Los crímenes de Laura: Una mañana de mierda.

-Lo sé, joder, lo sé… Hemos pasado algo por alto Germán, tenemos que haber pasado algo por alto. Tenemos demasiados datos, tenemos que pensar como él.

Los crímenes de Laura:

Una mañana de mierda.

Nivel de violencia: Moderado

Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:

-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.

-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.

-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto para gente con buen estómago.

Las luces del salpicadero lanzaban destellos intermitentes mientras Laura avanzaba a gran velocidad por las avenidas, sorteando coches, saltándose semáforos e ignorando las señales de tráfico. La zona alta era un barrio residencial, situado a las afueras de la ciudad, y era allí a donde se dirigían sin dilación. Tenían la dirección de una casa a nombre de Hugo Hidalgo. No era mucho, pero era algo. Laura dudaba que allí pudieran encontrar al hombre, y mucho menos que en aquella casa dieran con el juez y el fiscal secuestrados, pero era la única pista que tenían, así que debían investigarla. Y con un poco de suerte, conseguirían algún dato que pudiera conducirles hasta el paradero de los tres hombres.

Era evidente que Hugo Hidalgo, el asesino de la maleta, como lo llamaban en los medios, había trazado un plan meticuloso para llevar a cabo su venganza, por lo que resultaba poco probable encontrarlo en la casa. Pero el caso había avanzado a pasos agigantados en muy pocas horas, y era posible que él no contara con ello. De todas formas, por muy hábil y concienzudo que fuera un plan, siempre había lugar para el error, para el fallo, para el despiste. Y Laura confiaba en encontrar algún hilo del que tirar.

El subinspector García iba sentado a su lado, en silencio, cavilando, dándole vueltas a aquel sinsentido, sospechó Laura. Mientras en el asiento trasero, el teniente Xacón, de la Guardia Civil, detenido por ellos unas horas antes, parecía haber recuperado el color. Ya no temblaba cada vez que Laura adelantaba a un utilitario a toda velocidad, ni cada vez que invadía la calzada contraria sorteando los vehículos que venían de frente.

No les llevó más de quince minutos atravesar la ciudad, desde los suburbios donde residía el anciano secuestrado, hasta el barrio residencial en el que, temían, poseía una casa su principal, y único, sospechoso. Cuando Laura detuvo el vehículo, pudo comprobar que frente a la verja de la vivienda había estacionados dos coches patrullas, y que sus ocupantes les estaban esperando de pie, intentando otear el interior de la parcela. Germán bajó del sedán nada más parar, mientras que Laura se detuvo unos instantes a encender un cigarrillo, después le siguió.

-Informe de la situación –estaba diciendo el subinspector cuando Laura se acercó.

-No ha entrado ni salido nadie desde que estamos aquí –contestó uno de los agentes uniformados-. Parece que no hay nadie en casa, pero no lo puedo asegurar porque no somos capaces de ver el interior. Y como nos han ordenado no hacer nada hasta que llegaran…

-Muy bien –dijo Laura-, veamos si alguien contesta. Se acercó al portero automático situado en una de las pilastras, que sostenían las puertas metálicas que les separaban del pequeño jardín delantero. Tras llamar y esperar un minuto, tomó una decisión-: Vamos a entrar.

-Pero no podemos… Sin una orden… -protestó uno de los agentes.

-Mira, muchacho –replicó Laura-, la vida de dos hombres depende de nosotros ahora mismo, así que me importa un carajo si puedo o no puedo hacerlo. Voy a entrar. Y tú puedes quedarte aquí, acompañarme, o irte a tú puta casa. Me trae sin cuidado.

Y dicho esto, se acercó a la cancela metálica. Era un diseño sencillo, con barrotes verticales separados ente ellos por unos centímetros. La puerta reposaba sobre unos railes, y se abría lateralmente, con algún tipo de mando, supuso Laura. Tras la verja, una estrecha extensión de la carretera se internaba en el terreno, acabando abruptamente en la persiana cerrada de un garaje. A la izquierda del camino, un jardincillo de césped verde, rodeado de cipreses, delimitaba la propiedad. Enfrente, una puerta flanqueada por dos ventanales, daba acceso a la casa.

Laura se apartó de la reja y se acercó a uno de los coches patrulla que aún tenían encendido el motor y las luces del techo. Lo evaluó con ojo crítico, asintió para sí misma y se sentó al volante. Uno de los agentes pareció atragantarse y a punto estuvo de decir algo, pero una severa mirada del subinspector García pareció surtir un efecto balsámico y cambió de idea. Laura subió el coche a la acera y lo arrimó todo lo que pudo a la cancela, deteniéndose en paralelo a ella. Se vio obligada a salir por la puerta del copiloto, pues no había forma de abrir la otra.

Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó, y sin pensárselo dos veces se encaramó al coche. Primero subió al capó, después al techo, y por último, desde éste, se aupó por encima de la verja, dejándose caer al otro lado. El subinspector hizo una seña a los agentes para que lo acompañaran y fue en pos de su compañera. Los cuatro policías uniformados se miraron entre ellos, hasta que finalmente uno se encogió de hombros y decidió unirse a la pareja de detectives que atravesaba el jardín, los otros tres, fueron detrás.

-¡Abran la puerta! ¡Policía! ¡Abran! –gritó Laura mientras aporreaba la superficie lisa de madera que les separaba del interior de la vivienda. Nadie abrió.

Los cuatro agentes uniformados se retiraron unos pasos hacia atrás cuando Laura se apartó de la puerta y comenzó a inspeccionar los alrededores. Los dos grandes ventanales no estaban enrejados, pero tras ellos, unos cortinajes impedían ver más allá.

-Vosotros dos –ordenó Laura- no os mováis de aquí. Tú, conmigo, y tú, acompaña al subinspector, vamos a rodear la casa, a ver si encontramos alguna forma de entrar.

Cada uno de los detectives se dirigió hacia un lado opuesto del chalet. Germán soltó el broche que aseguraba su nueve milímetros a la pistolera, rodeó el edificio del garaje, a la derecha, y se internó, seguido de cerca por el nervioso agente uniformado, por un estrecho pasillo entre la casa y la cerca de cipreses. La pared era alta y escarpada, y sin el menor rastro de una ventana, puerta o acceso al interior. Por su parte, Laura inspeccionó el flanco izquierdo de la vivienda, por donde el jardín se extendía hacia la parte trasera. Un par de ventanas amplias, exactamente iguales a las de la parte delantera, dominaban la fachada lateral. Ambos se encontraron en la trasera del edificio, junto a una ventana más pequeña, sin cortinas, que daba a una cocina desordenada. Al lado de la ventana había una puerta pequeña, con marco de madera y una vidriera en el centro. Laura intentó abrirla, y al ver que estaba cerrada, desenfundó su arma y golpeó el cristal con la culata.

Los cristales de colores se cuartearon con el primer impacto. El segundo los hizo estallar en mil pedazos, cubriendo el suelo de la cocina de pequeñas y brillantes estrellas multicolor. Laura pasó la culata por el borde del hueco que había quedado en la puerta, para evitar cortarse con algún fragmento peligroso, metió la mano, tanteó durante unos instantes y accionó un pestillo que sonó con un ligero clac al abrirse. Todo el proceso fue tan rápido que ni a García ni a los dos policías que lo estaban contemplando les dio tiempo tan siquiera a abrir la boca para protestar. El subinspector suspiró, y los dos agentes cruzaron una mirada inquieta, pero ya estaba hecho. Laura abrió la puerta y pistola en mano, entró.

Los cristalillos del suelo crujieron bajo ella conforme se fue adentrando en la cocina. La atravesó sin dedicarle un segundo vistazo y se internó en el salón. Germán desenfundó su arma, les hizo una señal a los dos agentes para que esperaran en la puerta, bloqueando la posible huida de cualquier sospechoso y, con un suspiro resignado, siguió los pasos de su compañera. Laura señaló con la cabeza, y Germán siguió su mirada para descubrir, sobre una mesilla de cristal, frente al sofá, tres copas de espumoso semivacías y una botella dentro de una cubitera. Se acercó y la tocó. Estaba caliente, hacía mucho que nadie bebía allí. Miró a Laura y negó con la cabeza. En ese momento ambos oyeron un estrepitoso ruido en el piso superior, y apuntaron sus armas hacia el hueco de la escalera.

Primero Laura, tras ella Germán, se acercaron despacio y comenzaron a subir los peldaños de uno en uno. Llegaron a un descansillo estrecho, con tres puertas, dos a los lados, y una frente a ellos. Un nuevo ruido les indicó que en la puerta derecha había alguien, al parecer, atareado. Laura apoyó la espalda contra la pared, mientras el subinspector se ponía frente a la puerta, con el arma preparada. Laura levantó tres dedos, y mientras contaba en silencio, los fue bajando: “tres, dos, uno, ahora”.

Abrió la puerta desde el lateral, permitiendo que García entrara en la habitación, y después le siguió con la nueve milímetros preparada. El espectáculo era grotesco. Una mujer, de ojos verdes y melena roja como el fuego, la misma mujer a la que habían estado buscando los últimos días, la cómplice de su sospechoso, estaba arrodillada en el suelo, cubierta de sangre, con un estropajo en la mano, fregando obsesivamente la superficie de losa. El suelo del cuarto estaba rojo por completo, pues el agua se había mezclado con la sangre, y en lugar de desaparecer, se había extendido por toda la superficie. La mujer ni siquiera se percató de la irrupción de los dos detectives, absorta como estaba en su tarea.

-¡Las manos a arriba –gritó Laura-, donde pueda verlas!

La mujer interrumpió su frenético lavado y miró a Laura a los ojos. En ese momento pareció quebrarse algo en su interior y comenzó a sollozar incontroladamente. Germán miró a su compañera y se acercó a la joven, que seguía arrodillada en el suelo balbuceando cosas incomprensibles, procurando no pisar la gran mancha de agua y sangre que se extendía entre las baldosas. Cuando estuvo tras ella, se miró los zapatos, para comprobar hasta dónde había llegado el daño, y después la agarró de los hombros, con suavidad, obligándola a levantarse. Laura no había dejado de apuntar durante un solo segundo. Pero la chica parecía dócil, no opuso resistencia cuando la sacaron de la habitación, ni cuando la esposaron.

La chica lloriqueó durante todo el trayecto hasta el piso inferior, y cuando la sentaron en el sofá del salón intentó tumbarse bocabajo, enterrando su cabeza entre los almohadones, pero Germán no se lo permitió y la obligó a quedarse erguida. Los dos detectives se quedaron durante un par de minutos en pie, frente a ella, esperando a que se tranquilizara.

-Ve a por un vaso de agua, Laura –ordenó Germán.

Laura le lanzó una mirada envenenada, pero entró en la cocina y rebuscó en los armarios hasta que encontró lo que buscaba. Abrió el grifo de la pila, dejó correr el agua un par de segundos y llenó el vaso. Miró a su alrededor, inspeccionando la sala, y descubrió dos puertas en uno de los laterales. Dejó el vaso sobre la encimera y las abrió. Una de ellas daba a un garaje con espacio para dos vehículos, donde había aparcado un pequeño utilitario blanco. Tras la otra, bajaban una empinadas escaleras que conducían a un oscuro sótano. Laura descendió con cautela, pistola en mano, por los destartalados escalones de madera y echó un vistazo. El sótano parecía vacío a excepción de una mesa y un nutrido montón de cajas y cachivaches. Echó una ojeada entre los trastos inservibles, pero al no ver nada de interés, decidió no investigarlo por el momento, ya tendría tiempo, ahora necesitaban hablar con la que, a todas luces, era la cómplice del hombre al que buscaban.

Laura volvió al salón y le entregó el vaso de agua a la joven, que lo tomó con manos temblorosas e intentó beber, desparramando la mayor parte de su contenido. Tenía la mirada perdida, los ojos vidriosos y el espanto pintado en el rostro. Laura esperó a que la mujer terminara con el agua, y le arrebató el vaso.

-Bien, ya es suficiente, ¿dónde está Hugo?

-No… no lo sé.

-Estamos al tanto de todo, sabemos lo de su madre –explicó García, con voz calmada, mientras la joven esposada sollozaba-. Pero debes decirnos dónde podemos encontrarle, ya ha corrido demasiada sangre.

-No me dijo dónde iba. No lo sé… Pero aunque lo supiera… -La mirada de Carolina se tornó agresiva, y su rostro se tensó-. Aunque lo supiera, no os lo diría.

-Ya ha corrido demasiada sangre, ¿no crees, muchacha? –repitió Germán.

-¡Dinos dónde está, joder! –Laura estaba empezando a perder la paciencia, estaban tan cerca…

-No,  no voy a decir nada. Es un buen hombre, cariñoso y dulce.

-Esto no es obra de alguien dulce y cariñoso –intentó razonar German.

-Es obra de un puto desquiciado.

-Laura, no estás ayudando. Venga, ya no tienes nada que perder. Colaborar con nosotros no va a empeorar ni tu situación ni la de tu amigo. Al contrario, queremos ayudarle.

-Pero es que no lo sé… -Carolina rompió a llorar de nuevo.

-¡Me cago en la puta! Tenemos suficiente para hacer que tú y el psicópata de tu novio paséis el resto de vuestra miserable vida entre rejas. Más vale que te pongas del lado de los buenos y hables de una puta vez...

-Ayúdanos a ayudaros –interrumpió el subinspector mirando a Laura con resignación-. Aún no es tarde, podemos conseguir que no os caigan demasiados años, la fiscalía lo entenderá, entenderá lo que Hugo ha sufrido… Pero tienes que confiar en nosotros.

-Me… me ordenó que limpiara todo y que me fuera… No va a volver… no va a volver…

-Joder, Laura, de esta no vamos a sacar nada –dijo Germán volviéndose hacia su compañera mientras señalaba a la chica que seguía lloriqueando y balbuceando cosas sin sentido.

-¡Mierda! –Laura se alejó de la chica y comenzó a examinar el mueble alacena que cubría una de las paredes del salón hasta que dio con lo que buscaba. Una foto en la que aparecía un hombre alto, con un cuerpo trabajado, de pelo oscuro y ojos castaños-. ¿Es él? –le preguntó a la muchacha.

Carolina posó sus ojos en la foto y, reconociendo a su amado, rompió a llorar desconsoladamente.

-Vale, por lo menos tenemos una foto de nuestro sospechoso. Ya es algo.

-Es algo, pero eso no nos lleva a ningún lado, Laura.

-Lo sé, joder, lo sé… Hemos pasado algo por alto Germán, tenemos que haber pasado algo por alto. Tenemos demasiados datos, tenemos que pensar como él. ¿Qué dijo la mujer del fiscal…?

-Dijo… dijo que Pablo Perea había matado a su madre, y que tenía que ver su venganza.

-Venganza…

-Sí, Laura, venganza, eso dijo.

-Creo… creo que ya sé dónde están. Tengo una idea. No es muy buena, pero es todo lo que tenemos ahora mismo. ¿Vienes?

-¿Y qué hacemos con ésta? –preguntó el subinspector mirando a Carolina.

-Que se la lleven los patrullas, a nosotros no nos sirve de nada en este estado. ¡Vamos García!, el reloj corre, ¡tic tac!, y si tengo razón, debemos darnos prisa.

Ambos detectives salieron de la casa por la puerta trasera, y dieron orden a los dos agentes que allí les esperaban de llevarse a la ensangrentada mujer detenida. Rodearon el edificio e impartieron nuevas órdenes a los otros dos policías. Debían quedarse en la puerta exterior e impedir que nadie entrara o saliera de la casa.

-Vamos a pedir una orden de registro –les dijo el subinspector-. Sí, ya sé, ya sé, el procedimiento ha sido un poco irregular, pero la vida de dos hombres está en peligro. Cuando esté la orden vendrá un equipo de la científica. Hasta entonces, no os mováis de aquí.

Los agentes asintieron, y se dirigieron hacia la cancela. Laura llamó a la puerta principal, y uno de los policías que estaban dentro, haciéndose cargo de la muchacha pelirroja, la abrió.

-¡Aparta! –espetó Laura, y entró en la casa. Revisó la pared adyacente a la entrada, hasta que descubrió el teléfono del portero automático. Apretó uno de los botones, y la puerta metálica de la entrada empezó a deslizarse sobre los raíles, arrancando el retrovisor del coche patrulla que aún estaba aparcado junto a ella-. Ahora ya no tenemos que saltar.

Laura no esperó a que apartaran el vehículo que bloqueaba la salida, y subió por encima del capó con Germán pisándole los talones. Cuando llegó a su coche, encendió un pitillo y abrió la puerta trasera, donde esperaba, aún arrestado, el teniente Xacón.

-¿Dónde está enterrado el padre de Hugo Hidalgo?

-¿El padre?

-Sí, joder, el padre. Nos dijo que no le enterró junto a su madre, que había mandado el cuerpo aquí.

-Sí, así es. Pero no sé… No entiendo a dónde quiere ir a parar, detective.

-Eso no es asunto suyo. Simplemente responda –dijo Germán, entrando en el coche y sentándose en el asiento del copiloto-. ¡Responda!

-Pues no lo sé. Sí sé que el cuerpo fue enterrado aquí, pero no sé dónde…

-¿Qué año? –preguntó Laura.

-¿En qué año fue enterrado el padre de Hugo?

-Sí, joder. ¿En qué puto año?

-En el noventa y uno.

-¿Seguro?

-Sin ninguna duda.

-Vale, eso excluye el cementerio del cauce sur, porque es bastante nuevo… Tenemos el General, el antiguo cementerio y el de la catedral… ¿Cuál está más lejos de aquí, German?

-¿Pero de qué coño me estás hablando, Laura?

-¿Qué puto cementerio está más lejos de aquí? Dímelo.

-Y yo que sé… Supongo que el del cauce sur, a las afueras.

-Es que no me escuchas cuando hablo –protestó Laura tras sentarse al volante del sedán-. Ese empezó a funcionar en el noventa y cinco, así que no nos vale.

-Pues no sé… El cementerio antiguo está a la otra punta. Pero tomando el bulevar puedes llegar allí en un momento.

-Sí… es factible… Por lo menos es nuestra mejor opción.

Laura arrancó el coche, activó las luces del salpicadero, y se lanzó, de nuevo rauda, a la carretera. Los dos hombres y la mujer permanecían en silencio, Laura concentrada en la carretera, Germán intentando encontrar la lógica a aquella carrera, y el teniente Xacón reflexionando sobre su pasado, y sobre su futuro. Laura giró violentamente en la intersección con la ronda exterior que circunvalaba la urbe, y enfiló la avenida a gran velocidad, sorteando el tráfico de forma temeraria incluso para ella. Tras varios minutos, tomaron una rotonda y se internaron en la vía de servicio que llevaba a las puertas del cementerio, dejando atrás el tanatorio municipal.

-¡Le tenemos! –La primera en ver la furgoneta negra había sido Laura, pues sabía lo que buscaba. Germán siguió su mirada y comprendió que tenía razón. Que en aquel cementerio debía encontrarse su sospechoso junto a los hombres secuestrados.

Laura paró el coche al lado del furgón y bajó de un salto, desenfundó su nueve milímetros y se acercó despacio. Intentó mirar a través de los cristales tintados sin demasiado éxito, y después inspeccionó la parte de delante. Con un golpe de culata rompió el vidrio delantero y levantó el pestillo, haciendo que el cierre centralizado abriera todas las puertas. Cuando abrió la portezuela lateral, vio los trozos de cinta adhesiva que coincidían con los hallados en casa del fiscal.

-García, están aquí… pide refuerzos. –Y echó a correr hacia la puerta del camposanto.

El subinspector sacó su teléfono y marcó el número de la central mientras iba tras los pasos de su compañera. Cuando llegó a la entrada del cementerio, Laura ya le había enseñado la fotografía robada de la casa del sospechoso al vigilante de la puerta, que afirmó haberlo visto en compañía de otro hombre y un anciano en silla de ruedas. Laura le ordenó que intentara evacuar al mayor número de visitantes, pues podían estar en peligro, pero que si veía a cualquiera de los tres hombres, debía llamarla por teléfono y no interferir, pues el hombre de la foto iba armado y era muy peligroso.

Cada uno se fue por un camino, Germán hacia el este, el guarda hacia el oeste y Laura por el camino principal. Iba despacio, intentando recorrer con la mirada cada uno de los callejones laterales formados por los nichos, acercándose a cada una de las esquinas o rincones que estaban apartados de la vista, y pidiendo a cualquiera que se cruzara con ella que se dirigiera a la puerta con calma, pero lo más rápidamente posible. El sol ya se había alzado del horizonte y caía con justicia. Laura maldijo para sus adentros mientras buscaba unas gafas de sol que no aparecieron. Los minutos pasaban inexorables y no conseguía dar con el secuestrador, que tal vez, se estuviera disponiendo en aquellos mismos momentos a terminar con la vida de sus víctimas. Y al no recibir ninguna llamada, entendía que ni su compañero ni el vigilante lo habían logrado.

El juez Alonso miró de nuevo la inscripción de la lápida que tenía frente así y volvió a leerla. Ignacio Idalgo. Nada más, ni un epitafio, ni una despedida, ni una palabra para que le acompañara eternamente. Así que aquel era el lugar donde descansaba el malnacido que le había ayudado a comenzar su meteórica carrera. Y, que irónico, el hombre por el cual perdería la vida. Curioso destino, pensó, que aguarda hasta que dejas de temerle, para volverse en el momento menos esperado, y darte un revés. Ahora entendía porque estaba allí, ya sabía el porqué del lugar, ya comprendía las intenciones de su captor.

-¿Así que ya está? –preguntó sin volverse.

-Creo que sí, ya está –contestó Hugo, sacando el afilado cuchillo de caza y acercándose por la espalda a uno de los hombres que habían destrozado su vida-. Es el momento de que acabemos con esto, el momento de hacer justicia, de terminar con todo.

-Y no hay nada que pueda hacer para cambiar las cosas –dijo Alonso, dándose la vuelta y fijando la mirada en el afilado metal.

-Nada.

El juez Alonso contuvo la respiración. ¿No era aquella la detective? La mujer irritante e impertinente que le había interrogado en su casa. Lupo. La detective Laura Lupo, que le miraba fijamente mientras hablaba por teléfono. El juez comprendió que allí tenía una oportunidad, una fugaz oportunidad, que debía aprovechar. Tiempo, tiempo era todo lo que podía ofrecer a la detective, pero bien valía la pena, porque podía valer su vida. Hugo se percató de la mirada del juez y se volvió, siguiéndola, hasta posar los ojos donde un segundo antes había estado Laura, que se había ocultado entre los nichos, tal vez rodeándolos. Y fue ese momento de distracción el que aprovechó Alonso.

Con toda la fuerza de la que fue capaz de reunir, corrió los escasos metros que le separaban de su captor y cargó contra él. Hugo, que sostenía la pistola en una mano y el cuchillo en la otra, cayó cuan largo era en el suelo terroso del cementerio, soltando ambas armas que quedaron tendidas a pocos centímetros de sus dedos. El juez intentó inmovilizar al hombre joven, pero él era viejo ya, y su oponente era fuerte y musculoso. No pudo contenerle y recibió primero un codazo, y después, cuando Hugo se giró, un puñetazo en la cara.

-¿Con que esas tenemos, maldito bastardo? –susurró Hugo, poniéndose en pie, sacudiéndose el polvo de la ropa y agachándose para recoger el arma.

-¡Alto ahí! ¡Policía! Ni un solo paso –gritó Laura, apareciendo de entre las tumbas y apuntando, con su nueve milímetros, al hombre que se quedó paralizado-. Ni un solo paso, levanta las manos muy, muy despacio.

Laura se fue acercando poco a poco, mientras el juez Alonso retrocedía y Hugo permanecía inmóvil agachado con los ojos entrecerrados y el sudor perlando su frente. Unos milímetros, tan solo unos milímetros y alcanzaría su revólver. Tan solo… Se estiró un poco más, alargó la mano, extendió los dedos. Y cogió el arma. La detective no se había dado cuenta de que ahora estaba armado, así que contaba con el factor sorpresa. Se levantó despacio, sosteniendo el revólver, y, sabiendo que era su única oportunidad, se giró y disparó.

Germán García colgó el teléfono y echo a correr hacia donde Laura le había indicado. Le había dicho que no hiciera nada hasta que él no llegara, pero conocía lo suficiente a Laura como para saber que su advertencia era vana. Al fondo, había dicho, justo en el centro, casi en la cerca que delimitaba el cementerio. Germán intentó orientarse entre aquella macabra ciudad de tumbas y lápidas, y corrió todo lo que sus piernas le permitían. Entonces oyó el disparo.

-¡Laura! –gritó al aire.

El disparo reverberó entre las paredes de piedra y mármol, distorsionando su punto de origen, pero Germán estaba bastante seguro de que podía localizar el lugar. Se detuvo un instante, miró a su alrededor, supuso que iba en la buena dirección, y siguió corriendo. Laura, por dios, pensaba, no te expongas. Tenías que haberme esperado, joder, tenías que haberme esperado…

Laura vio cómo Hugo se levantaba despacio, y percibió su repentino movimiento. Justo antes del disparo, adelantándose al hombre, saltó hacia un lado, cubriéndose tras la pared de uno de los nichos. Se lastimó ligeramente el hombro en la caída, pero podría haber sido peor. Se levantó a toda velocidad, y apoyando la espalda en la pared de piedra, se atrevió a asomar la cabeza. Vio a Hugo,  de pie, en medio del sendero, que sostenía al juez Alonso frente a él, con el arma en la mano apuntando a su cabeza.

-¡Todo ha terminado, Hugo! –gritó volviéndose a resguardar-. No tienes escapatoria.

-No quiero escapar. Sólo quiero hacer justicia.

-Lo sabemos todo, se hará justicia, pero no así… Así no, Hugo, ríndete, tira el arma… Sabemos lo que este hombre te hizo, te garantizo que pagará por ello.

-¡No! –rugió-. Ha de ser aquí, ahora, he de hacer justicia.

-No lo hagas, ¡joder Hugo!, no lo hagas… No manches tus manos con más sangre.

-Mis manos ya están manchadas. Y las de este hombre también. –Y después, en un susurró, continuó-: Lo saben todo, Alonso. Dicen que lo saben todo, pero no saben una mierda, ¿verdad?

-Todo ha terminado, tenemos a la chica, a tu cómplice, Hugo, por ella, no compliques más la situación. Podemos arreglarlo, tira el arma y buscaremos la forma de que ella no vaya a la cárcel… Buscaremos la forma de libraros de esto a los dos… Pero tienes que terminar con esto ya.

-¡Estás mintiendo! –volvió a gritar-. Esto no terminará hasta que este hombre esté muerto.

-¡Hugo no! –Pero fue inútil. Hugo volvió a apretar el gatillo del revólver, y los sesos de juez se desparramaron por toda la plaza, manchándolo todo a varios metros a la redonda. El cuerpo de Alonso cayó, inerte entre los restos de su cabeza, con el cráneo destrozado.

Hugo miró al anciano fiscal que de forma totalmente ajena, y contra la más básica lógica humana, seguía dormitando en su silla de ruedas. Bueno, no se podía tener todo. Volvería. Pero ahora debía huir de allí. Echó a correr. Laura oyó el disparo y el cuerpo que caía y supo lo que había pasado. Esperó unos segundos y volvió a asomarse. Hugo no estaba, sólo quedaba el cuerpo del magistrado, caído en un charco de sangre. Salió de su escondite extremando las precauciones y se acercó a la pequeña plaza entre nichos sin bajar el arma, atenta a cualquier movimiento, a cualquier amenaza. Unos pasos a su espalda la hicieron volverse súbitamente.

-¡García! ¿Dónde coño has estado?

-Me cago en la puta, Laura –dijo el hombre que se acercaba jadeando-. ¿Estás bien? ¿Qué coño ha pasado? ¿He oído dos disparos?

-No hay tiempo. ¡Por allí! –señaló Laura el lugar por el que había huido el hombre armado. Los dos detectives corrieron tras las huellas de Hugo, pero ya no estaba a la vista.

-¿Dónde… dónde coño ha ido?

-Yo qué sé, García, me cago en dios. Tenemos que encontrarlo…

Durante un par de minutos recorrieron a la carrera el camino que les separaba de la entrada del camposanto, asomándose tras cada recodo con la esperanza de encontrar al hombre que buscaban.

-No saldrá de aquí. Justo antes de encontrarte me han llamado de la central, la puerta está controlada.

-Joder, Germán. ¡No pretende escapar! El fiscal, Perea. ¡Le hemos dejado solo!

-¡Mierda!

Los dos detectives dieron la vuelta y corrieron de nuevo, pero esta vez en la dirección contraria. Cuando irrumpieron en la pequeña plaza, vieron a Hugo acercándose cuchillo en mano al anciano que dormía sin enterarse de nada. Laura plantó los pies en el suelo, levantó el arma y se tomó un segundo para apuntar.

El disparo fue certero, la bala hizo justo lo que Laura quería que hiciera, se dirigió al hombre del cuchillo impactándole limpiamente en el hombro. Hugo gritó de dolor, y voló varios metros hacia delante, cayendo en el suelo. Germán corrió hacia él, y tras comprobar que estaba vivo, sacó sus esposas y se las colocó. Laura se acercó caminando, y le tomó el pulso al anciano, que aún seguía, sorprendentemente, dormido, pero no muerto.

-Ahora sí que ha acabado, cabrón. Vas a pasarte el resto de tu vida pudriéndote en la cárcel –escupió Laura.

-Yo… tenía que hacerlo… yo… -Hugo no pudo continuar.

-Estás detenido por el asesinato de Bianca Baeza, Noa Naranjo, Arturo Alonso y al menos otra mujer sin identificar. –Germán procedió a leer los derechos al hombre que aún yacía en el suelo esposado al tiempo que Laura le daba una patada en las costillas-. Tienes derecho a guardar silencio, a no declarar contra ti mismo y a un abogado. ¿Lo has entendido? –Hugo asintió con la cabeza, y para el subinspector fue suficiente. Lo dejó tumbado en el suelo y se apartó.

Los dos detectives se sentaron en el banco, en el que hacía poco Hugo había conversado con el ya difunto juez Alonso, y se tomaron un descanso. Germán marcó un número en su teléfono y solicitó una ambulancia junto a todos los agentes disponibles. Los chicos de uniforme tardaron poco en aparecer, pues muchos ya habían llegado al cementerio en el momento de la llamada, y siguiendo las indicaciones del subinspector localizaron el lugar.

-Ocuparos de este hijo de puta –les dijo García, y girándose hacia su compañera resopló-: Vámonos a desayunar, Laura, nos lo merecemos.

-Voy a llamar a la mujer del fiscal –dijo Laura, levantándose y acompañando a Germán hacia la salida-. Pero a la mujer del juez la llamas tú, hemos llegado tarde…

-Pero hemos llegado…

-Sí.

-Vaya mañana más estresante.

-Sí, ha sido una mañana de mierda.

Los agentes uniformados se llevaron al detenido, y el juez de guardia levantó el cadáver de Alonso. El anciano fue devuelto a casa sin un rasguño, y, mientras tanto, Laura y Germán se fueron a desayunar. Tras los cafés y el chupito de ginebra de la detective, ambos se fueron a la comisaría, a rellenar toneladas de informes que serían estudiados al detalle.

-Mañana me tomo el día libre –se despidió Laura a última hora de la tarde.

-Bien que haces –le respondió el subinspector-. Le pillamos, Laura, le pillamos.

-Demasiado tarde.

Laura se montó en el sedán oscuro y se fue a casa. Entró en su apartamento, se desnudó, y se metió bajo la ducha. Cuando se sintió relajada de nuevo, se sentó en el sofá y sacó su teléfono.

-Hola… ¿Tienes algún plan para esta noche? ¿Te apetecería venir a mi casa…? Sí, a mi casa, si no te parece mal. Te necesito… Vale, te espero.

Y esperó.