Los casos de la inspectora Mendes (III y último)

Desenlace de este primer caso de nuestra intrépida inspectora

7.El plan de la señorita Masachs

Algo ocurría… Anselmo era consciente de que pasaba alguna cosa entre la inspectora Jennifer y el inspector Javier; no deseaba averiguarlo, pero sí le importaba porque su deseo era que la misión llegase a buen puerto.

Se acodó en la mesa y miró a sus tres subordinados.

  • ¿Todo va bien?

El que habló fue Andrés:

  • Perfectamente, señor comisario. Ya habrá leído los informes que le dejé.

Anselmo suspiró; si ése tenía que ser el jefe del grupo, iban apañados… ¡coño!, pero ¡si ni se daba cuenta de que algo no funcionaba entre los otros dos! Cogió un bolígrafo y jugueteó con él:

  • Bien, me alegro; pero no olvidéis lo importante de vuestra misión. Quedan tres días para la boda – ahora les señalaba con el bolígrafo – y no quiero ni el más mínimo error.

  • Descuide, jefe – siguió hablando Andrés -; está todo bajo control.

¡Madre de Dios! Que todo dependiera de esos tres zotes le preocupaba, y mucho. Ahí estaban, sentados ante él en su despacho: el musculitos, con un niqui a rayas bien apretado y tejanos, marcando paquete; el «jefe del grupo», tan vulgar como siempre a pesar de llevar americana; y la chiquilla, tan morenita ella y guapetona, con un

vestidito de tirantes, tan corto que tapaba el culo de milagro… vaya muslos con las piernas cruzadas, joroba… ¡alto!, ¡no mires más ni la incomodes, que no están los tiempos para tonterías!

  • Bueno… Dentro de cinco minutos o así llegará la señorita Masachs y nos dirá las últimas instrucciones para la boda – dirigió su mirada a Andrés -. Seguidlas al pie de la letra, ¿entendido?

  • Claro, señor comisario.

Llamaron a la puerta: era un policía uniformado.

  • Los informes del caso Tortuga, señor comisario.

  • Gracias, Cosme – respondió Anselmo, cogiendo la carpeta que aquél le extendía.

  • Por cierto, jefe – siguió el agente -; si mira por la ventana verá que ha llegado una pava, vamos, de rechupete…, en un Mercedes descapotable de la hostia… ¿quién es esa maravilla?

El comisario le lanzó una mirada furibunda.

  • A ver, Cosme. Si quisiera tus opiniones o simplemente oír tu voz, te ordenaría que hablases… ¡Me entiendes!

  • Sí, señor…, perdón, señor… Ya me voy – confuso, el policía abandonó el despacho.

Los ojos de Javier volvieron a la vida.

  • Es Carolina.

Jenny hizo una mueca de desprecio. Nada de esto pasó desapercibido al comisario:

  • Escuchadme, chicos… y chica - ¡maldita paridad de género! -. Evidentemente, Javier tiene razón. Haced el favor de comportaros, ¿de acuerdo?

Los tres asintieron. No pasó mucho rato hasta que volvieron a llamar a la puerta: era de nuevo Cosme.

  • La señorita Masás , señor.

  • ¡Masachs, burro! – tronó Anselmo.

Carolina hizo su entrada ataviada con un traje chaqueta blanco y una blusa rosa que denotaban tal calidad que el vestido de Jenny semejaba un trapo comprado en un mercadillo de tercera mano. Todo en ella seguía siendo glamour y distinción.

Los tres hombres se habían puesto en pie como empujados por un misterioso resorte; Jenny no tuvo más remedio que imitarlos.

  • Comisario Padrós – una sonrisa tan atractiva lo dejó sin resuello -. Encantada de verle de nuevo.

  • Se… señorita Masachs, es un honor.

  • ¡Ah! Inspector Miró, inspector Gómez, encantada – sus maravillosos ojos azules petrificaron a ambos; se volvió hacia Jenny con cierta mueca de disgusto: ¡que vulgar aquella mujercita! -. Inspectora Mendes, lo mismo digo.

La envidia y el odio se encontraron en los ojos de Jenny a la vez que le daba la mano.

De pie, con las manos sobre la mesa, habló Anselmo:

  • Siéntese, por favor, siéntese… ¡Coño, Javier, trae una maldita butaca de ahí fuera! – sonrió, dirigiéndose de nuevo a Carolina -. Disculpe, señorita Masachs… el lenguaje policial este…

  • No se preocupe usted, comisario Padrós – su voz tan suave y melodiosa enervó a Jenny… Esa pija…, le daría una paliza si pudiera.

Una vez situados todos, tomó la palabra Carolina:

  • Bien, señores. Traigo aquí el plano del banquete de boda – y dejó sobre la mesa una carpeta de piel Gucci que debía de valer veinte veces lo que el cochambroso (o así ahora se lo parecía) bolso de Jenny.

  • Me parece perfecto. Usted dirá – habló Anselmo.

Con una finura sin igual, la señorita Masachs descorrió la cremallera de la carpeta y sacó de ella un par de folios DINA3. Los abrió sobre la mesa.

  • Si quieren acercarse.

Andrés corrió rápidamente la silla a su lado, como supuesto jefe de grupo; Javier hizo lo mismo, para estar cerca de ella y sorber su perfume… A Jenny no le quedó más remedio que ponerse detrás de ellos, de pie: ¡vaya par de caballeros!

  • Miren bien: ésta es la disposición de las mesas de los invitados; serán aproximadamente unos trescientos.

  • ¡Uf, trescientos! – exclamó Javier -. Debe de salir por un pastón todo esto, ¿no?

Anselmo se llevó una mano a la cabeza.

  • Cállate, tonto… Disculpe y siga usted, señorita Masachs.

  • ¡Ah! No se preocupe – risita agradable -; es muy divertido el inspector.

En aquel momento Jenny le hubiese propinado un puñetazo.

  • Observen bien; ustedes deberán mezclarse con los invitados y sentarse en lugares separados para que, así, durante la cena y el baile puedan investigar los diversos sitios en los que pueden estar ocultos esos papeles comprometedores.

Todos asintieron; llegó también el aroma del carísimo perfume a las narices de Jenny… ¡Dios!, ahora su CH le parecía colonia de fulana.

  • Yo he pensado lo siguiente – siguió Carolina -. El inspector Miró podría estar en esta mesa – la señaló -. En ella hay algunos altos funcionarios y empresarios: mi idea es que actúe usted como si fuera un tío mío, que posee algunas tabaqueras. Él no puede venir.

Anselmo miró fijamente a Andrés.

  • ¿Te ves capaz de desempeñar ese papel?

  • Por supuesto, jefe – el énfasis de la respuesta no tranquilizó para nada al comisario.

  • En cuanto a usted, inspector Gómez – mirada y parpadeo de pestañas larguísimas – tan alto y con esos ojos azules propios de mi familia, puede pasar perfectamente por un primo mío…, muy apuesto, también – otra vez la risita. «Me dan ganas de vomitar», pensó hastiada Jennifer.

  • Se sentará aquí – señaló ahora una mesa bastante alejada de la de Andrés -. Estará muy bien; son gente joven, entre ellos mi hermana pequeña, Clara – volvió a mirarlo, sonriente -. Se parece a mí, pero con cinco años menos… Le ruego que no emplee sus artes seductoras con ella, ji, ji, ji.

Pero… ¿por qué no la calla alguien?; el calor abochornaba las mejillas de Jenny, para quien era totalmente perceptible la cara de besugo de Javier.

  • Y usted, inspectora Mendes – no se dignó ni a volverse; simplemente levantó la mano y movió los dedos, como si intentara llamar la atención de un perrito – se sentará aquí.

La mesa estaba en la otra punta de la sala; el triángulo formado por las tres era perfecto. Jenny se acercó un poco más y no dudó en clavar una de sus tetas en la cabeza de Javier.

  • Bueno; es usted el caso más difícil – siguió sin mirarla -. De todos modos, su aspecto… digamos… latino – sofoco de Jenny – nos permitirá presentarla como una antigua y queridísima sirvienta que tuvimos durante una de nuestras estancias en Colombia – ya no era sofoco, era sofocón.

  • Estará bien en esa mesa – siguió Carolina, dirigiéndose, no obstante, a Anselmo -. Hay gente de diversa procedencia y uno de mis tíos abuelos… Sé simpática con él, por favor; es un poco libertino.

La palabreja descolocó a Jennifer, pero no le sonaba a nada bueno…

  • Pero… - se calló; así lo aconsejaba la mirada de Anselmo.

  • Bueno, señores, ya está – miró su reloj de pulsera, un Cartier cuyo precio sobrepasaba dos años de sueldo de todos los policías reunidos allí - ¡Uy! ¡Me esperan en el spa!

Se levantó; Anselmo, solícito, plegó los folios y los introdujo en la carpeta. Los dos inspectores saltaron de la silla como un muelle, cosa que provocó que la cabeza de Javier impactara en la barbilla de Jenny.

  • ¡Ay! ¡Imbécil! – se dolió, llevándose una mano a la zona dolorida.

  • ¡Coño! ¡Apártate, tonta del culo! – espetó el joven, mientras se acariciaba la coronilla.

  • ¡Por favor! – tronó la voz del comisario – Disculpe usted, señorita Masachs.

  • De acuerdo – de pronto parecía tener mucha prisa y en un santiamén dio la mano a todos y cada uno -. Espero que mi plan les parezca correcto.

  • Correcto, no – dijo Anselmo -. Correctísimo.

  • Muy bien; hasta la boda, entonces – el comisario estaba en pie, extendiéndole la carpeta - ¡oh! – exclamó, ya en la puerta -. Pueden quedársela, así les servirá para acabar de trazar un plan. Adiós.

Cerrada la puerta, hubo unos momentos de silencio. Andrés y Javier miraban hacia ella como alelados; Jenny seguía frotándose la barbilla y Anselmo, cual estatua, mantenía la carpeta extendida… Carraspeó, depositándola sobre la mesa:

  • Bien, señores… y señorita. Vamos a trabajar.

8.La boda

El vehículo escogido fue el Ford Focus de Andrés, ya que era el único que parecía estar a la altura de las circunstancias. Iban los tres ya de camino al restaurante, después de la ceremonia civil que había tenido lugar en un bello paraje de un pueblo cercano.

Habían intentado pasar desapercibidos y más o menos lo habían conseguido, a excepción de Jenny, acosada en todo momento por un viejo verde.

  • Me encantan los rasgos exóticos, señorita – era su excusa.

  • No pongas esos morritos, chica – decía Andrés mientras conducía -. Seguramente ya no lo vas a ver más.

El recuerdo del anciano baboso abochornaba a una Jennifer que había completado su vestimenta con un fular rojo, gargantilla y pendientes de plata y unos zapatos negros de altísimo tacón.

  • Tendré tan mala suerte que ése será el tío abuelo de los cojones.

Javier que, al igual que Andrés, llevaba un impecable esmoquin blanco alquilado, terció:

  • Venga…, que ese viejo te puede solucionar la vida.

  • ¡Será cabrón! – saltó Jenny – Tu puto padre es el que me va a solucionar la vida, gilipollas.

  • ¡Eh! – exclamó Andrés – Vale ya… o os peleéis, que esto es serio.

Enfilaba ya la entrada al restaurante; lamentablemente, el coche quedó ridículo rodeado de limusinas y deportivos. No eran los últimos, pero tampoco los primeros y, poco a poco, el aperitivo se fue animando con la llegada de más y más invitados. No se tardó demasiado en entrar a la enorme sala donde se serviría el banquete; gracias a las

indicaciones de Carolina, los tres inspectores encontraron sus mesas sin dificultad. Tal como había predicho, el negro augurio de Jenny se cumplió: el anciano acosador resultó ser el tío abuelo de Carolina.

  • Oh, queridísima… - mirada rápida al tarjetón que acompañaba a cada servicio – Jennifer. Estoy encantado de que te sientes a esta mesa.

Caballero como el que más, el viejo retiró la silla de la inspectora:

  • Por favor, señorita.

La incomodidad que le producían los ojos de sapo fijos en el nacimiento de su pecho se añadió al sofoco que le producía el hecho de saber que había de ser simpática con el viejo, y así lo intentó durante la cena, pero aquel hombre («José Antonio, para servirla») bebía más y más, y ya a principios del segundo plato estaba ciertamente

desagradable, desatendiendo al resto de la mesa y pegado a ella; a veces, una mano descansaba en uno de sus muslos.

  • ¡Uy! – intentaba remediarlo Jenny – No me sea tan picarón – y le daba un cachete que intentaba ser cariñoso, aunque de buen gusto le hubiese dado un bofetón.

Entre tontería y tontería, entre salida de tono y salida de tono (¡el viejo aquel aún creía en el derecho de pernada!) pudo la inspectora observar a sus compañeros: Javier estaba en su salsa, camelando sin remilgos a una jovencísima y bellísima Clara (punzada de envidia), pero Andrés parecía despistado, inseguro e incapaz de participar en

la conversación de su mesa…

Una mano que ascendió hasta rozarle las puntillas de la braga la devolvió a la realidad.

  • ¡Por favor, José Antonio! ¡Estese quieto! – casi graznó, apartándole la mano y alisándose de nuevo el vestido.

  • No me sea usted mala – farfulló en tono alcohólico el viejo -. Sé que tú te metías en la cama con mi sobrino.

El tono empleado fue demasiado alto, como correspondía a un borracho; el resto de comensales de la mesa la miraron desaprobadoramente a hurtadillas. Jamás Jenny había pasado tanta vergüenza. El moreno de su cara dio paso a un color carmesí que hubiesen envidiado las velas que decoraban la mesa. «Si alguno de vosotros no cumple lo acordado, se va a cagar»; las palabras de Anselmo no abandonaron, sin embargo, la mente de Jenny.

  • ¡Hala, hala, José Antonio! ¡Ha bebido usted demasiado! – se forzó a decir.

Los ojos vidriosos del anciano la miraron preocupados:

  • La verdad… es que… creo que sí – mueca de dolor -. No me encuentro muy bien.

  • Lo mejor sería que saliera a tomar un poco el aire – intervino uno de los comensales.

  • Pero así, solo, se puede caer… - dijo una dama de aspecto venerable.

En la cabecita de Jenny brilló una bombilla: ¡ésa era la ocasión! Cada uno de los inspectores tenía asignado un cuadrante, que debía investigar en cuanto tuviese ocasión. El suyo se correspondía con las cocinas y los lavabos exteriores, que se encontraban al final de un caminito iluminado que partía justamente de la puerta acristalada que quedaba a su espalda. Intentó poner cara de circunstancias:

  • Ya lo acompaño yo.

Se levantó a la vez que miraba significativamente a sus compañeros; Javier no se enteró de nada, pero Andrés sí la vio e hizo un gesto afirmativo.

  • Venga, venga…, levántese – ayudó al anciano a ponerse en pie. Eran evidentes los signos de embriaguez de José Antonio que, para no caerse, tuvo que pasar un brazo por encima de sus hombros; de todos modos, una mano descansó descarada en su teta. Trastabillando, salieron de la sala.

  • ¿Quién será la putilla esa? – preguntó la dama de aspecto venerable.

El golpe de aire fresco fue un bálsamo para ambos; mucho le costaba a la inspectora mantener el paso beodo del viejo, que no sólo mantenía la mano en el sitio anterior, sino que además le iba dando apretujones.

  • ¡Oh, Jennifer, Jennifer! – el hedor a alcohol alcanzó su naricita – Si fuera mucho más joven…

Había un banco un poco más allá; le pareció a Jenny una tabla de salvación, sobre todo porque su pecho se resentía de los apretujones.

  • ¡Mire! ¡Un banco! – exclamó, algo sudorosa por el esfuerzo - ¿No quiere sentarse?

  • ¡Ah! ¡Sí, sí, por favor!

No se sentó: se dejó caer en él; Jennifer se acomodó a su lado, bajándose lo más que pudo el vestido para evitar tentaciones; sin embargo, el viejo no parecía estar para esos trotes… Se le veía muy pálido.

  • ¿Se encuentra usted bien? – inquirió, solícita.

El anciano no contestó, sino que se volvió hacia ella con los ojos casi en blanco, se inclinó encima y, de pronto, empezó a echar vómitos sobre su vestido.

Si no hubiese sido por el sonido ambiente que reinaba en la sala del banquete, todo el mundo hubiese oído el chillido de Jenny; ésta, instintivamente, se echó a un lado y cayó de culo sobre el césped. El viejo se dobló y dio con la frente contra el banco.

  • ¡Oooohhh! ¡Qué ascoooooo! – chilló de nuevo la inspectora, mirando su vestido repleto de vómitos. El hedor la obligó a volverse de lado y arrojar a su vez… Tras unos minutos de agonía, se secó la boca con el dorso de la mano derecha. Sus enormes ojos no podían apartarse de los vomitados que salpicaban el vestido. « ¿Qué coño hago yo ahora?», se preguntó. Su mirada se dirigió al viejo, que parecía sin sentido pero que, sin duda, respiraba.

Como pudo, ayudándose de sus manos y agarrándose al banco, intentando no tocar el vestido, se puso en pie. «No puedo regresar allí ahora, y menos con esta facha». Las luces de las cocinas brillaban no muy lejos. «Ya se me ocurrirá algo». Y así, dejando un rastro apestoso, se dirigió hacia su misión.

9.En las cocinas

Abrió la puerta de las cocinas: el silencio reinaba en el lugar iluminado sólo por pequeñas luces de emergencia. Cerró. No podía soportar más el pestazo que despedía el vestido vomitado. Descorrió la cremallera y lo dejó caer. Dio un respingo: no, era ella la que estaba allí, al otro lado… Un espejo que devolvía su imagen, un

cuerpecito menudo y moreno, enmarcado por una melena negra, gargantilla plateada contrastando con sujetador y braguita de color negro, muy finísimo todo, de final de puntillas. El golpeteo de sus tacones de diez centímetros resonaba en la pequeña sala.

Encontrar algo con que cubrirse era la prioridad, sin olvidar los papeles, claro está. Ya que allí había diversos armarios, se decidió a investigar un poco para ver si, por un casual, los encontraba… Los armarios bajos fueron fáciles de registrar, pero a los de arriba costaba llegar. Se apoyó con su pancita en el mármol y, de puntillas, intentó alcanzar uno de los pomos.

Aquellos meneos del culito impresionaron a Rubén, un hombretón negro de origen colombiano a sueldo de los Conti. ¡Coño! Las nalgas se removían apenas cubiertas por una braguita negra… La polla se hinchó… ¡Qué cojones buscaba aquella jamelga!

Se acercó sigilosamente. Al notar la mano que le tapaba la boca y el brazo que la ceñía por la cintura, Jenny no se meó de puro milagro. Mmmm… mmmmm…, es todo lo que pudo decir, los ojos muy abiertos de puro terror.

  • Calladita, mi negra.

Mientras agarraba con fuerza a aquella morenita que se debatía, vinieron a su mente algunas de las conversaciones de los camareros; de ellas había deducido que muchas busconas, que hacían la carretera, se colaban en el restaurante para ver si pescaban algo de algún invitado más bebido de la cuenta.

Así, para él Jenny se convirtió en una puta que buscaba lo que fuera; esta impresión se argumentaba, además, por los zapatos de desmesurado tacón. Acercó sus labios a la oreja de la chica; de ella pendía un arete de plata:

  • Te voy a quitar la mano de la boca. Grita y será lo último que hagas.

Apretó con fuerza en la cintura; un gemido y un asentimiento de la chica. La obligó a girarse:

  • ¿Qué carajo buscas aquí, fursia?

  • Se… se equivoca… - farfulló Jenny; ¿de dónde había salido aquel negro? – Soy una invitada.

El otro sonrió; era la suya una sonrisa diabólica, de hiena.

  • Claro, la invitada de honor – la cogió con fuerza de los brazos - ¿Me vas a desir qué coño hases aquí?

  • ¡¡Aayy, suéltame!! – se debatió de nuevo, meneando sus tetas. Aquello fue demasiado para el negro. Sujetándola aún con fuerza de un brazo, se sacó de un bolsillo trasero del pantalón una pequeña pistola con la que apuntó a la sien de Jenny. ¡Esta vez sí que notó unas gotitas de orina en las bragas!

  • Mira, mi sorrita – los dientes brillaban, el culo de la inspectora sentía la presión del mármol de la cocina -. Vamos a follar ahora mismo, que estoy de secano. No quiero oír ningún grito, ¿entiendes, verdad? – meneó la pistola junto a la cabeza de Jenny. Ella asintió: ¿qué podía hacer? – Sácate las bombachas.

Así lo hizo, medio llorosa pero intentando al máximo no hacer ningún ruido que alterara al negro. El coño rasurado confirmó las impresiones de Rubén, que se sonrió; soltó su brazo y le pasó los dedos por la rajita del chochete.

  • Muy bien, mi negrita – la volvió a coger y la llevó sin contemplaciones contra una pared -. Suéltame los pantalones y sácame la polla – ya jadeaba.

De ahí surgió un falo negro como el carbón, con el prepucio muy rojo; era bastante más grande y rocoso que el de Javier.

  • Juega con ella, mi negra.

Con los ojos anegados de lágrimas, hipando con la máxima discreción, Jenny la toqueteó, como si se la masturbara…

  • Oooohhh… muy bieenn…muy bieenn.. sorronaa…aahh..

Inconscientemente, dejó el arma sobre el mármol que tenían al lado y con enorme fuerza la cogió de los muslos y le abrió las piernas, aplastándola en la pared. Jenny también jadeaba y ello provocaba el movimiento de sus melones, prietos por el sujetador.

  • Nooo … - sollozó - … por favor…

Pero el otro no escuchaba y hundió brutalmente su verga; empezó un potente vaivén que obligó a Jenny a cruzar sus brazos tras la nuca de Rubén. Aquel instrumento poderosísimo entraba y salía con facilidad de la ya húmeda raja de la inspectora; ¡Santo Dios! Ni el terror ni el ultraje pudieron impedir una sensación de placer tremendo; gemidos instintivos manaban de la boquita de Jenny, que no pudo evitar correrse y lubrificar el enorme pollón del negro. Éste empezó también a soltar su semen y su placer fue en aumento gracias a los movimientos compulsivos del trasero de la chica.

  • Oooohhh – exclamó cuando su miembro liberó el último resto de leche que quedaba en su interior. Dejó de presionar el cuerpo de la joven contra la pared en el momento en que sacó su ya vencida polla de aquel chocho aún ansioso. Jenny quedó ridículamente colgada de su cuello.

  • ¡Sal ya, carajo! – masculló, desasiendo sus brazos y empujándola con brutalidad al suelo. Ahí quedó Jenny sentada, piernas abiertas, coño a la vista, pecho jadeante y brazos hacia atrás; sus negros ojazos fueron testigos de cómo, tras abrocharse el pantalón, el negro recuperaba la pistola y volvía a apuntarla.

  • Lo has hecho muy bien, puta de mierda; pero eso no te va a salvar.

El terror volvió a apoderarse de Jenny, cuyo chochete quedó seco de golpe.

  • Levántate y cúbrete, mierdosa – escupió el negro.

Puestas las bragas, Rubén la obligó a ir delante de él. Abandonaron aquella cocina para entrar en una enorme sala que señoreaba un altísimo pastel nupcial: medía, al menos, algo más de tres metros dispuestos en pequeñas terrazas de cremoso chocolate; aunque en la sala había una temperatura ambiente, el pastel se mantenía intacto, sin duda, por algún tipo de refrigeración interna. Cuando Jenny había abandonado el comedor, los comensales estaban empezando el segundo plato, por ello sabía que aún quedaba algún tiempo hasta que los camareros entraran allí. Rubén la obligó a detenerse y a volverse hacia él.

  • No sé quién carajo eres, me imagino que una puta de carretera, pero debo informar a Marco, el jefe de seguridad de los Conti, mis patrones.

El corazón de Jenny empezó a palpitar con mucha rapidez.

  • Sé que este cacharro – señaló el pastel con la pistola – tiene una portesuela; te meteré ahí dentro y veremos qué deside Marco. ¡Venga! – la cogió del brazo.

Las neuronas de la inspectora circulaban a toda velocidad mientras, junto al negro, rodeaban el pastel buscando algún tipo de abertura.

  • ¡Espera! – chilló - ¡Escúchame! – no podía permitir que se descubriera toda la misión. Había sido violada, sí, pero eso no debía ser motivo para enviarlo todo a la mierda.

  • ¿Qué coño quieres, sorrona? – gruñó Rubén, molesto mientras rebuscaba con mucho cuidado entre el chocolate.

  • ¿De veras vas a molestar a tu jefe por una simple puta como yo? – el negro se detuvo y le prestó atención; Jenny, algo aliviada, continuó – Si me prometes que luego podré irme… - suspiró con fuerza, ¡valor! – trae a tus amigos y les haré a todos y cada uno un favor – sonrisa forzada, de muñeca.

Rubén pasó por su cabeza la mano que empuñaba la pistola… ¡Qué carajo! Quizá la furcia tenía razón… Sacar al jefe de la fiesta del patrón por una gilipollez como ésa podía provocarle un temible enfado… Se sonrió: la putita les haría un favor, pero él lo cobraría… sería, ¿cómo era?... un chulo por una noche, eso mismo.

  • De acuerdo, sorrona – intentó aparentar seriedad -. Tú ganas – un clik señaló que había dado con la portezuela; milagrosamente, parte del pastel se abrió con ella sin desmontarse un ápice. Una bocanada de aire gélido salió de su interior - ¡Métete ahí! – la empujó con brutalidad y Jenny cayó dentro de rodillas: el suelo era metálico y estaba helado. Volvió la cabeza hacia él:

  • ¡Hace mucho frío! ¡Voy a morir aquí dentro! – chilló, desesperada.

Él sonrió:

  • Serán sólo unos momentos… Además, el género fresco se paga mejor, ja, ja, ja.

10.Supervivencia y huida

Aquella risa de chacal fue lo último que la inspectora oyó antes de quedar a oscuras; el gélido ambiente cortaba la respiración, sus tetas se habían endurecido tanto que ahora eran ellas las que presionaban el sujetador. Llorosa, a pesar de que las lágrimas casi se congelaban en sus mejillas, tanteó hasta encontrar la pared helada, que

usó para ponerse en pie. Estaba aterrada, empezaba a notar síntomas de congelación en pies y manos y siguió con éstas la pared en dirección a la pequeña rendija que, merced a un leve resplandor, indicaba dónde estaba la puerta. En su odisea hacia lo que podía ser su salvación, notando un terrible dolor punzante en dedos y tetas, sus manos toparon con algo plastificado, pegado a la pared; instintivamente lo arrancó y lo usó para no tener que apoyar la piel en el hielo.

« ¡Rápido, Jenny, rápido!»; castañeaban con violencia los dientes y una capa de escarcha empezaba a aparecer en todo su cuerpo. Ahí estaba… era el pestillo… podía empujarlo, pero… ¿con qué?, ¡Dios mío!, ¿con qué?

Una luz iluminó su ya maltrecha mente que luchaba por la vida: ¡el sujetador! ¡Las hebillas! Entre temblores violentos, consiguió arrancarse el sostén (las tetas, medio congeladas, ni se movieron) y, apartando como pudo la escarcha que invadía ya sus ojos, desgarró con violencia una de las hebillas que sujetaba la tira trasera… Aguantando en su mano las papeles plastificados, con la otra, que no paraba de temblar, intentó empujar el pestillo… Una, dos, tres veces… ¡ya! La portezuela se abrió

y Jenny cayó fuera como una estatua de hielo.

La recuperación fue más rápida de lo que ella esperaba; sin dilación había volteado por el suelo hasta notar piernas, brazos y tetas. Luego, con calma, había conseguido levantarse y empezar a andar. Pronto su cuerpo recuperó la temperatura normal y sus pechos volvieron a bambolear alegremente.

En primer lugar, decidió cerrar de nuevo la portezuela de la tarta… algo de tiempo ganaría; luego observó aquellos papeles plastificados… uuummmm… curioso… llevaban el membrete de la familia Conti… Pero no era el momento de hacer comprobaciones: el negro aquel y sus compañeros debían de estar al caer y más valía ocultarse. Con cautela, abandonó aquella sala y llegó a lo que parecían ser los vestuarios del personal… ¡Bingo! Por primera vez en muchísimo rato una sonrisa iluminó su

rostro: un uniforme de cocinero (pantalón y chaquetilla de botones de color blanco) colgaba de una percha.

No lo dudó un momento y así, ataviada de esa guisa, aguantándose con una mano el pantalón, que debía de tener cuatro tallas más que la suya como mínimo, y llevando en la otra los papeles plastificados, se dirigió con rapidez hacia la sala del banquete. La ventaja de la holgura de las prendas radicaba en que los zapatos de tacones quedaban ocultos bajo las perneras.

Llegó a una de las puertas acristaladas que salvaguardaban el salón de la humedad nocturna. Uno de los gorilas de los Conti, apostado allí, gafas de sol incluso de noche, alucinó por  momentos.

  • Perdón – el tono de Jenny indicaba urgencia -. ¿Sería tan amable de ayudarme?

El hombretón tardó en reaccionar: no parecía tener muchas luces y eso interesaba a la inspectora.

  • ¿Quién… quién es usted? – las cejas se arquearon por encima de las gafas.

  • Soy una de las cocineras – intentó poner cara de premura y de convencimiento -. Es urgente avisar al señor Andrés Padrós, mesa H.

  • Pero, yo… - el otro se debatía, inseguro. Jenny decidió aprovechar la indecisión.

  • ¡¡Oiga usted!! ¡¡Es muy importante lo que he de darle a ese caballero!! – agitó los papeles ante las narices del gorila – Si no recibe esta documentación, sufrirá usted terribles consecuencias.

Con esa gentuza a sueldo, las amenazas siempre funcionaban. El hombre tragó saliva:

  • Bien, vale… No se mueva de aquí… Andrés Padrós, mesa H – ella asintió.

No tardó en aparecer el inspector, que se quedó a cuadros al ver a Jenny:

  • Pero…

  • ¡Venga, por favor! – lo cogió de una manga – Rápido – con los carnosos labios le hizo la señal de chitón.

Algo alejados del vigilante, Jenny puso en antecedentes a su compañero, obviando, eso sí, la violación y otros detalles.

  • Tenemos que irnos ya – finalizó -. No tardarán en darse cuenta y empezar a registrarlo todo.

Él asintió y regresó al salón para avisar a Javier; Jenny se dirigió, los papeles aún en la mano, hacia el aparcamiento. No habían pasado diez minutos que los tres abandonaron el lugar. ¡Qué importante era la inutilidad de los matones: el de la puerta ni se había percatado de que Andrés había regresado a la sala sin los importantísimos papeles!

11.Epílogo

  • Pues sí, chica – sonreía Jenny, los ojos ocultos tras unas gafas de sol Gucci (la marca le había quedado grabada en la mente) – una mención especial para un ascenso y de la estúpida pija una gratificación para cada uno de 15000 euros.

  • ¡Coño, mi amor! – exclamó Belinda, sorbetón a la cañita de su batido de chocolate coronado por tres bolas de nata - ¡Es increíble! ¡Eres una tía cojonuda!

Con el dedo meñique estirado, muy fina, Jenny tomó del asa la taza de su descafeinado y dio un breve sorbo. La verdad es que podía considerarse  afortunada, porque en dos días después de su violación había podido tomarse la píldora e impedir, así, un embarazo no deseado.

Estaban las dos en una terraza marítima del barrio de la Barceloneta. La inspectora con un corto vestido tejano de botones que permitía a quien quisiera, y muchos lo querían, disfrutar de sus muslos y de una porción generosa de sus pechos, y Belinda con sus sempiternos camiseta y pantalón. Parecía aún más gorda que la última vez en que se habían visto.

  • Lo importante – continuó Jenny – es que ahora tengo unos días de permiso… y, ¿a que no sabes quién quiere compartirlos conmigo?

  • No… ¿quién? – no se podía saber a qué hacía más caso, si a las palabras de su amiga o al batido.

  • No te lo vas a creer…; pues Javier, ese estúpido engreído.

Esta vez sí que Belinda era toda oídos.

  • ¿Qué me dices? ¿Javier, el que vino a la tienda? – Jenny asintió -. ¡Jo, tía, qué suerte! ¡Está pero que muy bueno!

  • Uuufff…, y más insoportable que nunca, ahora que se ha comprado una moto BMW o no sé qué coño me dijo; pero, mira – descruzó las piernas y se acercó a la mesa en plan confidente - ¡que se vaya a tomar por el culo!

Belinda engullía ahora la nata ayudada de una cucharilla.

  • Pero…, a ver…. ¿no vas a aprovechar para follar otra vez con él? – los ojos muy abiertos denotaban incredulidad.

Por un momento, esa tentación volvió a cruzar la mente de la inspectora: no podía negar que lo había pasado muy bien con él y que había acabado más que satisfecha sexualmente, y tampoco podía cerrar los ojos al hecho de que alguna cosa notaba dentro de sí cuando lo veía, pero sabía a ciencia cierta que ese cabrón, ese hijo de puta estaba ahora rondando y quedando con Clara.

  • No – se inclinó un poco más: las tetas y parte del sujetador azul recibieron la luz solar -, pero tengo un plan del que vas a salir beneficiada.

Belinda dejó de comer, mirada interrogadora.

  • Voy a quedar con él en mi apartamento – siguió hablando la inspectora -, pero no estaré ahí.

Con un ademán, su amiga le indicó que continuara.

  • Estarás tú.

Satisfecha, volvió a su posición anterior cruzando de nuevo las piernas. Esta vez Belinda sí se había olvidado del batido.

  • ¿Yo? ¿Qué quieres decir? No te entiendo, mi amor.

La sonrisa de Jenny se había ensanchado y mostraba sus blanquísimos dientes; la señaló con un dedo:

  • Estarás tú, Belinda, en bragas y sujetador…, y tu hermano Raúl llegará en el momento oportuno.

La cara de Belinda denotaba incredulidad y extrañeza; de pronto pareció recuperar el habla:

  • ¡¿Raúl?! ¡¡Raúl es un bestia…!!

  • ¡Por eso mismo! ¡Por eso mismo! – en su excitación, Jenny se había vuelto a acercar a la mesa y se había acodado en ella – Si Raúl os encuentra, le obligará a hacer lo que iba a hacer conmigo… No aceptará que te rechace: el otro no se atreverá a hacer nada para evitar un escándalo. ¡Tú sí que vas a disfrutar!

Belinda dudó, dando sorbos al batido:

  • No sé…, hace siglos que no follo.

  • Razón de más – otro sorbito fino de café -. Imagínate, chica, con un tiparrón como ese…

Bajo los quilos de grasa de la panza, un cosquilleo recorrió el coño de su amiga.

Jenny no pudo parar de reír a carcajadas cuando, tres días después, escuchó el mensaje que Javier le había dejado en el móvil: «¡¡Sudaca hija de puta, me las pagarás, zorra!!