Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 6)
Lucinda y el Padre Pereira se hacen cargo de Duarte, un joven refugiado recién llegado de Angola, que arrastra un trauma familiar muy profundo a consecuencia de la guerra colonial. Lucinda convence a Tiago para que se haga cargo del chaval, y ambos inician una amistad, no exenta de algunos riesgos.
El resultado de las elecciones a la Asamblea Constituyente organizadas in extremis por el tercer Gobierno Provisional del PREC, dieron el triunfo de manera categórica a las opciones mas moderadas del espectro político portugués, lo que supuso un jarro de agua fría para las optimistas valoraciones del gabinete presidido por Vasco Gonsalves respecto a un papel hegemónico del PCP y sus aliados naturales en la cámara legislativa a partir de entonces. La participación popular fue altísima, alcanzando un 91% del censo electoral, con mas de 5.700.000 personas depositando su voto en las urnas en elecciones libres por primera vez en medio siglo, y la campaña electoral muy intensa. El Partido Socialista Portugués, dirigido por el carismático Mario Soares, se alzó con el triunfo, logrando el 37’9% de los sufragios y obteniendo 116 de los 250 diputados en juego; este fue el partido en el que Lucinda y Tiago depositaron su confianza. En segunda posición quedó el partido de centroderecha PPD, con el 26´4 % de los votos y 81 diputados electos, siendo este el partido votado por Nuno Guterres, colaborador de Lucinda en la redacción de “O Século”. En tercer lugar, y a bastante distancia de los anteriores, se encontraba el Partido Comunista Portugués, con el 12´5% de los votos y 30 diputados, mientras que sus aliados del MDP/CDE no rebasaron la frontera del 4´5% consiguiendo cinco diputados. En cuarta posición, el partido centrista CDS, dirigido por Freitas Do Amaral y Amaro da Costa, con 7’6% de los votos y 16 diputados, mientras que la Unión Democrática Popular (UDP), con fuerte arraigo en el cinturón metropolitano de Lisboa, y caracterizado por su activismo proletario, obtuvo un diputado en la capital portuguesa, gracias, entre otros, al voto ejercido a su favor por Bruno Alves en aquella jornada histórica.
Aquel día también se celebraba el primer aniversario de su relación con Lucinda, o, al menos, de la primera vez que se vieron en la Prasa do Comercio, y decidieron celebrarlo cenando juntos en los alrededores de dicha plaza, y saliendo a bailar después con Tiago, Nuno y otros conocidos comunes. Bruno se retiró pronto y se llevó consigo a Tiago, que, tal y como ocurría con demasiada frecuencia últimamente, había bebido demasiado, y se estaba poniendo de lo mas impertinente con unas chicas sentadas en la mesa contigua. Su preocupación por Tiago aumentaba por el hecho de que éste había hecho buenas migas en los últimos meses con Nuno, un chico simpático pero nada recomendable como amigo, por su afición a la bebida y su desencantada visión del mundo, y de la Revolución en particular, que Bruno temía contagiara a Tiago. Aunque Bruno esto no lo sabía, cuando salían a emborracharse juntos, Nuno le confesó mas de una vez que la raíz de sus males se encontraba en el inmenso amor que sentía hacia Lucinda.
Yo la quiero con locura desde el día en que entró en la redacción con su melena al viento y las gafas de sol apoyadas justo por encima de la frente. Pero ella nunca se ha fijado en mí, y yo he sido demasiado tímido para decirle nada. Por eso, prométeme que no se lo dirás a nadie. - le rogaba con grandes aspavientos dejando caer su cabeza pesadamente sobre la barra de cualquier garito - Recuerda, amigo: ella no debe saber nada, y Bruno menos aún.
¿Por qué siempre nos tendremos que ir a enamorar de quien no puede corresponder a nuestros sentimientos, habiendo tantas mujeres disponibles por el mundo? - se lamentaba Tiago en voz alta, apurando su vaso de whiskey y dispuesto a proseguir su ronda de lingotazos en cualquier establecimiento del Barrio Alto.
Poco después, Bruno fue encargado por sus superiores en el periódico de acometer una amplia serie de reportajes gráficos, que se publicarían quincenalmente en el suplemento dominical del diario con el nombre genérico de “La Revolución desde dentro”, título éste que le supuso frecuentes bromas de contenido sexual por parte de sus compañeros de rotativa. Este apetitosol encargo le supuso constantes idas y venidas y viajes alrededor de la geografía portuguesa, y contribuyó a debilitar de algún modo el indestructible vínculo que creía mantener con Lucinda.
Fue a mediados de junio, durante una de sus estancias fuera de la ciudad, mientras realizaba un seguimiento de la aplicación de la Reforma Agraria en el Alentejo, cuando apareció Duarte en las vidas de todos ellos. Ocurrió en un momento culminante de la Revolución, en el que el clima político-social se convirtió en irrespirable, azuzado por un Gobierno a la defensiva que se negaba a reconocer el resultado de las elecciones y la labor de la propia Asamblea Constituyente, a la que consideraba sujeta a la paternal supervisión del influyente Consejo de la Revolución. Una mañana cualquiera apareció por el pequeño local de la asociación de ayuda que mantenían abierto en el barrio de Fontanhias un muchacho de 19 años que decía llamarse Duarte Andrade, y que afirmaba haber llegado en barco desde la lejana Angola hacía escasos días, y estar durmiendo en el parque de Eduardo VII desde entonces. El Padre Pereira se apiadó de él después de conocer la traumática experiencia vital sufrida antes de embarcar hacia Europa, y le permitió quedarse en los locales de la Asociación en tanto le buscaban un alojamiento mas digno y le procuraban algún tipo de trabajo eventual para empezar a integrarse en su nueva patria. Y la suerte pareció aliarse esta vez con el involuntario vagabundo angoleño cuando unos días después Lucinda se pasó por la sede de la organización, y se quedó asombrada con la fortaleza moral del joven colono de grandes ojos garzos y cuerpo musculoso y proporcionado, tan común en muchos jóvenes procedentes de las colonias y en permanente contacto con la naturaleza y la vida salvaje del continente africano. A Lucinda se le saltaron las lágrimas al conocer su increíble testimonio; al parecer, era natural de Nova Lisboa, la actual Huambo, una localidad del interior de la entonces provincia portuguesa en la que sus padres regentaban con éxito un comercio de electrodomésticos, lo que les permitió adquirir con el tiempo una finca en el campo donde criar caballos y procurarse ratos de esparcimiento lejos de las actividades diarias en la capital comarcal. Dos meses atrás, cuando la actividad de las guerrillas independentistas en la zona hacían inviable el mantenimiento de la parcela se acercaron sus padres, su hermano y él mismo un fin de semana a desmantelarla e intentar llevarse en su furgoneta parte del mobiliario conservado. La desgracia quiso que una partida de guerrilleros se encontrara en los alrededores y atacara la finca, asesinando a machetazos a la familia de Duarte y desvalijando la casa antes de prenderla fuego y darse a la fuga llevándose como trofeo la furgoneta y algunos caballos que serían destinados a la intendencia del contingente armado. El único que resultó ileso en el ataque fue el propio Duarte, que se encontraba providencialmente dando de comer a los caballos antes de proceder a liberarlos, y tuvo tiempo de escapar subido a uno de ellos, galopando sin rumbo fijo a través de la sabana hasta darse de bruces con una patrulla del Ejército Portugués desplegada en la zona, pero ya no operativa militarmente. Gracias a ellos se enteró de la terrible muerte del resto de su familia, y, tras pasar unos días recuperándose en un establecimiento de la Cruz Roja en Nova Lisboa recibió una cantidad de dinero para llegarse a Luanda y embarcar rumbo a Portugal, como habría sido el deseo de sus padres, y como su propia salud mental le exigía en esos momentos tan difíciles. Tras escuchar su relato de modo pormenorizado, Lucinda sintió lástima del chaval y decidió echarle una mano en lo que pudiera: en vista de que el centro de acogida estaba lleno, principalmente de familias caboverdianas y guineanas, decidió proponerle a Tiago que permitiera instalarse al refugiado en el piso de la calle de la Victoria durante algunos días, mientras adecentaba la cabaña situada en un extremo del jardín de la finca familiar en el barrio de Campo Grande, donde habitó Rogério, el jardinero de la familia, hasta su reciente jubilación, cuando decidió regresar a su tierra natal, Viseu.
El día en que Tiago visitó el centro para recoger al muchacho, el joven periodista ignoraba hasta que punto su esporádico compañero de piso iba a alterar el pulso de su vida diaria. Bastó que Lucinda les presentara de modo informal y se miraran a los ojos por primera vez para que Tiago comprendiera el callejón sin salida en el que se había metido sin pretenderlo; el novolisboeta poseía una mirada fija y penetrante que parecía desafiarle, y Tiago tuvo que bajar la vista y retirar prontamente la mano extendida en señal de saludo para evitar que le delataran sus pupilas dilatadas y el leve temblor de sus extremidades al entrechocar sus manos con las suyas. Por si fuera poco, el roce de su piel le había transmitido una leve descarga eléctrica que se había extendido por todo su cuerpo en cuestión de segundos, lo que encontró premonitorio. Por este y otros motivos, que saltaban a la vista, le resultó fascinante y enigmático, pero también peligroso; desde que ocurrió el desafortunado incidente nocturno con Bruno, un año atrás, se había propuesto centrar su atención exclusiva en las mujeres, puesto que, de entrada, consideraba que ningún otro hombre podía superar la huella que había dejado en él su amigo del alma. Ahora mismo, ya no estaba tan seguro de ello.
Lucinda le había puesto en antecedentes sobre la magnitud del drama familiar vivido por Duarte, y lo aconsejable que resultaría que se mostrara amable y comprensivo con el muchacho, que aún no se había recuperado del trauma vivido, si es que alguna vez llegaba a hacerlo del todo. Asimismo, le pidió que, en sus ratos libres, le mostrase Lisboa y sus innegables encantos, y le distrajera un rato. Lucinda le había ofrecido un trabajo como jardinero en su casa, al menos hasta que Duarte rehiciera su vida en Portugal y terminara los estudios de mecánica que había comenzado tiempo atrás en una escuela de formación profesional en Angola. Y Tiago, harto de las eternas lamentaciones de Nuno y de sus constantes borracheras, y cada vez mas alejado de Bruno debido a los constantes viajes por el país de éste por motivos profesionales, se tomó el consejo al pie de la letra. Juntos visitaron Alfama y sus viejos cafetines, donde se encontraba la esencia del verdadero fado capitalino, la torre de Belem, el monumento a Dom Henrique el Navegante, el palacio de Queluz y las playas y el casino de Estoril, y se entabló entre ambos una verdadera amistad, forjada en el común culto a la Historia y al pasado glorioso de Portugal, pero también al interés por su presente algo sombrío y a su preocupación por un futuro mas bien incierto.
Una tarde, al salir del centro de acogida, donde habían estado repartiendo comida y medicinas entre los “retornados” recién llegados, se dirigieron en el viejo auto de Tiago hasta el cercano barrio de Benfica, en donde se encontraba el célebre Estadio da Lúz, sede del equipo mas famoso de Portugal, que ostentaba orgulloso el mismo nombre de la popular barriada lisboeta. Duarte, que se consideraba “benfiquista” hasta la médula, no pudo reprimir unas lágrimas de emoción al visitar uno de los lugares que con mas ansia había esperado conocer desde que llegara a Portugal. Sentía rabia por no haber llegado a tiempo para presenciar la final de Liga de aquella temporada, que se había jugado precisamente en ese campo el pasado 11 de mayo, y que había dado la victoria a su adorado equipo frente al Uniao FCI de Tomar, por 3 goles a 1, pero estaba seguro de que habría otras muchas ligas por ganar y un abono de temporada esperando en taquilla con su nombre impreso en letras doradas. Pronto vería en carne mortal a Eusebio, su ídolo futbolístico por antonomasia, apodado la Pantera de Mozambique, y considerado por unanimidad como uno de los mejores jugadores de fútbol de todos los tiempos, que estaba a punto de retirarse de la competición activa, así como a Diamantino Costa, el mítico defensa y medio centro, y, por encima de todo, a su admirado compatriota Jordao, natural de Benguela, en la costa angoleña, y considerado el rematador con mayor proyección de futuro en la liga portuguesa en aquellos días de tensión revolucionaria y clímax futbolístico.
Pero lo que mas ilusión le hizo fue acudir a aquel templo de sueños colectivos en compañía de la persona que le estaba devolviendo la confianza en sí mismo en primer lugar, y en el género humano en particular, y que le provocaba un sentimiento desconocido hasta entonces al que no se atrevía a poner nombre. No era exactamente el mismo tipo de pulsión sexual que le empujó a mantener sesiones interminables de sexo con aquel ardiente soldado portugués de servicio en Nova Lisboa, y que decía tener novia formal en su aldea de la región de Minho, aunque el deseo por Tiago formaba, desde luego, parte del cóctel. Pero sabía que en Lisboa no se daban las circunstancias extremas de la gran estepa africana (aislamiento, falta de mujeres disponibles, añoranza de la metrópoli) que provocaban ese tipo de comportamientos en algunos soldados e incluso en ciertos oficiales lusos de moral distraída, y que su nuevo amigo sería una pieza mucho mas difícil de cobrar que aquel pobre diablo que se jugaba la vida todos los días en aquella maldita guerra colonial a la que no encontraba ningún sentido.
Tiago, que se había percatado de la gran energía física del joven, le propuso formar un equipo de fútbol con otros chavales refugiados de su edad, entre los que no faltarían caboverdianos y mozambiqueños dispuestos a integrarse encantados en él, y organizar una liguilla con equipos similares de los barrios adyacentes. A Duarte le entusiasmó la idea, y de inmediato se le ocurrió el nombre del equipo: Los Diablos de Benfica. Tiago le hizo ver que, aunque él personalmente no era creyente, el responsable último del equipo, el padre Hélder, sí lo era en grado sumo, y tal vez el nombrecito de marras no le pareciera el mas adecuado para un equipo de filiación cristiana. Duarte se echó a reír y le reconoció que cuando vivía en Angola con sus conservadores padres nunca pensó que se alegraría tanto de compartir mesa y mantel con una panda de ateos, “comunas” y otras hierbas raras, como el propio e inclasificable Padre Pereira.
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La gente como vosotros sois los responsables de la tragedia que ha caído sobre las colonias, y en Angola con especial intensidad, por ser la mas rica y poblada. Con Salazar había una dictadura, pero al menos…
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¡Y menuda dictadura…! - le interrumpió Tiago – tal vez en Angola los ecos de sus desmanes llegaran con sordina, pero te aseguro que la PIDE no era precisamente una organización de caridad. Mira, Duarte, yo comprendo la angustia de los portugueses que fuistéis engañados por el Régimen salazarista para emigrar a las colonias, pero mantener el Imperio en estas condiciones bélicas es completamente imposible. Por no hablar de la situación tan degradada que vivimos en la metrópoli desde hace unos meses…
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Pero en Angola la guerra se estaba ganando…eso es lo que me decía siempre un soldado destinado en mi zona con quien hice amistad. Habíamos expulsado a esos salvajes hasta la frontera con Zaire y sólo se atrevían a incursionar en la alejada provincia de Moxico.
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Es posible que tu amigo llevara razón, Duarte, pero te diré una cosa con el corazón en la mano: en mi opinión, el Imperio se juega a una carta, en bloque, y basta con que un territorio caiga en manos de la guerrilla para arrastrar al resto por la simple fuerza de la publicidad negativa que eso entraña. Y eso ya ha ocurrido: Guinea-Bissau se perdió hace tiempo, y su caída ha arrastrado por la vía del contagio a las islas de Cabo Verde; desde entonces, la secular presencia portuguesa en Africa está tocada de muerte: a no mucho tardar, será la ONU la que nos apremiará, como ya lo está haciendo, para que disolvamos los lazos coloniales del resto de territorios a la mayor brevedad posible, para evitar un baño de sangre.
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Todo eso está muy bien – puntualizó Duarte – pero no lo veo claro: ya perdimos en su día las colonias de la India y eso no afectó al resto de territorios, y además, en Angola la población blanca no nos oponemos a la independencia, lo que queremos es que se respeten nuestros derechos en el nuevo estado para evitar un éxodo masivo de colonos, que sin duda se producirá si las cosas siguen el rumbo impuesto por esta Revolución de cobardes y vendepatrias.
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Bueno, vayamos por partes: respecto a la caída de la India portuguesa, tan cara a nuestros anteriores mandatarios, sin duda era otra época, pero te aseguro que aquel desastre hizo mucho daño a la imagen interna y externa de la dictadura, y el hecho de no ser capaces de defender militarmente al menos la plaza fuerte de Goa dio alas al resto de guerrillas en Africa, que se pensaron que la independencia sería cosa de cuatro días. Por lo demás, te veo mas quemado con la Revolución que los propios azoreños, que se quieren declarar independientes para no caer en el comunismo, según ellos.
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Joder, Tiago, es que no entiendo porque en este país de repente habéis decidido que queréis haceros comunistas…
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Eh, cuidado, a mí no me incluyas en la nómina, me parece que me has confundido con algún otro…además, esto es sólo una fiebre pasajera. No creo que Portugal vaya a cometer el error histórico de cambiar una dictadura de signo ultraconservador por otra de signo marxista de un día para otro, es absurdo.
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Pues es lo que está sucediendo. Todo el mundo lo comenta estos días; si no lo quieres ver, es asunto tuyo.
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Ya sé que la situación es grave, pero creo que aún estamos a tiempo de rectificar, porque considero al pueblo portugués mas inteligente que la mayoría de sus pasados y actuales dirigentes. Ya verás como todo cambia en poco tiempo.
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Sí, pero a peor… - profetizó Duarte sin un ápice de ironía mientas salían del mágico escenario de tantas remontadas épicas del Benfica para sumergirse de nuevo en la agobiante realidad diaria de un país sumido en la confusión y la rumorología mas desaforada.
Entre esos rumores con mayor o menor fundamento figuraba el de que circulaba una lista con los nombres de 10.000 políticos y personalidades públicas que habían de ser detenidos en pocos días por orden directa del todopoderoso Consejo de la Revolución, que deseaba acelerar sus reformas de signo socialista para llevar a Portugal “por la senda del socialismo real”, como se desgañitaban en explicar sus dirigentes, por si quedaba alguna duda de ello. Y lo que ya no era un rumor, sino un secreto a voces era la supuesta reunión secreta mantenida entre el campechano Mário Soares, por entonces ministro de Asuntos Exteriores del nuevo régimen, al que intentaba aportar un mínimo de cordura, y el poderoso Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Se decía, con cierta aprensión, que, pese a los ruegos de Soares de que la Administración Ford se implicase algo mas en la resolución del atolladero luso, Kissinger fue tajante al respecto, y le conminó en cambio a dimitir de su cargo y hacer las maletas rumbo a cualquier otra parte.
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Mire, Sr. Soares – vino a decirle el experimentado político, con fama de “halcón” en su propio país – cuando un país como el suyo tiene un gobierno comunista, una televisión comunista y una prensa comunista, es cuestión de tiempo que el resto de la sociedad y el Estado se vuelvan comunistas. Hágame caso y abandone el país ahora que todavía tiene la oportunidad, tal vez mañana sea tarde. Le confesaré algo muy doloroso para usted: mi Administración considera a Portugal un caso perdido, y ya no le incluimos en las decisiones conjuntas de la OTAN, de la que será expulsada a su debido momento. A nosotros lo que nos interesa de verdad es que el mal ejemplo portugués no se contagie a España, que es un país estratégicamente muy importante del sur de Europa, y que defenderemos con uñas y dientes si es preciso.
Por suerte Mário Soares no era un hombre fácilmente impresionable, y aquel mismo día se reunió con su esposa e hijos y decidieron quedarse en Portugal al precio que fuera y resistir, en un esfuerzo conjunto con el bloque de partidos democráticos, los intentos de construir una “Cuba europea”, como el régimen de los claveles rojos pretendía en aquel momento. De momento se decidió convocar una manifestación opositora, que se pretendía masiva, con la que mostrar músculo al gabinete de Vasco Gonsalves y dejar clara la fuerza numérica de sus partidarios, y dar a conocer al mundo la situación de acoso a la libertad de expresión que se estaba pergeñando en su pequeña nación.
En las semanas siguientes, conforme el verano transformaba los hábitos de ocio y diversión de los portugueses, el país se fue adentrando por la senda de la confrontación civil y la tragedia rondó en mas de una ocasión a la vuelta de la esquina: las sedes del Partido Comunista, al que se consideraba cerebro intelectual de las decisiones gubernativas, fueron incendiadas hasta los cimientos en la región de Oporto y en el conservador Minho, mientras que en Lisboa una oleada de huelgas salvajes dejó sin servicios básicos a cientos de miles de personas; y aún mas al sur, en el sediento Alentejo, los campesinos sin tierra, cansados de esperar la tan ansiada Reforma Agraria, que se retrasaba por problemas burocráticos, se decidieron a ocupar masivamente los grandes latifundios improductivos de la zona, en una acción perfectamente orquestada para sembrar el pánico entre los terratenientes absentistas, cuya influencia caciquil en la depauperada región se consideraba superada por los nuevos vientos de cambio.
Fue en aquellos días de Julio, previos a la gran manifestación prodemocrática del Parque de la Fuente Luminosa, cuando algo empezó a cambiar en el interior de Lucinda, al calor de los tensos acontecimientos del bautizado por la prensa de la época como el “verao quente”, (verano caliente en español) que prometía venir repleto de fuertes emociones para los siete millones de portugueses atrapados en su interior. Por una parte, el goteo de parientes y conocidos que se decidían a abandonar el país se convirtió a mediados de Julio en una riada de deserciones, entre las que se contaban ya numerosos profesionales de clase media; coincidiendo con todo ello se produjo el inesperado despido de Lucinda de su trabajo en “O Século”, con la excusa de que en la asfixiante situación que vivía el veterano diario por parte del amenazante Régimen, no necesitaban tantos periodistas en activo como antes, “si es que el propio periódico sobrevive a la actual escalada de ataques a la libertad de prensa”, como le explicó su superior, aunque ella siempre vio detrás de su despido, aparte de un insoportable sexismo, la larga mano de su señor padre, intrigando entre bastidores para que tirara la toalla y volviera a España con el rabo entre las piernas.
Días después fue su excompañero Nuno quien optó por hacer las maletas, harto del clima de acoso al periodismo libre por parte de “la gentuza marxista que nos gobierna”, como le gustaba definir a los capitanes de abril y a sus interesados compañeros de viaje. Lucinda le acompañó al aeropuerto, y le deseó suerte en París, donde pensaba radicarse, al menos mientras las cosas se calmaban un poco en Portugal. Nuno hizo esfuerzos por no llorar al dejar atrás a la única mujer que había amado de verdad, y que ahora le despedía con un beso en la mejilla, un beso de amiga, muy diferente a aquel ósculo apasionado que él siempre había soñado recibir de ella en sus fantasías románticas, que siempre tenían a su compañera de despacho como protagonista absoluta. Sin darle tiempo a buscar las palabras exactas para despedirse de la mujer de sus sueños, la cruel voz metálica de la megafonía anunció la inmediata partida de su vuelo, y un silencio cargado de emociones no expresadas sustituyó a las palabras que ya no pronunciaría nunca, salvo para sus adentros:
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Lucinda, te amo. Te he amado siempre, desde el primer momento en que te vi. No podré olvidarte mientras viva. Adios, amor mío.
(Continuará)