Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 7)

Tiago y Lucinda, acompañados de Duarte, acuden a la manifestación opositora que reune a una ingente multitud de personas alrededor de la Fuente Luminosa. Días después, un desafortunado incidente en casa de Lucinda pondrá a prueba su temple y la hará tomar conciencia de su situación de vulnerabilidad

“El 29 de septiembre Jimmy y Pier acuden juntos aún al estreno de “Nace una estrella”, el regreso a la primera división de Judy Garland tras una larga temporada alejada de los focos, pero su noviazgo está herido de muerte. Fuera por despecho o por convicción, lo cierto es que, una semana mas tarde, Pier Angeli y el cantante Vic Damone anunciaban su compromiso matrimonial. ¿Cómo pudo afectar este hecho en la ya de por sí frágil psique de Jimmy Dean, el huérfano traumatizado por la pérdida de su adorada madre?. Diversas fuentes de la época manifiestan que tuvo un efecto demoledor en su equilibrio mental. Entre las numerosas salidas de tono que se le atribuyen en su último año de vida, figura una extendida leyenda urbana que asegura que Jimmy se plantó con su moto a la salida de los novios de la iglesia, con el motor encendido y armando un ruido ensordecedor, y que salió escopetado de allí tras dejar constancia de su presencia.

Fue tan sólo a principios de este año, tras el fallecimiento de su gran amiga Elizabeth Taylor, cuando se publicó una supuesta confidencia de la actriz a un periodista, que la habría recibido de ella años atrás a cambio de no publicarla mientras estuviera viva. En ella se recogía el rumor, ahora confirmado, de que Jimmy había sido objeto de abusos sexuales de niño por parte del pastor de su Iglesia en Indiana, el Reverendo De Weerd, un hombre joven en aquella época, y que esa era la causa directa de su conducta neurótica y de sus repentinos cambios de humor, que tanto parecían sorprender a su entorno. En Pier, el pequeño Jimmy habría encontrado a una segunda madre, una madre sexualizada con la que mantener un vínculo edípico de por vida. Ahora que mamá le había abandonado por segunda vez, la carrera de Dean hacia la autodestrucción le condujo mas de una vez al borde del abismo”.

Extraído de “La chica que se parecía a Pier Angeli”, pag.154

Las continuas idas y venidas de Bruno durante la primavera y verano de 1975 contribuyeron, sin que él llegara nunca a sospecharlo, a debilitar sus sacrosanta unión alquímica con Lucinda, que empezó a sentirse desplazada a favor de una rival mucho mas poderosa y temible que cualquier mujer de carne y hueso: Revolución era su nombre de guerra, y sus señas de identidad, los claveles rojos, los baños de masas en la plaza pública, y el caos generalizado allá por donde pasara. Obsesionado con tan esquiva dama, había desatendido durante varios meses su relación de pareja con la que consideraba, sin ningún género de dudas, como la mujer de su vida.

Tras el regreso de Lucinda de Madrid a finales de marzo, enemistada de por vida con su tiránico padre, ambos habían decidido dar el paso decisivo y casarse después del verano; por él lo hubieran hecho mucho antes, pero ella quería esperar a que su hermana fuera liberada de sus cadenas invisibles y saliera de la clandestinidad después del parto, que previsiblemente debería tener lugar a finales de Julio o comienzos de Agosto. En realidad, de no haber sido porque tenía que acompañar y cuidar de su delicado abuelo materno, se hubieran ido a vivir juntos de inmediato, pero la complicada salud del anciano, muy debilitado por los avatares domésticos y por la revuelta situación política hacían aconsejable no exponerle a un nuevo disgusto innecesario; el pobre anciano andaba muy deprimido desde que, allá por Febrero, hablara por última vez por teléfono con su nieta favorita, la adorable Teresinha, y no hubiera vuelto a saber de ella. La manida excusa de que se encontraba en el extranjero prosiguiendo sus inexistentes estudios no convencía al astuto patriarca, que anteponía el comprobado deseo, y la obligación moral, de su nieta de comunicarse con él a cualquier otra consideración espuria.

El 17 de julio, después de pasar tan solo seis días en Lisboa desde su último regreso, Bruno debió partir de nuevo; esta vez debía acompañar a la célebre (y muy politizada) 5ª  División, en una de sus constantes Campañas de Dinamización Cultural a lo largo y ancho del país, y que, según sus enemigos políticos, ocultaban tras una fachada respetable y bienintencionada todo un catálogo de malas artes que incluía la catequización masiva de los elementos menos instruidos y mas fácilmente manipulables de entre la población rural, a la que solían ir destinadas estas campañas de alfabetización. Dos días antes de su partida, Lucinda le había comentado de pasada que pensaba acudir junto a Tiago y Duarte a la manifestación anunciada para el día 19 en la Alameda Afonso Henriques, y que debía reunir sobre el estrado a los mas conspicuos opositores del Gobierno de Vasco Gonsalves, que se había ido desprendiendo de estas “excrecencias políticas” en los últimos meses con vistas a dotar al Quinto Gobierno Provisional de un sesgo auténticamente revolucionario e izquierdista. Bruno se mostró en desacuerdo con su decisión, y ambos mantuvieron una desagradable discusión, cargada de tintes políticos, en la que no tuvo el menor empacho de catalogarla como una “vendepatrias” y de “mercenaria al servicio de los intereses de la CIA y el Gobierno de EE.UU”, algo que hubiera resultado cómico en otras circunstancias, pero que en aquel momento crispó los ánimos de la ya de por sí volátil periodista en paro forzoso. Aunque ambos se reconciliaron aquella noche, e hicieron el amor de manera apasionada en el suelo de la habitación, Lucinda pudo ver que la dinámica de la relación favorecía a partir de entonces una confrontación evidente entre los intereses políticos contrapuestos de ambas partes.

Al día siguiente, sin embargo, Bruno acudió a título personal, cámara en mano, como siempre, a la impresionante manifestación unitaria convocada por los partidos a la izquierda del PSP, que, bajo el lema “Obreros y campesinos, soldados y marineros, juntos ¡VENCEREMOS!”, tuvo lugar en el centro de Lisboa, exigiendo la disolución inmediata de la Asamblea Constituyente, el control obrero de los medios de producción y la instauración inmediata de la dictadura del proletariado. Allí, en medio del pueblo trabajador, que clamaba por acelerar el proceso de su liberación del odiado capitalismo, se sentía parte de un proyecto mayor destinado a restaurar la dignidad perdida del proletariado portugués; y cuando las masas oprimidas coreaban eslóganes suprapartidarios como el sempiterno “Poder popular” o “¡Todo el poder para el pueblo, Gobierno Provisional, no, Gobierno Popular, sí!” sentía en todas las células de su cuerpo el éxtasis de la comunión mística entre el individuo, sacrificado en el altar de un ideal mayor y mas noble, y la poderosa masa, protagonista absoluta de la corriente subterránea de la Historia. Lucinda decidió quedarse en casa con su abuelo aquella noche, aunque sabía que al día siguiente Bruno debía partir muy temprano en dirección a Beja, pero éste no le concedió importancia al detalle, y durmió como un niño de pecho tras su baño de multitudes en el ágora lisboeta.

El parque de la Fuente Luminosa, donde se había citado aquella tarde-noche del 19 de Julio la “mayoría silenciosa” llamada a cambiar el rumbo torcido de los acontecimientos políticos, apareció ante sus ojos abarrotada de gente que llegaba en autocares y coches particulares de los mas recónditos rincones de la geografía portuguesa. En su mayoría era gente despolitizada, que no se había manifestado nunca y, posiblemente, no volvería a hacerlo nunca mas en el futuro, pero que en aquellos momentos trascendentales en el devenir histórico de su país quisieron sumar su voz  a la de otros muchos segmentos ignorados de la población portuguesa, y denunciar la deriva totalitaria del Régimen de los Capitanes de Abril. Duarte, que renegaba de igual modo de los políticos socialistas, a los que culpaba de los desastrosos planes de descolonización en marcha, se había unido a ellos con ciertos reparos éticos, pero consciente del hecho de que Mário Soares era el único político en activo, por no decir la única persona en todo Portugal que podía canalizar el sentimiento de rechazo a la dictadura gonsalvista por parte de las masas indefensas sin temor a ser acusados de “provocadores fascistas” o “contrarrevolucionarios”, dos de los mayores insultos que el régimen reservaba a sus oponentes políticos; con su agilidad de joven leopardo urbano, Duarte se encaramó a las ramas de un árbol para seguir el discurso del líder socialista, durante el cual Soares cargó duramente contra el Ejecutivo de Gonsalves. En un tono épico, muy apropiado para la ocasión, el dirigente socialista pidió su dimisión inmediata, catalogó a la dirección del PCP de “cúpula de paranoicos” por haber ordenado a sus bases que impidieran mediante la colocación de barricadas el acceso de los manifestantes al centro de Lisboa, supuestamente por constituir una “marcha contrarrevolucionaria de graves consecuencias para el orden público en la capital”, tildó de “hatajo de irresponsables” a la plana mayor de la Intersindical, fieles correas de transmisión de las consignas de sus amos comunistas, y amenazó con “paralizar el país” si no cesaba la persecución permanente a los partidos democráticos reunidos en la inoperante Asamblea Constituyente, ninguneada desde el poder. Lucinda quedó fascinada con el sentido discurso del líder socialista, que era un fogoso orador capaz de enardecer a las masas, ya de por sí muy excitadas por la tensa situación que se vivía en el país, y, en cierto momento del discurso, vencida por la emoción, se echó a llorar, observando a su alrededor la inmensa avenida repleta de gentes de todos los estratos sociales, que no estaban dispuestas a soportar otra dictadura durante los próximos 50 años sin presentar batalla antes. Tiago la tomó entre sus brazos tiernamente y la besó en la frente, y ambos pasaron el resto del acto enlazados por los hombros y la cintura, sin ningún tipo de connotación sexual, pero disfrutando obviamente de su compañía, ante la mirada consternada de Duarte desde lo alto de su atalaya , que veía evaporarse sus escasas esperanzas de seducir al reticente periodista de “Expresso”. “Este cabrón se está tirando a la novia de su mejor amigo”, pensó para sus adentros, “por eso no sale con ninguna chica, lo que me tenía mosqueado; pero no le culpo, la chica es un bellezón…¿Qué hombre en su sano juicio podría resistirse a sus encantos?”. Aunque él podía hacerlo llegado el caso…pero, claro, él no era un hombre corriente, un portuguesito blandengue incapaz de defender como un hombre sus provincias de Ultramar, sino un guerrero africano de piel blanca y corazón bantú trasplantado a un país que sus mayores aseguraban era el suyo por derecho de nacimiento.

Lo que el desconfiado Duarte ignoraba es que, durante los doce días que había pasado instalado en la habitación del supuestamente “cornudo” Bruno, Tiago había cedido a la humillante tentación de observarle mientras dormía a pierna suelta, cubierto tan solo por un simple calzoncillo, admirando su compacto cuerpo de cazador de la sabana africana, e intentando imaginar como sería el tacto de esos brazos musculados o la dureza de sus marcados pectorales, pero sintiéndose incapaz de tocarle por temor al rechazo o a un arrebato violento por su parte: “Desengáñate, Tiago – se repetía a sí mismo para conjurar la irresistible compulsión de devorarle allí mismo – los chicos que sienten como tú no juegan al fútbol como él, ni tienen voces profundas y varoniles como la de un encantador de serpientes, ni son partidarios de las derechas como mi precioso Duartinho”, y se retiraba de vuelta a su habitación con la mirada encendida y el sexo enhiesto y a punto de desbordarse. Pero lo que Duarte veía en forma diáfana, en cambio, es que su amigo y su adorable amante le habían tendido una encerrona, y, al finalizar la manifestación, le habían liado para que les acompañara a cenar con una amiga íntima de Lucinda, que respondía al nombre de Célia, y que le pareció otra pijilla de ideas progresistas como su benefactora. Sentados ante una mesa degustando el menú de la casa, en un restaurante elegante de la zona de Campo Pequeno, lindante con la Plaza de Toros, Tiago pareció confirmar en varias ocasiones su secreto vínculo con Lucinda, como cuando reconoció ante ellas que ya conocía a Célia de una ocasión anterior.

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Fue una mañana en que iba a la Escuela de periodismo en mi último año de estudios, debió ser en abril o mayo de 1973. Yo iba montado en mi Vespa de siempre, porque por entonces no había comprado aún el Renault 8, y os vi a las dos montadas en el descapotable de Lucinda a la entrada de la Facultad detenidas en un semáforo y cantando a gritos una canción que estuvo de moda, no sé si de Carole King o de Carly Simon…

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¡Es verdad! – gritaron las dos a dúo, como si estuvieran sincronizadas.

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Sí, estábamos cantando el “You´re so vain” de Carly Simon…- recordó Lucinda tapándose la boca con el dedo índice extendido, en posición pensativa.

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Fue el día siguiente a que rompieras tu compromiso con Joao Saraiva – añadió una entusiasta Célia – y le estábamos dedicando al cabronazo la letra de la canción.

Y, como si ambas fueran muñecas de porcelana y alguien hubiera tocado un  resorte íntimo de su anatomía, se lanzaron a cantar a dúo el estribillo de la popular canción:

“You’re so vain

You probably think this song is about you,

You´re so vain

I’ll bet you think this song is about you, about you”

Después la conversación giró hacia la antigua novia de Tiago, que resultó ser vecina de Célia, y a la que esta calificó como una “víbora insoportable”.

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No sé como pudiste soportarla tanto tiempo – intervino Lucinda a continuación – es de esa clase de chicas odiosas y manipuladoras que nos desprestigian a todo el género femenino ante el resto de los hombres.

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No sé, debo tener mentalidad masoquista, porque a mí María Joao me gustaba mucho por entonces, pero, por suerte, ya pasó todo.

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¿Y ahora no sales con nadie? – quiso saber una indiscreta Célia, por simple curiosidad o tal vez intentando arrimar el agua a su molino y calcular sus posibilidades.

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En realidad, no – se apresuró a contestar él, apurando su vaso de vino blanco – solo he estado tonteando con alguna chica últimamente.

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Con alguna, no; con muchas, no seas modesto, Tiago, por favor…  - le interrumpió una divertida Lucinda apoyando su mano en el brazo de Tiago, con demasiada familiaridad en opinión de Duarte.

Tiago, de natural tímido, enrojeció visiblemente con el comentario, pero intentó quitarle hierro al asunto lanzando un cumplido a la novia de su amigo, y, de paso, dejando en claro que no tenía pensado comprometerse en breve con ninguna mujer.

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Puede ser, pero lo cierto es que ninguna de ellas puede compararse a ti, Lucinda. Siempre repito que yo sólo me casaría contigo, pero como tú ya estás felizmente pillada por alguien mucho mejor que yo, me tendré que quedar para vestir santos...

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Anda, anda, no seas adulador… - le recriminó Lucinda dando cuenta de unas exquisitas codornices asadas – ya encontrarás a la chica que te haga tilín a su debido momento. Todo llega en esta vida…

Ambos se miraron a los ojos por un momento, dando muestra de una espontánea complicidad, que dejó escamados por igual a Célia y a Duarte, la primera porque se sintió discriminada con el comentario galante de Tiago a su amiga, y Duarte porque creyó ver confirmadas sus sospechas de que entre ellos había algún tipo de rollo sexual oculto.

El 22 de Julio, el mismo día en que fueron asaltadas por las masas enardecidas las sedes comunistas de Alcobasa y de Ansiao, en el distrito de Leiria, y que el Partido Socialista rechazó formalmente participar en el V Gobierno de la Revolución, ocurrió un hecho que terminó de convencer a Lucinda de la gravedad de la situación, y de la necesidad de abandonar Lisboa por una temporada, al menos hasta que se calmaran las cosas en el país, si es que ello era posible. Ella se había resistido numantinamente a dar ese paso, pero lo ocurrido aquella noche le demostró que su tozudez podía tener efectos contraproducentes en su integridad física.

Serían las diez de la noche cuando Lucinda escuchó ruidos en el jardín principal de la casa. Cuando se asomó a la ventana, no pudo creer lo que estaba viendo: un grupo heterogéneo de unas treinta personas, llegadas de quien sabe donde, había invadido la propiedad, después de que alguien, presumiblemente, trepara la valla cubierta de altos setos y les diera acceso a través del portón de entrada. Desesperada, se le ocurrió llamar a la policía, tan solo para obtener como toda respuesta que estaban saturados de avisos, que tomaban nota y que mandarían un coche patrulla hacia allí en cuanto les fuera posible.

Los manifestantes, entre tanto, se habían acercado de manera peligrosa hasta la fachada de la mansión de estilo eduardiano, y habían desplegado una enorme pancarta que exigía la entrega inmediata del caserón para alojar entre sus muros a toda una suerte de desarrapados, en una muestra de lo que aquella gente consideraba un acto de “justicia social y poder popular”, que eran los mantras de moda que abrían todas las puertas aquellos días, incluyendo las de la soberbia mansión de la familia Rocha Magalhaes.

Y no es que Lucinda fuera una reaccionaria consumada, o que no encontrara cierta lógica en sus planteamientos, teniendo en cuenta que la casa estaba casi vacía en esos momentos, y podría alojar a cuatro familias de “retornados” perfectamente, pero, cuando le propuso la idea al Padre Pereira, éste se opuso aduciendo que, en ese caso, estaría dando excusas al Gobierno para aceptar los hechos consumados y expropiar la mansión. Aquellas pobres gentes necesitaban una vivienda permanente, le explicó el sacerdote, y, si bien es verdad que Lucinda había acogido transitoriamente a un par de familias oriundas de Mozambique en el pasado, el riesgo de que no quisieran marcharse de allí una vez que les encontraran un alojamiento digno en alguna otra parte la desanimaba a continuar con la empresa. Pero una cosa era invitar a alguien a alojarse en su casa y otra muy distinta verse invadida por una tribu de revolucionarios organizados con ganas de bronca. Ella sabía que Duarte era un chico valiente e intentaría hacerles frente, pero 30 personas eran demasiadas incluso para él, y, para colmo, pudo ver como el angoleño salía corriendo en dirección a la calle tras dialogar con ellos en la entrada a grandes voces por espacio de unos minutos. Desolada, y como último recurso, llamó a Tiago, confiando en que estuviera en casa, y, por suerte para ella, consiguió localizarle a la primera, y ponerle al tanto de la gravedad de la situación. Tiago le pidió que mantuviera la calma y que esperase hasta que llegara él, que no tardaría ni veinte minutos y que confiaba en que se lo pensaran dos veces cuando vieran acercarse a un periodista acreditado de un medio de gran tirada.

No es que la idea entusiasmase a Lucinda, pero era mejor que nada. Los revoltosos se habían dispersado por el jardín, y algunos incluso habían empezado a destrozar los cristales a pedradas, provocando que incluso el abuelo de Lucinda, que dormía como un bendito desde hacía media hora, se despertara sobresaltado, convencido de que “venían buscándole a él, en su condición de exmilitar, y que la canalla marxista le iba a fusilar de un momento a otro”. Lucinda intentó tranquilizarle como pudo, pero la verdad es que por dentro temblaba como un flan, sintiéndose completamente indefensa; había dado el día libre al escaso personal de servicio que aún se atrevía a venir a trabajar a la casa de un “enemigo del pueblo”, y Duarte, su único recurso a mano, había huido a las primeras de cambio sin dar explicaciones a nadie. ¿O tal vez no era así? No habrían pasado ni diez minutos de su inesperada estampida cuando un nutrido grupo de jóvenes, todos menores de 20 años, hizo su aparición en el patio de entrada, armados con piedras y palos y comandados por un exaltado Duarte que daba órdenes a unos y otros y les señalaba las zonas a las que debían dirigirse para rodear a la multitud, en un remedo de operativa militar bastante eficiente, pues en pocos minutos les había conseguido agrupar a todos en torno a la fuente central.

Para cuando llegó Tiago, desfallecido y con el carnet de prensa colgando al cuello, Duarte y sus colegas del barrio, que desde luego no parecían haber nacido entre cucharas de plata, ya habían desalojado, empleando incluso los puños con los mas reticentes, a la avanzadilla invasora, que abandonó el lugar puño en alto y cantando la Internacional. Lucinda bajó entonces al jardín a agradecer a Duarte con un sonoro beso su valiente actuación y a saludar a sus amigos, a los que al parecer conocía de jugar al futbol en las mansiones vecinas, abandonadas a sus suerte en las tensas semanas previas por sus acaudalados dueños, como los Ruy de Alvalade o los Vasconcelos, y “okupadas” de inmediato por familias enteras de “retornados” caboverdianos y mozambiqueños, muchos de los cuales eran personas decentes, pero desesperadas desde que llegaron a Portugal con lo puesto, y que solo buscaban un techo en el que guarecerse mientras encontraban empleo y una vivienda digna, pero que no deseaban causar problemas a sus legítimos propietarios. Lucinda les emplazó a todos ellos para el siguiente fin de semana, invitándoles a una barbacoa de carne a la brasa y a bañarse en la piscina todo cuanto desearan. Los chavales asintieron encantados y mas de uno alabó con el salero propio de los caboverdianos la belleza y simpatía de la anfitriona.

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¡Eres tan bonita que derrites los azulejos con solo mirarlos!

Y otro le siguió la broma:

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Si la mujer de Vasco Gonsalves fuera la mitad de guapa que tú, ese cabrón no tendría necesidad de jodernos a todos en lugar de a la bruja de su parienta…

Todos rieron la ocurrencia del isleño y siguieron departiendo durante unos minutos, pero después Lucinda se acordó de su abuelo, a quien había dejado dando vueltas por su habitación, apoyado a duras penas en su bastón de mango dorado, y se excusó aduciendo que estaba cansada por el estrés de la situación, lo cual era cierto, y necesitaba descansar. Abrumada por haber hecho venir a Tiago sin que su concurso fuese al final necesario, le invitó a tomar algo en el interior de la casa, y lo mismo hubiera hecho con Duarte, pero este prefirió acompañar a sus compañeros hasta la entrada de la finca; en realidad, apenas avanzó unos pasos, el angoleño se dio la vuelta sin que ellos le vieran para comprobar como Tiago abrazaba a Lucinda con ternura y la tomaba de la mano, antes de pasar al interior de los muros de la sólida construcción de aires británicos.

Tiago consiguió convencer a Lucinda de que esa noche, al menos, se quedara a dormir en la habitación de invitados de la tercera planta. No le parecía correcto dejarla sola en aquel enorme caserón en aquellos momentos de tensión, y ambos acordaron que, en tanto no regresara Bruno de su periplo alentejano, llamaría cada tarde, al salir del trabajo, para comprobar que todo andaba en orden en el barrio de Campo Grande. Tras dejar acostados al abuelo, que seguía maldiciendo por lo bajo a los “comunas” y  a los “falsos militares de esta época despreciable”,  y a la propia Lucinda, que se tomó una infusión de valeriana para intentar conciliar el sueño, Tiago cayó en la cuenta de que no había felicitado por su actuación tan decisiva a Duarte, y decidió bajar un momento a expresarle su admiración por la forma tan valiente en que se había conducido en aquellos minutos de infarto.

Aunque eran casi las once de la noche y lo mas probable es que el chaval estuviera agotado, y seguramente dormido, por el duro esfuerzo de su trabajo en el jardín, que ya comenzaba a dar sus frutos y a reverdecer como antaño en algunas zonas, y por la tensión vivida en el duro enfrentamiento con los representantes del populacho, Tiago decidió que, en el peor de los casos, no le vendría mal airearse un poco y darse una vuelta por el jardín. Este era un auténtico oasis poblado de manzanos, palmeras, plátanos y castaños, y a esas horas de la noche sus frondosas ramas otorgaban un frescor al paseante ocasional muy de agradecer, teniendo en cuenta las altas temperaturas diurnas que estaban soportando en aquel verano “caliente” en todos los sentidos.

Le costó dar con la cabaña, que estaba escondida en un ángulo muerto del extenso jardín, lejos de miradas indiscretas; Tiago pensó que el paraíso terrenal debió ser algo muy parecido a este paisaje de tupidos árboles y praderas de hierba impoluta, que parecían sacadas de una estampa pastoril. Según se fue acercando hasta la pequeña construcción de madera con techos de pajizo pudo comprobar que disponía incluso de un agradable porche exterior y de un tendedero en el lateral de  la casa. Un haz de luz se dejaba escapar desde la ventana mas próxima a la puerta de entrada, por lo que supuso que estaría aún despierto. Por deferencia al morador, llamó con los nudillos en la puerta, si bien es cierto que ésta estaba entreabierta, tal vez para conseguir una corriente de aire que refrescase el interior de la exigua vivienda.

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¡

Adelante! – la firme voz de Duarte sonó nítida desde el interior de la estancia.

Tiago entró en una habitación bastante amplia que parecía servir al tiempo de comedor, salón y cocina; los muebles eran de madera de pino y los cacharros de cocinar de cobre envejecido, y todo en el entorno daba la impresión de proceder de un tiempo muy lejano, pero la atmósfera general era agradable y acogedora.

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Buenas noches, Duarte.

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Ah, eres tú, Tiago…buenas noches – Duarte, en un gesto de pudor, se había tapado las piernas con unos gastados pantalones de lona que usaba para las faenas del jardín, pero al ver que se trataba de Tiago, apartó los pantalones y los lanzó sobre un sofá de escai. Al hacerlo, mostró que, debido al calor agobiante del verano portugués, se había quedado en calzoncillos. Tiago apartó la vista de inmediato, temeroso de que demasiada atención en ciertas partes de su anatomía le señalase ante su joven amigo como lo que en realidad era - ¿Qué te trae por aquí?

Tiago creyó percibir un tono entre cansino y fastidioso en la voz de Duarte, por lo que supuso que estaría cansado, o que quizá encontraba la visita inoportuna y arbitraria.

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Disculpa la molestia, ya sé que es tarde y que mañana tienes que madrugar, pero es que estaba dando un paseo por el jardín y se me ocurrió acercarme a saludarte y darte las gracias por tu actuación de esta noche. Has sido muy valiente y decidido al hacer frente a esa pandilla de alborotadores.

Duarte dejó escapar una sonrisa entrecortada y sarcástica, que parecía poner en duda la importancia o incluso la veracidad de la historia.

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Ah, es eso…déjalo, no tiene importancia. Lucinda se ha portado muy bien conmigo y yo no podía abandonarla en un momento así. Lo único que siento es no haber dispuesto de un arma a mano. Entonces no hubiera hecho falta que llamara a nadie en busca de ayuda.

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¿Y la hubieras utilizado? …quiero decir …¿habrías disparado contra ellos?

Duarte hizo un contundente gesto con la mano que venía a confirmar su intención de haber disparado a aquella multitud desarmada. Al hacerlo, Tiago descubrió que llevaba la mano derecha vendada a la altura de los nudillos, producto sin duda de las heridas sufridas al intentar desalojar a puñetazos a los elementos mas recalcitrantes de la expedición invasora. Y, aunque algo había de cierto en todo ello, en realidad las heridas se las había hecho mas tarde, cuando Duarte, tras despedir a sus colegas del barrio, realizó una última ronda perimetral por el contorno de la finca, y, al pararse frente a la ventana del dormitorio de Lucinda percibió desde lejos al trasluz las siluetas recortadas de Tiago y Lucinda fundidas en un interminable abrazo. Sintió tanta rabia e impotencia en aquel momento ante el grotesco espectáculo que estaba presenciando que golpeó su puño contra la superficie rugosa de un imponente castaño, causándose unas heridas superficiales de las que fue consciente algo mas tarde. Duarte no pensaba confesarle este punto a nadie, y menos a Tiago; además, él sabía que en el fondo no estaba enfadado con ellos por una cuestión moral, sino que se trataba mas bien un ataque de puros celos.

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Por supuesto que habría disparado en caso necesario; estaba defendiendo una propiedad privada y ellos han cometido un delito grave, llamado allanamiento de morada, que, por desgracia, ya no es perseguible en Portugal, sino que ahora incluso los políticos te facilitan la tarea y todo. ¡En este país hace falta mas mano dura y disciplina! – Duarte elevó el tono de voz para dejar constancia de su oposición a la praxis revolucionaria – Los portugueses sois unos blandengues que no habéis sido capaces de defender vuestro Imperio colonial, y ahora tampoco sabéis defender vuestra propia casa.

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Creía que tú también eras portugués – le recriminó Tiago – pero veo que hablas como si fueras español o británico.

Duarte se le acercó con aire desafiante; parecía estar de un humor de perros, y, al iluminar de manera directa su hermosa figura la lámpara del techo, pudo comprobar que su cuerpo estaba húmedo y el cabello aún mojado por haberse duchado hacía escasos minutos, y unas gotitas traviesas resbalaban por su pecho y por el marcado abdomen. Su estampa física parecía acercarle a la figura de un boxeador en el ring, y Tiago le encontró irresistible, pero trató de centrarse en asuntos menos comprometedores para no delatarse ante él.

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Por supuesto que soy portugués, pero sólo como premio de consolación. Yo soy y me considero angoleño, y seguiría siéndolo si este maravilloso Gobierno no hubiera hecho todo lo posible por destruir mi país y obligar a los llamados “colonos portugueses” a abandonar su tierra con lo puesto.

Tiago observó con preocupación que su visita estaba indisponiéndole con su forzado anfitrión y resolvió replegar velas de inmediato; lo último que quería era causar polémica, y tampoco era el momento o el lugar ideal para discutir de asuntos políticos.

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Bueno, Duarte, creo que es mejor que me vaya. Es tarde, y tendrás ganas de descansar. Te reitero las gracias por tu magnífica actuación de esta noche. Que descanses.

Tiago se había dado ya la vuelta y estaba a punto de salir por la entreabierta puerta de madera labrada cuando sintió posarse en su hombro la recia mano de Duarte.

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Espera un momento…hay algo que me he quedado con ganas de preguntarte.

La voz de Duarte sonaba con una sensación de urgencia e indignación que dejó helado a su amigo.

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Tu dirás… - Tiago se dio la vuelta y se le quedó mirando, estudiando los rasgos de su rostro, que ahora daba muestras de cierta crispación involuntaria.

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Dime una cosa…¿cómo es posible que seas capaz de hacerle algo así a tu mejor amigo? – le espetó a bocajarro Duarte sin darle tiempo a reaccionar.

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¿Hacer el qué? ¿a mi mejor amigo? …¿de que coño hablas, Duarte?

La mirada intensa y desafiante de Duarte se clavó en sus pupilas dilatadas. Tiago sintió que la intensidad emocional del joven refugiado era tan evidente que fuera lo que fuese lo que le interesara conocer, su determinación de obtener las respuestas a cualquier precio estaba fuera de toda duda.

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Sabes muy bien de lo que estoy hablando, no te hagas el tonto conmigo. ¿Cómo puedes acostarte con la novia de tu mejor amigo y presumir de ello en público?

Ahora el sorprendido era Tiago. Sin saber como reaccionar ante una acusación tan grave, se echó a reír de forma sonora, intentando restarle importancia, pero esto solo consiguió encabronar aun mas a su interlocutor.

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¿Te parece motivo de risa? ¿Dónde queda tu sentido del decoro?  - bramó Duarte cariacontecido - Yo confiaba en ti, joder, pensaba que eras un tío legal, un hombre en toda la extensión de la palabra, y me encuentro con que no eres mas que un picaflor y un usurpador de coños de mierda. Lo que has hecho es lo mismo que ha intentado hacer esta panda de comunistas, pero a escala personal. Has invadido una propiedad ajena, y eso te produce gracia.

Tiago quedó noqueado con la brillante argumentación de Duarte…lástima que su visión del asunto estuviera tan desenfocada. Aún sin aliento y boquiabierto ante la andanada de insultos del bravo africano, pero empatizando con su sentido de indignación moral, trató en vano de contemporizar con él.

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Mira, chaval, creo que aquí ha habido un error…

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¡No me  llames chaval!– protestó Duarte indignado – soy cien veces mas hombre que tú y cuando quieras te lo demuestro.

Duarte cerró los puños y entrechocó el izquierdo con la palma de la mano derecha en un gesto agresivo que no pasó inadvertido a Tiago.

  • Vamos a ver, tranquilízate, Duarte. Te aseguro que yo no tengo ningún rollo con Lucinda, aunque me gusta mucho y es obvio que es una mujer muy bella e inteligente. Es mas, le prometí a Bruno que cuidaría de ella en su ausencia, y eso es lo que he hecho. No hay nada sucio ni nada que ocultar entre nosotros. Sentimos mucho cariño el uno por el otro, pero eso es todo.

La explicación calmó un poco la anterior ansiedad de Duarte, pero no disipó de un plumazo todas sus dudas.

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¿Entonces porque siempre os estáis abrazando en público y en privado?

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¿En público y en privado? – Tiago meditó bien la pregunta antes de aventurarse a dar una respuesta concreta – No había reparado en ello, pero es posible que sea porque Lucinda lleva una temporada mas sensible de lo habitual, debido a ciertos problemas personales que no vienen a colación ahora. Y, en algún momento de estas últimas semanas, me ha tocado hacer de paño de lágrimas.

Duarte quedó desarmado con esta explicación, y sólo acertó a balbucear unas disculpas inconexas y a mirarle fijamente, como implorando comprensión.

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Lo que a ti te pasa – bromeó Tiago para intentar quitar hierro al asunto – es que estás celoso.

El angoleño se dio cuenta entonces de su enorme torpeza; con su comportamiento intenso y emocional había dejado entrever la fuerza de sus sentimientos hacia él, y Tiago, que no era tonto, se había dado cuenta. Ya no quedaba mas remedio que abrir la espita de su corazón y que fuera lo que Dios quisiera.

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¿ Como…como lo sabes? – acertó a decir un inusualmente inseguro Duarte.

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Es evidente…- comentó Tiago en tono relajado tomándole del hombro – Lucinda es una mujer muy hermosa y vuelve locos a casi todos los tíos. Es normal que te guste, lo que debes evitar es…

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Un momento – le interrumpió Duarte separándose de él de improviso – veo que no has entendido nada. Yo no estoy celoso de ella precisamente…

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¿Qué quieres decir? ¿No habíamos quedado en que sí lo estabas? – Tiago no  entendía aún lo que estaba sucediendo, y pensó que Duarte le estaba vacilando.

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Lo que quiero decir es que estoy celoso, es verdad, pero no de Lucinda…

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¿Cómo? – los ojos de Tiago se abrieron como platos ante tamaña revelación, que le pillaba con el paso cambiado. Se echó hacia atrás asustado y no supo a ciencia cierta como encarar la situación, absolutamente impensable para él.

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…sino de ti, Tiago. No puedo evitarlo, tío, me gustas mucho… - la mirada hipnótica de Duarte estaba centrada en sus ojos, en los que parecía leer como en un libro abierto. Tiago presintió que no tenía escapatoria posible ante aquel depredador de sangre caliente y fuego en la mirada.

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Yo, no sé que decir, Duarte…no te acerques, por favor – Tiago retrocedió sin girarse y con el rostro encendido, avanzando con dificultad en dirección al porche, pero Duarte hizo caso omiso de su sugerencia y, acortando distancias entre ellos, le agarró con firmeza su temblorosa mano y la dejó reposar sobre la superficie elástica de sus gayumbos. Tiago sintió algo parecido a una sacudida interior, a un estremecimiento cósmico, al sentir el roce de su mano con aquel trozo de carne que cobraba vida de manera impetuosa al contacto con su piel.

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Entonces no digas nada – Duarte se llevó el dedo índice a los labios pidiendo silencio -  tampoco hace falta que hables, ya lo hace tu “mejor amigo” por ti… - y señaló con la mirada hacia abajo, en dirección al miembro de Tiago, que empezaba a responder a los estímulos táctiles de Duarte por encima del pantalón.

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Esto es absurdo…yo no soy como tu piensas – protestó  Tiago sin excesiva convicción, puesto que en realidad estaba pensando por dentro: “Como me gustaría comerle la boca a este cabrón”.

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Pues tu rabo no dice lo mismo precisamente… - le rebatió con habilidad el angoleño sin dejar de desafiarle con la mirada.

La temperatura erótica de la situación era tan elevada que Tiago no tuvo mas remedio que dejarse de sandeces e incoherencias y entregarse a la pasión que le quemaba por dentro desde el mismo momento en que entró por la puerta y le vio semidesnudo y húmedo como un Apolo revivido. Ya no cabían excusas para mostrarse tal y como era ante la persona que realmente le gustaba, fuera o no políticamente correcto.

Tiago devoró con pasión incontenible los carnosos labios  de su joven amigo y, por primera vez en su vida, se sintió libre de amar y ser amado por alguien que de verdad merecía la pena. La sensación de plenitud era tan intensa que unas lágrimas de felicidad y de gratitud a un dios desconocido asomaron a su rostro. Aquella noche las sábanas ardieron al contacto con sus manos incandescentes, y una danza viril de cuerpos entrelazados y sudorosos sustituyó a la soledad y el fingimiento que habían marcado su triste vida hasta entonces.

Y así fue como una remota cabaña situada al fondo de un frondoso jardín se transformó por espacio de unas horas, en virtud de algún mágico hechizo, en el espectral palacio de los placeres prohibidos, donde la sensualidad es ley de obligado cumplimiento, y el miedo no existe mas.

(Continuará)