Los crímenes de Laura: Un día como otro cualquier
Después de todo, aquello sólo era un día normal, un día como otro cualquiera.
Los crímenes de Laura:
Un día como otro cualquiera.
Nivel de violencia: Bajo
Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explicita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:
-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.
-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.
-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explicita, sólo apto para gente con buen estomago.
La detective Laura Lupo abrió los ojos y se preguntó donde estaba. No era su cama, de eso estaba segura. Levantó ligeramente la cabeza para inspeccionar a su alrededor pero se vio obligada a dejarla caer sobre la almohada, por las punzadas de dolor que el movimiento repentino le había causado. Ahora ya, prevenida, Laura intentó incorporarse con más calma, despacio, permitiendo que su dolorida cabeza se acostumbrara al cambio de posición.
Primero observó al hombre que enredado entre las sabanas le daba la espalda, aún dormido. No recordaba su nombre, ni siquiera recordaba su aspecto, pero sí recordaba que era bastante aceptable en la cama. Contempló durante unos segundos el culo de su amante, y se dijo a sí misma que por muy borracha que se pusiera, seguía teniendo buen gusto. Hizo un esfuerzo por intentar recordar, pero tan sólo consiguió entrever una noche cualquiera, una noche de bar en bar, de copa en copa, intentando olvidar, intentando encontrar consuelo.
Sus ojos inspeccionaron entre la penumbra el resto de la habitación de forma minuciosa, casi profesional. Se encontraba en una estancia acogedora, no era una habitación de hotel, como la en la que otras veces se había despertado, parecía que su pasajero amante había decidido llevarla a su casa, a su lecho.
Laura acarició las suaves sábanas de la cama mientras repasaba uno a uno los muebles de la habitación, una cómoda, que sostenía un pequeño televisor, una silla destartalada sobre la que vio sus pantalones, un par de cuadros abstractos decorando las paredes y unas gruesas cortinas impidiendo a la luz del amanecer invadir aquel templo. Detuvo su mirada en la gran estantería que cubría la pared opuesta en la cama y que contenía más libros de los que ella creía haber leído en su vida. Laura descubrió inmediatamente la foto tumbada sobre uno de los estantes.
Procurando hacer el mínimo ruido posible se levantó de la cama y cogió el marco entre sus manos. Desde el brillante papel, de forma casi eterna, una pareja la saludaba con una alegre sonrisa. Laura no reconoció sus rostros, pero un segundo vistazo al cuerpo desnudo de su amante le bastó para identificarlo. Mierda, aquel hombre debía estar casado, y ella no se acostaba nunca con hombres casados, bueno, en realidad casi nunca, sólo lo hacía si no era consciente de que el hombre con el que pensaba acostarse tenía mujer. O si estaba demasiado borracha. O si el hombre estaba demasiado bueno. En realidad sí solía acostarse con hombres casados, reflexionó, pero era algo de lo que no estaba especialmente orgullosa.
Laura se acercó a la silla recogiendo la ropa que estaba esparcida por el suelo tan veloz y sigilosamente como fue capaz y se embutió en los pantalones. Mientras sujetaba el arnés que sostenía la pistola bajo el brazo, engarzó la placa en uno de los bolsillos del pantalón. Aún con la camisa desabrochada se dirigió al baño de aquella casa que le era ajena y buscó en el botiquín hasta que dio con una caja de aspirinas. Engulló cuatro de las pastillas sin siquiera acompañarlas con agua y se guardó dos más por si las necesitaba en el futuro. Abrió el grifo de la pequeña pila y dejó que el agua fluyera durante unos segundos antes de lavarse la cara con el cuenco que formaban sus manos. Algo más despejada miró hacia el espejo y sus grandes ojos azules le devolvieron la mirada. Rebuscó entre los cajones hasta dar con una goma y se recogió el rubio pelo sin lavar, en una coleta alta.
Cuando la puerta del ascensor se abrió para franquearle el paso al portal, Laura aún estaba abrochándose el último botón de la camisa. El sol del amanecer la golpeó como si de un duro contendiente se tratara. Dónde coño estaría su coche. Debía recordar, debía pensar con claridad.
A ver, piensa, Laura, piensa. Ya está, ya me acuerdo, lo dejé en aquel garito, me vine aquí con el tío este. Laura palpó el bolsillo de la camisa y sonrió para sí misma, bien, por lo menos no había perdido las gafas de sol. Hubieran sido las terceras gafas extraviadas en aquel mes.
Laura se colocó los oscuros y anchos anteojos para protegerse de aquella luz infernal y levantó su mano mientras gritaba “taxi” con todas sus fuerzas. Cuando el lacerante dolor de la resaca la aturdió, deseó no haber gritado tan alto. Pero ya tenía un taxi, y eso era lo más importante.
Se montó en el vehículo y se recostó en el asiento mientras indicaba al taxista la dirección del local donde creía haber dejado el coche. Aprovechó los minutos que duró el trayecto para descansar la vista y el cuerpo, mecida por el traqueteo del taxi, mientras atravesaba la gran ciudad. Cuando sintió que el vehículo se detenía abrió los ojos y entregó un billete al conductor, ordenándole que se quedara con el cambio.
Caminó sin rumbo por un par de callejuelas hasta que apareció ante sus ojos su sedán negro. Laura sonrió satisfecha y entró en el vehículo mientras encendía un cigarrillo de un recién descubierto paquete, que había encontrado rebuscando en uno de los bolsillos. Cuando arrancó el motor fue consciente de la hora. Faltaban pocos minutos para empezar su turno y no debía llegar tarde. Laura pisó el acelerador a fondo mientras accionaba el mando que activaba las señales luminosas camufladas en el salpicadero del coche. Se incorporó a la avenida raudamente, ignorando por igual señales y semáforos, mientras esquivaba los vehículos que no se apartaban a su paso.
Derrapando ruidosamente detuvo el automóvil frente a su destino. Apagó las luces de emergencia y bajó del coche dando la última calada al cigarro. Había hecho el trayecto en un tiempo récord. Laura pasó por alto todas las miradas indiscretas que había provocado, excepto una. El comisario la observaba desde la entrada del edificio con una mezcla de tristeza y enfado. Cuando sus miradas se cruzaron, el comisario agachó la cabeza y negó con ella para sí mismo.
Laura caminó con paso firme hacia el edificio, atravesando la puerta enmarcada por la inscripción “UDEV Unidad de Delitos Especiales y Violentos. Policía Nacional.” Una vez en el interior se quitó las gafas tintadas permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.
-Detective Lupo, el comisario me ha pedido que le indique que la espera en su despacho –la abordó con voz trémula uno de los agentes más jóvenes de la unidad-. Parecía enfadado.
Laura no se molestó en contestar a su compañero y caminó erguida hasta la puerta que separaba las dependencias del comisario del resto de la comisaría. Se detuvo y, aspirando profundamente, entró sin siquiera llamar a la puerta.
-Ah, Lupo, pasa, por favor, siéntate.
Laura tomó asiento pero no dijo ni una palabra.
-Quiero hablar contigo, no puedes seguir así, tienes que cambiar –el comisario la miraba con compasión mientras la reprendía.
-¿Cuál es el problema, señor comisario? No entiendo que pueda tener queja de mí.
-Y no la tengo, querida, en cuanto a su actividad profesional no la tengo. Es la mejor detective que tenemos ahora mismo, y lo sabe, pero…
-¿Y no es eso lo único que importa? –Preguntó Laura desafiante.
-Laura, de veras que entiendo por lo que estás pasando. Él era mi hijo, y tú eras… Tú eres como una hija para mí. No puedo permitir que sigas por ese camino, no quiero dejar que te autodestruyas.
-Usted, usted no entiende nada –el orgullo de Laura se tornó en rabia-. No tiene ningún derecho a decirme lo que debo o no hacer. Es mi vida, mi vida privada, y usted no pinta nada en ella.
-Tal vez, Laura, tal vez. Pero en la que sí que pinto es en tu vida profesional, sigo siendo tu superior, y no puedo consentir que hagas un mal uso del coche que se te ha entregado. No puedes conducir como si hubiera una emergencia sólo porque te has despertado a saber donde y a saber como. Por favor, debes reconducir tu vida, debes centrarte, él no querría verte así.
-Él no está. ¡No está! Está muerto. ¡Muerto! ¿Me comprende? Él está muerto, y no soy yo la que debo superarlo, es usted. ¡Él está muerto! Asúmalo, no volverá, y no le importa lo que yo haga o deje de hacer, porque está muerto. ¡Muerto y enterrado!
Laura abandono el despacho de su superior dando un fuerte portazo y sin darle tiempo a replicar. Atravesó la comisaría con paso firme y veloz hasta llegar a los aseos. La furia y la rabia la embargaban y ninguna otra cosa pudieron apreciar los compañeros que se cruzaron con ella. Sólo era Laura, furiosa de nuevo, y más les valía apartarse.
Pero cuando llegó a la seguridad del baño, cuando comprobó que allí no había nadie, cuando consiguió pasar el pestillo con sus temblorosas manos, entonces y sólo entonces se derrumbó.
Las lágrimas pugnaron por ser derramadas mientras Laura se concentraba en sus pensamientos. Él ya no estaba, y nunca más estaría. Se había ido, la había abandonado, la había dejado sola para siempre. Laura volvió a buscar el paquete de tabaco en sus bolsillos y encendió otro cigarrillo. Allí no se podía fumar, pero estaba segura de que nadie se atrevería a decirle nada, aunque la sorprendieran en el acto. Ahora mismo ni siquiera el comisario tendría valor para enfrentarse a ella. Policías de pacotilla, pensó dejando que su mente divagara.
Él había muerto con gloria, con honor. Había dado su vida por la patria, por los demás. Claro que el comisario sentía la pérdida de su hijo, claro que él también le añoraba. Pero el comisario estaba orgulloso. Su hijo había muerto en acto de servicio, y eso era un honor para él. Pero ella no creía que en la muerte hubiera honor, no creía que en la muerte hubiera orgullo. Tan sólo quedaba vacío. Únicamente quedaba soledad. Él sólo había dejado un enorme hueco en su interior que Laura era incapaz de llenar por mucho que lo intentara.
El comisario le pedía que olvidara, que pasara página, que siguiera adelante. Pero ella no quería olvidar. No quería seguir adelante. Porque todo lo que había tenido lo perdió aquel día en que murió una parte de ella. Cuando entre salvas y honores le sepultaron, el cuerpo de su amado no estaba solo. Se había llevado con él una parte de ella, una parte que jamás podría recuperar. Y ahora sólo quedaba una cáscara amarga y vacía de Laura.
Contuvo las lágrimas mientras deseaba que él apareciera mágicamente para abrazarla, para consolarla, para decirle que no pasaba nada, que todo había sido una pesadilla. Pero Laura sabía que no había sido un mal sueño, sabía que nunca volvería.
-Como te hecho de menos –dijo sin hablarle a nadie en particular-. Te necesito a mi lado. ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué? –Laura no consiguió retener el llanto por más tiempo y se abandonó a su amarga soledad.
Recostada contra la pared de los lavabos, sintió como se le clavaba en la piel la placa que llevaba enganchada en los pantalones. La cogió y leyó la inscripción una y otra vez, de forma obsesiva, “Cuerpo Nacional de Policía.” Cuando sintió que no podía más gritó, gritó con todas sus fuerzas. Gritó desde lo profundo de su alma, y eso la hizo sentir mejor. Estaba convencida que toda la comisaría habría oído su grito, pero también sabía que nadie se atrevería a preguntarle el porqué.
A los pocos minutos se encontraba mucho más tranquila. Era una mujer fuerte, no podía dejarse superar por los sentimientos. Vivía y competía en un mundo de hombres y no podía mostrarse débil bajo ningún concepto. Se lavó la cara con abundante agua y engulló las dos aspirinas que había tomado prestadas de casa de su amante. Necesitaba un café, o tal vez algo más fuerte.
Salió del servicio haciendo caso omiso a las miradas de algunos de los agentes que la observaban con curiosidad, seguramente por haber oído su grito, y se plantó frente a su mesa. Revisó los papeles en busca de alguno que le indicara su nueva tarea, pero no encontró nada, no tenía ningún caso asignado por el momento. Seguramente no tardarían en endilgarle algún expediente horrible para que lo solucionara. No era una mujer vanidosa, pero debía reconocer, en honor a la verdad, que tenía uno de los porcentajes de casos resueltos más altos de todo el cuerpo.
También debía aceptar que, sobre todo, debido a sus métodos poco ortodoxos, muchos de los delincuentes que atrapaba acababan siendo puestos en libertad. Ese era su gran estigma en el cuerpo, ella era la agente que los atrapaba, pero también solía ser la que los dejaba escapar. Seguramente por eso ya no solían pasarle casos importantes, excepto que la cosa fuera tan horrible y desquiciada que la consideraran la única capaz de hacerse cargo. Y por eso había acabado destinada allí, a la Unidad de Delitos Especiales y Violentos, donde a veces los métodos no importaban tanto como los resultados, bajo la supervisión del padre del hombre al que una vez amó, y al que seguía amando.
Laura desechó con un ademán aquellos pensamientos que no la conducían a ninguna parte y dirigió sus pasos a la entrada del edificio. Cuando salió nuevamente a la calle, el sol volvió a enfrentarse a ella con toda su fuerza. Laura comprendió que el astro rey tenía todas las de ganar, así que utilizando como único escudo sus gafas oscuras, cruzó la calle lo más rápido que pudo para refugiarse en un bar cercano.
En aquel antro había varios compañeros reunidos, desayunando en su mayoría, aunque ninguno pareció prestarle demasiada atención a la detective, ni mucho menos hacer ademán de querer compartir desayuno, mesa o charla con ella. A Laura no le importó lo más mínimo. Ella sería una oveja negra y solitaria, pero le gustaba el negro, y la soledad.
-Un café –pidió-. Y ponme un chupito de ginebra.
El camarero, conocedor de su rutina, sirvió el pedido habitual de la mujer. Mientras Laura daba cuenta de su desayuno escuchó la melodía de su teléfono y dirigió la mano hacia la vibración.
-Detective Lupo- contestó Laura de forma automática.
-¿Lupo, puedo contar contigo?
-Por supuesto, dígame, señor comisario.
-Ha llegado una maleta con un cuerpo a casa del Juez Arturo Alonso. Es el cadáver de una joven, y hay signos de abusos. Quiero que vayas de inmediato. ¿Podrás hacerte cargo?
-Salgo para allí de ahora mismo.
-Ah, Lupo, y una cosa más.
-¿Qué? –respondió altiva.
-Considérate en cuarentena. No voy a tolerar más comportamientos insubordinados. No me falles o me veré obligado a tomar medidas.
-Capullo –dijo Laura cuando colgó el teléfono.
La detective Lupo apuró de un trago el café y acabando con el contenido del pequeño vaso de licor se dirigió a la calle. Después de todo, aquello sólo era un día normal, un día como otro cualquiera.
La joven cerró con llave la puerta del despachó y se aseguró que hubiera quedado bien bloqueada. En los tiempos que corren, cualquier precaución es poca, pensó. Sin miramientos, de forma rutinaria, dejó caer el manojo de llaves en el interior del bolso y abandonando la protección de la finca salió a la calle.
La muchacha no vestía de forma ostentosa, una falda por debajo de las rodillas y una camisa discreta, cubierta por una sobria americana, era el atuendo que solía usar para trabajar. Elegante pero informal, y sin estridencias. Aún así pudo observar como un par de hombres con los que se cruzó de camino al aparcamiento se giraban para mirarla. Estaba muy orgullosa de su cuerpo y lo cuidaba como el templo que era. Acudía, como mínimo, una hora diaria al gimnasio y no abusaba de copiosas comidas ni del alcohol, todos estos sacrificios le permitían lucir una escultural figura. Con su metro setenta, aproximado, sus cincuenta y pocos quilos y sus largas piernas, era una mujer realmente atractiva.
Cuando por fin llegó a la altura de su vehículo y rebuscó en el bolso, descubrió que no había llaves que encontrar. Mierda, pensó, deben habérseme caído en la puerta, al cerrar. Volvió sobre sus pasos convencida de que en el rellano de la finca la estaría esperando el llavero, huérfano y desamparado. Recorrió el camino de vuelta despacio, mirando cuidadosamente por si, casualmente, encontraba lo que buscaba. Cuando llegó al edificio de la oficina descubrió que sin llaves para abrir la puerta, tenía un pequeño problema para entrar. Pero como para casi todo hay solución en esta vida, llamó a los timbres del portero automático hasta que un vecino de oficina se prestó a ayudarla franqueándole el paso. Las llaves no estaban.
La mujer maldijo su suerte y supuso que algún empleado del edificio las habría encontrado. Al día siguiente le tocaría poner un cartel en el ascensor preguntando por el llavero extraviado, pero ahora su objetivo era regresar a casa. Así que por tercera vez recorrió el camino que separaba el despacho de la calle y solicitó un taxi para que la acercara a su destino.
Cuando llegó a su apartamento se encontró con el mismo problema que ya había experimentado, sin llaves para abrir las cerraduras que nos protegen, nos es bastante difícil acceder a nuestros hogares. Pero como toda joven sociable, que vive en un barrio con más jóvenes sociables, tenía una vecina, que había acabado por convertirse en amiga, y que guardaba una copia de las llaves por si llegaba la policía con una orden de registro, estallaba una cañería de gas, se inundaba la finca o, como en este caso, mucho más probable, se extraviaba la copia original.
La muchacha descubrió aliviada que su amiga y vecina se encontraba en casa, y con el llavero que esta le facilitó, pudo regresar a su hogar. Pese a lo molesto del incidente, no varió sus costumbres, y tras cambiarse de ropa, se fue al gimnasio cercano para hacer sus rutinarios ejercicios diarios. Algo más de una hora después, volvía a estar en casa, cansada, duchada y relajada. Tras prepararse una cena ligera se dispuso a acostarse. Una vez vestida con el fino camisón se metió entre las sabanas y apagó las luces.
Un ruido desacostumbrado la hizo levantar de un respingo y encender la luz, pero no vio nada fuera de lo normal. Pensó que el gato no podía ser, dado que no tenía gato, pero quizás fuera algún vecino al que se le hubiera caído algo, tras la pared de papel de su apartamento, o cualquier otra cosa. No había que buscar peligros donde no los había. Se deshizo de sus miedos y volvió a apagar la luz recostándose entre las sabanas. Y se durmió.
La joven abrió los ojos bruscamente e intentó gritar pero no pudo. Una gran mano masculina se lo impidió apretándole fuertemente los labios.
-¿Has perdido unas llaves, preciosa? – le susurró una voz ronca al oído-.Creo que yo las he encontrado.
La muchacha intentó zafarse de su captor moviéndose con brusquedad, pero le fue imposible, el hombre que la retenía era mucho más fuerte que ella. El cazador acercó los labios al oído de su presa y siseó para hacerla comprender que no debía hacer ruido.
-No vas a gritar muñeca, ni vas a escapar –susurró el hombre mientras liberaba de su cinto una gran navaja-. Porque si lo haces… ¡BAM!
El desconocido agarró rápidamente el cuchillo y en centésimas de segundo lo presionó contra el vientre de la chica. Ella pudo notar la presión de la afilada punta contra su piel, y comprendió que el más mínimo movimiento haría que esa afilada cuchilla se incrustara en su interior, con consecuencias, probablemente, desastrosas. Aquel hombre parecía diestro en el manejo del cuchillo y no debía arriesgarse.
Con los ojos relucientes por el pánico, la joven asintió con un movimiento de cabeza. El hombre que la mantenía atrapada retiró la mano que le cubría el rostro despacio, dispuesto a volver a amordazarla si veía el menor indicio de peligro. Pero ella no gritó.
-Bien preciosa, bien… Si te portas bien no te haré daño –siseó el hombre por lo bajo-. ¿Cómo te llamas, pequeña?
-Me… me llamo Bianca –consiguió responder la joven pese al terror que la embargaba.
-Muy bien, Bianca, lo estás haciendo muy bien. Ahora sentirás un pinchacito de nada y dejaras de tener miedo.
El hombre cogió velozmente una jeringa que reposaba sobre la mesita de noche y la clavó en el cuello de la mujer, introduciendo de una sola vez el viscoso líquido que contenía, en su cuerpo. Ella intentó gritar, pero su captor volvía a impedírselo presionando con fuerza sus labios con la mano. A los pocos segundos sintió como un calor reconfortante la invadía, como el miedo la abandonaba. Ya no estaba asustada, no había motivos para temer, todo estaba bien, no había ningún problema. Bianca se descubrió sonriendo de forma bobalicona cuando aquel hombre malvado las soltó.
-¿A qué ahora ya estás mucho más tranquila? –Preguntó el agresor con sorna.
Bianca asintió todavía tumbada sobre la cama y notó como la habitación daba vueltas a su alrededor. Una repentina náusea la obligó a levantarse y a correr hasta el servicio. Inclinándose sobre el retrete vació el contenido de su estomago. El hombre no le impidió que saliera de la habitación, simplemente la siguió tranquilamente.
-No te preocupes, las náuseas pasarán enseguida, ya lo verás –dijo con voz suave-. Ahora quiero que te vistas y te vengas conmigo.
Bianca no sabía muy bien porque, pero aquella idea le parecía tan buena como cualquier otra. Volvió a su habitación, tambaleándose por el pasillo, y se sentó en la cama, intentando centrar sus pensamientos. El hombre, que ya no parecía tan malvado, abrió el armario y seleccionó uno de los vestidos ceñidos que solía usar para salir de fiesta. Se lo tendió y Bianca comenzó a ponérselo.
-Primero tienes que quitarte el camisón, preciosa –le sugirió el extraño-. Deja que te ayude.
El hombre le quitó de encima el vestido a medio poner y con suavidad, con delicadeza, haciendo que sus manos resbalaran por la piel de Bianca, haciendo que se estremeciera de placer, le quitó el camisón. Ella no se resistió, sabía que no era correcto dejarse manejar así, pero se sentía bien, se sentía a gusto y feliz. Allí estaba, sentada, desnuda sobre la cama, con un extraño manoseándola, pero no le preocupaba demasiado, lo único que deseaba era que la cabeza dejara de darle vueltas, ese era su único problema.
-Es… estoy mareada –balbuceó Bianca entre las brumas de su mundo-. No… me encuentro… demasiado… bien…
-No te asustes, es normal –contestó el hombre malvado que ya no parecía tan malvado-. Ahora te vas a ir conmigo, y jugaremos tú y yo. Si te portas bien, volverás a ser libre, si te portas mal, te mataré.
Bianca rió tontamente ante aquella ocurrencia sin ser consciente que su vida pendía de un hilo, un hilo resquebrajado, desgastado, peligrosamente deshilachado. El cazador recorrió el cuerpo de la muchacha con ternura, acariciando cariñosamente cada centímetro, deteniéndose en los pechos, rearándose en las caderas, perdiéndose entre los muslos hasta alcanzar la humedad que ella escondía. Cuando los dedos del hombre entraron en contacto con el sexo de ella, paró en seco y retiro las manos.
-Ahora no, ahora no preciosa, ya habrá tiempo de sobra –dijo mientras le pasaba el vestido por la cabeza con brusquedad-. Vamos, ven, sígueme.
Bianca se levantó y caminó zigzagueante tras su captor, sin ser consciente de porque lo hacía. Simplemente sentía que debía hacerlo. Salieron del apartamento cerrando la puerta a sus espaldas y bajaron juntos en el pequeño ascensor. Bianca sintió una náusea al ponerse en marcha el elevador pero fue capaz de contenerse. Cada vez se sentía más cansada, más mareada, más indispuesta.
Abandonaron el edificio y llegaron hasta una furgoneta negra con cristales tintados. El extraño abrió la portezuela lateral de la parte trasera e indico a Bianca que subiera al vehículo. Como pudo, la chica se izó y se recostó en uno de los asientos cerrando los ojos.
-Has tardado mucho, cariño –dijo una voz desde el asiento delantero.
Bianca se sorprendió de oír aquella voz femenina que no le era familiar, haciendo un esfuerzo enorme, intentó ver de quien se trataba. La sorpresa fue enorme cuando descubrió que era ella misma la que conducía. No era posible. Cómo podía estar conduciendo si estaba sentada detrás. Debía estar alucinando. Desechó aquella idea por inútil y volvió a tumbarse, los parpados le pesaban, las fuerzas la abandonaban, repentinamente todo se volvió negro.
-No he tardado tanto, arranca –fueron las últimas palabras que escuchó la muchacha antes de perder el sentido.