Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 13)
Tiago y Lucinda pasan juntos la Nochevieja en Lisboa, ocasión buscada por Tiago para expresarle de manera abierta sus sentimientos y plantearle una alternativa de futuro en común, lo que sorprende a una escéptica Lucinda. Los poderosos argumentos del periodista conseguirán desbloquear la situación.
Tiago y Lucinda iniciaron su relación casi sin reparar en ello, entre bromas escatológicas, mientras contemplaban el celebérrimo Jardín de las Delicias, de El Bosco, en el Museo del Prado, y su particular química continuó con los comentarios jocosos que les producía la disfuncional familia de Carlos IV, retratada de manera magistral y con todo lujo de matices psicológicos por Francisco de Goya, que, como le explicó Tiago a una sorprendida Lucinda, también conoció las mieles del homoerotismo en su vida.
- El genial pintor maño, además de sus conocidas relaciones con varias mujeres, casi todas de raigambre aristocrático, también vivió una impetuosa historia de amor con su amigo de juventud, el ilustrado Martín Zapater, como es fácil colegir por las 150 cartas que se conservan del pintor dirigidas a su íntimo amigo, y cuyo lenguaje volcánico va incluso mas allá del código de amistad romántica entre hombres, muy en boga en esos siglos, y que se perdió de manera definitiva a comienzos del siglo XX, con la aparición del psicoanálisis y el surgimiento de ciertas etiquetas sexuales que antes no existían. Y es que en siglos pasados la amistad entre dos hombres o dos mujeres se consideraba un fin en sí misma, y se le concedía tanto tiempo e importancia como los que en la actualidad concedemos a la pareja, e incluso contaba con su propio lenguaje epistolar, que hace difícil interpretar la orientación sexual real de los implicados; pero, incluso conociendo la ambigüedad de esos códigos amistosos perdidos, la amistad de Goya con Zapater sobrepasa todos los límites, al incluir referencias sexuales claras en su epistolario, lo que convierte al pintor de Fuendetodos en un ser humano aún mas complejo e interesante de lo que ya era hasta este momento.
Tampoco fue ajeno a la magia surgida de pronto entre ellos el sabroso cochinillo que compartieron en Casa Cándido, lo que obligó a Lucinda a sacrificar por un día su espartana dieta habitual, y un romántico paseo por Segovia al atardecer de un inusualmente cálido día otoñal, tiernamente abrazados como dos adolescentes en su primera cita romántica. Al día siguiente, tras un agradable periplo por los canales que rodean la Vega de Aranjuez a bordo de un coqueto barquito turístico, se decidieron a visitar el interior del Palacio, tan unido a los sucesos que sacudieron España en 1808, pero fue mas tarde, mientras paseaban por los renombrados jardines del Palacio, cuando se besaron en los labios por vez primera, mientras contemplaban a los lustrosos patos locales desde el puente que cruza el canal interior del jardín palaciego. Este desenfadado circuito turístico, que les hizo sentirse en ocasiones como dos estudiantes de secundaria haciendo pellas, contribuyó a crear esa química entre ellos que convierte a unos simples colegas en amigos y algo más.
Pero en el caso de Tiago y Lucinda, para que eso ocurriera, tendrían que desaparecer dos impedimentos de peso que obstaculizaban el flujo natural de los acontecimientos. El primero era fácilmente soslayable, y consistía en que, habiendo sido uno el mejor amigo de Bruno, y ella su gran amor imposible, y habiendo influido tanto el difunto fotógrafo en sus respectivas biografías, ambos se sentirían traidores a su memoria si se decidían a iniciar una historia en común. Pero en el fondo ambos intuían que Bruno siempre habría deseado la felicidad de cada uno de ellos, y no estando él de por medio, quién mejor que Tiago para llevar un poco de esperanza a la monótona existencia de Lucinda, y viceversa. El segundo motivo tenía menos posibilidades de arreglo, a no ser, como decía un deslenguado compañero gay en la redacción de la publicación femenina con la que Lucinda colaboraba desde hacía muchos años, que “Tiago se metiera de nuevo en el chomino de su madre, y naciera heterosexual”.
Las citas románticas se fueron multiplicando conforme se acercaban las Navidades. Lucinda le explicó que este año, debido a que su hijo no podía pasarlas en España por motivos profesionales, y su hija estaba trabajando en un proyecto mastodóntico en la rutilante Seúl, pensaba trasladarse a Lisboa para pasar las Fiestas con su hermana y la acogedora familia Galvao/Magalhaes. Aquellas eran de hecho unas Navidades muy especiales, porque iban a ser las primeras que su hermana disfrutara en compañía de su hijo mayor, el mismo que le arrebataran nada mas nacer en un convento abulense. Lucinda le contó a un incrédulo Tiago que, a la muerte de su padre, en noviembre de 2005, al abrir el testamento encontraron un sobre lacrado que iba dirigido a Teresa. Al abrirlo, la interesada se encontró con una emotiva carta de su padre, fechada dos años antes de su muerte, en la que le pedía perdón por los hechos ocurridos en el verano de 1975 y le confesaba el paradero de su hijo secreto, a lo que se había negado en reiteradas ocasiones mientras disfrutó de un hilo de vida. Para pasmo de sus hijas, resultó que su hijo había sido entregado en adopción a la pareja portuguesa de Elvas que trabajaba de guardeses en la finca de Campo Grande, y que el bebé robado se había criado jugando con los otros dos hijos menores de Teresa en los inmensos jardines de “Villa Teresa”, como rebautizó su hija la antigua mansión familiar. El pequeño Tristao, un travieso rubiales de ojos claros, año y medio mayor que su hijo Ricardo, con quien mantuvo siempre una gran amistad, trabajó luego de chófer de Jorge, el marido de Teresa, y este incluso le pagó los estudios de Económicas y le puso a trabajar en las oficinas que su empresa constructora poseía en el centro de Lisboa; pero cuando fue informado por su madre biológica de su nueva identidad, y sus padres adoptivos reconocieron el fatal engaño, Tristao entró en crisis, se sintió estafado y humillado por los que él creía sus padres y por la familia Rocha Magalhaes, y cogió la puerta para no volver nunca mas. O eso dijo entonces, al menos, para desesperación de Teresa, que empezó a pensar que tal vez hubiera sido mejor dejar las cosas como estaban y no tentar la suerte de manera temeraria.
Pero un día, el verano pasado, Tristao volvió; lo hizo como hombre casado, con su mujer brasileira, Eliana, y con su hijo de dos años, Luca. Y dispuesto a pedir innecesarias disculpas, a intentar integrarse en la medida de lo posible en su familia biológica, y a recuperar la amistad de sus hermanos/amigos, que eran quienes mas tenían que perder en este asunto, ya que debían repartir legalmente su jugosa herencia con quien hasta ayer fue el hijo de unos empleados domésticos, un asunto espinoso teniendo en cuenta la astronómica cuantía de la fortuna familiar del clan Magalhaes. Tras un desencuentro inicial y acusaciones mutuas que dolieron profundamente a la desventurada Teresa, al final se llegó a un acuerdo económico y los tres hermanos reanudaron una relación de amistad que nunca debió haberse interrumpido.
Lucinda tenía serias dudas sobre la viabilidad de su relación con Tiago, pero de algún modo se había dejado llevar por la ilusión y la magia del momento, y, por otra parte, se sentía pletórica de energía y con las mismas ganas de vivir y amar que una quinceañera soñadora. Lista como era, había sondeado discretamente a sus amistades íntimas sobre el particular y los resultados habían venido a ser mas o menos los previstos: para sus amigos varones heterosexuales, la cosa estaba clara: la cabra tira al monte, y por mucho que la mona se vista de seda, mona se queda; para sus compañeros gays de la revista, en cambio, había dos opciones posibles: o era completamente gay, y se conformaría con una casta amistad romántica, como hasta ahora, o era bisexual, en cuyo caso, se podía barajar un sinfín de posibilidades, casi todas pesimistas en cuanto a la posible duración e intensidad de la aventura romántica, que algunos no dudaban en calificar de “simple interludio”. El sector femenino era mas proclive a una solución factible para las necesidades de ambos, pero casi todas incluían poco o ningún sexo y una relación de camaradería que Lucinda prefería reservar para sus amistades del mismo sexo:
- Ya sé que tengo casi sesenta años y que no soy una jovencita sedienta de sexo - razonaba ella ante sus amigas partidarias de una relación cuasi célibe - pero todavía soy capaz de sentir un orgasmo en condiciones, y no estoy tan vieja como la Duquesa de Alba como para agarrarme del brazete de cualquier jovenzuelo y conformarme con hacer calceta por las noches mientras él se la casca en el baño.
La única que rompió una lanza de manera decidida por el atractivo portugués de ojos soñadores e irresistible hoyuelo en la barbilla fue su amiga Esther, que seguía una particular teoría para razonar su ferviente optimismo en el futuro de la relación.
- Mira, Cinda, yo pienso que un hombre de 60 años ya es lo bastante adulto y maduro como para saber lo que quiere en todo momento, y mas en un tema tan importante como este. Pero es que además, en este caso, lo veo claro: no te fijes tanto en lo que ha hecho en el pasado, céntrate en vuestro presente. Y, si quieres mi opinión, después de conocerle en persona te aseguro que no tiene pinta de pasarse las noches haciendo crucigramas y sopas de letras mientras tú devoras la última novela de Javier Moro. Mi radar me dice que hay mucho hombre todavía en tu portuguesito como para ponerle reparos al sexo con una mujer como tú.
Esa dicotomía entre deseos y realidad llevó a Lucinda a tomar la decisión de dejar de ver a Tiago, o al menos de aclarar la confusa situación creada entre ellos y comportarse como dos buenos amigos, sin hacerla concebir falsas esperanzas de una improbable historia de amor entre ellos.
El cotillón de Nochevieja en el Hotel Sheraton de Lisboa, situado en la céntrica Rúa Latino Coelho, debía ser la ocasión apropiada para exponer el conflicto de intereses creado. Aquella noche, Lucinda se vistió con sus mejores galas, incluyendo un valioso broche de diamantes de Van Cleef que le regalara su marido en los primeros tiempos de su matrimonio, y que destacaba en el vestido negro de Chanel como una estrella errante en la oscuridad del firmamento nocturno. Teresa, que tenía buena mano para los peinados, le ayudó a hacerse un recogido elegante, el perfecto contrapunto de sofisticación esperable de una dama de mediana edad en una cita que, al menos en espíritu, se pretendía romántica.
¿Sabes una cosa, Teresinha? - le comentó a su hermana mientras esta encajaba un discreto postizo en el entramado del moño alto que le estaba efectuando - Siempre he sentido una inconfesable envidia de ti.
¿De mí?... no digas tonterías, Lucinda, ¿por qué razón ibas a tener envidia de mí, una vulgar ama de casa que se dedica a labores benéficas, siendo tú una mujer mucho mas guapa y con una carrera profesional tan exitosa?
Lucinda creyó llegado el momento de sincerarse con su hermana sobre este particular, porque esos turbios sentimientos la habían acompañado durante largos años, desde que comprendió la trampa mortal que supuso su instalación definitiva en España en 1975.
Aunque no lo creas, así es. Siento envidia de ti porque se te ve feliz, porque has tenido una juventud rebelde y repleta de experiencias extremas, que te han aportado mucha sabiduría interior, porque has sentido en tu piel el suave tacto de otra mujer, algo a lo que yo no me hubiera atrevido jamás, porque estás casada con el hombre al que amas y que te quiere con locura…
Y que me respeta, que no es poco en estos días…
Y porque tienes tres hijos maravillosos que viven cerca de ti, y cuatro nietos adorables a los que puedes ver cuando quieras, y has dedicado tu vida a entregarte a los demás, a tu familia y a mucha gente que no conocías de nada, a través de tu labor en la Fundación Padre Pereira…
Teresa tuvo que parar en su tarea para secar un amago de lágrima que amenazaba con hacer descarrilar el rimmel que se había aplicado para la cena familiar de aquella noche.
Para, para, rapacinha, que me vas a hacer llorar…- y la abrazó con fuerza, con las lágrimas pugnando inútilmente por no salirse de madre e inundar su rostro maquillado para la ocasión - Ay, mi pobre Lucindinha, que sola debes sentirte para hablar así, y que injusta es la vida muchas veces con las mujeres guapas de verdad como tú. En fin, Cinda, tu sabes que esta es también tu casa y puedes venir cuando quieras, y si te sientes sola en Madrid me das un toque y yo me presento allí al día siguiente, faltaría mas.
Te lo agradezco, Teresa, pero esa no es la solución – Lucinda suspiró resignada, antes de proseguir su alocución - en fin, no sé que me ha pasado, supongo que en estas fechas me pongo mas sensible, sobre todo este año que ni siquiera he podido ver a mi Aleixinho. Tal vez me cuesta admitir que mi vida ha sido una equivocación absoluta desde que rompí con Bruno y…
Por Dios, mi niña, todavía estás con eso… - y la apretó la mano con fuerza, lo que solo consiguió que Lucinda se viniera abajo y se echara a llorar en sus brazos de forma incontenible
¡No quiero pasar sola el resto de mis días, Teresa! - le confesó entre lágrimas una inusualmente vulnerable Lucinda - y que un día la empleada abra la puerta y encuentre mi cadáver en la taza del váter o hecha un ovillo sobre el pavimento de la cocina.
Eso no va a ocurrir, mi vida, tengo el presentimiento de que eso no será así… - le consoló su hermana, con la vista perdida en el infinito y el corazón partido en dos, debido a la fuerte devoción que sentía por su hermana mayor..
La cena de Nochevieja en los amplios salones del Sheraton se desarrollaba sobre ruedas, pero Lucinda sabía que tarde o temprano debía hacer frente a la realidad, y exponer sus serias dudas sobre una naciente relación cuya finalidad y grado de compromiso no terminaba de ver claros. Tras degustar el excelente menú incluido en la reserva y disfrutar de algunas actuaciones en directo, llegó el momento de las campanadas y el brindis con champagne. Fue en ese preciso instante, tras brindar “por el nuevo año“ (Lucinda), “y por nosotros dos”, (Tiago), cuando este sacó de improviso de un bolsillo del frac un diminuto envoltorio que depositó de forma resuelta en la palma abierta de la mano de Lucinda.
- ¡Abrelo, por favor!. Es mi regalo de Navidad, ya que no pude verte el otro día.
Lucinda procedió a desatarlo con cuidado, y, al hacerlo, apareció una cajita de plástico duro con las iniciales de una prestigiosa joyería local grabadas encima.
¡Tiago! No deberías haberte molestado en comprar nada… - le regañó Lucinda antes incluso de comprobar lo que había en su interior.
No tiene importancia…pero mira primero lo que es.
Al abrirlo se encontró con un anillo de color platino y una inscripción grabada que, al acercarse a leerla, descubrió que correspondía a sus nombres de pila unidos por un guión.
- Es precioso….- se limitó a comentar Lucinda, que aun no conseguía recuperarse de la inmensa sorpresa que le producía encontrarse de pronto comprometida con otro hombre después de tantas décadas - pero no puedo aceptarlo…lo siento, Tiago. Te lo agradezco mucho, pero no es posible para mi aceptar este regalo.
La expresión del rostro de Tiago viró de la alegría a la estupefacción, y finalmente al desencanto.
Es porque soy gay ¿verdad? - le interrogó directamente mirándola a los ojos de frente - No porque no te guste o porque no te apetezca, sino porque me gustan los tíos, ¿no es así?
No me lo pongas mas difícil, Tiago, por favor - le pidió Lucinda - Tu y yo sabemos que lo nuestro es imposible. Nos hemos dejado llevar por una ilusión, eso es todo. Tarde o temprano la verdad nos golpearía sin piedad, y ahora estamos aún a tiempo de evitar pegarnos el castañazo.
Tiago bajó la vista un momento apesadumbrado, ajeno al jolgorio de gritos, serpentinas y vítores al nuevo año que les rodeaba en aquel surrealista escenario.
- Voy a contarte algo que nunca pensé que haría; - Tiago levantó la vista de pronto y se encaró a ella con fuerzas renovadas, mas seguro que nunca de su triunfo final - hace muchos años, antes de que Bruno te conociera a ti y yo a Duarte, yo creí estar muy enamorado de él. Una noche de borrachera me puse algo pesado y cometí la torpeza de descubrirle mis sentimientos…
Lucinda le miraba atónita, pendiente de cada palabra que pronunciaba. Bruno, muy reservado para sus asuntos, nunca le había comentado nada a este respecto, ni siquiera que Tiago fuera homosexual.
¿Y que pasó entonces? - Lucinda nunca había estado tan interesada en una historia del pasado como aquella noche, con los cinco sentidos puestos en la conversación mas decisiva de sus últimos 35 años.
El me dijo, procurando no herir mis sentimientos ni parecer paternalista, que no podía corresponder a mis sentimientos, porque su naturaleza intrínseca le empujaba a buscar el amor de las mujeres, pero que entraba dentro de lo posible que al cumplir 60 años, cuando las demandas de su ardiente sexualidad se calmaran y la sabiduría que deja el poso de los años le permitiera contemplar como factible esa posibilidad, pudiera llegar a mantener una relación de pareja conmigo; pero él insistió en que solo conmigo, y que lo haría ante todo por complacerme, por el enorme amor que sentía por mí, superior incluso, según decía, a los propios lazos de sangre que le unían a su escasa familia biológica.
Lucinda nunca pensó que sentiría tanta emoción al escuchar estas palabras que cuestionaban de algún modo la virilidad del hombre mas auténtico que había conocido nunca. Pero conocía a Bruno, y el afecto inconmensurable que sentía por Tiago, al que consideraba, según confesión propia, como el hermano que nunca tuvo.
“Tiago es tan perfecto en todo, tan culto y sensible, tan entrañable, que me hubiera encantado tener un hermano como él. Ese cabrón representa mucho para mí “- le había reconocido abiertamente en cierta ocasión.
Bruno estaba muy orgulloso de que yo no fuera la típica novia celosa/posesiva que intenta interponerse entre su novio y su mejor amigo. Siempre decía que su vida descansaba sobre dos pilares, su amigo del alma, que eras tu, y la mujer de su vida, que era yo - recordó Lucinda con nostalgia.
¿Entonces... crees que es cierto lo que te estoy contando esta noche? - le inquirió Tiago.
Por supuesto que sí, Bruno era un hombre muy sensible a los demás y adelantado a su tiempo, seguro de su sexualidad pero ajeno a los fuertes prejuicios de aquella época, pero… dime una cosa…¿por qué me cuentas esto ahora? - y le devolvió el anillo con las iniciales marcadas, como la cajera que devuelve el cambio al cliente en la cola del súper.
Tiago comenzó a jugar con el anillo entre sus dedos, haciéndolo girar alrededor de su dedo índice, abatido pero todavía capaz de levantarse y vencer en su batalla contra la soledad propia y la incomprensión ajena.
- Bueno, cuando Bruno dijo aquella frase tan bonita de los 60 años, yo no me la creí. En realidad, me lo tomé muy mal, pensé que me estaba vacilando, y salí huyendo de aquel lugar. Pero, luego, según he ido cumpliendo años, he empezado a darme cuenta de que la fascinación que él sentía por mí es similar a la que yo he sentido siempre por ti. Es un sentimiento que no incluye la típica pulsión sexual, pero va mas allá de la amistad; cuando eres joven, vino a decirme Bruno, esa falta de atracción sexual impide que se articule una relación de pareja entre ambos, pero a partir de una determinada edad, que él situó en la frontera de los 60 años, el sexo empieza a ser algo secundario, y entonces podemos entrever el alma de la otra persona, y amarla en consecuencia, independientemente de su sexo. Eso es lo que siento yo por ti, y te recuerdo que ya he cumplido mis primeras 60 primaveras…
Lucinda no acababa de ver clara su explicación. Sí, la teoría sonaba bien y hasta flotaba alrededor cierto halo poético, pero la práctica podía resultar un puro desastre, cuando las necesidades sexuales de ella se vieran insatisfechas por el sincero pero platónico sucedáneo de pasión que él podía ofrecer a cambio.
La idea es bonita, romántica y agradable al oído - certificó una Lucinda en racha - y yo me siento tentada de aceptar porque me gustas mucho, debo reconocerlo. Pero aún soy joven para vivir una relación de este tipo que me propones, y, además, el matrimonio no entra en mis planes inmediatos de todos modos. Por otra parte, tarde o temprano me dejarías por otro hombre, y yo me sentiría la mujer mas estúpida e irracional del mundo si eso sucediera.
Te garantizo que eso no va a ocurrir – aseguró Tiago de forma enfática - Duarte ha sido el único hombre de mi vida y así deseo que siga siendo hasta que deje este mundo; nunca he estado con otro hombre que no sea él, esa es la verdad. El ha significado todo para mí, y no concibo ya acostarme con otro tío, que me recordaría a él a cada instante. Tampoco me he convertido de repente en heterosexual, porque lo cierto es que me siguen atrayendo los hombres, y así será por el resto de mi vida, porque así me parieron un buen día en el Alto Alentejo, pero ya no siento la necesidad de consumar físicamente esa pasión. Ahora busco otro tipo de relación que no esté basada en la simple atracción animal, sino en la afinidad mental, la complicidad, el compromiso mutuo, el amor a la belleza. Todo eso lo he encontrado en ti; y no ahora, ya de joven solía decirte que tu eras la única mujer con la que yo podía casarme. Pero tú no me creías entonces…
Es verdad, lo recuerdo ahora - Lucinda cerró los párpados por un instante, y los abrió de nuevo, mostrando un brillo nuevo en su mirada que hablaba de mil posibilidades nuevas y de renovados sueños por cumplir.
Sin oponer resistencia, Lucinda dejó que Tiago la acariciara el dorso de la mano y que depositara el anillo en su palma después, cerrándola después con él dentro. El frenético ritmo de la canción de moda del jovencísimo David Carreira sonaba de fondo a todo gas, y su certero mensaje se coló en la conversación, dibujando en sus rostros una involuntaria sonrisa cómplice:
ESTA NOITE TUDO PODE ACONTECER
ESTA NOITE TUDO PODE ACONTECER
Dicen que nunca se olvida a montar en bicicleta, y lo mismo podría decirse del exquisito arte de satisfacer a una mujer, que Tiago guardaba archivado en un cajón olvidado de su memoria. Nada podía producirle mas placer a esas alturas de su vida que ser capaz de provocar un orgasmo en la mujer que ocupaba su corazón, y puso sus manos, su lengua, su miembro viril, su cuerpo entero, al servicio de ese fin supremo. Lucinda sintió aquella noche que sus miedos infundados se evaporaban al contacto de las mágicas manos de su amante, y comprobó de una vez por todas que un hombre siempre es un hombre, mas allá de las interesadas etiquetas que le endilguen los demás seres humanos.
Cuando la naturaleza pone de su parte los cuerpos se funden sin pedir permiso, y, gracias a ello, las noches de invierno dejan de convertirse en el coto cerrado de la soledad y el desasosiego. Tiago encontró en Lucinda el edípico abrazo de una mujer madura y experimentada que podría consolarle de una pérdida irreparable, y Lucinda descubrió en él a un compañero de viaje ideal, culto y atractivo, y, lo mas sorprendente de todo, un amante inspirado y bien dispuesto, capaz de satisfacer su libido con su tranquilo carisma y su insospechada dedicación. Nunca antes había conocido a un hombre que centrara toda su atención en que ella obtuviera el mayor placer de la relación sexual, y, en cambio, había padecido a unos cuantos sementales de tres al cuarto, a los que ella llamaba despectivamente “perforadores de coños” que solo se preocupaban de su propio placer y de imbuirle ritmo a sus frenéticas embestidas, desentendiéndose de las necesidades sexuales de su acompañante femenina. Nada de eso ocurría con Tiago, y el placer mutuo que se ofrendaban superaba con creces sus mas altas expectativas al respecto. Tampoco hubiera sospechado nunca Lucinda que se casaría de nuevo el mismo día que cumplía 60 años, pero Tiago había sido categórico al respecto aquella Nochevieja feliz:
- Lo quiero todo. Amor, pasión, sexo, matrimonio. No me pude casar con Duarte por razones obvias, y cuando se aprobó la ley del matrimonio homosexual en Portugal él ya había muerto, pero ahora nada me impedirá casarme con la mujer que quiero.
Lucinda dudó por un momento si aceptar la arriesgada propuesta matrimonial, pero, en la intimidad del servicio de señoras del hotel, adonde acudió para retocarse el maquillaje, recordó los siete largos años que esperó en vano a que el heterosexual Enrique se decidiera a pedirla en matrimonio, y cómo otros muchos hombres que conoció con anterioridad solo la habían usado sexualmente, y se habían burlado impunemente de sus sentimientos. Ahora tenía delante, como en un sueño infantil, a su talludito príncipe azul, anillo de compromiso en mano, rogándola que se casara con él, y ella se atrevía a desestimarle por un detalle de procedimiento que ni siquiera sabía si era tan importante como los demás se empeñaban en hacerle creer. Cuando volvió al salón, las brumas se habían disipado por completo, y la sensación de soledad que la embargaba desde años atrás empezaba a evaporarse como un mal sueño. Solo podía elegir una respuesta para la atrevida propuesta de Tiago, y ésta fue afirmativa.
(Continuará)