Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 2)

Bruno y Lucinda mantienen su primera cita romántica, empiezan a conocerse un poco mas y se dejan llevar por la irrefrenable pasión que les embarga. Su incipiente relación deberá enfrentarse a sus evidentes diferencias de clase y condición social, que la naciente Revolución podría ayudar a disolver.

“James Dean y Pier Angeli se conocieron por casualidad, durante los descansos de sus respectivos rodajes, “Al este del edén” y “El cáliz de plata”, en los platós exteriores de los estudios Warner, a mediados de junio de 1954; el flechazo fue inmediato, y unos días mas tarde Anna presentó a Jimmy a su madre y hermanas durante su fiesta de cumpleaños como su nuevo novio. El romance no carecía de riesgos para ambos, sobre todo para Pier, que había elegido como acompañante a un actor desconocido, sin ninguna película estrenada y cuya carrera artística, pese a los buenos augurios que le vaticinaban los descubridores de nuevos talentos, no dejaba de ser una gran incógnita. Se hablaba también de su mal carácter, de sus tendencias neuróticas y hasta de su propensión a la violencia, algo que alarmó sobremanera a Doña Enrica, la madre de Pier, mucho mas que la versión oficial que ha circulado hasta ahora, y que asegura que su futura suegra no le tragaba por no ser católico y por su indumentaria desastrada.

De su historia de amor, que ningún biógrafo del actor ha puesto nunca en duda, pese a la probable bisexualidad de Dean y a su deriva autodestructiva posterior a la traumática ruptura entre ambos, sabemos que les gustaba cenar en Ciro’s, uno de los restaurantes de moda en Hollywood, que solían hacer frecuentes escapadas al rancho del actor a las afueras de Los Angeles, burlando la férrea vigilancia materna con la inestimable ayuda de Marisa, la hermana melliza de Pier, y que, en cierto momento, Pier temió haberse quedado embarazada. Cuando su relación se hizo pública, a mediados del verano, la reacción de los gacetilleros oficiales de Hollywood, un influyente grupo de comadres sabelotodo comandados por las ubicuas Louella Parsons y Hedda Hopper, fue manifiestamente negativa. Las maneras antisociales y abiertamente groseras de Dean no podían resultar del agrado del “establishment” hollywoodense, y, pese al esfuerzo sostenido de Dean por adecuar sus modales a su nueva situación de pretendiente de una de las tres princesas solteras de Hollywood (siendo las otras dos Audrey Hepburn, por entonces prometida de Mel Ferrer, y Grace Kelly) y adecentar su vestuario, sus esfuerzos no se vieron compensados con el éxito inmediato. La tensión entre Pier y su madre se elevó a una temperatura insoportable cuando Anna insistió en casarse con Jimmy a cualquier precio, y solo amainó cuando la señora Pierángeli consintió en que el noviazgo prosiguiera su curso natural, si bien en el fondo estaba esperando el momento oportuno para introducir en la atribulada vida de su hija a un candidato a esposo mas presentable socialmente”.

(extraído de “La chica que se parecía a Pier Angeli”, de Lucinda Rocha, pag. 127)

Para su primera cita como pareja, Bruno y Lucinda eligieron un restaurante que servía asimismo como local de fados, el popular A Severa, situado en la Rua das Gáveas, en pleno corazón del Chiado lisboeta. En su primer encuentro como futurible pareja, Lucinda eligió un conjunto compuesto de falda roja tableada con el largo cayendo justo por encima de la rodilla, blusa ajustada de algodón de color blanco hueso, con motivos asimétricos de color negro, y zapatos de tacón ancho y algo de plataforma a juego con la falda; como complementos, se decidió por una aparatosa esclava de plata, muy del gusto de la época, y un collar de gruesas cuentas de coral, tras desechar un “foulard” de vivos colores por considerarlo excesivamente atrevido y demasiado informal para la ocasión.

Lucinda salió de su casa, sita en el señorial barrio de Campo Grande, aquella noche de sábado sin comentar a sus padres a donde o con quien salía, y su padre tan sólo se dignó a comentar de pasada en tono censurante, levantando de manera aparentemente distraída la vista del periódico que hojeaba, lo que le pareció “un exceso de maquillaje” que, a su juicio, solo podía indicar “una cita romántica en ciernes”, lo que nunca resultaba de su agrado.

Su primer sobresalto llegó al comprobar que Bruno no pasó a recogerla en coche, sino conduciendo su propia moto, una deslumbrante Harley Davidson XLH 1000 Sportster; aquella fue la primera sorpresa de su incipiente relación, puesto que resultaba evidente a todas luces que ningún aspirante a fotógrafo de prensa, a los 22 años, podía permitirse el lujo de pagar una motocicleta de importación tan cara como esa. Solo mucho después conoció Lucinda la verdadera historia que se ocultaba tras este aparente imposible, y que le llevó a conocer la breve pero lucrativa carrera de Bruno Alves como aprendiz de “gigoló”. Según todos los indicios, la esposa de un cónsul centroeuropeo en Oporto se encaprichó del guapo aprendiz de fotografía cuando acudió, cámara en mano, a cubrir un acto social en el Ayuntamiento de la señorial capital del norte portugués, y le sometió a un insistente cerco amoroso que cristalizó en una apasionada relación, puesto que Bruno no pertenecía al tipo de hombre capaz de mantener una relación por el mero interés personal. A lo largo de los escasos seis meses que duraron sus encuentros clandestinos en hoteles céntricos y en la fastuosa villa que el matrimonio alquilaba durante el verano en Espinho, Bruno fue agraciado con numerosos y caros presentes, que la generosa dama le regalaba con la esperanza de mantenerle entretenido y sin ganas de pensar en otras posibles sustitutas mas jóvenes; todos estos regalos, que incluían desde lujosos relojes de pulsera Piaget hasta gemelos de oro de Fabergé, pues la insatisfecha mujer poseía una inmensa fortuna propia como hija de un acaudalado hombre de negocios, fueron devueltos a su benefactora cuando la historia comenzó a enfriarse, lo que coincidió con la partida de Bruno a Lisboa tras ser contratado por el “Expresso”. Todos menos la moto, que Bruno consideraba “mi justo pago por los servicios prestados a riesgo de mi vida, pues su marido tenía fama de hombre colérico y despótico”. Aquel vehículo, que Bruno mimaba con todo tipo de cuidados, representaba su sueño de infancia, y ahora le servía además para impresionar a sus conquistas femeninas. Aunque no a Lucinda precisamente: acostumbrada al lujo desde niña, poco podía impresionarle la moto en sí, aunque sí le fastidió que no le hubiera avisado con antelación de este detalle, pues no quería estropear su costosa falda montando a horcajadas en ella.

La conversación fluyó de forma animada durante toda la cena, interrumpida tan solo por dos sentidas actuaciones de sendas promesas locales del fado, y, tirando del hilo, Lucinda se enteró del rústico entramado de su vida anterior a su arribo a la capital del ahora alicaído Imperio portugués. Por boca de él supo de su agridulce infancia en un pequeño pueblo trasmontano olvidado de todos, de los apuros de su padre, Rogério, un hombre honesto que enviudó siendo aún joven y crió él solo a su único hijo, y que regentaba una humilde venta y casa de comidas a las afueras del pueblo, por proporcionarle una educación digna y un acceso a la cultura mas allá de los estrechos límites geográficos de su aldea natal; supo también de su tío materno, Joaquím, un misionero jesuita a quien admiraba profundamente y que le enviaba coloridas postales desde los exóticos lugares a los que era enviado a evangelizar por su orden, y de su mejor amigo en el pueblo, Cristovao, que partió a los trece años con su familia rumbo a Angola en busca de un futuro mejor, y de quien no había vuelto a saber nada desde entonces.

En comparación, las insulsas vivencias de Lucinda empalidecían al lado de las suyas. Ella conocía mundo y había estudiado durante dos años en un internado en Suiza, dominaba el francés y se expresaba en inglés británico con envidiable soltura, pero pocos acontecimientos de su vida podían considerarse espontáneos o realmente elegidos por ella. Incluso su noviazgo de dos años con Joao Saraiva, el hijo del socio de su padre en la cementera Saraiva & Magalhaes resultó una consecuencia lógica de su mutua exposición durante largos años a las mismas fiestas de debutantes de los mejores clubes privados de la ciudad, y del indisimulado deseo de sus respectivos progenitores de forjar una indeleble alianza entre ambas familias, sellada con la sangre compartida de sus descendientes directos. Su máximo acto de rebeldía en sus 22 años de vida había sido precisamente poner fin a esa incestuosa relación, tan tibia como el sol de invierno en las playas algarveñas, y tan previsible como uno de los aburridos discursos patrióticos del exdictador Marcelo Caetano.

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¿Nunca te han dicho que te pareces mucho a una actriz de Hollywood de los años 50? – Bruno puso cara de concentración intentando dar con el nombre de la susodicha, mientras daba buena cuenta de un humeante plato de bacalao a la brasa - ¿Cómo se llamaba?...¿Tal vez Leslie Caron?

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En realidad soy clavada a Pier Angeli… - respondió Lucinda con una enigmática sonrisa dibujada en el rostro - pero casi hubiera preferido parecerme a Leslie Caron o a Jean Peters, por decir algo. La vida privada de Angeli fue un cúmulo de desgracias y desengaños y su carrera en el cine terminó antes incluso de empezar. Murió hace unos años de una sobredosis accidental de barbitúricos y hoy es mas famosa por haber sido novia de James Dean que por las pocas películas que rodó en Hollywood.

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Vaya, no sabía que había muerto. De lo que no cabe duda es de que James Dean fue un hombre afortunado en su corta vida por haber tenido la suerte de ser amado por una mujer tan hermosa.

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Bueno, lo tomaré como un cumplido – y mientas decía esto Lucinda sonrió abiertamente mostrando una hilera de dientes perfectamente alineados y de un color blanco marfileño que iluminó el cenador abovedado del local.

Lucinda sonrió también para sus adentros, pues estaba acostumbrada a tales patinazos verbales; casi todo el mundo coincidía en que se parecía a una actriz famosa de otros tiempos, pero muy pocos o nadie conseguía dar con su nombre auténtico. Unos se decantaban por Gene Tierney, la belleza de rasgos felinos protagonista de clásicos de la Fox como “Laura” o la tremebunda “Que el cielo la juzgue”, otros por la hierática esfinge Hedy Lamarr, sin duda la estrella de cine mas fascinante e inexpresiva del viejo Hollywood, y algún que otro cinéfilo despistado la juzgaba el vivo retrato de una juvenil Jean Simmons, la hermosa británica que conquistó el corazón del pueblo americano tras su caracterización como patricia romana protectora de los perseguidos cristianos en “La túnica sagrada”. Pocos, sin embargo, eran capaces de advertir su evidente parecido físico con la actriz italiana asentada en Hollywood Pier Angeli; al menos, Bruno la había confundido con una de las amigas (y rivales) de ésta a su paso por la Metro-Goldwyn-Mayer, la talentosa francesa Leslie Caron. Pero poco consuelo había en esta comparación, porque a su paso por los glamourosos estudios del león sedente la Caron fagocitó la incipiente carrera artística de Angeli, acaparando sin compasión alguna todos los papeles dignos de interés que podía haber interpretado la italiana, desde la entrañable “Lili”, que le valió una nominación al Oscar, hasta otro inolvidable nombre de mujer,“Gigi”, que supondría el mayor éxito de su carrera en un musical que ganó nueve premios de la Academia,  incluyendo los de mejor película y mejor director. No, a pesar de unos comienzos prometedores, con la memorable “Teresa” de Fred Zinneman como carta de presentación, muy pronto Anna se vería arrinconada a papeles de relleno o de mujer florero en películas de tercera categoría por una productora que había perdido el interés inicial en potenciar su carrera y que ahora la utilizaba como moneda de cambio, ofreciendo sus servicios a otros estudios rivales; en el fondo, procedían con ella de la misma manera que hicieran con su compañera de generación, la combativa Grace Kelly, prestando su envidiable talento a la competencia en plan mercenario y llamándola al orden de continuo cuando elevaba la voz mas de lo convenido (de hecho la futura princesa de Mónaco pasó mas tiempo en MGM suspendida de empleo y sueldo que actuando en alguno de los suntuosos decorados por los que era famosa la marca). Y eso que, cuando dieron a Pier la oportunidad de lucirse en un papel hecho a su medida, como la sufrida Norma de “Marcado por el odio”, que la emparejó por segunda vez con un juvenil Paul Newman, que daba vida en esta ocasión al boxeador Rocky Graziano, el resultado, tanto artístico como comercial de la operación fue inmejorable.

Al tratarse de una primera cita de tanteo, lo normal hubiera sido que Bruno acompañase a Lucinda a casa de sus padres y se retirase después con o sin beso de despedida incluido, pero los tiempos estaban cambiando a marchas aceleradas en Portugal desde que un grupo de capitanes rebeldes decidió dar carpetazo a medio siglo de dictadura ultraconservadora y a un decenio largo de guerras coloniales africanas. Y la euforia y la algarabía de la nueva Lisboa revolucionaria también encontraron su eco en el corazón de Lucinda, que tomó la insólita decisión de pasarse a tomar una última copa, con todas las consecuencias que un acto así podía acarrear, al apartamento de solteros de Bruno y Tiago. Por suerte para ellos, este último había salido y no se le esperaba de regreso a una hora tan temprana como las doce y media de la noche, por lo que por ese lado no se esperaban visitas inoportunas.

Bruno guió a Lucinda a través del pasillo central de altos techos y le fue mostrando las distintas estancias del mínimo apartamento compartido. En primer lugar, su propio cuarto, mas parecido a una leonera que a la presunta habitación de un hombre adulto, con las ropas abandonadas a su suerte en donde cayeran, y un trasiego de restos de negativos fotográficos esparcidos por el suelo. A través de la penumbra, Lucinda pudo distinguir un póster descolorido de la película “Harry el Sucio”, y, justo a su lado, Robert Redford y Barbara Streisand se abrazaban tiernamente en una escena de “Tal como éramos”. “Curiosa dualidad – pensó Lucinda para sus adentros – violencia y romanticismo unidos en un solo acto. Pero mucho tiene que cambiar de hábitos de limpieza este trasmontano si pretende conquistar a una chica del siglo XX como yo: la caverna está ya muy superada como forma de vivienda”. El dormitorio de Tiago, por el contrario, presentaba el aspecto ordenado y profesoral de una biblioteca suiza, con la alineación actual del Sporting de Lisboa presidiendo la estancia; la limpieza impoluta de la pieza sorprendió gratamente a Lucinda, que pensó que un chico soltero tan limpio y ordenado debía ocultar algún defecto mayor que compensara tan rara virtud, y, en cierto modo, no andaba descaminada en su vaticinio.

El amplio salón comedor estaba amueblado con mobiliario de otra época, “demasiado salazarista”, en opinión de Lucinda, para quien cualquier cosa ligada a esa época histórica felizmente superada implicaba una mezcla repelente de mal gusto, falta de originalidad y mediocridad infinita. Bruno se acercó al tocadiscos del fondo y colocó un disco sencillo de 45 revoluciones por minuto en la pletina; ofreció un último trago a su invitada, pero ésta, que no estaba acostumbrada a beber mucho, y venía ya algo achispada, rechazó la oferta. Sentada, o mas bien recostada en el sofá, se descalzó con parsimonia, y se acercó después contoneándose hasta el oscuro rincón donde se hallaba el mueble bar, hasta quedar situada frente al rostro asombrado de Bruno. No hizo falta decir nada ni excusa alguna para que Lucinda extendiera sus brazos buscando el cuello de Bruno, tal y como una frágil planta de invernadero busca la luz solar, y para que este la aferrara tiernamente de la cintura, moviéndose ambos al compás de la música de fondo, en un ritual milenario que les mantenía imantados el uno al otro sin posibilidad de huida. Se escuchaban ahora de manera nítida los primeros acordes de una canción, susurrada en tono sensual por una mujer de voz portentosa, que rasgó el silencio de la noche lisboeta con su palpitante creación. Roberta Flack había obtenido dos años atrás un inesperado éxito con este tema hiperromántico y muy alejado de las modas juveniles de los primeros años 70.

The first time ever I saw your face (La primera vez que vi tu rostro)

I thought the sun rose in your eyes (pensé que el sol se elevaba en tus ojos)

And the moon and the stars (y la luna y las estrellas)

Were the gifts you gave (eran los regalos que dabas)

To the dark and the endless skyes, my love (al cielo oscuro e infinito, mi amor)

To the dark and the endless skyes (al cielo oscuro e infinito)

And the first time ever I kissed your mouth (Y la primera vez que besé tu boca)

I felt the earth move in my hand (sentí la Tierra mo

verse en mi mano)

Like the trembling heart  (como el corazón tembloroso )

Of a captive bird (de un pájaro cautivo)

That was there at my command, my love (que estaba allí a mis órdenes, mi amor)

La hipnótica melodía desplegada por la prodigiosa voz de la cantante afroamericana sumergió a los amantes en un limbo espacio-temporal, en el que llegaron a olvidar hasta sus propios nombres, entregados como estaban a las artes amatorias de Eros y Afrodita. Bruno posó suavemente los labios sobre los de su amada, pero, en cuestión de segundos, como poseídos de un furor interno que no podían sortear, se devoraron mutuamente la boca, sus manos se posaron sobre cada rincón del cuerpo del contrario, y una súbita fiebre se apoderó de ellos haciéndoles perder la cabeza por completo. Bruno no podía creer que realmente aquellos pechos endurecidos, proporcionados como pocos que hubiera visto en su dilatada trayectoria de amante y con la aureola mamaria de un color canela intenso, estuvieran allí a su merced, como el pájaro cautivo de la canción; agradecido a Dios y a la vida en general, se postró ante ellos y los lamió con delectación insana, mientras sus trémulas manos desvestían a toda prisa a la mujer mejor vestida que había conocido nunca. Ella, por su parte, no se quedaba atrás, y sus manos de sacerdotisa del sexo dejaron huellas de pasión por su pecho y abdomen en un sensual recorrido que la condujo en breve hasta su abultado paquete, que pedía a gritos ser liberado de las cadenas que le oprimían y mostrar su fuerza viril a la mujer que tanto deseaba. Recostado en el sofá, desnudo como un niño en la playa, sintió la hábil lengua de Lucinda recorrer su mástil enfurecido, una misión de alto riesgo para la que aquella guerrillera de la pasión demostró estar cumplidamente dotada. Cuando intercambiaron turnos y fue ella, quien, con las piernas abiertas frente a su cabeza, le mostró la intimidad de su sexo, Bruno ofrendó lo mejor de sí mismo buscando el placer de su dama, recorriendo con precisión fetichista sus labios vaginales, su goloso clítoris, y absorbiendo el dulce aroma a hembra que tanto anhelaba sentir; y cuando el placer de Lucinda fue subiendo de intensidad se echó a llorar de felicidad y éxtasis al escuchar los frenéticos gemidos de su princesa del tálamo, de su adorada niña bien de mal proceder.

And the first time ever I lay with you (Y la primera vez que me acosté contigo)

I felt your heart so close to mine (sentí tu corazón tan próximo al mío)

And I knew our joy would fill the earth (y supe que nuestro gozo llenaría la Tierra)

And last ´till the end of time, my love (y duraría hasta el fin de nuestros días, mi amor)

And it would last ‘till the end of time, my love (y duraría hasta el final, mi amor)

El eco de la sibilante voz procedente del fondo del salón se iba apagando lentamente cuando Bruno tomó a Lucinda de la mano y la condujo hasta su habitación, convertida en el nuevo santuario de un culto profano y atávico, como la misma pasión que lo alimentaba con su fuego ancestral. Ninguno de los dos sentía dudas del paso decisivo que estaban dando al atravesar el umbral de su habitación; él ya había descubierto que Lucinda no era virgen, aunque bien pensado, …¿qué chica deseable de 22 años, rica y cosmopolita como Lucinda, permanecía virgen hasta el matrimonio?; y ella intuía que él, guapo y seductor como era,  poseía una amplia experiencia sexual de la que ella en realidad carecía, y eso la hacía sentirse en inferioridad de condiciones, pese a lo cual se dejó llevar sin vacilación hasta el borde de la cama de estudiante bohemio y desordenado y ambos se enlazaron en un abrazo cósmico, que debía conducirles al orgasmo mas intensamente sentido de sus vidas.

La lluvia de besos que cubrió su cuerpo la ayudaron a relajarse, y la extraña sensación de no encontrarse ante un desconocido, como cabría suponer, sino ante un viejo amigo de quien había perdido la pista hacía mucho tiempo y al que el destino había puesto de nuevo en su camino de forma inesperada, hizo bastante por suavizar la lógica tensión del momento. Cuando sintió que Bruno vencía la escasa resistencia de su cuerpo y su húmedo coño recibió la visita mas anhelada de su vida, un temblor involuntario recorrió su espina dorsal, mientras sus brazos se aferraron a las amplias espaldas de aquel poético semental que llegó tarde a desvirgarla físicamente, pero consiguió romper su hímen mental y hacerla sentir tan virgen y casta como una novicia en su día de profesa. El, por su parte, había conocido, en el sentido bíblico del término, a muchas mujeres antes que ella, casi todas ellas mayores que él, por esa fijación edípica que sentía por las mujeres de cierta edad y probada experiencia sexual desde muy chico; en verdad, podría decirse que casi desde la muerte de su madre cuando contaba tan sólo siete años, o con mayor seguridad a los diez años, cuando se  enamoró perdidamente de Doña Margarida, la maestra de su pueblo, que le triplicaba la edad, sin ser correspondido y ni siquiera atreverse a manifestarle su tierno amor, como cabía esperar en una situación así. Pero cuando sintió el sedoso tacto de Lucinda sobre su culo y recorriendo su espalda empapada en sudor con sus manos febriles, Bruno no pudo por menos que sentirse el mas dichoso de los mortales y en el protagonista de una pasión que desbordaba tópicos y lugares comunes para erigirse en el centro rector de su vida: ya no concebía la existencia sin la presencia de Lucinda, la princesa morena de piel de porcelana y labios de melocotón, pero sexo de pecadora y piedra de perdición para los débiles hombres que se cruzaran en su camino.

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Lucinda, te amo… - fue lo único que acertó a susurrarle al oído antes de correrse en su interior, inundando de amor el angosto túnel que le había acogido en su seno como a un hijo pródigo largamente añorado. Tenía los ojos arrasados  de lágrimas, de emoción, por supuesto, pero también de gratitud y felicidad, y no quiso disimular su lapsus de aparente debilidad secándoselas con la mano, sino que, en lugar de ello, besó a su amada dulcemente en los labios, haciendo que unos gruesos lagrimones resbalaran por las mejillas de Lucinda. Ambos se sintieron en ese momento en comunión total, y ajenos a cuanto pudiera acontecer, bueno o malo, en la ciudad de los claveles rojos aquella noche de mayo.

Minutos después, tiernamente abrazados, compartiendo un cigarrillo en actitud relajada y en un respetuoso silencio, aterrados tal vez al descubrir el profundo vínculo que les unía sin que pudieran hacer nada por evitarlo, Bruno se concentró en el sagrado nombre de su amante, y, al tiempo que acariciaba extasiado un mechón de su cabello, repetía para sus adentros como un mantra las siete letras que debían prefigurar su destino de ahora en adelante. Lucinda, pensó, era un nombre muy apropiado para una mujer tan hermosa e inteligente como ella, parecía sacado de una vieja leyenda medieval de caballeros andantes y virtuosas princesas, aunque nunca hubo una que así respondiera al ser cortejada por trovador alguno. También, reflexionó en el sepulcral silencio de aquella habitación súbitamente hechizada, había algo inequívocamente portugués en la manera en que se pronunciaba en la lengua de Camoes y Esa de Queiroz  aquel fascinante objeto de deseo verbal, y que le hacía recordar la portada de uno de los almibarados libros escolares de su infancia, que llevaba pintada a grandes letras las palabras ¡Lusitos! ¡Lusitas!. Y, finalmente, le pareció un acertado sinónimo de luz y de lucero, que es en lo que se había convertido en su vida desde el mismo momento en que se asomó al abismo de sus ojos negros en la Prasa do Comercio, apenas diez días atrás.

(Continuará)