no lo hizo.

Él era un joven mulato que no rondaría ni la treintena. Lo había conocido hacía tiempo, y habían quedado en varias ocasiones. Era fogoso e incansable, y conseguía hacerla sentir de nuevo joven. Él le decía que su cuerpo le encantaba, y ella, aunque sabía que ya no era bonita cómo había sido, se dejaba agasajar.

-¿Por qué estás aquí? –le preguntaba-. ¡Vete y busca una de tu edad!

-Ay mami –respondía-, para qué quiero una jovencita estúpida, pudiendo disfrutar de toda una hembra.

Suponía que tendría varias compañeras, tal vez jóvenes, o tal vez viejas, pero le daba igual. No quería fidelidad, no quería compromiso, simplemente quería un hombre joven y fuerte que le permitiera volver a rozar el cielo con los dedos. Y su mulato lo conseguía.

Se calzó unos zapatos de tacón alto, porque sabía que a su amante le gustaba, y se sentó a esperarlo. Había sido ella la que le había llamado, después del mal trago de hacía un par de días, tras el interrogatorio de la policía, había cogido el teléfono y marcado su número.

-Ay mamá –le había dicho-. Hoy no puedo, y mañana tampoco… Pero si quieres te veo pasado, prontito, antes de ir a trabajar, y te doy lo que es tuyo.

Y allí estaba, como una colegiala, con las palmas de las manos sudorosas y las piernas temblando, esperando que llegara aquel macho y la hiciera suya. No pasaron más de cinco minutos, pero a Rosa Robles se le hicieron eternos. Se miraba en el espejo, no se gustaba y apartaba la mirada. Pero a los pocos segundos volvía a mirarse, preguntándose qué vería el apuesto joven en su marchito cuerpo. Pero la tortura cesó finalmente, cuando sonó el timbre de la puerta. La mujer, casi a la carrera, recorrió el pasillo y abrió a su amante.

-Ay mamita, qué linda te ves así vestida –dijo el joven entrando en la casa.

-¿De verdad que te gusta?

-¿Me tomas el pelo?-preguntó él cerrando la puerta a su espalda-. Te ves preciosa con ese vestidito. Sólo deseo quitártelo.

-¿A qué esperas entonces?

El joven no perdió el tiempo y se abalanzó sobre la mujer, besándola con pasión mientras palpaba su trasero por debajo del picardías. La mujer notó de inmediato el bulto de su entrepierna, que él apretaba contra ella. Sin moverse de donde estaban, parados en la puerta de la casa, con sus labios fundidos en un lujurioso beso, se dejó manosear, mientras comenzaba a acariciar el miembro de él sobre el pantalón vaquero.

Él subió la fina tela negra de lencería, acariciando todo su cuerpo, mientras ella, sin perder un instante, desabrochaba el botón del vaquero, haciendo que cayera al suelo. Con la mano palpó el abultado miembro que se escondía bajo el calzón, deseosa de catarlo, volviéndose loca de deseo. Los magreos de él tampoco eran inocentes, y con su mano recorría la entrepierna de ella, deteniéndose en la zona vaginal, húmeda por la excitación.

-Ay mamita, vamos a ponernos cómodos –sugirió el joven mulato.

Ella no respondió, pero le cogió del brazo y lo llevó hasta el sofá del salón, dejando el pantalón, abandonado, junto a la puerta. De un suave empujón le obligó a sentarse, y se arrodilló frente a él, dispuesta a disfrutar de la virilidad de aquel macho. Acercó su boca al miembro atrapado, que pugnaba por salir de debajo del calzoncillo, y lo mordisqueó por encima de la tela oscura. Él suspiraba, pasando su mano por la cabeza de ella, acariciando su pelo, y enredándose con él, mientras ella continuaba jugueteando. Cuando la polla estaba tan hinchada que el calzón prácticamente no era capaz de contenerla, Rosa lo bajó con delicadeza, liberando el miembro que se irguió orgulloso.

Con la mirada clavada en sus ojos, se dedicó a lamer el tronco de la polla en toda su gran extensión, saboreando cada recodo, apretando su lengua para alcanzar cada centímetro de piel.

-Sí mamita, así –gemía él cada vez que ella recorría con la lengua plana el falo.

No se detuvo ni un instante, concentrándose en aquella sabrosa tarea. Poco a poco fue subiendo por el tronco, hasta que finalmente su lengua se dedicaba a recorrer el glande del joven, sintiendo el sabor del fluido preseminal. Cogió la polla con la mano, por la base, y acarició los testículos mientras se introducía el miembro en la boca, rodeándolo con los labios. Su cabeza subía y bajaba, embutiéndose el trozo de carne, mientras su amante le empujaba desde arriba, obligándola a introducírselo cada vez más adentro, dejándola casi sin aliento. Cuando no pudo más, se apartó bruscamente y respiró de forma entrecortada, intentando volver a llenar sus pulmones.

Él no pareció para nada defraudado, al contrario, la situación debió resultarle divertida, pues sonrió, y se levantó. La cogió por los brazos, la obligó también a levantarse y tras darle un lúbrico beso, la empujó con suavidad para que se tendiera en el sofá. Con un movimiento experto se colocó entre sus piernas, y le fue poco a poco acercando la polla. Ella notó cómo se detenía justo al llegar a sus labios vaginales, esperando a que se moviera. Y así lo hizo. Con un brusco golpe de cadera se introdujo el tieso falo en su interior, sintiendo cómo la atravesaba, abriéndose paso en su lubrificado coño.

Cuando él sintió que ya estaba toda la polla dentro, empezó a moverse con maestría, embistiendo lentamente, haciendo que el enorme miembro entrara y saliera del interior de la mujer. Ella se contenía como podía, pero los gemidos y los aullidos eran irremediables. Sentía como aquella polla la partía por dentro, como rellenaba todo su interior haciéndola gozar como no lo había hecho antes con nadie. A cada uno de los embates su calor aumentaba, sus gritos se hacían más audibles, sus piernas temblaban. El la percutía lentamente, como si no tuviera prisa; cambiando el ritmo constantemente, con la clara intención de retrasarle el orgasmo. La mujer deliraba entre gemidos, sintiéndose placenteramente torturada por aquel hombre todo polla, que la hacía alcanzar tanto el cielo como el infierno con un simple movimiento de cadera.

El desenlace fue inevitable, y entre maldiciones, gritos, gemidos y lamentos, la hembra alcanzó un explosivo orgasmo que la obligó a contraer el cuerpo, temblando de arriba abajo. Intentaba boquea para coger aire, pero sus pulmones exhalaban, mientras el hombre no cesaba en sus arremetidas. No supo decir por cuanto tiempo se prolongó el éxtasis, pero cuándo pudo retomar el control de sus propias piernas, ya no podía ni moverlas. Quedó tendida como una muñeca rota, mientras, el joven no se detenía.

Una y otra vez era empalada, incapaz de moverse, aprisionada bajo él, que la mantenía cautiva, enganchada a aquella vara de carne. El joven no parecía dar muestras de cansancio, y seguía acariciando sus pechos por debajo del picardías que ya era sólo un arrugón sobre su pecho. Ella no protestaba, no decía nada, simplemente permitía a su amante utilizarla para obtener el mayor placer que pudiera, mientras ella también disfrutaba.

Tras un buen rato de cabalgada, él pareció perder el ritmo, y aceleró sus embestidas. Ella entendió lo que aquello significaba, e intentó contraer los músculos pélvicos para proporcionarle más placer al joven.

-¿Quieres… quieres que me salga? –preguntó él entre jadeos.

-¡No! No, córrete dentro, ya no puedo quedarme embarazada, además… además voy a… tener otro… orgasmo… No pares…

El hombre eyaculó de forma violenta en el interior de la mujer, que estalló de nuevo al sentirse repleta por aquella leche que manaba del inhiesto falo que la penetraba. Sus cuerpos se movían coordinados, cadera con cadera, espasmo contra espasmo, jadeo más gemido, aullido contra grito. Los segundos se detuvieron por un instante, y tan sólo hubo sexo salvaje, sensaciones ardientes, orgasmo en estado puro.

Cuando todo acabó, ambos cayeron semiinconscientes, con la respiración acelerada, y el pulso desbocado. Rosa Robles no habló, no dijo nada, simplemente trataba de recuperarse de aquella experiencia única. Tumbada bajo el hombre, su mente vagaba sin rumbo fijo, intentando encontrar un punto de anclaje para volver al presente. Rodeó con sus brazos al muchacho que también estaba exhausto, y permaneció quieta, disfrutando del contacto de su piel, del latir de su corazón, de su calor, de su olor.

El timbre de la puerta les sacó de su inmovilidad, obligándoles a reaccionar. La mujer no sabía quién podía llamar a aquella hora, así que fue a averiguarlo. Se parapetó tras la puerta, para que quién quiera que fuese no pudiera verla semidesnuda y abrió apenas una rendija, asomando la cabeza.

Desde el otro lado alguien dio una fuerte patada, abriéndola de par en par, haciendo a la mujer perder el equilibrio y caer de espaldas sobre el suelo. Hugo atravesó la puerta, con una pistola en la mano, y la cerró a su espalda. Apuntó primero a la mujer que estaba en el suelo, con los ojos desorbitados, y después al joven que se levantaba del sofá con la mirada clavada en él.

-Vaya, tiene una visita inesperada…  –dijo mirando al joven mulato desnudo-. Eh, eh, eh… quieto ahí, muchacho, no te muevas, o te disparo.

El hombre sin pantalones se quedó totalmente inmóvil, sin saber qué hacer, temiendo por su vida.

-Bueno, no tenía esto previsto, pero tengo cinta de sobra… ¡Levante! –ordenó Hugo mirando de nuevo a la mujer.

-Por favor… No nos hagas daño –rogó Rosa poniéndose en pie-. Te daré el dinero, las joyas, lo que quieras…

-¡No quiero su dinero! –exclamó Hugo, molesto-. Quiero a su marido. Coja esas dos sillas. Tú ni te muevas –volvió a repetirle al joven, apuntándole con el arma.

Rosa Robles se acercó a la mesa del comedor y cogió dos sillas. Siguiendo las instrucciones de Hugo las colocó en el centro de la sala, separadas por unos metros. Hugo rebuscó en sus bolsillos y sacó un rollo de cinta adhesiva.

-Ahora siéntese, así… muy bien. No se mueva, voy a atarla. Si se porta bien no le haré daño.

Hugo guardó la pistola en el cinturón mientras ella se sentaba en la silla con las piernas temblorosas. Cuando Hugo asió con fuerza sus manos y se las ató con la cinta tras el respaldo, la mujer dio un respingo y gimió aterrorizada. Viendo al agresor distraído, el joven mulato comprendió que era su oportunidad y se abalanzó sobre Hugo, placándolo y haciéndole caer en el suelo. La pistola salió volando y quedó tendido en el suelo a pocos metros de los dos hombres que forcejeaban. La mujer lloriqueaba quedamente en estado de shock sin saber cómo se desarrollaban los acontecimientos a su espalda.

Hugo recibió un fuerte puñetazo en la mandíbula propinado por el hombre que lo había derribado y quedó ligeramente aturdido. El joven mulato alzó de nuevo la mano para volver a golpearle, pero esta vez Hugo fue más rápido y con un certero movimiento sacó un gran cuchillo de caza que guardaba bajo la cazadora.

-Vuelve a pegarme y será lo último que hagas en esta vida –gruñó mientras apretaba la afilada punta de la hoja entre las costillas del hombre que tenía encima.

El joven, comprendiendo que la pelea había terminado y que tenía todas las de perder, alzó las manos y se levantó lentamente. Hugo lo imitó, masajeándose la dolorida mandíbula. En un momento había recuperado la pistola, y volvió a guardarse el cuchillo.

-Muy bien, así, tranquilo –susurró-. No quiero mataros, no me obligues a hacerlo… Pórtate bien y saldrás de esta con vida, muchacho. Siéntate en la silla, ahora voy a atarte a ti. Y no hagas ninguna tontería más.

El joven se sentó sin oponer resistencia y puso las manos a la espalda sin necesidad de que Hugo dijera nada más. Cuando ambos amantes estuvieron inmovilizados, Hugo amordazó a la pareja concienzudamente para evitar que pudieran delatarle. La mujer parecía continuar en estado de shock mientras que el hombre seguía con todo su cuerpo en tensión, como si estuviera dispuesto a saltar en cualquier momento.

-Esto es por el puñetazo, cabrón –dijo Hugo mientras golpeaba al joven mulato en la cabeza con la culata del arma, haciéndole perder el sentido-. Dije que no te mataría, pero no que no pensara devolvértela…

Hugo recorrió la casa mirando en todas las habitaciones en busca del hombre a por el que había venido sin encontrarlo, hasta que finalmente llegó a una puerta cerrada. Regresó al salón donde permanecía la mujer del fiscal sollozando y le arrancó la cinta de la boca sin miramientos. Rosa Robles dio un respingo y al fijar los ojos en los de su captor pareció regresar a la realidad repentinamente.

-¿Dónde está la llave? –preguntó Hugo.

-No… no se lo diré –contestó Rosa intentando que su voz sonara firme sin conseguirlo.

-Si aprecia su vida y la de su amigo me lo dirá- Hugo metió la mano bajo la cazadora y volvió a sacar el gran cuchillo.

-Usted… usted es el que mató a aquella pobre muchacha –no era una pregunta.

-Sí, yo la maté –Hugo se acercó al joven inconsciente y le alzó ligeramente la cabeza sujetándole firmemente por la frente.

-¿Por qué?

-Su marido… -Hugo aspiro profundamente mientras intentaba deshacer el nudo de su estómago-. Su marido fue cómplice de la muerte de mi madre. Y ahora debe pagar por ello.

-Él… él ya no es él… No es consciente de nada de lo que hizo, lo ha olvidado todo… Tiene alzhéimer, no es capaz de recordar nada…

-Lo sé, pero eso no hace que su crimen desaparezca. Debo demostrarle que lo que hizo ha sido castigado, debe ver que por fin he conseguido vengarme.

-Pero él ya no es el mismo hombre –repitió la mujer entre sollozos.

-Eso da igual –Hugo acercó el cuchillo al cuello del joven que seguía inconsciente-. La llave, o lo rebano aquí mismo.

-No, por favor…

-La llave.

-En… encima de la estantería, en el cuenco rojo…

-Gracias.

Hugo retiró el cuchillo y volvió a amordazar a la mujer con cinta adhesiva. Cogió la pequeña llave del cuenco rojo y se dirigió al cuarto donde el antiguo fiscal continuaba atento a los movimientos del balón en la pantalla, ajeno a todo lo acaecido en el salón de su domicilio.

-Ahora vamos a da un paseo –dijo Hugo acercándose al anciano.

Encontró una pequeña manta a cuadros sobre la cama, se la puso por encima al hombre para evitar que alguien pudiera percatarse que aún iba en pijama y lo observó con ojo crítico. Daba el pego, tan sólo un anciano que salía, bien abrigado, a dar una vuelta matinal. Sin apagar el televisor, que continuaba emitiendo un partido de futbol cualquiera, salió de aquella habitación y empujó la silla de ruedas por el pasillo del domicilio y se paró frente a la mujer.

-Despídase de él- le dijo-, pues ya no volverá a verle nunca más. Y deje de llorar, piense que en el fondo le estoy haciendo un favor… Ahora ya no tendrá que encerrarlo en un cuarto mientras se entretiene con jovencitos.

Rosa Robles miró a su marido con los ojos anegados en lágrimas, llena de impotencia y de pena, siendo perfectamente consciente de que aquella sería la última vez que lo vería con vida. Antes de salir del domicilio, Hugo se acercó a la mesa que había entre los sillones de la sala y cogió el mando del televisor. Apretando un botón encendió el aparato y le dio volumen suficiente como para que ningún vecino fuera capaz de oír algo extraño y alertara a la policía.

Cuando finalmente el hombre que secuestraba a su marido se marchó cerrando la puerta tras de sí, Rosa Robles intentó soltarse las manos que continuaban ligadas a la espalda, intentó romper la cinta que sujetaba sus pies a las patas de la silla, intentó gritar a través de la mordaza adhesiva, intento moverse, levantarse, hacerse oír, pero todo fue en vano, finalmente, con el corazón encogido, lágrimas en los ojos y la desesperanza en el rostro, se rindió y dejó de luchar.

Hugo salió al rellano y esperó al ascensor. Un vecino que bajaba le sostuvo la puerta mientras él introducía al antiguo fiscal.

-Muchas gracias por su ayuda –dijo Hugo cuando por fin comenzaron a bajar.

-No hay de qué –respondió el hombre-. ¿Qué, don Pablo, a dar un paseo?

-No creo que vaya a conseguir demasiado de él… -Hugo acercó la mano al revolver que mantenía oculto bajo la camisa, tan sólo por si acaso.

-Sí… vaya lastima de hombre. ¿Ha venido a echar una mano a la señora Rosa?

-Sí, algo así.

-¿Es familiar de ella? –preguntó el hombre, intentando romper ese incomodo silencio que suele darse en los ascensores.

-Más bien un antiguo amigo de la familia.

-Permítame –el hombre volvió a sujetar la puerta mientras Hugo sacaba la silla de ruedas.

Cuando el hombre, tras despedirse, se alejó caminando por la acera, Hugo exhaló el aire que había estado conteniendo. Un contratiempo en aquel momento podía haber dado al traste con todo el plan. Ya no quedaba demasiado para culminar su venganza, pero no debía desviarse en lo más mínimo de la línea de actuación que tenía prevista.

Con el aplomo nuevamente recuperado, condujo al hombre en silla de ruedas hasta la furgoneta que tenía aparcada dos calles más abajo. Paseaba tranquilamente, intentando mostrar normalidad con el objetivo de no levantar ningún tipo de sospecha. Su actuación fue más que creíble, ningún transeúnte se paró a mirarles dos veces mientras caminaban bajo los arbolillos que plantados a ambos lados de la calzada proporcionaban una gratificante sombra. Pablo Perea, desde su cómoda posición, miraba a su alrededor, con los ojos curiosos del que lo ve todo por primera vez.

Cuando ambos, captor y cautivo, llegaron al lugar donde les esperaba la furgoneta la cosa fue rápida y sencilla. Hugo abrió la portezuela lateral y, sujetando al anciano por las axilas, lo acomodó en uno de los asientos de la parte trasera. Le abrochó el cinturón y lo arropó con la manta cuadriculada. Cuando estuvo seguro de que el hombre estaba cómodo, plegó la silla de ruedas accionando el dispositivo en forma de palanca plateada que había en uno de los costados y la guardó en la parte posterior del vehículo.

-Aún tenemos que recoger a alguien más –le confesó Hugo a su pasajero-. Pero no sufra, señor Perea, la cosa no nos llevará mucho, y si todo sale según lo previsto, esto acabará muy pronto, para usted, por lo menos.

Arrancó el motor de la furgoneta que ronroneó suavemente y se incorporó a la calzada. A los pocos minutos ya habían dejado atrás los suburbios y se dirigían hacia las afueras de la ciudad. Pablo Perea parecía tranquilo, ajeno totalmente a las circunstancias que le rodeaban mientras se incorporaban a la autovía que les conduciría a su próximo destino. Hugo conducía con tranquilidad, evitando cometer cualquier infracción que pudiera dar al traste con su planificada venganza. Lenta pero inexorablemente la furgoneta negra se acercaba al lugar donde debía recoger a su segundo pasajero.

Tras unos cuantos kilómetros por la autovía, tomaron un desvío que les internó entre las avenidas de una de las zonas residenciales más prestigiosas de la ciudad. Callejearon por los interminables bulevares dejando atrás chalets y pequeñas mansiones a cada cual más opulenta. Hugo no dudó en ningún cruce, no pareció perdido ni sufrió de indecisión en alguna de las intersecciones que atravesaban. Sabía a dónde iba, pues ya había estado allí con anterioridad.

Detuvo el vehículo a cierta distancia de su objetivo, y tras comprobar que el señor Perea estaba lo suficientemente cómodo, echó a andar por la amplia vereda. Los lujosos deportivos y las berlinas circulaban a toda velocidad por la calzada mientras Hugo se iba aproximando paso a paso al lugar donde esperaba encontrarse con su nuevo acompañante. Podía entrever a través de las altas verjas metálicas plagadas de enredaderas, los ornamentados jardines que rodeaban aquellas casonas habitadas por gente con el suficiente poder económico cómo para hacerse cargo de aquellos terrenos. Por fin, a lo lejos, divisó al hombre que andaba buscando y que caminaba en su misma dirección, dándole la espalda.

Miró su reloj de forma inconsciente y comprobó que ya eran las nueve de la mañana. El plan iba según lo previsto, no se había demorado más de una hora en casa del antiguo fiscal, y su nueva víctima no había variado sus costumbres en lo más mínimo. Apretó el paso, justo hasta el punto en el que el caminar se convierte en carrera y se aproximó al hombre que paseaba frente a él.

-Buenos días señor Alonso –saludó al desprevenido caminante mientras echaba mano al revolver que mantenía oculto bajo la camisa-. No sabe las ganas que tenía de volver a encontrarme con usted.

El juez Arturo Alonso se detuvo en seco y trago saliva. Un sudor frío comenzó a recorrerle el cuerpo, naciendo en la parte posterior de la cabeza, extendiéndose por todo su ser. Lentamente, conteniendo la respiración, se dio la vuelta hasta que quedó frente a frente con el hombre que le había perseguido y que le apuntaba con una pistola.

-Así que sí eres tú –dijo tras un momento de silencio-. Finalmente has venido a por mí.

-¿Lo dudó en algún momento?

-No, supongo que no –contestó el juez con voz trémula-. Tan sólo esperaba que no te dieras tanta prisa.

-No me he dado prisa, señor Alonso. De hecho le he dado una considerable ventaja. Hace ya muchos años desde que mi madre fue asesinada.

-Yo no tuve la culpa.

-No, no la tuvo; pero sí es culpable de encubrir aquel horrendo crimen cometido por el hombre al que una vez llamé padre, y también es culpable de permitir que ese malnacido quedara impune. Pero eso ya lo solucioné en su momento. Ahora vengo a por sus cómplices.

-¿Vas a matarme?

-Todo depende de su colaboración.

-¿Y si no colaboro?

-Entonces le dispararé aquí mismo.

-Si me matas… Si me matas no conseguirás escapar.

-¿Escapar? –Hugo rio de forma estridente, haciendo que al juez se le erizara el vello de la nuca-. No pretendo escapar. Pretendo hacer justicia.

-Esto no es justicia…

-Lo será muy pronto. Créame, lo será muy pronto.

-¿Qué quieres de mí? –preguntó el juez con ojos cargados de pánico.

-Quiero que venga conmigo, simplemente quiero que me acompañe.

-¿Y después? ¿Después me dejarás machar?

-Es posible.

-¿Y si digo que no?

-Entonces dispararé.

-La… La policía está sobre aviso… Lo saben todo, no tienes escapatoria…

-Dudo mucho de que sepan siquiera quién soy. Estoy convencido de que usted no les ha contado nada, y también creo que es lo suficientemente diligente como para haber borrado todo el rastro de sus actuaciones. No creo que haya nada que pueda llevarles hasta mí. Pero si así fuera, no me importa, ya le he dicho que no pretendo escapar. Me da lo mismo si salgo de esta con vida o no, mi único objetivo es hacer justicia.

-No voy a ir contigo.

-Está bien. Entonces apretaré el gatillo, y mientras usted muere, me acercaré a su casa, y me encargaré también de su mujer. Usted permitió que me arrebataran lo que más quería, tal vez yo deba hacer lo mismo…

-¡No! No… no… Está bien, iré contigo. Mi mujer no tiene nada que ver en esto.

-No esperaba menos. Por favor, vaya usted primero.

El juez Alonso caminaba hacia lo que sabía que era su fin con cierta entereza, seguido de cerca por Hugo, que continuaba apuntándole con el revólver. En cuanto vio la furgoneta negra con los cristales tintados la reconoció inmediatamente. Era la misma que había llegado a su casa unos pocos días antes, entregando el macabro paquete que había dado comienzo a toda su angustia. Cuando Hugo abrió la portezuela lateral, el juez tuvo que reprimir un grito al ver que no era la primera persona a la que su captor había secuestrado. El anciano giró la cabeza al oír el ruido de la puerta al abrirse y se quedó mirando a los dos hombres con curiosidad.

-Podría… podría despedirme de mi mujer… Por caridad… -rogó el juez-. Déjame que hable con ella por última vez.

-De acuerdo –concedió Hugo tras pensárselo un momento-, pero sea breve.

Arturo Alonso sacó un teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de su esposa.

-Hola mi vida, escúchame un momento… No, no, escúchame. Vas a tener que irte sola. No podré acompañarte… No. Por favor, escucha… Sólo llamo para decirte que te quiero. Que siempre te he querido. Adiós.

-Entre señor Alonso, y siéntese –dijo Hugo, cogiendo el teléfono del hombre y lanzándolo a la carretera.

El juez subió a la furgoneta y tomo asiento mientras Hugo cogía la cinta adhesiva con la que ya había inmovilizado a la mujer del fiscal y a su amante.

-Junte las manos, por favor. –El juez Alonso no se resistió e hizo lo que su secuestrador le pedía. Hugo ató las manos del hombre con fuerza y después repitió la operación inmovilizando las piernas del juez. Por último, cortó un buen trozo de cinta y le cubrió con ella la boca, para evitar que pudiera causar algún contratiempo.

La mujer del juez colgó el teléfono sabiendo que algo malo había sucedido. Tenía el coche en la puerta, las maletas preparadas y un par de billetes de avión en el bolsillo. Su marido había organizado a toda prisa aquellas repentinas vacaciones, pero ella no era tonta. Sabía que las prisas tenían que ver con la macabra maleta, y sabía que su marido estaba en peligro. Por eso le había rogado que no fuera a dar su paseo matinal, que lo dejara por aquel día, que se fueran al aeropuerto lo antes posible. Pero él no la había escuchado, y ahora algo terrible había sucedido. Absolutamente embargada por la desolación marcó el número de la policía.