Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 5)

Tras el fracaso del golpe de estado, Portugal vive horas de euforia revolucionaria, que colman los deseos de cambio social de Bruno, y causan no pocos recelos en una escindida Lucinda. Por esas fechas, ella decide viajar a España a visitar a sus padres, pero el recibimiento dejará mucho que desear.

“La Revolución nos da, la Revolución nos quita, ella es como una diosa insaciable que se alimentara de carne humana y que siempre pide más y más, y exige todo de todos a cambio de infundadas promesas y de engañosas realidades”. Esta frase, que Tiago había incluido en un artículo sobre la imparable deriva revolucionaria tras los sucesos del 11 de Marzo de 1975, siempre fascinó a Lucinda, que recortó la página del “Expresso” donde venía publicado, y solía releerlode vez en cuando, incluso muchos años después de los hechos narrados.

Nuno y Lucinda habían estado en primera línea con los soldados leales cubriendo la información, codo con codo con el periodista de la RTP Adelino Gomes, que comentó en directo por televisión las imágenes del intento de golpe de estado del exgeneral Spínola y sus acólitos. La jornada, quizá la mas tensa del período revolucionario, terminó con una amplia victoria del bando gubernamental y la rendición incondicional de los sublevados, quienes, en su locura homicida, habían amenazado con bombardear Lisboa horas antes, cuando aun desconocían la dimensión exacta de la extraordinaria movilización popular y militar dispuesta para reprimir la revuelta. Aquella misma noche, aprovechando el ambiente de exaltación general, una histórica (algunos historiadores también la califican de “histérica”) asamblea del MFA aprobó una batería de medidas revolucionarias que habrían de condicionar la vida de los portugueses durante años: se nacionalizó la banca y los seguros, así como empresas de todo tipo y condición, se dio vía libre a la anhelada reforma agraria y a las ocupaciones de latifundios por parte de los campesinos sin tierra del Alentejo, y se recrudecieron a partir de entonces los “saneamientos” en empresas y entidades públicas de personas consideradas no afectas al nuevo régimen. En el terreno económico, y como resultado de estas medidas de corte estatista, el resto del mundo percibió que Portugal se encaminaba hacia la creación de un estado socialista; y si bien el escudo se mantuvo relativamente fuerte frente al dólar y el marco alemán, la inflación en cambio se elevó en una espiral constante hasta alcanzar el 25%, los salarios se estancaron, el PIB pasó del estratosférico 11’3% de 1973 al crecimiento cero de 1975, producto también de la crisis del petróleo común a toda Europa, el costo de la vida aumentó a marchas forzadas y la fuga de capitales se convertiría desde entonces en el mal endémico por antonomasia del período revolucionario.

Ahora mas que nunca, Portugal vivía inmersa en el éxtasis revolucionario. Bruno y Lucinda apenas encontraban ya tiempo para hacer el amor en el apartamento de la Rua da Vitória o en el amplio dormitorio de Lucinda en Campo Grande, mientras sonaban de fondo las canciones de amor de Roberta Flack y de Barry White, o las líricas melodías del gran Zeca Afonso, el favorito de favoritos de Lucinda. Y es que lo que antes era la norma, a partir de marzo se convirtió en la excepción. La Revolución, que no dormía ni descansaba nunca, exigía de la presencia constante de Bruno Alves en todas y cada una de las asambleas populares y mítines partidistas que proliferaban en la ciudad de las siete colinas, en la Avenida Almirante Reis, en la Plasa do Rossio, frente al Palacio de Belem, y, sobre todo, en la Rúa de Santo António á Estrela, próxima al palacio de Sao Bento, donde se reunían de forma espontánea las multitudes vociferantes exigiendo “poder popular” y el fin del capitalismo en suelo portugués. Bruno recorría encantado todas y cada una de estas celebraciones colectivas, fotografiando con su cámara Nikon aquellos rostros plenos de esperanza y confiados en la victoria de sus ideales, e inmortalizando con un simple “click” a los famosos “niños de abril”, subidos a hombros de sus barbudos padres y sosteniendo en alto las banderas rojas que tanto parecían significar para sus mayores; pero tampoco olvidaba fijar su objetivo en las pancartas y los muros pintados de eslóganes que hablaban de mundos mejores, de justicia social, del fin de los privilegios de unos pocos, de la dignidad del pueblo y de la apremiante necesidad de construir una sociedad sin clases, en la que prevaleciera la solidaridad y la igualdad de oportunidades para todos.

Lucinda, cuya fe había sido fuerte de niña, ahora reconocía que sus creencias no superaban la prueba de fuego de la madurez. La misa y sus ritos, los sacramentos y la atmósfera de piedad que reinaba en el interior de las iglesias la seguían fascinando como entonces, pero ahora ya no significaban gran cosa para ella. Por eso la intrigaba tanto que un revolucionario hecho y derecho como Bruno se dejara caer tan a menudo por delante de la fachada neoclásica de la Iglesia da Vitória, situada a escasos metros de su casa, y se postrara de rodillas en un reclinatorio ante la imagen de Nuestra Señora de la Victoria, donde permanecía en absoluto silencio entregado a la oración por espacio de diez minutos, mientras Lucinda le observaba respetuosa desde el fondo, preguntándose tal vez, en su escéptica visión del mundo, si su amante no habría sustituido a la figura materna, perdida hace tanto tiempo y a la que echaba desesperadamente de menos, por la interiorización de cierta iconografía mariana que la presentaba como la “madre de los creyentes” y “la intercesora ante Cristo por nuestros pecados”. Alguna vez estuvo tentada de plantearle sus dudas al respecto, pero al final prefería guardarse sus pensamientos. Sin embargo, una vez se le ocurrió preguntarle por quien pedía todas las semanas con tanto fervor, o si tal vez se trataba de una promesa de obligado cumplimiento que realizara tiempo atrás y necesitaba cumplir a toda costa.

  • Y no me digas que rezas pidiendo por el triunfo de la Revolución y la consecución de una sociedad sin clases, porque me temo que ahí arriba están con el otro bando, y no te van a hacer ni puñetero caso – bromeó Lucinda, mientras encendía un cigarrillo a la salida de la iglesia.

  • ¡Que cosas tienes, Cindinha! Recuerda el dicho: a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César; de la buena salud de nuestra bendita Revolución ya nos encargamos los creyentes en Marx y compañía, pero de los asuntos puramente espirituales nadie mejor que Jesús y su señora madre, la Virgen María. Ellos nunca te fallarán, descuida.

  • Si tú lo dices…pero sigo sin saber que es lo que te mueve a acudir a esta iglesia a rezar tan a menudo, sobre todo teniendo en cuenta que asistes a misa todos los domingos en las Comunidades de Base de Carnaxide y del barrio de Fontainhas.

  • Si te soy sincero, pido mas por los demás que por mí mismo. En primer lugar doy gracias por ser testigo directo y protagonista de un suceso tan importante en la historia de mi país como esta Revolución sin armas y con claveles por bandera, y, por supuesto, por haberte conocido y por la maravillosa realidad de nuestro amor, pero también lo hago por mi padre, que está tan solo en el pueblo desde que me marché a la gran ciudad… también pido porque proteja la vida y la obra de mi tío Joaquím, que está realizando una gran labor social y evangelizadora en Timor Este, y que me envía noticias cada vez mas preocupantes sobre la explosiva situación que se está gestando en la parte oriental de la isla, con la guerrilla dispuesta a proclamar la independencia sin contar con el aval de Portugal, que no desea descolonizar de momento hasta que Indonesia no aclare públicamente su postura respecto a un estado timorense independiente... pero, sobre todo, pido por Tiago, al que quiero mas que a un hermano y cuyo futuro me preocupa mucho.

  • ¿El futuro de Tiago? ¿porqué?... ¿le ocurre algo?

Bruno sonrió con desgana y enlazó por la cintura a su guapa novia, mientras enfilaban la calle en dirección a la estación de metro de Baixa-Chiado.

  • Bueno, Tiago es mas frágil de lo que parece, y necesita todo nuestro apoyo para salir adelante. Es un buen tío, con un corazón de oro, pero le veo un poco descentrado en los últimos tiempos, y eso me preocupa.

  • Hombre, un poco cortado sí que es, sobre todo con gente que no conoce bien – reconoció Lucinda haciendo memoria - pero ese sistema le funciona bien con las chicas; desde que le conozco habrá salido ya con cinco o seis, parece como si quisiera superar tu antigua fama de “playboy”. Si a eso le llamas estar descentrado, muchos quisieran padecer ese trastorno.

  • Yo le conozco mejor que tú y sé que algo no marcha bien en su interior. Lo que creo es que está empeñado en una batalla contra su propia alma, a la que no podrá trampear por mucho tiempo. Es como si buscara demostrarse a sí mismo que es capaz de ser lo que se proponga, pero algún día despertará del espejismo en que vive y encontrará a la persona que le haga tan feliz como él se merece – comentó Bruno en tono misterioso y con el semblante serio que reservaba para los momentos de reflexión.

Lucinda interpretó erróneamente que se refería a la inconstancia sentimental de su amigo, y que su carrera de rompecorazones no casaba bien con su personalidad, básicamente introvertida y necesitada de afecto, por lo que él veía como solución a sus males que encontrara una buena compañera, digna de su gran corazón. Ella mas bien interpretaba, sin embargo, que, a sus 25 años, y libre al fin de la opresión ejercida por su controladora exnovia del período universitario, Tiago estaba disfrutando al máximo de su juventud, y de su innegable éxito entre las féminas. Ya tendría tiempo él de sentar la cabeza con alguna chica dulce y sensible, pensaba ella, cuando llegara el momento oportuno. Bruno no dio respuesta alguna a su comentario, escudándose en un silencio fúnebre, pero se paró ante ella a la puerta del Metro y la despidió con un tierno beso en los labios antes de perderse escaleras abajo en dirección al vestíbulo de la vieja estación.

Algunas veces Lucinda le acompañaba a los barrios marginales de las afueras, a lugares apartados como ciertas barriadas de Benfica o al inhóspito Carnaxide, donde el creciente aluvión de “retornados” de las antiguas colonias portuguesas, ahora naciones independientes o en camino de serlo, levantaban sus chabolas de latón y plástico, con sus frágiles techos de zinc y uralita intentando cubrir malamente sus miserias urbanas. Lucinda quedó horrorizada con esta visión, y, con la mediación de Bruno, se puso en contacto con las Comunidades Eclesiales de Base, y conoció al polémico Padre Hélder Pereira, un barbudo cura obrero que llevaba años conviviendo con los vecinos de la zona e intentando paliar sus necesidades mas básicas en la medida de lo posible. Tras meditarlo mucho, y ser conscientes de que el flujo de colonos portugueses de regreso a Europa no había hecho sino comenzar, y cobraría impulso según se acercara la fatídica fecha de la independencia pactada para cada provincia ultramarina, entre los tres decidieron crear una organización de laicos comprometidos que ayudara a establecerse e integrarse en la vida nacional a los desventurados hijos del éxodo africano, y, en menor medida, asiático. La llamaron Asociación de Ayuda y Acogida a los Refugiados de Ultramar, evitando usar el denigrante término "retornados" con que eran conocidos popularmente, y que molestaba mucho a los recién llegados, pues en su inmensa mayoría habían nacido y vivido en Africa toda su vida, y no podían "retornar", por tanto, a un lugar en el que nunca habían estado y del que todo les sorprendía a su llegada, juzgándolo muy distinto a como lo imaginaban. Lo peor de todo es que, después de huir con lo puesto y llegar a un país que el régimen fascista de Salazar les había vendido como el suyo propio, se encontraban con una cerrada oposición y rechazo por parte de la mayor parte de la población portuguesa, que se refería a ellos con descripciones poco compasivas, como la de "blancos aventureros" o "africanos apátridas" y no quería hacerse cargo de su mantenimiento y bienestar. Comenzaba a hablarse por esas fechas en los corrillos de los mercados y en las tertulias de las tabernas en términos nada halagüeños de la inminente "invasión colonialista africana".

A finales de Marzo, coincidiendo con el puente anual de la Semana Santa, Lucinda se desplazó con su utilitario blanco hasta Madrid para visitar a sus padres y hermana y pasar unos días en familia; en realidad llevaba en mente también pedir prestada una significativa cantidad de dinero a su padre destinada a cubrir los gastos de financiación y a sostener el desenvolvimiento económico de la organización humanitaria que había cofundado recientemente (ya no le quedaba amistad alguna suya o de sus padres por sablear en Lisboa con idénticos fines, pero aún necesitaban mas fondos para conseguir una mayor efectividad en su lucha sin cuartel contra la desigualdad y el prejuicio).

Lo primero que le sorprendió al llegar al impresionante ático de dos plantas, situado en la confluencia del Paseo de la Castellana con la calle Panamá, y muy próximo al primitivo Estadio Santiago Bernabeu, antes de su primera gran reforma con motivo del Mundial de Futbol de 1982, fue descubrir que a su hermana Teresa parecía habérsela tragado la tierra. Desde que habló con ella quince días atrás, y Lucinda la convenció de que al menos le contase a su madre la complicada situación en la que se encontraba, embarazada ya de casi cinco meses, no había vuelto a tener noticias suyas; ante sus reiteradas peticiones de información al respecto, sus padres optaron por un riguroso mutismo, dándole largas al asunto con vaguedades tales como "está descansando en un lugar apropiado para ella" o "la vergüenza en casa del rico se tapa con paños finos", que venía a querer decir que nadie fuera de la casa estaba en conocimiento del estado de buena esperanza de Teresinha, y que ella estaba escondida a buen recaudo en algún lugar discreto y apartado de los ojos escrutadores de la gente. Cuando interrogó en secreto al servicio, el único dato fiable que consiguió recabar fue que unas religiosas del Sagrado Corazón habían venido a buscar a su hermana, que se marchó con ellas prácticamente arrastrada y gritando por el montacargas destinado al servicio doméstico. Aquello no le olía nada bien, pero nada de lo que dijo o hizo durante toda la Semana de Pasión fue capaz de convencer a sus padres de que la contaran donde estaba su hermana y menos aún que le permitieran visitarla.

Aparte de los monótonos e interminables oficios religiosos en una lengua que apenas alcanzaba a comprender, Lucinda tuvo que vérselas de nuevo con el irascible genio paterno cuando aprovechó la aparente tregua de rezos y jaculatorias varias del Domingo de Resurrección para informar a su padre de sus proyectos filantrópicos en su país natal, y sondear sus posibilidades de colaboración para con la causa. Este escuchó atentamente la detallada explicación de su primogénita, sentado al otro lado de la mesa de despacho, mientras se hurgaba con un mondadientes en los espacios interdentales. Tras concluir su entusiasta presentación de los hechos, Dom Fábio sacó de un cajón una voluminosa carpeta de cartón de color azul marino y la dejó caer con estrépito sobre la mesa. Su cara de póker no dejaba muchas dudas de que el horno paterno no andaba para muchos bollos.

  • ¿ Que es eso? - preguntó Lucinda con un deje de incomprensión en el rostro.

Su señor padre torció el gesto de manera aviesa, como solía hacer inmediatamente antes de lanzarse a degüello a despellejar a su interlocutor, lo que ocurría, de hecho, muy a menudo.

  • ¡No tantas prisas, mocosa! Espera y verás... - no había el mas leve matiz cariñoso en sus palabras, en tanto abría el carpetón y desplegaba infinidad de papelotes por encima de la mesa de nogal que ocupaban - voy a mostrarte la razón primordial por la que no puedo colaborar en tus bienintencionados pero errados proyectos. En primer lugar, si querías dedicarte a las obras de caridad haberte metido a monja como tu tía Catarina... pero claro, cualquiera le dice a tu jodido coño que se adapte al secano, faltaría mas - incluso una mujer tan determinada y de carácter fuerte como ella se sintió abrumada por tan repulsivo comentario, y bajó la vista avergonzada - En segundo lugar, te recuerdo que tu querido Gobierno Provisional de la insolvente Revolución, presidido por el marxista radical Vasco Gonsalves, vergüenza de la institución militar y agente de Moscú camuflado, me ha robado todo cuanto poseo para pagar sus deudas con los países del Este, y gracias a Dios que fui espabilado y saqué lo que pude del país antes de que esas sanguijuelas se decidieran a sangrarme a conciencia; y en tercer y último lugar, no pienso invertir ni un solo escudo en un proyecto en el que colaboren y, menos aún, copresidan un cura comunista y un fotógrafo perteneciente a una organización terrorista de la extrema izquierda radical.

Lucinda se levantó del asiento indignada, gesticulando sin parar y con el rostro encendido de pura indignación

  • El padre Pereira no es comunista como dices, Hélder es un hombre de Dios que entiende el Evangelio desde una óptica renovada de acercamiento al mundo sufriente, lo que...

  • Vaya, vaya... - le interrumpió su padre con malos modos - en un momento hemos pasado de llamarle Padre Pereira al mas íntimo Hélder. Muy interesante...¿que pasa? ¿también te tiras al curita con barbas de "progre"? Desde luego contigo ya no sabe uno que pensar...

Lucinda no daba crédito al acerado veneno que escupía su padre por la boca. Asombrada por el nivel de bajeza y el grado de rencor al que se había entregado su padre desde que se había visto obligado a abandonar su país ( y no precisamente con las manos vacías) se quedó muda, estupefacta. Simplemente, por primera vez en muchos años, no supo como reaccionar frente a un hombre que le atacara. ¿Que podía hacer? ¿Insultarle, gritarle, enfurecerse como una leona y saltarle a los ojos, pegar incluso a su propio padre...? Se quedó quieta, callada e incapaz de defenderse, derrotada por el diabólico verbo paterno, mas propio del tonante Zeus Olímpico que de un amoroso "pater familias" tradicional.

  • Echa un vistazo a esto, para que compruebes la clase de angelito que te llevas al catre - ahora su padre le tendió lo que parecía un robusto informe en el que estaba escrito en caracteres de molde bien visibles: SEGUIMIENTO DE BRUNO MORAIS ALVES (LISBOA 07-15 MARZO) .

Lucinda apenas podía tenerse en pie de la impresión, por lo que tomó asiento de nuevo en la pretenciosa silla estilo Imperio situada a la cabecera de la mesa. Intrigada por el contenido del dossier, entreabrió el pesado fardo y dejó volar la mirada de manera aleatoria por la primera página. Algunos datos del extenso documento, que incluía abundantes fotos robadas del personaje objeto de seguimiento, le parecieron aberrantes, como calificarle de "seductor consumado, antiguo "gigoló" de mujeres de cierta edad y recursos sobrados, y probable cazadotes profesional"; otras afirmaciones del entregado detective y cotilla vocacional le hubieran hecho reír a carcajadas si no resultaran patéticas: "El susodicho pasa mucho tiempo libre junto a su compañero de trabajo y piso, el periodista de ideas avanzadas Tiago Costa Abreu, que firma sus crónicas anteponiendo el apellido materno al suyo propio. Si no fuera por la constatada fama de mujeriegos y juerguistas de ambos, podría pensarse en la existencia de algún tipo de relación impropia entre ellos, tesis que podría explicar las constantes muestras de cariño que el Sr. Alves dedica a su íntimo amigo, incluso en lugares públicos y sin importarles que esté presente la propia Srta. Magalhaes". Una abundante muestra de fotos en color y b/n le mostraba mezclado con las multitudes en las constantes manifestaciones partidarias que colapsaron el centro de Lisboa tras el aplastamiento del golpe de estado del pasado día 11, paseando abrazado a Lucinda por las callejuelas de Alfama un domingo por la mañana, bromeando con Tiago en una cafetería del Chiado, intercambiando confidencias profesionales con su colega Nuno Guterres, a quien conocía a través de Lucinda, en la puerta de acceso al diario "O Seculo", leyendo un pasaje del Evangelio de San Juan durante la celebración de una Eucaristía popular al aire libre, repartiendo medicinas y alimentos de primera necesidad en el desolado barrio de Fontanhias, en Benfica...poca cosa, en definitiva, y nada que pudiera catalogarse de comprometido, inmoral y, mucho menos, ilegal.

  • Ya veo que no pierdes el tiempo, papá...- Lucinda cerró la carpeta con aire resignado y se apresuró a encender un cigarrillo; su padre se levantó indignado de la mesa y se lo retiró de la boca antes de poder encenderlo, argumentando que aquello constituía "una falta de respeto y consideración típica de los tiempos que corren". Lucinda se levantó de improviso y se dirigió hacia la puerta con aire lánguido - pero, en fin, si esto es todo lo que tienes que mostrarme de mi futuro marido, me retiro a mi habitación. Estoy cansada, aún no me he acostumbrado al tono de voz chillón de muchos españoles. Nos veremos a la hora de la cena.

  • ¡Como quieras!. ¡Ah!...una última advertencia, Lucinda - ésta se giró con un gesto de fastidio y hartazgo justo cuando iba a abrir la puerta - No pienso consentir que mi hija se case con un militante de la UDP, una especie de grupo terrorista a la izquierda incluso del propio Partido Comunista. No mientras viva...cuando esté bajo tierra, podrás hacer con tu vida y con tu ardiente coño lo que quieras, pero no cuentes con mi dinero para ello.

  • ¿Que quieres decir? ¿Que no vas a venir a mi boda? - le desafió su hija sacando de nuevo el genio por el que era famosa en su círculo familiar, y que había heredado precisamente del Sr. Magalhaes - ¡Tampoco te pensaba invitar, descuida! No creas que me das ningún miedo...de todas maneras no podrías venir aunque quisieras...te recuerdo que eres "persona non grata" en Portugal, y que te llevarían directamente al trullo si osaras poner un pie en territorio nacional...

Su padre se acercó hasta ella soliviantado y fuera de sí y le arreó dos bofetones que la empujaron contra la puerta y la descolocaron su sedosa melena, que ahora cubría parte de su cara, impidiendo que su progenitor la observase tragarse las lágrimas de rabia e impotencia que le brotaban de los ojos.

  • ¡No te lo repito mas! ¡Si te atreves a casarte con ese fotógrafo de tres al cuarto serás desheredada en el acto! ¡Y ahora vete de aquí antes de que me arrepienta y te pegue la paliza que te mereces por tu insolencia de zorra marxista! ¡Largo!

Aquella noche Fábio Magalhaes no cruzó una sola palabra con su esposa mientras cenaban a solas en el amplio comedor de aires aristocráticos con vistas al bulevar central del Paseo de la Castellana. Ambos sabían que era probable que no volvieran a ver en una larga temporada, o tal vez nunca mas, a su antaño adorada primogénita. Para escándalo de propios y extraños, no solo tenían que bregar con su adaptación a un nuevo país y a un nuevo idioma, sino también al descrédito público que suponía el indeseado embarazo de Teresa, una simple furcia irrecuperable para la sociedad, según ellos; ahora, para colmar el vaso, se topaban con un tercer frente inesperado: la inquietante rebelión de su hija mayor, que acababa de decidirse por abandonar el núcleo familiar, dejando incluso aparcado su vistoso descapotable en el garaje de la finca, lo que daba a entender a las claras su férrea determinación de dejar de pertenecer desde ese momento al clan de los "reyes del cemento" portugués.

Montada en el tren que debía llevarla de vuelta a Lisboa, Lucinda sintió de pronto una sensación indefinible de vértigo y el presagio irracional de males mayores por venir. Se daba perfecta cuenta de que había quemado sus naves tras ella, y que el paso que había dado era irrevocable, pero se consideraba una mujer fuerte y madura, al contrario que su hermana menor, y capaz de adaptarse a lo que el destino o la divina Providencia le pusieran por delante. Disfrutó relajada y feliz del viaje, sintiéndose orgullosa del paso que había dado, y de enfrentarse al genio endemoniado de su padre sin temblarle el pulso. Pero al pasar de las verdes dehesas de Badajoz, regadas por afluentes del Guadiana y sembradas de encinas y alcornocales, al interior del territorio luso, la realidad le dio un bofetón mas fuerte que el de su padre, al comparar la relativa paz social de que se gozaba aún en la España tardofranquista al creciente desorden y alboroto reinante en el antaño inmovilista Portugal. Una manifestación de agricultores exigiendo la implementación inmediata de la prometida reforma agraria cortó las vías interponiendo sus tractores a la salida de Elvas, paralizando el trayecto durante al menos 45 minutos hasta que un comité de sindicalistas leyó un comunicado con sus altavoces a todo volumen a un auditorio de viajeros de variada procedencia y extracción social, pero hermanados en el escaso interés que mostraban en las reivindicaciones de los productores de remolacha locales. Después, pudo comprobar con asombro creciente que no sólo Lisboa, siempre mas politizada que el resto del país, ardía en reivindicaciones y mítines, sino que incluso en los rincones mas remotos del campo portugués la actividad política y sindical, la confección de pasquines llamando a la movilización popular y la proliferación de grafittis callejeros en los muros superpoblados de propaganda, ocupaban lugar de honor en las actividades diarias de sus habitantes.

A su llegada a la estación de Santa Apolónia, en Lisboa, Bruno estaba esperándola en el andén con una radiante sonrisa y un enorme ramo de claveles rojos, convertidos por obra y gracia de la Revolución en el símbolo de su apasionado amor. Ambos se fundieron en el mas estruendoso abrazo, y Lucinda se sintió por primera vez en muchos días segura y completa envuelta en los cálidos brazos de su hombre. Aquella noche hicieron el amor con furia incontenible, como si hubieran transcurrido varios meses sin verse en vez de apenas unos pocos días. Bruno había construido para ella un santuario de placer con velas encendidas en el suelo y música romántica de fondo, y ambos se entregaron al arte de Eros con todas las consecuencias. La noche lisboeta fue testigo de los jadeos acompasados de la pareja, del temblor imperceptible de los labios de Lucinda cuando su irrigado clítoris entró en contacto con la lengua juguetona de su amante, y del suave tacto de las manos de Bruno buscando enfebrecido la ruta que conducía de los pezones puntiagudos al húmedo sexo de una Lucinda mas hermosa que nunca en su nueva condición de musa desclasada de la Revolución.

Sintiéndose victorioso en su guerra no declarada contra el padre de su amada, en quien creía ver representados todos los males y vicios del capitalismo industrial, Bruno se sintió particularmente inspirado esa noche, y le pidió a Lucinda que posara para él, y mas en concreto para su ojo mecánico, la Nikon que siempre llevaba colgada al cuello, desnuda y orgullosa. Ella accedió encantada a su petición, a cambio de que nunca mostrara el resultado de su trabajo a nadie, que aquel constituyera su particular secreto de alcoba, y que el resultado artístico no cayera en lo obsceno, lo que consideraba de todos modos imposible estando un artista tan sensible y amante de la belleza como él de por medio.

Lucinda nunca llegó a ver el resultado de esa sesión, que Bruno guardó para su exclusivo deleite íntimo, y que consideró siempre como la obra maestra de su abundante creación gráfica, y como su mas preciado tesoro personal.

(Continuará)