Los claveles marchitos de la Revolución (cap. 1)
Lucinda rememora desde la soledad de su madurez de escritora en Madrid su añorada juventud lisboeta y la historia de amor que la unió al fotógrafo de prensa Bruno Alves. Ambos se conocen el mismo 25 de Abril de 1974 en que Portugal estrena libertades, surgiendo entre ellos una atracción irresistible
PROLOGO
Este nuevo relato marca un antes y un después en mi trayectoria narrativa, si se puede denominar así al conjunto de aproxidamente treinta ficciones que componen mi "corpus" literario; por primera vez, una pareja heterosexual se convierte en protagonista central de un relato "robbiniano", y lo hago gustoso para dejar claro que la tolerancia y la pluralidad empiezan por uno mismo, aparte del hecho cierto de que la inmensa mayoría de las historias de amor sobre este planeta tienen lugar entre un hombre y una mujer.
Como ocurre con otras historias que he escrito en el pasado, en las que los convulsos acontecimientos históricos fagocitan casi por completo al resto de la narración, el sexo ocupa un lugar secundario en la trama, lo que no quiere decir que no exista o sea irrelevante, sino que su presencia, que flota sobre el relato como un águila en busca de alimento, se mimetiza con el entorno en un deseo de no destacar demasiado; y, aun así, hay mas sexo en este relato de marcados tintes románticos y obsesivas pulsiones amorosas que en la mayoría de los bestsellers al uso que se pueden encontrar en los estantes de cualquier librería española.
Ya sé que mis lectores habituales pensarán que, en cierto modo, me he pasado al enemigo (espero que no, porque el amor es universal y no conoce de sexos ni de condiciones previas) y, además, muchos párrafos de esta historia de amores contrariados y amistades mas grandes que la vida les sonará de algo, como en un ejercicio de involuntario "deja vú". Sí, es cierto, este macrorelato contiene y amplía información y situaciones que también aparecen reflejadas en dos anteriores relatos míos de temática "gay", "Verano caliente en Lisboa" y "Noviembre es el mes mas largo", pero también advierto que los personajes y giros narativos son del todo inéditos, y el propio relato es el mas largo y denso que he escrito hasta el momento. Espero que mis antiguos lectores comprendan y valoren mi deseo de experimentar nuevos retos literarios y no limitarme a lo ya conocido y probado, y la gente que me lea por primera vez empatice con mi forma visceral y emotiva de contar unos hechos que solo podían tener lugar en un país tan sensible y humanista como Portugal, una nación de soñadores que se encontraba inmersa en un proceso revolucionario intenso, del que saldría transformada hasta un punto en el que le costaría reconocerse en el espejo de su pasado reciente.
Un cordial saludo a todos/as.
misterrobbie
Madrid, Noviembre de 2011
“Pier Angeli murió sin saber que su declinante trayectoria artística podía haber tomado un nuevo rumbo de haber vivido unos meses mas: su agente en California le había conseguido una participación estelar en “Bonanza”, y estaba negociando las condiciones para que interpretara un pequeño papel en la primera parte de “El Padrino”, de Francis Ford Coppola. Sin duda alguna, el inmenso prestigio que alcanzó esta película desde el mismo momento de su estreno le hubiera permitido en el futuro optar a mejores papeles secundarios y habría revitalizado de algún modo su renqueante carrera”. Lucinda apartó la vista del ordenador por un momento y miró su reloj de pulsera: las once y veinte de la noche. El corazón le dio un vuelco: había estado tecleando como una loca durante las últimas cuatro horas, pero, gracias a ello, había conseguido prácticamente terminar su biografía novelada sobre la actriz italiana radicada en Hollywood Pier Angeli; quedaban algunos detalles por rematar, pulir algo el estilo literario y una última revisión la semana entrante con la fiel Julia que le despojara de los últimos gazapos y errores ortográficos que se le hubieran pasado por alto debido a su frenético ritmo de trabajo.
Lucinda intuía que la preparación de este libro, que sería su segunda novela publicada, en este caso una biografía sui géneris de Anna María Pierángeli mezclada con recuerdos personales de su atribulada juventud portuguesa, y que la había obligado a viajar por medio mundo, de Italia a California y de Alemania a París, siguiendo el rastro de la escurridiza actriz, había sido su seguro contra la depresión; sí, contra la depresión pura y dura. Pero ahora que el libro estaba casi terminado, y el esfuerzo de tantos meses e incluso años (llevaba al menos tres décadas dándole vueltas a la idea de este libro, un proyecto tan cercano a su corazón como un hijo anhelado durante lustros que no termina de materializarse en el mundo físico) había dado sus frutos, se sentía extrañamente vacía; vacía y exhausta por el esfuerzo anímico e intelectual, pero también triste y encallecida por un presente que no terminaba de gustarle, y que desde luego no le parecía justo. Ella había entregado tanto a los demás… Dios sabía bien que había sacrificado una brillante carrera como periodista en su Portugal natal para crear una familia perfecta en un país extraño, que la acogió en principio con los brazos abiertos pero que se los cerró de golpe después en un abrazo de oso inmerecido y cruel, abandonándola a su suerte.
Sentada en su sillón favorito del amplio salón familiar, que ahora le parecía inmensamente grande para ella sola, Lucinda se quitó las gafas de última generación que necesitaba para leer y escribir (“los años no perdonan, señora Rocha”, le había dicho con una ambigua sonrisa su oftalmóloga de Sanitas, una joven de buen ver y mejor catar que bien podría ser su hija, la muy zorra) y se relajó durante algunos minutos en la plácida paz de la noche madrileña, sin hacer nada, tan solo cerrar los ojos y dejar vagar su mente a donde quisiera llevarla. La privilegiada voz de Pablo Alborán, en esta ocasión acompañado de su compatriota Carminho, llenaba la estancia con su nostálgico lamento, aumentando si cabe, en la oscuridad de la sala, una etérea sensación de “saudade”. Sintió el pitido del móvil anunciando la entrada de un mensaje nuevo, pero no se sentía con fuerzas en ese momento para levantarse a mirar de que se trataba. “Total”, pensó para sus adentros, “mis hijos están lejos y, aunque se tratara de una auténtica emergencia, poco podría hacer yo desde Madrid, en este exilio permanente en el que vivo desde 1975. Si se trata de algo importante, ya llamarán para contármelo” y se sumió en un pesado duermevela.
Si alguna vez creíste que por ti,
O por tu culpa me marché,
No fuiste tú,
por eso y mas,
Perdóname…
La que se había convertido en su canción de cabecera en las últimas semanas, desde que su hija Blanca le enviara el enlace del videoclip, rodado en su Lisboa natal, a través de Internet, seguía sonando desde el moderno equipo de sonido de la marca danesa Bang & Olufsen que le había regalado su hijo Alejo, su adorado Aleixo, para aliviar su creciente sensación de morriña con las mágicas notas de los grandes fados de siempre. Allí reinaba la gran Amália, por supuesto, pero también Carlos do Carmo y Argentina Santos, o las fadistas más jóvenes como Dulce Pontes, que le parecía sublime, la exótica Mariza o la heterodoxa Mísia.
Influida tal vez por la romántica letra de la canción, sus pensamientos volaron lejos y le llevaron hasta un lejano día de 1974, en el preciso lugar en que sucedió todo. Dios, que joven y hermosa se veía aquel día de primavera con su falda de cuadros tableteada, su camisa blanca de encaje entallada al cuerpo, que le resaltaba el busto y hacía que los hombres se giraran a su paso, su rebelde melena al viento y las grandes gafas de sol de pasta gruesa, muy al gusto de la época. Había acudido al Terreiro do Paso con un compañero del periódico en el que trabajaba de “meritoria” para cubrir la información de lo que parecía un golpe de estado en toda regla, y que amenazaba con poner fin de forma abrupta a 50 años de monolítica dictadura salazarista. Lo primero que le sorprendió fue la inmensa cantidad de gente que se toparon por la calle y les impedía avanzar hasta su destino; se supone que en una situación así, el sentido común incita a la gente a esconderse en sus casas hasta que el evidente peligro para sus vidas amaine, pero, contradictorios y lunáticos como eran los portugueses, no habían encontrado mejor manera de mostrar su entusiasta aprobación del pronunciamiento militar que salir a la calle a apoyar con su simple presencia a los alzados en armas, y, de paso, dificultar la tarea represora de las fuerzas leales al dictador Marcelo Caetano, que se rumoreaba se había refugiado con su Estado Mayor en el céntrico cuartel do Carmo.
La redacción se había convertido en un caos desde primera hora de la mañana, y muchos compañeros ni siquiera se habían podido acercar al puesto de trabajo, pero Lucinda y Nuno habían conseguido burlar los controles militares instalados en diversas partes de la ciudad y acercarse lo suficiente al centro en el destartalado Renault 12 de su compañero. Lucinda se dio cuenta, en un rapto de lucidez, de que las barbas de aspecto "progre" que lucía su compañero de fatigas desde el año 72 por lo menos, pese a su espíritu mas bien conservador, (y que le habían granjeado miradas de desaprobación por parte de sus superiores, en la redacción del muy conservador diario lisboeta para el que trabajaban), a partir de ese día fundacional en la moderna historia portuguesa se iban a convertir en marca de la casa y moda pasajera para toda una generación de idealistas jóvenes portugueses de sexo masculino…”lo mismo que los anticonceptivos, el amor libre, la marihuana, el destierro del sujetador en las chicas, y tantas otras cosas que habrían de llegar con los nuevos aires revolucionarios de abril” pensó Lucinda, recordando el inexplicable cúmulo de sensaciones que le invadieron una mañana del mes de junio de aquel año, cuando contempló atónita a una pareja haciendo el amor en pleno día, y completamente desnudos, en los jardines que rodean al Museo de Calouste Gulbenkian, cerca de la estación de metro de Prasa de Espanha, sin que la otrora temida policía hiciera nada por evitarlo.
Lucinda no conseguía recordar con exactitud la hora en que su vida cambió de rumbo para siempre, tal vez las once de la mañana, pero de lo que estaba segura es de que no podría olvidar mientras viviera la incendiaria mirada que le lanzó un guapo joven moreno de edad indeterminada y profundos ojos verdes, como los campos de color limón a los que cantara su admirado Zeca Afonso años antes. Ambos estaban separados entre sí apenas unos metros, que a Lucinda le parecieron kilómetros, tal fue su pulsión irrefrenable de lanzarse a los brazos de aquel atractivo desconocido, y por unos segundos se sintió abducida por aquellos ojos y ajena por completo al bullicio provocado por la riada de gente que se agolpaba frente al retén militar situado a la entrada de la Prasa do Comercio; finalmente, fue capaz de sobreponerse a la hipnótica presencia del misterioso hombre con la cámara de fotos al cuello y se sumó al infructuoso intento de su compañero por acceder al interior de la plaza para entrevistar a algún responsable militar de la intentona golpista. Lucinda recapacitó en medio de su sueño lúcido y ratificó su convencimiento interno de que aquella no había sido una mirada aleatoria, sino la intensa llama de un reconocimiento mutuo imposible de ocultar, una mirada cargada de intención y sueños compartidos, que hizo estremecer por dentro a Lucinda como ningún hombre antes había conseguido hacerlo. Lástima que, envueltos en la emoción del momento histórico que vivían, no tuvieran tiempo de cruzar una sola palabra, pero los abrasadores ojos verdes de aquel periodista, que se identificó ante las autoridades militares como Bruno Alves, fotógrafo de prensa adscrito al diario Expresso, la habían traspasado el alma y ya no volvería a ser la misma.
Diez segundos mas tarde de aquella visión sobrenatural, Nuno tiró de ella con fuerza del brazo y la sacó del tumulto de voces inconexas y entusiastas vivas a la libertad, para conducirla en dirección contraria gritándola al oído que debían acercarse al Cuartel do Carmo para cubrir lo que se preveía como su inmediato asalto por parte de las fuerzas sublevadas. De camino a su nuevo objetivo, Lucinda pensó que había perdido la oportunidad de conocer a un hombre que sí podía despertar su aletargado instinto erótico y convertirla en una mujer de verdad, algo en lo que habían fallado miserablemente sus anteriores acompañantes; pero su pésima suerte en materia amorosa volvía a jugarla una mala pasada una vez más, y lo mas probable es que no volviera a coincidir con el chico de los ojos verdes en muchos años por venir. Se equivocaba también al pensar así…
El mismo lunes 29 de Abril, cuando se disponía a regresar a la redacción tras haber asistido al multitudinario recibimiento al líder socialista en el exilio, Mário Soares, en la céntrica estación de tren de Santa Apolónia, tras varios años desterrado en París, se encontró con un inesperado regalo: un vistoso ramo de claveles rojos, símbolo de la naciente Revolución, yacía recostado en el asiento del copiloto de su moderno descapotable, un Triumph TRG Cabrio de 1972 que le regaló su padre dos años atrás al cumplir sus veinte primeros años de vida; Lucinda miró con disimulo a uno y otro lado, pero en aquel aparcamiento atestado de autos no localizó a nadie que pudiera identificar con el galante admirador que su imaginación perfilaba. El ramo era bastante grande y el aroma a clavel recién cortado intenso, y Lucinda se lo llevó a la cara para aspirar el dulce olor a libertad que transpiraban. Mientras hacía esto, reparó en un tarjetón que sobresalía ligeramente de la fila posterior de las cuatro de que se componía el nutrido centro; para su sorpresa, estaba en blanco, pero al voltearlo descubrió que su tímido enamorado había escrito una especie de adivinanza, en una letra diminuta y desordenada, que la dejó aún mas perpleja después de leerla.
El Tajo es mas bello que el río que corre por mi aldea,
Y las chicas de Lisboa son mas bellas que las chicas que caminan por mi aldea,
todo el mundo sabe eso.
Dame la oportunidad de comprobar si el poeta se equivocaba al defender el río de su pueblo, quiero descubrir el Tajo a tu lado.
Si una mirada vale mas que mil palabras, entonces no hace falta que me presente.
Simplemente lleva un clavel rojo en la solapa el próximo día 1, y sabré que crees en el amor a primera vista.
Fdo: El avatar desconocido de Fernando Pessoa.
No cabía duda de que su admirador era un hombre culto y admirador de la poesía portuguesa, o, al menos, de la de Fernando Pessoa, el inclasificable poeta decadentista del primer tercio del siglo en curso. La referencia al conocido poema XX de Oguardador de rebanhos , en la que compara al majestuoso Tajo con el humilde río de su aldea, que nadie sabe bien a donde va ni de donde viene, pero al que el poeta prefiere, en un gesto muy portugués, por su falta total de pretensiones, le pareció conmovedora en su sencillez.
Un súbito estremecimiento le recorrió la espina dorsal: no era posible que Bruno Alves, fotógrafo de prensa de profesión, estuviera detrás de este poético amago de cortejo; no, era imposible, se notaba a las claras que él era un hombre de acción, un joven de su tiempo, ajeno a exquisiteces de este calibre…¿o tal vez no?. Lucinda releyó la nota cuidadosamente ya sentada en el auto, masticando cada palabra y cada sílaba, y llegó a la conclusión de que el único posible emisario de la misma tenía que ser su misterioso contacto visual del Día da Liberdade, como ya empezaba a ser conocida a escala popular la fecha del 25 de Abril entre sus compatriotas; lo que es más, en aquel deslavazado escrito latía la notoria presunción de que su admirador era un chico de pueblo, o, al menos, de fuera de Lisboa, y ahora que caía, creyó percibir en el tono de las escasas palabras que le escuchó decir al militar que debía franquearle la entrada a la Prasa do Comercio un cierto deje norteño que no supo ubicar bien en un principio.
Lucinda realizó el camino de vuelta a la redacción con el corazón desbocado y la imaginación fuera de control. Ella no se consideraba una chica fácil, en realidad tenía fama de altiva y distante en su relación con el género masculino, si bien no le habían faltado ocasiones de ejercer su rotundo poder de seducción sobre el llamado sexo fuerte; pero, por alguna razón atávica que desconocía, se sentía incapaz de jugar al ratón y al gato o al palo y la zanahoria con este hombre, y se reconoció dispuesta a bajar las defensas y ceder a la insólita pretensión de su pretendiente secreto. Sin duda el acontecimiento del día 1 al que hacía referencia la misiva sólo podía ser la anunciada concentración del 1º de mayo que debía recorrer gran parte del centro de Lisboa, con Mário Soares y el también retornado líder del Partido Comunista Portugués, Alvaro Cunhal, recorriendo juntos en alegre compadreo parte de la Baixa Pombalina y de la Avenida da Liberdade. “Bueno”, pensó una astuta Lucinda disponiéndose a subir las escaleras de acceso a la sede de O Século, el diario para el que trabajaba, “bien pensado lo que me pide hacer es poca cosa y resulta bien fácil de complacer; miles de personas llevarán ese día un clavel rojo en la solapa, y, si se dan mal las cosas y mi admirador resulta ser un viejo baboso de la edad de mi abuelo, siempre puedo argumentar que lo llevo puesto por solidaridad con la causa de la libertad sindical y del 25 de Abril”.
Pero no hizo falta llegar a esos extremos de negacionismo, y tampoco resultó tan complicado averiguar quien era el hombre que bebía los vientos por ella desde que la viera por primera vez días atrás en circunstancias excepcionales. Un amigo común de ambos, cámara de la RTP en ejercicio para mas señas, les presentó oficialmente ese mismo día en la tribuna de prensa situada en los primeros números de la Avenida da Liberdade, poco antes del paso del cortejo multipartidista que inauguraba una nueva era de libertades políticas y sociales en la hasta entonces encorsetada sociedad portuguesa.
El primer diálogo entre ambos resultó definitorio de la especial relación que habría de darse entre ellos, y en la que la ironía compartida, la ternura obsesiva y la simple y elemental química ocuparían un lugar de privilegio.
Lucinda, este es Bruno Alves, fotógrafo del “Expresso”.
Mucho gusto en conocerle, señor Alves - Lucinda apagó el cigarro recién encendido estrujándolo contra un cenicero inundado de colillas. Su voz sonó fuerte y decidida, y Bruno tuvo la sensación de encontrarse ante una mujer de armas tomar.
Llámeme Bruno, por favor - su tono de voz profundo y a la vez cercano fascinó a Lucinda desde el primer momento; ambos se miraron a los ojos y algo en el fulgor de sus miradas pareció delatar sus intenciones.
Y bueno, ella es Lucinda Rocha Magalhaes, excronista de ecos de sociedad de “O Seculo” y actualmente encargada de la sección de política nacional.
Bueno, junto a otros muchos compañeros mucho mas capaces y experimentados que yo. Pero sí es verdad que significa un avance enorme desde mis comienzos en la sección de ecos de sociedad; creo que esa página de mi vida es mejor no recordarla.
Tratándose de alguien como usted yo recordaría todas y cada una de las páginas de su vida - aseguró Bruno mirándola fijamente a los ojos.
Lucinda fingió no haber escuchado el comentario y desvió un momento la atención para saludar con un beso a una compañera de profesión con la que hacía un tiempo que no coincidía por ahí.
Tal vez porque alguien le llamara para realizar las pruebas preliminares previas a la transmisión televisada del desfile sindical, algo inédito en los 50 años de casposa dictadura salazarista, o bien porque creyera percibir entre ellos una innegable tensión sexual próxima al flirteo puro y simple, lo cierto es que el cámara desapareció de improviso, balbuceando unas palabras de descargo y agitando la mano al viento en señal de despedida.
Y bien, Bruno, ¿Cómo es que no nos hemos visto nunca por Lisboa cubriendo informaciones políticas si los dos nos dedicamos al mismo oficio? No me irá a decir que una ciudad como esta es demasiado grande cómo para coincidir en los mismos lugares y a las mismas horas…
Bueno, en realidad sólo llevo unos meses viviendo aquí. Soy de Tras-os-Montes, y mas en concreto de la región del Alto Douro, pero estudié en la Universidad de Oporto. Y si no hemos coincidido en eventos políticos es tan solo porque desde que trabajo para “Expresso” he estado cubriendo la crónica deportiva; me conozco al dedillo la vida y milagros de los jugadores del Benfica y del Sporting de Lisboa.
¿Y a quien te han asignado como compañero de batallas? - le interrogó Lucinda, que sabía que un fotógrafo de prensa debía trabajar codo con codo con algún periodista de renombre, que firmaría las crónicas a las que él simplemente añadía el material gráfico.
No creo que te suene, es un chaval joven como yo, y se llama Tiago Costa Abreu; es un alentejano de lo mas salado y promete mucho en su profesión. Además de compañeros somos los mejores amigos y compartimos piso en la Baixa del Chiado.
Sí, le conozco - Lucinda intentó recordar sus rasgos faciales pero no llegó a ubicarle del todo en su imaginario mental - fue compañero mío de Facultad, pero no habré cruzado mas de tres o cuatro palabras con él; y no por su culpa, sino por la pantera de novia que tenía por entonces, una chica muy posesiva, compañera nuestra para mas inri, que no le dejaba ni a sol ni a sombra.
Eso debió ser hace mucho tiempo - comentó Bruno sin poder reprimir una risa sardónica - en la actualidad Tiago está libre y sin compromiso, aunque eso no quiere decir que no cause estragos allá por donde pasa…me gustaría presentártele, pero este chico es un culo de mal asiento y está ejerciendo de relaciones públicas con el círculo íntimo de Alvaro Cunhal, con vistas a conseguir una entrevista en exclusiva para el diario.
Ya habrá tiempo para conocerle - dejó caer de golpe una Lucinda disparada, con las pulsaciones aceleradas y el sudor intentando arruinar su maquillaje en un día de mucho calor para la fecha que marcaba el calendario - y, por cierto, hablando de todo un poco, Bruno, ¿qué es lo que mas te gusta de Lisboa desde que vives aquí?...
Esa era la pregunta mágica que Bruno llevaba esperando desde que entablaran conversación unos minutos antes, aquella que le permitiría mostrar sus sentimientos y arrancarle una cita, o, al menos, la promesa de un próximo encuentro en terreno neutral.
Lo que mas me gusta de esta antigua y señorial ciudad es el río Tajo, sin duda -sus ojos verdes se iluminaron al pronunciar el nombre de la arteria fluvial que dividía la ciudad en dos sectores antágónicos, la vieja Lisboa por un lado y Almada y Montijo por otra - pero lo que mas me impresiona de la ciudad de las siete colinas son sus hermosas habitantes, esas mujeres de rompe y rasga que convierten al fado en el lamento de una amante despechada o en el rugido de una hembra furiosa enfrentada a la ley de su tiempo.
Vaya... muy bonito, señor Alves, es la mejor descripción del fado que he escuchado en mi vida - reconoció Lucinda sin dejar de mirarle a los ojos, que le parecieron ahora ausentes y lejanos como si siguieran el rumbo de un viejo velero por el estuario del Tajo - Se nota que tiene usted alma de poeta.
¿Ya no soy Bruno entonces? - le interrumpió de pronto su contertulio desplegando la mas encantadora sonrisa que Lucinda recordaba haber visto jamás - ¿está la poesía reñida con el trato íntimo entre las personas?
Tienes razón, perdona… - se disculpó Lucinda - lo que estaba pensando es que un aprendiz de poeta como tú sin duda tendrá alguna musa por ahí escondida, quizá en ese remoto pueblo trasmontano en donde tal vez pase un río que no sea tan hermoso como el Tajo, y que nadie sabe bien de donde viene ni a donde va…
Bruno no pudo evitar echarse a reír sin complejos ante el descaro de Lucinda, que ahora flirteaba abiertamente con él y se mostraba aún mas seductora que de costumbre. Lucinda era muy distinta de las apocadas chicas de su pueblo, e incluso de las anodinas muchachas que había conocido en Oporto mientras realizaba sus estudios universitarios, pero ese era un aunto íntimo que no pensaba desvelar tan pronto.
No andas descaminada respecto a lo del río y lo de la musa, pero por desgracia para mí no conozco a ninguna que tenga a Ribeira do Alto Douro por domicilio, y las musas lisboetas están demasiado ocupadas cantando fados o persiguiendo con la grabadora en mano a viejos líderes sindicales recién regresados del exilio como para fijarse en un simple fotógrafo de tres al cuarto como yo - pero el tono irónico en su voz dejaba entrever mas bien lo contrario, la trémula esperanza de que aquella diosa de senos turgentes y melena al viento se hubiera fijado en él y tuviera compasión de su amor desesperado e inconfeso.
Bueno, el día tiene 24 horas… -observó Lucinda regalándole una fascinante sonrisa de Gioconda, indescifrable en su asumida ambigüedad - y las musas no se pasan el día entero cantando fados o persiguiendo a antiguos políticos proscritos con una grabadora encendida…las musas modernas también salen por las noches e incluso las mas díscolas se recogen a altas horas de la madrugada, aunque al día siguiente tengan que madrugar…
Lucinda consideró que ya había arriesgado demasiado y sido lo suficientemente explícita como para que su avispado interlocutor recogiera el guante y actuara en consecuencia. Antes de irse, se retiró el clavel de la solapa y, tras oler los restos de su perfumado aroma con delicada coquetería femenina, se lo entregó a un atribulado Bruno, antes de marcharse en dirección a la cabecera de la manifestación; él la miró alejarse, contoneándose de forma inconsciente, con ese natural bamboleo de caderas en sus ceñidos “jeans” que le volvían loco, engullida por los ecos lejanos de la multitud que retumbaban en la avenida; muy pronto se perdió en un mar de alegres desfilantes que entonaban triunfales cánticos y se dedsgañitaban profiriendo los mas variopintos eslóganes, todos ellos prohibidos hasta hacía escasamente siete días en ese otro Portugal de antaño, tan distinto al de los claveles rojos y las musas sobradas de desparpajo que ahora ejercían su soberanía sobre el centenario solar patrio lusitano.
(Continuará)