Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 8)
Teresa regresa a Lisboa completamente hundida, víctima de una arbitraria decisión paterna. Lucinda debe viajar a España por un asunto de fuerza mayor, sin sospechar que su vida va a dar un giro de 180 grados en cuestión de semanas. Bruno intentará hacerla entrar en razón, sin conseguir su objetivo.
Al día siguiente, Lucinda se levantó de un humor de perros, todo lo contrario que su huésped, un sonriente Tiago que parecía haber rejuvenecido varios años, como si el hecho de dormir en una cama de hierro del tiempo de Maricastaña le hubiera insuflado unas gotas del elixir de la eterna juventud. En realidad, Tiago no había dormido nada aquella noche, y menos aún en aquella condenada cama, pero ahí estaba él, tan fresco, anudándose la corbata para ir a trabajar y con una sonrisa de oreja a oreja que Lucinda encontró algo bobalicona, pero optó por no manifestar su parecer, después de todas las molestias que le había ocasionado últimamente.
No me apetece nada organizar una fiesta en estos momentos – reconoció una Lucinda recién levantada, en bata y camisón y con el pelo revuelto, pero igual de hermosa que siempre – pero la verdad es que los chavales se lo han ganado a pulso, y se merecen lo mejor.
Yo te aconsejaría que la hicieras. A ti también te vendrá bien animarte – le recomendó Tiago, en perfecto estado de revista y cartera en mano, dispuesto a salir escopetado en dirección al trabajo – has tenido pocos motivos de satisfacción en los últimos tiempos y te vendrá bien distraerte. Pero si la organizas, invita también a algunas chicas jovencitas, aunque sean del servicio doméstico… no querrás tener a quince salvajes haciendo el Tarzán en tu piscina toda la tarde y compitiendo por ver quien se tira a bomba con mas estruendo.
Mmmm…tienes razón, como de costumbre – reconoció ella – Unas cuantas chicas monas, un poco de música de Barry White y ABBA, y comida en abundancia. Ah, y nada de alcohol, que no quiero problemas con sus padres, y la mayoría parecían ser muy jovencitos. Coca-Cola y Fanta a discreción, y van que chutan…
El timbre del teléfono interrumpió tan elevados pensamientos, y Lucinda se acercó con aire desganado hasta el receptor. Le parecía demasiado temprano para que fuese Bruno, que solía llamar dos veces al día, por la mañana y por la noche, allá donde estuviera, para hablar con su prometida.
Si, ¿dígame?
Lucinda...
Al principio le costó reconocer al poseedor del hilo de voz que le gritaba en medio de un ruido ensordecedor de fondo, y que le impedía escuchar a su interlocutor con claridad.
- ¿Quién es? No le escucho bien…
La voz femenina al otro lado del aparato gritó cuanto pudo para hacerse entender, pero su estado de nervios y sus propias lágrimas le impedían expresarse de modo inteligible.
- ¡Lucinda, soy yo, Teresa!¡Soy Teresinha!
A Lucinda casi le da un vuelco el corazón. Tapó el auricular del teléfono un momento y le hizo señas a Tiago para que se acercara; éste señaló el reloj de pulsera que llevaba indicando que tenía mucha prisa, pero Lucinda no le hizo el menor caso.
- ¡Teresa!…¿eres tú? – casi imploró una Lucinda emocionada.
Ahora Tiago se acercó hasta ella de manera espontánea, y completamente descolocado por el notición del día.
Lucinda, estoy aquí. Aquí…
Pero bueno…¿Dónde es aquí? ¿en Lisboa, quieres decir?
Sí, sí – su estado de nervios anunciaba que algo no marchaba bien con ella – por favor, tienes que venir a buscarme.
Ahora mismo voy, no te preocupes…¿en donde te encuentras ahora?
Estoy en Santa Apolónia, te espero en la puerta principal. No me queda dinero para un taxi.
¿Pero estás bien, Teresa? ¿Y el niño… viene contigo? ¿O no ha nacido todavía? – había mil preguntas luchando por abrirse paso en la saturada mente de Lucinda, pero estas fueron las que primero se le ocurrió hacerle – Dime algo, por lo que mas quieras.
El abrasador silencio al otro lado de la línea dio paso a un llanto intenso y desolador, que solo cesó a petición de su hermana, cuya ansiedad iba en aumento.
Se lo han llevado, Lucinda…- balbuceó entre gruesos lagrimones de desesperación – Ellos se lo han llevado…
¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?...Mira, Teresa, ahora salgo hacia allá, espérame en el sitio acordado.
(----) – la línea se cortó sin respuesta ni despedida, y Lucinda se temió lo peor, incluso que en realidad hubiera estado secuestrada por alguna mafia todo este tiempo y sus padres se lo hubieran ocultado deliberadamente. Aquello le olía muy mal, y Tiago la vio tan afectada que se ofreció a acercarse con ella a la estación, tras llamar a la redacción para advertirles que le había surgido un contratiempo y llegaría algo mas tarde.
Lucinda dio gracias al cielo de tener a sus órdenes al servicial Duarte, que no solo estaba demostrando ser un competente jardinero, sino que también hacía sus pinitos en el mundo de la mecánica, y le había dejado como nuevo el deteriorado Ford Mustang de su hermana; Teresa lo había estrellado contra una farola al regreso de una noche de farra y había quedado en un estado calamitoso, y su severo padre se había negado a arreglarlo
como medida disciplinaria contra el comportamiento indecoroso de su hija menor.
En vista del justificado estado de nervios de Lucinda, que hacía varios meses que no tenía noticias de su hermana, fue Tiago quien condujo el auto hasta el centro de la ciudad, y también él quien lo hizo de vuelta hasta Campo Grande, mientras Lucinda intentaba consolar en el asiento posterior a una destrozada Teresa, tarea imposible a tenor del volumen de sus llantos y de su profunda desazón interna.
Tras dejar acostada a la pequeña del clan Rocha Magalhaes, Lucinda se vino abajo y se echó a llorar en brazos de Tiago, que empezaba a sustituir por momentos la figura del ausente Bruno. Fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta de que era Tiago y no Bruno quien siempre estaba ahí en los momentos difíciles de su vida.
- Muchas gracias, Tiago, no sé que haría sin ti – Lucinda, coqueta al fin, se secó las lágrimas con prontitud valiéndose de un diminuto espejo de mano para ello – Perdona que me muestre tan emocional, pero es que los acontecimientos me están superando. De pronto, aparece mi hermana y lo único que es capaz de repetir todo el tiempo es que le han robado a su hijo. Mira, ya no sé que mas desgracias pueden venir a esta casa…
Lucinda guardó el espejo en su bolso y le acompañó hasta la puerta, conscientes ambos de que Tiago tenía prisa. Se fundieron en un sentido abrazo, y Tiago le pidió que buceara en su interior hasta encontrar de nuevo en sí misma la fuerza de carácter que la había hecho famosa entre sus amigos y conocidos.
- No sé que pensar, Tiago, creo que ya no soy la misma – reconoció una abrumada Lucinda – siento que me faltan las fuerzas. Si al menos Bruno estuviera a mi lado en estos momentos…
Tiago tomó buena nota de su estado de ánimo, y, nada mas llegar al trabajo, se puso en contacto inmediato con su amigo, poniéndole en antecedentes del bajón anímico de su novia, y conminándole a que interrumpiera su periplo laboral por tierras alentejanas y regresara a Lisboa de inmediato. Bruno, que seguía perdidamente enamorado de ella, se tomó el asunto muy en serio, y consiguió adelantar el regreso para el fin de semana siguiente, el mismo día en que se iba a celebrar la fiesta prometida por Lucinda a sus ángeles de la guarda locales.
Para entonces, el entorno de Lucinda ya conocía el sórdido trasfondo del rapto de su sobrino, un niño de ojos claros que nació en perfecto estado de salud el 20 de Julio y le fue arrebatado a su hermana por los mismos médicos nada mas nacer, con el rastrero razonamiento de que el niño estaría mejor atendido por una familia tradicional en lugar de por una madre soltera “ de carácter inestable” como ella. Al parecer, según narró la propia víctima en días sucesivos, cuando su recuperación del trauma vivido le permitió hacer uso de nuevo de la palabra como medio de expresión, sus padres, cuando ella les confesó finalmente que estaba embarazada y que el niño era fruto de una relación casual con un joven británico, pusieron el grito en el cielo, y acordaron después internarla, en contra de su voluntad, en un apartado convento de religiosas que se harían cargo de ella y evitarían que su entorno social tuviera noticia alguna de tamaña desgracia; ya se encargarían ellos durante sus meses de reclusión, le vinieron a decir, de buscar a una buena familia católica que estuviera dispuesta a hacerse cargo de la inocente criatura, que no tenía culpa alguna de los pecados de su madre, moderna Jezabel que arrastraba el inmaculado nombre de la familia por el fango, sin pararse a pensar ni por un momento en las funestas consecuencias de sus actos.
Teresa no quiso creer que sus padres fueran capaces de tal crueldad, de arrancarle de los brazos a su hijo recién nacido, y esa fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Cuando, tras dar a luz, el chófer de la familia fue a recogerla al rústico escenario de su tragedia personal y la condujo de nuevo a casa, Teresa se negó a saludar a su madre, que la esperaba, de manera hipócrita, llorando en la puerta de su casa con los brazos abiertos y el rimmel corrido, y se encerró en su habitación, de donde salió minutos después, con el pasaporte en la mano y algo de dinero que tenía guardado por ahí. Tras burlar la vigilancia materna y del servicio doméstico, a los que consideraba espías a su servicio, se escabulló por la escalera de servicio, y, tras parar un taxi, y pedirle encarecidamente al conductor que le acercase a la estación de Atocha, una vez en su destino adquirió con sus escuetos ahorros un boleto para el próximo tren que partiera con dirección Lisboa.
La piscina de la finca, situada en un lateral de la mansión de gruesos muros de ladrillo de color granate, estaba a reventar de gente aquel caluroso sábado por la tarde, que daba buena cuenta de las viandas preparadas al efecto en una sucesión de pequeñas mesas de madera colocadas en filas alternas a lo largo del velador contiguo. No faltaba nadie a la cita; allí estaban los chavales del barrio armando bulla y saltando desde el trampolín con el lógico estrépito, y un montón de chicas de servicio de las urbanizaciones cercanas, casi todas rondando los 20, y en su mayoría brasileiras y caboverdianas, aunque también angoleñas e incluso alguna portuguesa despistada: y por allí pululaba Tiago, departiendo ahora de forma amigable con Duarte en un extremo del salón principal, y justo enfrente Célia y María do Carmo, las mejores amigas de Lucinda, chismorreaban de todo un poco vestidas con sus mejores galas, a pesar del aspecto plebeyo del resto de invitados y del aire informal y ausente de etiquetas de la celebración. Y, por supuesto, estaba Bruno, que había hecho lo imposible por estar allí aquella tarde; y no venía sólo, con él traía a un joven capitán de la 5ª División con quien había hecho buenas migas desde que se conocieran tiempo atrás durante las campañas de dinamización cultural en curso. Se llamaba Jorge Galvao, y era un flamante miembro del COPCON, el combativo organismo dentro del MFA que conformaba su núcleo duro, el “sancta sanctórum” de la extrema izquierda militar enquistada en las mas altas instituciones de gobierno de la cúpula militar. Constituían una especie de guardia pretoriana del régimen, y su misión consistía en salvaguardar las esencias marxistas de la Revolución e impulsar los cambios mas radicales en el proceso político.
Jorge era una estrella en ascenso dentro del organigrama de la élite militar que regía los destinos del país, y se le consideraba uno de los principales mentores de la “vía popular” dentro de la familia revolucionaria; esta vía pasaba por conceder mayor protagonismo al pueblo y a las iniciativas populares, poniendo énfasis en crear una red de asociaciones de todo tipo, desde vecinales y barriales hasta sindicales que se rigieran por el principio de la “democracia directa”, con asambleas multitudinarias donde se votaban las propuestas a mano alzada, como ya sucedía, de hecho, en muchas plazas mayores de pueblos y ciudades a lo largo y ancho de Portugal. El principal representante de esta tendencia era el carismático militar Otelo Saraiva de Carvalho, en quien Jorge tenía puestas muchas esperanzas de regeneración y cambio democráticos; al igual que Bruno, era también simpatizante de un pequeño partido de signo proletario, la UDP, con fuerte implantación en el “cinturón rojo” de Lisboa, y, particularmente, en Setúbal.
Pero Jorge era ante todo un hombre joven, y además soltero y bien parecido, y no tardó ni veinte minutos desde que entró por la puerta de la mansión en decidir que aquella chica de ojos tristes y sonrisa forzada que languidecía en un rincón con un vaso de limonada en la mano había de ser suya. Teresa no estaba en esos momentos para flirteos vacuos y ligoteos de tres al cuarto, pero el capitán, que se reveló como un bromista consumado, supo sacar a flote lo que quedaba de su humor perdido, y la noche se hizo mas llevadera para ambos; Lucinda fue la primera sorprendida al ver a su hermana riendo, al principio sin mucho empeño, y mas tarde, según caía la noche sobre Lisboa, con mayor entusiasmo.
La velada hubiera sido perfecta si una llamada de larga distancia no hubiera interrumpido el flujo natural de las cosas. Una sirvienta se acercó discretamente a Lucinda mientras hablaba con sus amigas, y le cuchicheó al oído que su tía Isabel la llamaba desde Madrid. Lucinda intuía que algo así no podía significar nada bueno, y que alguna nueva desgracia venía a sumarse a la larga lista de adversidades acontecidas desde que la Revolución llegó a sus vidas un día de primavera, con la firme intención de ponerlas patas arriba. Descolgó el auricular temerosa de lo que podía encontrarse, pero estaba segura de que, fuera lo que fuese, no le iba a gustar. No se equivocaba.
Sí…¿Tía Belinha?
Sí, soy yo. ¿Eres tú, Cinda?
Si, dime, tía. ¿Qué tal las cosas por allí? ¿Ha pasado algo?
Ay, hija mía, tienes que venir enseguida a Madrid. Es tu madre…
¿Qué la ha pasado? – Lucinda tenía ya el corazón en un puño - ¿está enferma?
Está en el hospital. Yo no puedo decirte mas, pero tienes que venir pronto.
¿Pero que es lo que tiene? Tía, por favor…
Es que no lo sé todavía, ha sido un ataque súbito, pero está hospitalizada y mantiene las constantes vitales. Ven cuanto antes, anda, hija.
Mañana mismo estoy allí. ¿En que hospital está ingresada?
En el Ruber Internacional; toma nota de la dirección.
Bruno presintió que algo no marchaba bien cuando la vio flotar por el pasillo con el rostro desencajado y tan pálida como la luna llena reflejada en la nieve. No hizo falta que preguntara nada, sus almas bailaban la misma melodía y bastó con que la mirara a los ojos para comprender de que se trataba; la apretó la mano con fuerza y se la llevó a los labios, besándole el dorso de la misma con notoria delicadeza.
¿Qué ha pasado esta vez?
Uff…es mi madre; tengo que irme a España ahora mismo.
Comprendo. ¿Está grave?
Aún no lo sé. Voy a hacer la maleta; nadie mas debe enterarse, sobre todo Teresa. Ya se lo contaré yo a su debido momento.
Como quieras. Te acompaño a la estación.
No, es demasiado lento. Voy al aeropuerto, quiero llegar cuanto antes.
Voy al garaje a por el Mustang. Te espero con el motor encendido en la calle.
Antes tengo que despedirme de mis invitados; de todos modos ya es tarde y la mayoría ya se han marchado. Les pondré cualquier excusa. En veinte minutos estoy en la puerta trasera.
Allí estaré.
Poco podían imaginar que este breve trayecto hasta el aeropuerto iba a ser el último que realizaran como pareja. Si bien es cierto que ambos se despidieron con un apasionado beso en la terminal internacional y que ella prometió estar de vuelta en pocos días, en cuanto la situación de su madre se estabilizara, en su interior no estaba tan segura de que las cosas fueran a resultar tan sencillas. Durante el vuelo tuvo el presentimiento de que su proyectada luna de miel, que llevaba planeando desde tiempo atrás con Bruno y que les acercaría primero a París, como anticipo de un largo periplo que debía llevarles a Roma, Atenas, las islas griegas del Egeo y Estambul, tendría que ser cancelada.
El diagnóstico del prestigioso cirujano que operó a su madre no pudo ser mas diáfano: cáncer de útero con ramificaciones ováricas y extirpación total de órganos reproductores; según le explicó el médico en un pausado castellano, para que lo entendiera mejor, las posibilidades de que apareciera metástasis en los próximos meses o años era superior al 75%, y, por tanto, le recomendaba disfrutar de la compañía materna el tiempo que le quedara de vida, procurando estresarla lo menos posible y que mantuviera el ánimo alto y la mente serena. Para Lucinda, las opciones posibles se redujeron a dos: o bien regresar a Portugal y continuar con su vida de profesional del periodismo y con su alicaída historia de amor con Bruno Alves, o permanecer en Madrid junto a su madre, y procurando evitar en lo posible la nefasta influencia paterna. La segunda opción no le parecía tan descabellada como hace unos meses, y las razones le parecieron obvias: el clima político y social en Portugal era irrespirable, el país caminaba a buen paso hacia una probable guerra civil, y, de todas formas, el régimen marxista en el poder ya había anunciado en numerosas ocasiones su intención de conducir el país hacia la “dictadura del proletariado”. “Si de todas maneras tendré que abandonar Lisboa de aquí a unos meses - razonó Lucinda sentada junto al lecho de enferma de su madre en el Hospital Ruber - ¿Qué mas da que lo haga ya, si de todas maneras la mayor parte de mis conocidos con el tiempo también darán ese paso, en cuanto Portugal se convierta de manera oficial en una República Popular?”. Los ruegos de su madre, pidiéndole encarecidamente que se quedara con ella en Madrid, y la actitud fingidamente benevolente de su padre, que, hundido por la fatal noticia, ni siquiera parecía consciente de su presencia, aunque sin duda se daba perfecta cuenta de ella, la animaron a alargar su estancia de unos días a unas semanas y mas tarde de manera indefinida.
En esta difícil decisión tuvo mucho que ver el amor. Al principio, Bruno y Lucinda hablaban todos los días por teléfono, y él se interesaba de manera sincera por el estado de su madre y le preguntaba por la fecha de su regreso a Lisboa, pero al cabo de poco tiempo ella dejó de responder a sus llamadas, se desinteresó por completo de su suerte, y se concentró en su nueva vida madrileña, en la que no le faltaban pretendientes. Uno de ellos era Carlos López de Arístegui, un joven abogado algunos años mayor que ella, que poseía una cierta elegancia natural y muy buena planta; no en vano en su juventud había jugado al baloncesto de manera semiprofesional y en la actualidad, además de su trabajo en un prestigioso bufete de abogados capitalino, se dedicaba en los ratos libres a la acción social en su variante deportiva: era entrenador de baloncesto para niños de escasos recursos en los barrios marginales de la gran ciudad, como Orcasitas y Palomeras Bajas. Nada le hacía mas ilusión que ver sonreír a estos chavales cuando conseguían anotar su primer triple desde la línea de 6:25, y su entusiasmo por el basket era contagioso: toda su familia participaba de su afición, que se había convertido en una tendencia familiar, y que él deseaba transmitir a sus propios hijos en el futuro.
Lucinda y Carlos se habían conocido de manera casual, cuando ella había acudido a un acto social benéfico en representación de su madre enferma, a comienzos de septiembre. Carlos estaba esperando a un amigo en el vestíbulo del hotel donde se celebraba el acto, y, al ver a una chica tan atractiva llegar sola a la gala, se ofreció como acompañante de la misma. A Lucinda la ocurrencia le hizo gracia, sobre todo al descubrir de inmediato que hablaba un fluido portugués, producto de sus muchos años de veraneo en Cascais y Estoril, a la sombra del exiliado pretendiente al trono español Don Juan de Borbón, de quien su padre era un ferviente seguidor. No le costó al habilidoso abogado español convencer a la solitaria exiliada de que aquello no había sido una casualidad ni un capricho del destino sino la sabia mano de la Providencia divina moviendo sus fichas para que ambos se conocieran y enamorasen. Y aunque Lucinda no estaba entonces para muchos amores, tampoco le cerró la puerta de su corazón por completo, y Carlos tuvo la suficiente habilidad como para colarse por las rendijas entreabiertas del mismo e inocular su venenoso “charme”, obteniendo el trofeo mayor en un tiempo récord: un mes después de conocerse ya eran novios formales, poco después Carlos la regaló un costoso anillo de compromiso, y el 23 de Noviembre de ese mismo año, recién muerto Franco, tuvo lugar la solemne petición de mano en casa de los padres de la novia. La madre de Lucinda estaba tan contenta con la noticia (su hija se casaba con todo un “partidazo”, dando de lado al repulsivo fotógrafo comunista que sólo buscaba su dote) que su estado de salud mejoró de manera sensible en los meses siguientes. Su padre también daba saltos de alegría en la intimidad con la inesperada noticia, pues los López de Arístegui conformaban una dinastía de patricios centrada en el mundo de la abogacía, la banca y las altas finanzas que merecía la pena cortejar y tener de su parte.
La ruptura de su relación con Lucinda dejó a Bruno completamente abatido; ni siquiera los buenos oficios de su buen amigo Tiago, que procuraba distraerle llevándole consigo a todas partes conseguía sacarle de su depresión. A comienzos de septiembre, coincidiendo con sus vacaciones anuales, viajó a Madrid con su Harley, en un último intento desesperado de arreglar las cosas y de obtener una explicación a la razón de su alejamiento. Pero fue peor el remedio que la enfermedad: después de varios días de viaje, de dormir en infectos moteles de carretera y de comer en miserables tascas de pueblo, al llegar a Madrid recibió el golpe mas duro de su largo bagaje sentimental: hasta ese momento él siempre había elegido la chica con la que le apetecía estar; guapo y seductor, solía tener un montón de mujeres pendientes de él, y los corazones rotos de su biografía siempre tenían nombre de mujer, nunca el suyo. Que una fémina se atreviera a romper con él sin darle la mas mínima explicación era algo que quedaba mas allá de su comprensión. Y eso es lo que había hecho Lucinda, la ingrata hija de Eva que había osado abandonarle a su suerte después de arrebatarle previamente el corazón y hasta el último aliento de su ser.
Bruno eligió sus mejores galas para esperar a Lucinda, mientras paseaba con un ramo de claveles rojos, sus favoritos, arriba y abajo por la calle Panamá, frente al señorial portal del edificio donde vivía. Serían las nueve de la noche cuando, por fin, la vio salir, y fue a cruzar la calle para hablar con ella, pero cual sería su sorpresa cuando vio a un chico muy alto y de aspecto elegante que se le adelantaba. Ni corto ni perezoso, el intruso la plantó dos besos en las mejillas, al estilo español, y la rodeó los hombros con el brazo mientras se alejaban Castellana abajo. Con la autoestima vencida, Bruno se sintió de repente ridículo con el ramo de flores en la mano, y decidió regalárselo a la primera mujer bonita que apareciera por la calle; pero antes de que eso ocurriera localizó con la vista la inconfundible silueta del Triumph descapotable de su amada, y, sin pensárselo dos veces, depositó en el asiento delantero el ramo, como había hecho año y medio antes en Lisboa, con una nota muy meditada que había escrito de su puño y letra. Pertenecía a una conocida canción popular del norte de Portugal, llamada Senhora do Almortao, y poseía una lírica letra de inflamado contenido patriótico que decía:
Senhora do Almortao,
o, minha linda raiana,
Viraís costas a Castela.
Nao queiráis ser castelhana.
No hacía falta añadir mas, ni siquiera firmar la tarjeta, porque ella entendería perfectamente el significado real y el oculto tanto del continente como del contenido. Bruno había apostado fuerte por un amor que creía indestructible, y ahora se encontraba con la dura realidad de que los vientos cambian de rumbo sin previo aviso y que su admirada Revolución y la mujer que amaba por encima de todo pertenecían a dos realidades paralelas, destinadas a no encontrarse jamás.
Aquel 9 de Septiembre quedó grabado a fuego en la memoria de Bruno para siempre; su vida no volvió a ser la misma nunca más. Hundido por el peso de una tragedia a la que se sentía incapaz de hacer frente, su universo personal se reducía ahora al activismo político. La suya sería, de ahí en adelante, una apuesta clara por la justicia social y la victoria de las fuerzas populares en la lucha por el poder que se avecinaba en Lisboa; de su etapa anterior ya no quedaba nada, salvo las cenizas de un amor apasionado que no pudo ser. Por lo demás, su adorado Tiago ya no le necesitaba como antes, pues desde que apareció en su vida la figura redentora de Duarte ya no bebía ni trasnochaba como en los meses anteriores, y su camarada Jorge Galvao, con quien compartía un mismo universo mental, estaba centrado en otros asuntos desde que había encontrado también el amor en los brazos de la hermosa Teresa Magalhaes (“una perfecta dama en la calle, una zorra viciosa en la cama”, le había comentado en privado su indiscreto amigo a propósito de su nuevo interés sentimental).
Bruno no regresó de inmediato a su país, sino que aprovechó el resto de sus vacaciones para viajar a París en su Harley, la única compañera fiel de su vida, y posteriormente a Bruselas y Amsterdam, vagabundeando por los bulevares del Barrio Latino y Saint-Germain-des-Prés sin nada que hacer, ni nadie con quien pasear cogidos de la mano por la ribera del Sena o subir a lo alto de la Torre Eiffel. Para él, definitivamente, París no era una fiesta, sino el triste escenario de su sueño de amor destrozado, en el despiadado entorno de la ciudad mas romántica del mundo.
Sentado en la terraza de un viejo café de Montparnasse, escuchando de fondo la música de Elvis, y entendiendo cada palabra que decía, pues, como otros muchos portugueses, tenía cierta facilidad para los idiomas, se sintió el hombre mas miserable del mundo:
Well, now, if your baby leaves you,
And you have a sad tale to tell,
Just take a walk down Lonely Street
To Heartbreak Hotel.
And you will be, you will be, you will be lonely, baby
You’ll be so lonely
You’ll be so lonely, you could die.
Esta correosa melodía se le quedó anclada en el cerebro durante días, la hizo suya y se identificó con su espíritu como nunca le había ocurrido con ninguna otra canción. Probablemente ignoraba que su caso no era único: veinte años atrás, una nación ansiosa de ídolos tras la muerte prematura del mesiánico James Dean convirtió a un desconocido chaval de 21 años con magia en la garganta y el ritmo fluyendo en sus venas en la mas grande estrella musical que el mundo recordara. El 21 de Abril de 1956, el primer sencillo de Elvis Presley, “Heartbreak Hotel” llegó al nº 1 del prestigioso Hot 100 de la revista Billboard, y, desde entonces, esta pieza que apenas supera los dos minutos de duración, ha sido considerada como una de las 10 canciones mas escuchadas e influyentes de la historia de la música pop. De este himno a la soledad y la desesperación se rumoreó desde el primer día que estaba inspirado en la relación entre James Dean y Pier Angeli, (de ahí que al final del estribillo se incluyera en el último verso la coletilla “you could die” (tú podrías morir)), lo que no sería de extrañar teniendo en cuenta que Elvis era un fanático admirador del protagonista de “Al este del Edén” y “Rebelde sin causa”, como mas tarde averiguó Lucinda durante su prolija investigación para su mas reciente novela. Pero a Bruno no le hubiera servido de consuelo en aquellos días conocer que su sensación de vacío y soledad había sido compartida por millones de personas en todo el mundo desde el principio de los tiempos; su tristeza, pensaba él, no tenía comparación posible, porque le habían partido el alma en dos de un certero hachazo, y ahora caminaba entre sombras sin la reconfortante presencia de su otra mitad a su lado. El Hotel de los Corazones Rotos sería su residencia permanente de por vida, decidió un desesperanzado Bruno, y ninguna otra mujer podría volver a ocupar el lugar de privilegio que Lucinda tuvo en su corazón.
(Continuará)