Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 14)
Tiago y Lucinda parten hacia la India y Thailandia en viaje de luna de miel, pero, sin ella imaginarlo, Tiago le tiene reservada una emocionante sorpresa durante su periplo asiático que le ayudará a liberarse de su arraigado complejo de culpa y le servirá asimismo de inspiración y catarsis interna.
EPILOGO
La luna de miel les llevó primero a la India, un viejo sueño por cumplir de Tiago, que siempre soñó con visitar no sólo el Taj Mahal, símbolo de amor supremo a la mujer amada, o las terrazas escalonadas del Ganges a su paso por la ciudad santa de Benarés, sino también una ciudad de resonancias míticas en el imaginario colectivo luso, Goa, el epicentro del antiguo Imperio Portugués en la India. La adormecida ciudad colonial suponía un reto para cualquier antropólogo por su particular mezcla de culturas, y representaba una orgullosa isla cultural de vocación mestiza en el maremágnum de etnias y religiones del subcontinente indio. A Tiago y Lucinda les parecía increíble que aún hoy, en pleno siglo XXI, y a medio siglo de su incorporación forzada a la Unión India, la perfumada Goa siguiera oliendo a Portugal, sabiendo a Portugal y sonando a Portugal. Pasear por sus abigarradas calles y sus playas paradisíacas y adentrarse en sus recoletas iglesias católicas, aun hoy día atestadas de fieles, era como retrotraerse a otra época en la que los comerciantes de especias y sedas de Oriente crearon la gloria y fortuna de un diminuto estado europeo situado en el límite de la Finis Terrae.
La segunda parte de su viaje les llevó a Tailandia y Bali, lugares que recorrieron por libre, en muchos casos alejándose incluso de los circuitos turísticos al uso, visitando monasterios budistas rurales en el caso tailandés y escondidos templos de raigambre hinduista en la llamada “isla de la felicidad”, en la que ambos certificaron para su asombro que no hace falta tener la cartera repleta de billetes ni presumir de erudición o éxito social para ser inmensamente feliz, como demostraban estos humildes campesinos en sus encharcados arrozales, pobres de solemnidad según la definición al uso, pero llenos de alegría y vitalidad, y en absoluto seres marginales como en otras partes del mundo, sino cargados de dignidad y fe en el futuro. ¿Cómo era posible este milagro?, se preguntaban a diario los miles de turistas que acudían a sus costas y pueblos con la esperanza de descifrar su milenario enigma. Tiago y Lucinda no hallaron tampoco la respuesta, pero un poco de ese espíritu hecho de paz, resignación, bondad y confianza en el mañana se les pegó al alma en un proceso de ósmosis que nunca pudieron racionalizar por completo.
Pero Tiago tenía reservada desde el principio una emotiva sorpresa para su recién estrenada esposa. Había contactado con un alto cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores luso, viejo conocido suyo desde los tiempos del Expresso, y había conseguido averiguar, tras no pocas gestiones, el paradero de la tumba compartida entre el jesuita Joaquím Morais y su sobrino Bruno Alves, que habían elegido para vivir y morir la remota isla de Timor, situada en algún punto del inmenso archipiélago surgido del fondo del océano en pleno corazón del Indico
Tras aterrizar en el modesto Aeropuerto Presidente Nicolau Lobato de Dili, la capital del nuevo estado independiente de Timor Oriental, se dirigieron a su hotel, un modesto conjunto de cabañas acondicionadas con los últimos adelantos tecnológicos para que el visitante occidental se sintiera relativamente cómodo durante su estancia en la depauperada isla. Timor se había liberado del férreo yugo indonesio gracias a la presión internacional, combinada con las acciones de resistencia pasiva del propio pueblo timorense, y la nada desdeñable mediación diplomática de la antigua potencia colonial.
La actuación de Portugal en el caso de Timor Este, haciendo suyo el sufrimiento de la masacrada población local y bregando en todos los foros internacionales para denunciar públicamente el terrible genocidio llevado a cabo por las tropas indonesias contrasta con la desidia y el desinterés mostrados por las distintas administraciones españolas a la hora de defender los derechos del pueblo saharaui, al que el gobierno tardofranquista utilizó como moneda de cambio en sus interesadas relaciones con Marruecos y Estados Unidos - escribió Lucinda en su blog personal tras su visita a la castigada isla, que recibió toneladas de NAPALM y productos químicos en los indiscriminados bombardeos que sufrió durante los veintisiete años de invasión indonesia – tal vez por eso Timor Oriental es a día de hoy un país libre y soberano, y el Sáhara Occiental, olvidado de todos, y ninguneado por la Administración española, languidece en un interesado limbo informativo, sometido a la férrea represión del ocupante marroquí, y víctima impotente de una tragedia de proporciones épicas por el número de exiliados y represaliados políticos.
“Portugal es como una madre solícita” - le había dicho en cierta ocasión el propio Bruno, que en su condición de huérfano a temprana edad era muy sensible a este tema – “una madre amorosa que tuviera a su prole repartida por distintos continentes y casada con miembros de las poblaciones locales, pero que no dejan de ser hijos propios. Cuando pase la maldita guerra colonial y estos países redescubran sus olvidados lazos maternos con Europa, Portugal será de nuevo madre de pueblos en lugar de la madrastra violenta y posesiva que parece hoy en día”.
Y, en el caso de Timor Oriental, donde no se habían desarrollado realmente operaciones militares de envergadura durante el mandato portugués, esa realidad era aún mas evidente que en otros enclaves del Imperio: la mayor parte de la gente mostraba su cariño y admiración por la actuación portuguesa (que retuvo oficialmente la soberanía timorense durante el conflicto armado, ya que la Asamblea General de la ONU no reconoció ni la independencia unilateral de la isla ni la posterior ocupación indonesia) y, a pesar de haber sido prohibida taxativamente por el gobierno de ocupación, la lengua portuguesa volvía a escucharse por las calles de Dili, en fértil mezcolanza con los lenguajes locales, y las iglesias católicas, antes objeto de sospecha, cuando no de abiertas represalias militares en las zonas rurales, ahora estaban llenas de fieles, orgullosos de su singularidad religiosa en el entorno asiático, que habían recuperado su dignidad y los fundamentos de una cultura esencialmente mestiza e interracial.
El viaje en jeep hasta las recónditas montañas habitadas por la etnia mambai en las cercanías de Ainaro, situadas en el frondoso interior de la isla, supuso una peregrinación hacia un atávico mundo tribal, alejado de los usos comunes de la civilización a los que Tiago y Lucinda estaban acostumbrados, Los poblados locales, compuestos de simples chozas circulares con tejados de paja, resultaban muy parecidas a aquellas que la memoria sentimental de ambos ligaba a los paternalistas reportajes de la televisión pública portuguesa durante el periodo salazarista, en las que las cámaras de la RTP viajaban a los mas remotos poblados guineanos o angoleños tratando de demostrar al ignorante pueblo luso que sus poblaciones locales profesaban una devoción a la bandera y costumbres portuguesas muy alejadas de la realidad. La vestimenta de la población montañesa también era distinta de la de otras zonas por las que habían pasado, y su tono de piel era ligeramente mas oscuro que el de otras tribus de la isla.
Al llegar al miserable poblado donde les habían asegurado que yacían los restos mortales del fotógrafo vocacional y guerrillero por convicción Bruno Alves, los residentes locales les recibieron en la plaza central ejecutando sus danzas tradicionales; después, una anciana tocada con un aparatoso turbante les dedicó una popular canción de José Afonso, basada en un poema del inmortal Camoes. La mujer, subida a un mojón de piedra que hacía las veces de estrado, entonaba orgullosa la pastoril balada con su melodiosa voz de tiple, y lo hacía además en un perfecto portugués aprendido de oídas que, según decía, le había enseñado el propio Bruno durante su breve estancia en la zona:
Verdes sao os campos
De cor de limao,
Assim som os olhos
Do meu corasao
Campo, que te estendes,
Com verdura bela
Ovelhas, que nela
Vosso pasto tendes
De ervas vos mantendes
Que traz o verao
E eu as lembransas
Do meu corasao
Isso que comeis
Nao sao ervas, nao
Sao grasas dos olhos
Do meu corasao
Tiago y Lucinda asistieron al recital embargados por la emoción de escuchar cantar en su propia lengua en una remota aldea de montaña situada a miles de kilómetros de Lisboa, y aplaudieron con ganas al finalizar la sentida actuación. De inmediato, una colorista multitud, que incluía a niños, mujeres y ancianos les condujo en dirección a la modesta capilla del pueblo, donde les esperaba el párroco local, un nativo de mediana edad que respondía al nombre de Dom Miguel dos Santos, y que les recibió gustoso en el interior de la modesta ermita dedicada a Nossa Senhora da Vitória, en recuerdo del paso de Bruno por la localidad, ya que ésta era la advocación favorita del trasmontano desde que conoció su venerada imagen en Lisboa,
Los feligreses locales estuvieron ahorrando sus modestos jornales durante meses hasta que consiguieron comprar una imagen de Nuestra Señora lo mas parecida posible a aquella que Bruno les había enseñado en fotos de la original en Lisboa. Decían que la Virgen les había ayudado durante su lucha contra la ocupación indonesia, y el hecho de que su advocación incluyera la palabra victoria no era ajena a este hecho - les explicó el religioso en un correcto portugués de acento local, mostrándoles la modesta talla vestida con regios ropajes tejidos por las mujeres del poblado.
Se nota que Bruno tenía un fuerte ascendiente sobre la población local - argumentó Tiago, basándose en el hecho de que desde su llegada minutos antes los pobladores no habían cesado de contar anécdotas relativas a su amigo.
No sólo Bruno, también su tío, el Padre Joaquím, que residía en la ciudad de Maubisse, pero que recorría todos los pueblos de la zona esparciendo la Palabra de Dios entre los montañeses en la lengua local, el mambai, aparte de alfabetizar en portugués a aquel que así se lo pidiera, y que en aquella época eran muchos, por cierto.
¿Y están enterrados los dos juntos? - quiso saber Lucinda, a quien la ansiedad por conocer el lugar de eterno descanso de su amor de juventud le impedía conciliar el sueño desde hacía dos días.
Sí, pero no en la misma fosa - aclaró el párroco ajustándose las gafas - sino uno al lado del otro. Bruno llegó hasta aquí en busca precisamente de los restos de su tío, que se encontraba aquí de paso, camino de otros pueblos de la zona, como Fatobuti y Kolehunu, cuando el Ejército indonesio arrasó la aldea y destruyó la iglesia original. Esta es una reconstrucción posterior, porque el poblado original, que estaba en manos de las milicias locales del FRETILIN fue destruido por completo en una operación de castigo contra la resistencia, a los pocos días de la invasión.
¿Y llegó a participar Bruno en combates armados? - quiso saber Tiago mientras el sacerdote les acompañaba, seguidos por un gran número de personas hasta el cementerio católico, situado a las afueras del poblado.
Supongo que sí - argumentó el párroco - puesto que yo, que por entonces era un crío que ayudaba a su tío Joaquím haciendo funciones de monaguillo, siempre le vi armado y con su Kalashnikov al hombro; se integró muy rápido en la guerrilla local, y en el pueblo le conocíamos como El Portugués o como Bruno el Mago, porque algunos montañeses, muy influidos aún por tradiciones animistas locales, creían que tenía poderes curativos y le pedían que les impusiera las manos, lo mismo que ocurrió en su día con el Padre Joaquím, que Dios le tenga en su gloria.
El camposanto de la aldea consistía en un pequeño terreno vallado con estacas de madera y con simples túmulos de tierra en lugar de lápidas de mármol, con rústicas cruces de madera tallada plantadas en cada uno de los enterramientos para señalizar su presencia y remarcar el carácter cristiano del lugar, que tanto parecía molestar a los indonesios durante su odioso mandato. Al fondo, en un rincón preferencial, se encontraban dos tumbas cubiertas de flores y frutas tropicales y con sendos retratos enmarcados en tonos sepia de los fallecidos, que se notaba que seguían siendo muy venerados entre la población de Hatululi y pueblos cercanos. Eran los únicos vecinos de aquel lugar de descanso eterno que contaban con lápida propia, de basta piedra labrada. En la del Padre Joaquím, ante la que sus acompañantes se persignaron respetuosos, se podía leer en portugués estándar:
Padre Joaquím Carreira Morais, S.J.
Dedicó su vida a auxiliar espiritualmente al pueblo de Timor Este
Asesinado por el Ejército Indonesio el 18 de Diciembre de 1975
Serás recordado eternamente por aquellos a los que dejaste atrás
D.E.P.
Al llegar a la de Bruno, ornada con una foto en blanco y negro suya vestido de guerrillero, barba poblada y metralleta al hombro, sonriente y en apariencia sereno, Tiago y Lucinda se vinieron abajo sin remedio. La leyenda impresa en el túmulo explicaba en cuatro abigarradas líneas su aportación a la causa de la construcción nacional:
Bruno Morais Alves
(7 Diciembre 1951 - 25 Abril 1976)
Fotógrafo de prensa de profesión
Amigo y colaborador del pueblo timorense en su larga lucha de emancipación nacional
Muerto en el Frente Occidental durante una incursión indonesia
El pueblo de Timor Este no te olvida
D.E.P.
No dejaba de ser simbólico que Bruno hubiera nacido un 7 de Diciembre, la misma fecha pero 24 años antes de aquella otra en que el ejército indonesio invadió Timor por tierra, mar y aire, y también que falleciera un 25 de Abril, el mismo día en que se conmemoraba el 2º aniversario de la Revolución de los Claveles, y el día en que se eligió al primer Presidente de la República en tiempos de libertad, el General António Ramalho Eanes. A falta de claveles, Lucinda depositó sobre la tumba un ramo de vistosas orquídeas locales que había comprado en Dili horas antes, y se agachó para depositarlas junto a su retrato, en un lateral de la misma. Al levantarse, una mujer de aspecto maduro vestida con una túnica de vivos colores la tocó el hombro derecho, llamándola por su nombre de pila,
Lucinda…¿es usted Lucinda?
Si, soy yo…dígame - Lucinda se secó las lágrimas con un pañuelo de mano y se la quedó mirando en busca de respuesta.
Tengo algo para usted que yo debo darle - se explicó esta en un defectuoso portugués, que solo es utilizado en la zona como idioma de comunicación entre distintas etnias- es importante que usted vea esto que yo tengo.
Tiago y Lucinda la acompañaron, seguidos en esta ocasión tan solo del párroco, que la identificó como Filipa Silva, una de sus feligresas mas activas, hasta su modesta cabaña circular, y, tras rogarles que la esperasen un minuto fuera, salió al cabo de un momento con una caja de proporciones medias, de la que extrajo un sobre de color marrón gastado. Estaba sellado con cola o algún tipo de pegamento y no parecía haber sido abierto nunca, como si se tratara de una antigüedad procedente de una pirámide egipcia. Filipa se lo mostró a Lucinda, que pudo leer su nombre escrito en letras de molde en el dorso del voluminoso sobre:
Para Lucinda, la luz de mis ojos
Lucinda se llevó la mano a la boca en un gesto de sorpresa y abrazó emocionada el pesado sobre contra su pecho.
Bruno sentía que iba a morir - explicó la buena mujer, que parecía haberle conocido bien - y dos días antes de que esos bestias le balearan, le dio a mi marido, que era el jefe…¿cómo se dice en portugués, Padre?
El alcalde, podríamos decir…- apuntó el clérigo tras pensárselo unos segundos.
Eso, el alcalde del pueblo, le dio este sobre para que lo guardara bien seguro. Nadie en la aldea sabe que yo tengo esto. Lo guardé en caja de café para que nadie viera lo que era, miren ustedes. Bruno dijo a mi marido: “Guárdalo bien, es todo lo que me queda”. El dijo que solo entregara el sobre a Lucinda, pero que ella nunca iba a venir porque estaba lejos, y eso le ponía triste. El quería mucho a usted, pero decía que ya no podrían casarse porque él iba a morir pronto. ¡Que pena, por Dios, que pena…!- repetía desconsolada la señora, llevándose ambas manos a la cara al decir esto.
Tiago abrazó a una desconsolada Lucinda, que apenas podía tenerse en pie de la emoción. El fuerte sol de mediodía golpeaba el perdido poblado montañés, y la misma jubilosa multitud que acudió a recibirles les acompañó hasta la desvencijada carretera principal a las afueras del pueblo. Lucinda no despegó del pecho durante todo el trayecto de vuelta hasta Dili el misterioso sobre, y, cuando llegó al bungalow que ocupaba el matrimonio frente a la playa, se tumbó en la práctica cama con dosel antimosquitos y abrió el sobre, mientras Tiago, de forma discreta, como hacía siempre que pensaba que estaba de mas en algún lugar, salió hasta el porche para contemplar la solitaria playa de arena blanca y domesticado oleaje que se extendía frente a él.
Lucinda abrió el sobre con nerviosa expectación, como si el contenido del mismo fuera a desvelar algún secreto arcano de tiempos remotos. De su interior extrajo dos libros de poesía portuguesa, uno de ellos de su admirado Fernando Pessoa, favorito incondicional de Bruno Alves, con los bordes comidos por la humedad del trópico pero en buen estado en general, algunos panfletos nacionalistas vinculados al FRETILIN, y un montón de fotos en blanco y negro que al principio no reconoció, pero que pronto pudo identificar como pertenecientes a la última sesión de fotos que compartieron Bruno y él en la primavera de 1975, en la que su amante le pidió que posara desnuda para él. Ella nunca había llegado a ver el resultado de ese momento de súbita inspiración creativa de su novio, pero las fotos existían, de eso estuvo ella segura en todo momento, y en algún lugar estarían, quizá en poder del padre de Bruno, pensaba ella a veces, o abandonadas a su suerte en el último refugio lisboeta del fotógrafo trasmontano, antes de su salto a la clandestinidad y su viaje sin retorno a Timor Oriental. Las instantáneas la mostraban joven, hermosa, mas bella y desinhibida que nunca, escondiendo pudorosa sus pezones en punta del objetivo en unas fotos para mostrarlos sin complejos en otras, iluminada como una diosa laica por la suave luz cenital de aquella estancia, y apoyando un clavel recién cortado (¡siempre los malditos claveles rojos en los momentos importantes de su vida!) junto a su sexo, en una insólita imagen de resonancias fálicas para la que ella había olvidado por completo haber posado jamás.
Pero había algo mas en aquel sobre que ella había pasado por alto. Al fondo del mismo, temerosa de salir a la luz, había una cuartilla de papel doblada en cuatro, con los bordes amarillentos y la tinta azul apenas legible en las esquinas, pero conservada en buen estado a pesar de los años. Se trataba de una carta, o mas bien de un testamento moral, que Bruno había escrito veinte días antes de su muerte, coincidiendo con el veinticuatro cumpleaños de su amada. Decía así:
Hatululi, subdistrito de Maubisse,
Distrito de Ainaro, Timor Este
5 de Abril de 1976
Querida Lucinda:
Sé muy bien que nunca leerás estas líneas inconexas que te escribo desde lo mas profundo de mi débil corazón. Si lo hago es para desahogarme por escrito y poner en orden mis ideas antes de partir hacia el lugar que Dios nos tiene reservado a cada uno según sus actos en esta vida, o por lo menos eso me explicó de niño mi tío Joaquím antes de partir hacia esta noble tierra de hombres libres, a pesar de las cadenas que aún hoy les oprimen.
Te he amado como pocos hombres han amado a mujer alguna, con la mente, el cuerpo y el corazón puestos en ti las veinticuatro horas del día. Ahora me arrepiento de haber dedicado demasiadas horas de mi vida a una hermosa Revolución que quiso construir una sociedad mas justa y un pueblo mas partícipe de su destino colectivo, pero que fue abortada in extremis por los mismos que traerán de vuelta el capitalismo opresor de otras épocas, si es que alguna vez desapareció del todo en nuestro Portugal de los claveles rojos. Y me arrepiento de no haber dedicado mas tiempo aún a amarte en silencio, a adorarte como te mereces, y haberte dejado sola en demasiadas ocasiones, para seguir los absorbentes vientos del pueblo, esos mismos de los que hablara un insigne poeta español al que venero.
Sentado en el suelo de la humilde choza que habito, sin mas equipaje que mis libros de poesía portuguesa y mi arma de combate, me siento mas solo y triste que nunca, y pienso de continuo en los besos que ya no te daré, en las puestas de sol que no contemplaremos juntos, y en los hijos que ya nunca tendremos porque el destino cruel así lo quiso un día. No te culpo por ello, mas bien al contrario, pero no puedo dejar de sentir la terrible saudade del fadista que llora la pérdida del amor soñado, y nada en el mundo podría consolarme de tu ausencia. Absolutamente nada.
Llevo en mi pecho la medalla de la Virgen que mi madre me regaló de niño antes de su muerte, y que me acompaña desde entonces, y, si Dios quiere, también lo hará al otro mundo, ahora que se acerca el momento de partir; siento desde hace días una opresión en el pecho que me habla de mi próxima muerte en combate, y en sueños he creído distinguir a mi madre, que me llama a voces y me reclama desde lejos, y yo la contesto que no se alarme, que ya estoy por llegarme junto a ella. Sé que voy a morir, y lo haré como cristiano y hombre libre, defendiendo la cruz y la palabra, la libertad y la justicia social, como siempre he hecho a lo largo de mi vida. El momento se acerca, lo presiento, y sé que la anciana dama de la guadaña está emboscada en cualquier recodo de estos montes, perdidos en un rincón olvidado del planeta Tierra. Y yo lo asumo sin aspavientos.
Sé que podría haber sido de otra forma, que nada me obligaba a elegir este destino trágico que debe conducirme a la muerte antes de tiempo, pero eso es algo que no nos incumbe a los humanos elegir. En mi caso, Lucinda, ya lo hizo Nuestra Señora de la Victoria por mí cuando me dedicó esa sonrisa triste una mañana de mayo de 1975 en su iglesia lisboeta. Yo había acudido a rezar aquel día pidiendo por mi amigo Tiago, que llegaba a casa borracho muchas noches, golpeando su cabeza con saña contra la pared y maldiciendo su suerte de “marica reprimido”, gritando entre sollozos que preferiría estar muerto antes que seguir padeciendo la condena de vivir una existencia de eunuco célibe, que es el futuro que imaginaba para él. Yo no podía soportar su sufrimiento porque quiero a Tiaguinho de una forma que pocos hombres de mi generación entenderían, y no me avergüenza decir que le pedí entre lágrimas a la Santísima Virgen que concediera a Tiago la dicha de conocer el amor verdadero, de la misma manera que yo había tenido el privilegio de conocerlo a tu lado, y ofrecí mi vida a cambio si era necesario. Sí, Lucinda, el amor no tiene límites ni sexo, y amo tanto a Tiago que ofrendo mi vida gustoso en esta guerra desigual contra una potencia extranjera a cambio de que él sea feliz con Duarte. Porque te juro por lo mas sagrado que, por un instante glorioso, vi a la Virgen María sonreírme dulcemente desde su ornacina, y supe que mi plegaria había sido atendida en las alturas. No lo puedo explicar racionalmente, pero sucedió como lo cuento. Y los hechos me dieron la razón: poco después, apareció Duarte de la nada para cambiar la vida de mi amigo por completo: a mi vuelta del Alentejo no parecía el mismo, y, a la altura de mi marcha definitiva, eran uña y carne y se les veía radiantes cuando estaban juntos. No hacía falta que dijeran nada porque sus ufanos rostros, embargados de una felicidad inocultable, hablaban por ellos sin necesidad de utilizar palabra alguna.
Fue en esos meses cuando nosotros dos nos fuimos alejando inexorablemente el uno del otro, sin que hubiera una razón de peso para ello, y, para compensar la balanza, tu hermana Teresa se enamoró de mi camarada Jorge Galvao. El círculo estaba completo, y mi sacrificio había merecido la pena; yo había perdido al amor de mi vida, a la razón de mi existencia, pero, a cambio, dos personas muy queridas por ti (Teresinha) y por mí (Tiago) habían salido beneficiadas…a veces me pregunto si, de no haber sido por la intercesión de Nuestra Señora ante el Altísimo, esos dos hubieran encontrado el amor auténtico de una forma tan rápida y sin aparente esfuerzo por su parte, en un momento tan complicado de sus respectivas vidas. Yo creo que no, pero es imposible saberlo.
Hoy es tu cumpleaños, amor, no lo he olvidado, y es que te tengo presente cada segundo del día, porque se me negó tu amor pero también la posibilidad de olvido, que hubiera hecho mas llevadera esta agonía extensa, y que dura desde que un aciago día de verano tomaste aquel avión a Madrid que cambió tu destino para siempre. No importa, te quiero igual, y lo seguiré haciendo después de mi partida; da igual donde estés o lo que hagas, yo te acompañaré en todo momento y velaré para que nada malo te turbe. No estarás sola, amor mío, yo te guiaré por el camino de la vida.
Adiós, sé feliz, y ten compasión de quien te amó hasta el último aliento de su vida.
Bruno
Las lágrimas fluían sin control, surcando las mejillas de Lucinda de diminutos ríos desbocados que le hacían difícil seguir la lectura y le obligaron a recostarse hecha un ovillo sobre la sábana de raso, rota de dolor. Habían sido demasiadas emociones las de aquel día marcado a fuego en su biografía personal, y permaneció unos minutos inmóvil, con la carta aún entre las manos, intentando digerir su contenido. Llevaría su tiempo conseguirlo, pero hoy había dado un paso de gigante para exorcizar su pasado, y la carta póstuma de Bruno debía resultar de gran ayuda para conseguirlo.
- “Yo también te amo, Bruno, allá donde estés. Gracias por todo, y, en especial, gracias por enviarme a Tiago, en el momento justo y en el lugar oportuno, cuando sentía que mi vida ya no tenía aliciente alguno. Fuiste, y sigues siendo, lo mejor que me ha pasado en toda mi existencia: la gente como tú no debería morir nunca. Mil besos, amor.”
Fuera, con los brazos apoyados en la barandilla de madera pintada de verde, Tiago miraba distraído el plácido vaivén de las olas en la playa cercana cuando sintió en su pecho el suave tacto de las manos de Lucinda, que le abrazaba desde atrás y apoyaba su cabeza contra sus amplias espaldas, aún bañada en lágrimas. No era posible decir nada en un momento así, Tiago lo sabía, y le ofreció a cambio la calidez de sus brazos, mientras observaban en silencio como el sol se ocultaba despacio en el horizonte azul del Indico.
FIN