Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 9)
Bruno regresa a Lisboa con el tiempo justo de dejarse caer por la Plaza de Espanha, donde una furiosa multitud está desvalijando la Residencia del Embajador español. Poco después, coincide con Lucinda en la boda de su hermana Teresa con el Capitán Galvao, pero el diálogo entre ambos resulta inviable
Bruno regresó a Lisboa tras sus deprimentes vacaciones europeas el 24 de Septiembre, pero ya no era la misma persona que había montado en su Harley veinte días antes con la esperanza puesta en que su simple presencia en Madrid sirviera para reconquistar a la mujer de su vida. Todo en su vida, excepto su abstracto amor por la diosa Revolución, quedaba en entredicho. Había llegado el momento de dar un paso adelante en la evolución de su mentalidad, y su vida burguesa anterior habría de ser la mas afectada con su decisión.
Armado con su inseparable cámara se personó en la sede de la UDP dispuesto a echar una mano en lo que pudiera para acelerar el proceso de cambio que a su juicio el país demandaba de inmediato; y no estaba solo en su apreciación. Portugal atravesaba un momento épico: a comienzos de mes el V Gobierno Provisional de Vasco Gonsalves caía fulminado por sus propios compañeros de armas tras perder la confianza de la mayoría de mandos del MFA, y, pocos días después, se instalaba un nuevo Gobierno, mucho mas moderado y con presencia de los principales partidos democráticos, presidido por el Almirante Pinheiro de Azevedo, pero la situación político-social no había mejorado en absoluto. Mas bien al contrario: si durante el verano el protagonismo se lo llevaron los incendios a sedes comunistas en el norte del país y las ocupaciones de tierras por campesinos pobres en el Alentejo, con la llegada del otoño el foco de los acontecimientos regresó a Lisboa, convertida en el epicentro de todas las batallas por venir.
El viernes 26 Bruno apuraba sus últimos días de vacaciones en el piso de la Baixa Pombalina escuchando la popular emisora Radio Clube Portugués, “okupada” desde hacía tiempo por un colectivo de trabajadores de la misma pertenecientes a la extrema izquierda, que utilizaban la estación de radio como caja de resonancia de sus posicionamientos políticos. A media tarde, el periodista y locutor Artur Albarrán convocó al pueblo de Lisboa, a través de las ondas, a concentrarse esa noche frente a la Embajada de España, en la Rúa do Salitre, y ante la residencia del Embajador español, el fastuoso Palacio de Palhavá, en la céntrica Prasa de Espanha, en protesta por los últimos fusilamientos del agonizante régimen franquista.
Bruno no se lo pensó dos veces y se presentó allí a la hora fijada dispuesto a inmortalizar en imágenes la jornada revolucionaria, que se anunciaba repleta de acontecimientos. Serían las doce y cuarto de la noche del día 27 cuando un grupo de unas 400 personas, comandadas por un hombre que coreaba consignas radicales megáfono en mano, se congregó frente al imponente Palacio y se dedicó a realizar algunas pintadas antifranquistas en perfecto castellano, lo cual siempre intrigó a Bruno, y aún más a Tiago cuando se lo contó al día siguiente: con el tiempo, y tras una rigurosa investigación periodística, Tiago llegó a la conclusión de que la CIA tuvo algo que ver en los graves acontecimientos de esa noche, pues deseaba indisponer aún mas al régimen español con su homólogo luso e instigarle a declarar la guerra a Portugal, lo que habría evitado, a juicio de sus mandamases, que Portugal se convirtiera en un estado prosoviético, como todo parecía anunciar.
Después de las inocentes pintadas, llegaron las consabidas pedradas a los cristales y, por último, las ventanas de la planta baja fueron arrancadas de cuajo por la rugiente multitud, que se coló en su interior como Pedro por su casa, y se lanzó a un saqueo indiscriminado de la lujosa residencia. Los asaltantes arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, tirando a la calle desde las ventanas del piso superior muebles, enseres, cuadros, tapices y todo tipo de objetos valiosos que les salieron al paso. En la plaza, mientras tanto, otro grupo de facinerosos se dedicaba a apilar los trofeos en grandes piras que procedían a quemar de inmediato, iluminando la noche de Lisboa con espasmódicas hogueras en las que se perdieron para siempre desde cuadros de El Greco y Mengs, hasta impresionantes tapices flamencos, alfombras y relojes, ocasionando unas pérdidas de patrimonio incalculables al Estado español, que nunca serían asumidas de forma razonable por el Estado Portugués, todo hay que decirlo; los 40 millones de pesetas de indemnización acordados no cubrió ni de lejos los daños sufridos en los sincronizados ataques (al mismo tiempo fue atacada la Embajada y el Consulado españoles, en la Rúa do Salitre).
Bruno estuvo fotografiando sin descanso a las turbas congregadas en la plaza y se convirtió en protagonista involuntario de uno de los eventos mas bochornosos en la historia de la civilización. La policía no hizo acto de presencia en ningún momento, tal vez ocupada en otros menesteres, como intentar frenar los actos de insubordinación entre sus propios efectivos, moneda corriente de aquellos tiempos. Al cabo de un rato largo, Bruno observó acercarse seis vehículos militares del COPCON, que aparcaron en las inmediaciones del Parque de Atracciones contiguo. Entre los militares enviados distinguió a su amigo Jorge Galvao, quien le confirmó que tenían órdenes estrictas de no intervenir en la algarada:
- ¿Porqué íbamos a hacerlo? – razonó el uniformado – Ese fascista hijo de puta lleva cuarenta años matando gente en su país y nadie dice nada; ya es hora de que reciba un correctivo y se entere de que los días de su dictadura están contados, con nuestro bendito Portugal insurrecto al lado. Si las cosas no cambian allí, vamos a ser la mosca cojonera de los españoles durante mucho, mucho tiempo.
Y, efectivamente, al cabo de unos minutos, tras contemplar ociosos arder la hoguera de las vanidades hispanas ante sus incrédulos ojos, se retiraron satisfechos, para ser sustituidos por un retén de bomberos, que tampoco tuvieron una noche gloriosa, precisamente; su papel en la plaza consistió en ofrecer consejo profesional a la alborozada multitud para que no acercaran demasiado las hogueras al edificio, no fuera a ser que le prendieran fuego (lo que pensaban hacer de todos modos como fin de fiesta).
Envalentonado por la falta de respuesta de las autoridades, Bruno se decidió a entrar en el palacio, donde los saqueadores continuaban su vandálica tarea de reducir a escombros el mobiliario de las distintas estancias antes de prenderlas fuego para “purificar el ambiente”, en palabras de uno de los pirómanos ocasionales. El enloquecido espectáculo que presenció Bruno y que su cámara recogió con detalle incluía a un grupo de barbudos lanzando una valiosa cubertería de plata por la ventana; un poco de paciencia y su buena fortuna habitual le permitieron conseguir que el objetivo de su Nikon inmortalizase el singular momento en que uno de los revoltosos se dispone a estrellar contra el adoquinado de la plaza una ensaladera de plata que sostenía en alto como un preciado trofeo personal, muy al estilo de los ganadores de la Copa Davis. Otro de los momentos estelares de la noche llegó cuando un grupo de presuntos españoles infiltrados destrozó a banderazos un retrato del dictador y lo defenestraron acto seguido por el balcón principal, mientras izaban del mástil de la residencia una bandera republicana con las siglas dentro del F.R.A.P., un grupúsculo revolucionario español muy activo en la época.
Hacia las cuatro de la madrugada, con el palacio ardiendo por los cuatro costados y la crecida turba celebrando su particular victoria contra el fascismo, se presentaron al fin tres blindados de los que se apearía un destacamento del RALIS (Regimiento de Artillería Ligera, por entonces mediatizado por la extrema izquierda), que de inmediato dio a entender a la multitud que la fiesta había terminado. Los incendiarios salieron corriendo entonces en dirección al Parque que rodea el Museo de Calouste Gulbenkian, temerosos tal vez de “habérseles ido un poco la mano” en su cruzada antifranquista, porque, por lo demás, en la Lisboa de aquellos días su impunidad por este tipo de actos estaba plenamente garantizada. Con la plaza despejada de gente, los comprensivos bomberos decidieron que quizá había llegado el momento de apagar las llamas que consumían el edificio, y se aplicaron a la tarea, aunque algo tarde ya, porque para entonces había quedado completamente calcinado. Por suerte, los diplomáticos españoles llevaban varios días escondidos lejos de ojos indiscretos, pues desde que en Madrid se confirmaron las fatídicas penas de muerte, pese a la presión internacional para que se conmutaran por condenas a cadena perpetua, se temían este tipo de reacciones; a decir verdad, este tipo de acciones eran tan comunes en la “ciudad sin ley” en que se había convertido la otrora tranquila capital del Imperio lusitano, que ya no llamaban la atención de nadie.
Los meses de septiembre, octubre y noviembre de 1975 son recordados en la historiografía portuguesa por el inaudito volumen de desórdenes públicos, y el ingobernable caos, lindante con la mas absoluta anarquía, en que se desarrollaban no solo los acontecimientos políticos, sino la propia vida cotidiana de sus sufridos habitantes. Desde el principio de la Revolución había habido un aluvión de huelgas y reivindicaciones, pero éstas solían ser sectoriales y escalonadas; ahora, sin embargo, las huelgas se encadenaban unas a otras, y las manifestaciones de protesta de los mas diversos sectores sociales colapsaban de continuo el tráfico y daban la sensación de que todo el mundo estaba en la calle protestando por algo. Los servicios básicos se redujeron al mínimo debido a la inactividad industrial, las basuras eran abandonadas a su suerte formando enormes montañas de escombros en cualquier calle lisboeta, el transporte público funcionaba solo de manera intermitente y la policía, siempre reticente a meterse en determinados berenjenales, dejó de patrullar por las calles y se replegó al interior de las comisarías de barrio, en espera de tiempos mejores.
Tras entregar la fantástica colección de fotos obtenida aquella histórica madrugada en la redacción del periódico, aunque en teoría estaba de vacaciones, Bruno anunció por sorpresa que, por motivos personales, dejaba el empleo. Ni el director, que, a pesar de sus evidentes diferencias políticas, le apreciaba como persona y por el extraordinario lirismo que conseguía imprimir a sus instantáneas, ni sus propios compañeros, con Tiago a la cabeza, fueron capaces de convencerle de lo contrario. El 30 de Septiembre, día en el que, curiosamente, se cumplían 20 años del accidente automovilístico que costara la vida a James Dean, empacó sus escasas pertenencias y abandonó para siempre el apartamento que compartía con Tiago desde hacía dos años, con rumbo desconocido. Antes de marcharse, le recomendó que pidiera a Duarte que se mudara a vivir con él para compartir gastos.
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Es un buen chaval y un tío con las ideas muy claras; además, te vendrá bien su compañía, y no vas a encontrar a nadie mejor que él para compartir vivienda – le dejó caer Bruno, en un tono ambiguo que dio a entender a su amigo que estaba al corriente de su relación sentimental con el “retornado” angoleño, aunque él, por pudor, no le había contado nada.
Duarte aceptó encantado la proposición porque, de todos modos, estaba harto de su trabajo en la finca de Campo Grande desde que Lucinda partió a tierras españolas. Teresa, que había quedado al frente de la inmensa casona, era una chica simpática, pero carecía por completo del sentido común de su hermana, y se caracterizaba por ser una persona en extremo influenciable por los demás. Ahora que se había enamorado como una quinceañera del flamante capitán Galvao, había pasado en cuestión de semanas de ser una consumista ególatra y despolitizada a transformarse en una severa comisaria política abonada al marxismo – leninismo en su variante mas “camp”. Entre sus ocurrencias de aquellos días figuraba el izado de una bandera roja con las siglas UDP PODER POPULAR escritas en ella en el balcón central de la mansión, sustituyendo a la enseña portuguesa tan querida por su abuelo; éste se había alegrado extraordinariamente del retorno a Lisboa de su nieta favorita, ignorante como estaba de las vicisitudes que rodeaban el evento, pero ahora se sentía desolado por las medidas llevadas a cabo por esta. Aconsejada por su amante, decidió convertir la mansión en una especie de campo de refugiados, trampa mortal de la que había sabido salir airosa su hermana mayor, y, tal vez por molestar a su lejano padre, se llevó a vivir con ella a cuatro familias, no precisamente nucleares, de “retornados” mozambiqueños y guineanos. Los recién llegados debieron pensar, a juzgar por la familiaridad con que eran tratados, que el traslado era definitivo, porque desde el primer día se condujeron como si estuvieran aún en sus casas de Lourenco Marques, Beira o Bissau: sábanas colgando de improvisadas cuerdas en la impoluta fachada principal de la mansión, niños jugando al fútbol en el cuidado césped y destrozando los parterres con sus bicicletas, tertulias vespertinas de las orondas amas de casa en el patio central, y hombres de mirada torva y con mucho tiempo libre a su disposición paseando en camiseta y pantalón corto por los refinados salones de la casa, fumando como carreteros y utilizando el amplio macetero donde crecía una majestuosa palmera datilera, justo a los pies de la escalera principal, como urinario público, en las frecuentes ocasiones en que les resultaba demasiado fastidioso desplazarse al servicio de la primera planta.
Por todo ello Duarte se avergonzaba de que le metieran en el mismo saco que a esa panda de indocumentados, y siempre aseguraba que los portugueses de Angola eran muy distintos al resto de colonos de otras provincias de Ultramar. Basaba su afirmación en el demostrable desarrollo industrial angoleño, considerado un emporio petrolífero y diamantífero, lo que repercutía en un mayor poder adquisitivo que el resto de territorios y que la propia metrópoli, razones por las que se conocía a la provincia con el sobrenombre de “la perla de Africa”. Tras despedirse de su frustrante puesto de jardinero de la finca, Duarte buscó, y terminó encontrando, trabajo como mecánico en un taller de reparación de automóviles de Almada, donde enseguida destacó por su habilidad técnica y buena disposición en el trato con los clientes, lo que le atrajo la simpatía interesada de sus superiores.
El 6 de Noviembre se celebró en una pequeña iglesia de Benfica el enlace matrimonial del capitán Jorge Galvao y la rica heredera Teresa Magalhaes; heredera en apuros, y ya próxima a dejar de serlo, pues su padre había cerrado el grifo monetario desde que tuviera conocimiento de sus andanzas lisboetas, y había amenazado con borrarla del listado de beneficiarios en su testamento si persistía en la loca idea de casarse con el barbudo capitán de verbo florido y ojos de color miel. Su hermana estaba invitada y acudió al evento, a pesar de las reticencias de su novio español, que temía por su seguridad en la revuelta Lisboa de aquellos días convulsos, y de la oposición sin fisuras de su padre, que la consideraba cómplice y mentora de la locura transitoria de su hermana. Dom Fábio, que no tenía un pelo de tonto, se temió lo peor al saber que su hija menor iba a residir sola en Lisboa, sin el protector filtro paterno ni la cariñosa supervisión de Lucinda, y envió a primeros de agosto a una joven pareja de jóvenes portugueses en paro, que acababan de ser padres por primera vez, y que residían en España huyendo del caos vital portugués, a controlar a su imprevisible retoño. Lo consiguieron a medias; pero, al menos, en su papel de guardeses oficiales de la finca, enviaban detallados informes a Madrid explicando los movimientos y actividades de su rebelde hija, provocando la indignación paterna según aumentaba el grado de concienciación marxista de la pequeña de la casa.
La boda de Teresinha fue tan ridícula y esperpéntica como cabría esperar de ambos protagonistas. Su traje de novia, de blanco inmaculado, como mandaba la tradición, llevaba bordados a la altura del pecho una diminuta pero bien visible hoz y un martillo entrecruzado de color rojo a modo de broche, el ramo de novia era de claveles rojos, como no podía ser de otra forma, y, al finalizar la ceremonia, los compañeros de trabajo del novio en el COPCON posaron junto a la feliz pareja en la escalinata del templo con el puño cerrado levantado y entonando a coro “La Internacional” y la inevitable "Grándola, vila morena". Quien no pudo estar en la ceremonia fue su pobre abuelo Dom Serafim, que había fallecido de inanición el mes pasado, tras declararse en huelga de hambre y proceder a encerrarse en su habitación, negándose a poner un pie fuera para no tener que cruzarse por el pasillo con “esa cuadrilla de vagos en zapatillas y calzoncillos y esas fulanas de extrarradio despellejándose unas a otras a gritos por la escalera y faltando a Dios de continuo”. En realidad, la puntilla a su débil salud le vino por vía radiofónica, cuando una mañana de domingo se le ocurrió encender la radio para seguir la santa misa a través de la emisora católica Radio Renaixensa, y lo que se encontró en cambio fue a una pareja de exaltados locutores catequizando a través de las ondas en la fe marxista. Decían seguir el credo de la “justicia social” y del “internacionalismo proletario”, instigando a las masas a rebelarse contra la autoridad y a hacer uso de su cuota de “poder popular” desmontando el sistema capitalista desde dentro, como hacían ellos mismos “okupando” los medios de comunicación y vaciándoles de contenido; ese mismo día el anciano entró en coma para no despertar jamás, dejando en un estado de total desolación a su atribulada nieta, que le había prohibido taxativamente escuchar la radio para no llevarse berrinches innecesarios.
Aquella fue también la última vez que Bruno y Lucinda se encontraron frente a frente en este valle de lágrimas. Lucinda acudió radiante a la ceremonia, oficiada por el Padre Pereira, quien, si bien simpatizaba de algún modo con los ideales políticos de los contrayentes, se sentía muy alejado del circo exhibicionista que pensaban organizar en la parroquia los invitados al enlace, y decidió prohibir el canto de himnos revolucionarios y los puños alzados en el interior de la iglesia.
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Hay algo que no entiendo, Padre Pereira – le preguntó el novio muy ufano al término de la ceremonia, mientras recibía toda clase de felicitaciones y parabienes por parte de sus invitados - ¿Cómo es posible que pertenezca usted a la misma Iglesia que organiza manifestaciones contrarrevolucionarias e incita a asaltar las sedes comunistas en el norte del país?... ¿se siente usted de verdad parte de la misma Iglesia que esos obispos derrochones que viven a costa del pueblo sin dar ni clavo y sólo se interesan por sentarse a la mesa de los ricos y poderosos?
El Padre Pereira, un hombre calmo y reflexivo, en la mejor tradición lusa, se mesó la oscura barba antes de responder.
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Mire, Capitán Galvao, de igual modo que usted respeta a sus superiores jerárquicos aunque no esté de acuerdo con todos sus planteamientos, yo debo hacer lo mismo con los obispos y cardenales, con quienes mantengo notables diferencias de forma y fondo, pero a quienes me siento unido como Hermanos en Cristo que formamos la gran familia de bautizados. Dios reparte sus carismas dentro de su Cuerpo Divino, que es la Santa Iglesia, como mejor le parece, y el mío es el de la opción preferencial por los pobres y el del Evangelio del Pueblo Sufriente, pero admito que existen otros carismas dentro de la Iglesia Católica muy diferentes al mío e igualmente válidos a la hora de evangelizar al pueblo de Dios.
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No dejará usted de sorprenderme nunca, Padre – reconoció un abrumado capitán, que esperaba otro tipo de respuesta mas acomodaticia por su parte – sin duda alguna, es usted un Santo con mayúsculas. Que Dios y Marx le guarden muchos años.
El aludido párroco se echó a reír con la blasfema ocurrencia y le tiró de la barba a continuación, llamándole al orden en su trato con los designios divinos.
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Los caminos del señor son inescrutables, hijo mío. Ve con Dios, y que El te conceda la felicidad conyugal, y la sabiduría necesaria para comprender la trascendencia del sagrado vínculo que acabas de contraer.
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Muchas gracias, Padre, pero le aseguro que me caso muy enamorado y que me llevo a la mejor mujer que un soldado del pueblo podría tener jamás – y al decir esto, estrechó orgulloso contra su fornido pecho a su flamante esposa, que rebosaba felicidad por los cuatro costados – Dios lo tiene fácil con nosotros, se lo aseguro, no pensamos darle muchos problemas…
Se comentaba desde hace años por Lisboa que el Padre Pereira poseía el inestimable don de otorgar suerte y felicidad conyugal a las parejas que casaba, como si su bendición eclesiástica llevase aparejada algún tipo de recomendación o enchufe ante las máximas jerarquías espirituales, pero lo cierto es que el índice de divorcios entre las parejas que contraían matrimonio en su parroquia era llamativamente menor que entre el resto de la sociedad portuguesa; Jorge y Teresa no resultaron la excepción a la regla, y, contra todo pronóstico, teniendo en cuenta al menos el historial erótico-sentimental de la contrayente, el matrimonio gozó desde el primer día de una envidiable buena salud conyugal y de una complicidad absoluta entre ambos miembros de la pareja, que causaba admiración y envidia entre sus conocidos y familiares.
Lucinda desconocía entonces ese peculiar rumor, pero mientras seguía la ceremonia desde una discreta distancia, intentando distanciarse de la atmósfera carnavalesca que algunos invitados pretendían insuflar al evento, no podía evitar mirar de soslayo a un abatido Bruno, vestido a propósito de luto riguroso, porque así es como se sentía desde que ella le dejara tirado como una colilla para seguir su camino en solitario. Se había dejado barba, y estaba visiblemente mas delgado, pero seguía igual de arrebatador, e incluso podría asegurar desde aquella distancia que ahora poseía un nuevo tipo de brillo místico en la mirada y un aspecto general mas espiritualizado que antaño. Le recordó por momentos al Che Guevara, también comunista e igualmente un hombre atractivo, pero después cambió de opinión y le vino a la mente de repente la imagen del rey portugués Dom Sebastiao, otro ejemplo de fanático iluminado, que abandonó la seguridad de su trono, por razones no del todo claras, para embarcarse en una suicida cruzada en solitario contra el reino de Fez en Marruecos; a partir de ese aciago día, el desdichado rey se convirtió en leyenda, y, a raíz de su muerte en el campo de batalla pasó a ser conocido por el doliente pueblo luso como el “rey durmiente” que habría escapado milagrosamente vivo de la masacre de Alcazarquivir, y debía regresar triunfante para comandar las tropas liberadoras en las horas mas difíciles de la nación portuguesa.
Lucinda entabló conversación, mas por educación y principios que por afinidad de carácter, con diversos invitados al enlace. Al salir al exterior del templo, y tras retratarse con los novios en el cuidado jardín anexo a la sacristía, se encontró de frente con Bruno, con quien departió de manera breve y a quien puso en conocimiento de sus planes de boda en España, que él no quiso escuchar porque nunca podría comprender la ceguera que mostraba hacia su abortada historia de amor
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El anillo de compromiso que luces es muy bonito y sin duda le habrá costado un pastón a tu prometido, pero en una historia de amor lo fundamental son los sentimientos, y no me creo que hayas dejado de amarme de buenas a primeras y sin motivo alguno – argumentó un dolido Bruno, que llevaba muchos meses esperando este momento de la verdad, pero que, a juzgar por el fingido hieratismo del rostro de Lucinda, no estaba resultando del todo convincente.
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Los sentimientos cambian, y también lo hacen las personas… – filosofó Lucinda, ofreciendo una inocua respuesta tipo a una dolorosa pregunta que no estaba en situación de responder en aquel momento.
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¡No lo entiendo, Lucinda! – replicó un alterado Bruno, a quien le costaba mantener la compostura debida ante la prometida de otro hombre, cuando en su fuero interno pensaba que ella seguía sintiendo algo por él - ¿Cómo es posible que de un día para otro hayas cambiado tanto? No me digas que tu padre no está detrás de toda esta pantomima porque esta boda fantasma lleva la marca Magalhaes escrita en la frente; hasta apostaría que él mismo te había asignado marido hace tiempo y solo esperaba el momento oportuno para comerte la oreja y malmeterse en nuestra relación.
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¡Deja a mi padre en paz, haz el favor! – protestó una enfurecida Lucinda, alejándose de él en dirección a la iglesia - ¡tu no sabes nada de esta historia! Es una relación auténtica y me caso muy enamorada. Además, mi padre no es Onassis ni el padre del presidente Kennedy, y no tiene el poder que tú le otorgas sobre mis decisiones vitales. Y ahora, si me disculpas, voy a saludar a mis primos de Coimbra…
Bruno le dirigió una mirada indefinible que traspasó el alma atormentada de Lucinda y la estremeció de pies a cabeza como si hubiera sido alcanzada por un rayo; nunca, durante el resto de su vida, olvidaría aquella mirada implorante e indignada por igual, y mucho menos las palabras que escuchó a continuación, pronunciadas de un modo deliberadamente lento y medido, como si fuera el oráculo de Delfos quien hablara por su boca en ese instante supremo:
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Eres una mujer libre y puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo, pero estás cometiendo la mayor equivocación de tu vida. Ahora todo es muy bonito y crees que le amas y que seréis felices, pero te aseguro que algún día no lejano pronunciarás mi nombre en sueños, y anhelarás estrecharme en tus brazos, pero yo estaré ya lejos, demasiado lejos.
Aquellas fueron las últimas palabras que Lucinda oyó pronunciar a Bruno en toda su vida, pero no se atrevió a contestarle o a mirarle a la cara, y prefirió acelerar el paso y refugiarse en la seguridad del interior de la iglesia, donde la emoción la venció y se echó a llorar en la penumbra de la nave vacía, sentada en el último banco y fijando la vista en un Crucificado de moderna factura, que constituía el único elemento decorativo del austero altar mayor. El Padre Pereira, que estaba cerrando con una diminuta llave dorada el hostiario policromado, la divisó desde lejos, y se acercó a ella en silencio, sentándose a su lado y tomando su mano entre las suyas sin pronunciar palabra. No hacía falta, él estaba al corriente de los duros momentos que estaban atravesando Bruno y ella, y, aunque nunca se lo confesó por prudencia, lo cierto es que se quedó con las ganas de haber oficiado su ceremonia de boda, porque les consideraba una pareja bendecida por los cielos, que no supo, o no pudo, estar a la altura del don recibido.
(Continuará)