Los casos de la inspectora Mendes II

Prosigue el relato; entre Javier y Jennifer habrá más puntos en común de los esperados.

4. La señorita Masachs

Jenny, ataviada con una blusa blanca que dejaba ver con generosidad el nacimiento de sus pechos y con una minifalda negra que a duras penas alcanzaba la mitad de sus muslos, descendió del Lupo. A través de las gafas de sol vio, a unos 50 metros, el restaurante en el que se habían citado con Carolina Masachs, la hermana del novio. Instintivamente, se miró el bolso con preocupación: el lugar en cuestión tenía fama de ser muy caro y durante aquellos días nadie había hablado de dietas o de algo parecido. Eso era lo primero que preguntaría a Andrés una vez acabada la entrevista, pensó mientras se dirigía al local.

  • Señorita – un hombre de mediana edad, entrecano, vestido con elegancia, le había salido al paso justo a la entrada - ¿Tiene reserva? – añadió, mirándola de un modo algo despectivo.

  • Sí, he quedado con unos amigos.

  • Si es tan amable de decirme sus nombres – aquel hombre parecía querer impedirle el acceso.

  • Mírelos, ahí están – señaló -. ¡Hola! – los saludó agitando las gafas de sol que se había quitado al entrar.

Vestidos con americana y tejanos, cual clones, Javier y Andrés estaban a una mesa situada al lado de un gran ventanal que ofrecía hermosas vistas al mar. «Hostias, si parece una fulana», pensó Andrés a la par que hacía un amago de saludo, «tendré que enseñarle un par de cosas a ésta». «Vaya, la putilla sudaca», Javier sonreía, «Quizá le podría permitir que me la chupase».

Jenny se acercó escoltada por el maître.

  • ¿Conocen a esta señorita? – casi escupió.

  • Sí, está bien… venga, lárguese – contestó Andrés.

  • Hola, chicos… ¿qué tal? – exclamó Jenny mientras se sentaba al lado de Andrés.

  • Bien…, hasta ahora – cortó seco Javier.

Ella lo miró, irritada:

  • Mira, chaval…, no me toques las pelotas – colgaba el bolso en la silla.

Andrés suspiró:

  • A ver; calma, calma… - se acodó en la mesa- Mira, Jennifer

  • Jenny – sonrisa espléndida, hermosos dientes -. Llámame Jenny.

  • Vale, Jenny… Mira, escúchame… - no encontraba las palabras – Los Masachs son gente de dinero, no tanto como los Conti, pero, bueno… La cuestión es que los lugares a los que van son, ¿cómo decirlo?, de cierta clase

Jenny lo miraba sonriente y asentía; también se había acercado a la mesa, y el hecho de ver gran parte de sus tetas y algo del sujetador lo estaba empezando a agobiar.

  • Quiero decir, Jenny, que, a veces, debemos vestir con cierto decoro

Aquí cambió la cara de su compañera.

  • ¿Qué quieres decir con eso?

  • A ver, tranquilicémonos – intentó atemperar la situación -. Sólo que quizá no es adecuado vestir de cierta manera.

  • Oye – chispas en los enormes ojos negros - ¿Me estás criticando la ropa?

  • ¡Coño! – exclamó Javier - ¡Que vas como una puta!

  • Pero… ¡cómo te atreves! – roja como un tomate - ¡Retira eso ahora mismo, cerdo cabrón, o me largo de aquí! – e hizo ademán de coger el bolso. Una mano sobre el brazo se lo impidió.

  • Estate quieta…, y tú – señaló a Javier – te callas, imbécil. Estamos dando un espectáculo, ¿no lo veis?

La verdad era que algunos comensales los estaban mirando con reproche.

  • A ver, Jenny – suspiró Andrés -, no quiero que te enfades. Necesitamos que todo funcione perfectamente, ¿lo entiendes?

Ella asintió, más colorada aún.

  • La próxima vez – ahora le sacó la mano del brazo tras darle un par de cachetitos cariñosos- si no te importa, me consultas, ¿ok?

Abochornada, con el corazón golpeteando a cien, no dijo nada. Dirigió una mirada de odio a Javier, pero éste había cambiado completamente el semblante y parecía estar en el séptimo cielo.

  • Miradla – dijo -. Acaba de llegar.

Jenny dirigió los ojos hacia donde miraba Javier y no pudo dejar de sentirse admirada: ciertamente, la mujer que se dirigía hacia su mesa era muy hermosa. De media melena rubia muy cuidada, alta, de preciosos ojos azules, llevaba un distinguido vestido floreado que denotaba a la legua un precio inalcanzable para la inspectora. El bolso debía de haber costado una pasta, de eso estaba segura. Los zapatos, las joyas, pocas pero de gran valor… Sintió una punzada de envidia.

  • Señorita Masachs – saludó Andrés levantándose a la par que Javier; Jenny se sintió obligada a hacer lo mismo -. Siéntese, por favor – siguió, acercándole solícito una silla.

Javier parecía embobado:

  • Señorita Masachs.

«Qué estúpidos son los hombres», Jenny sonrió:

  • Hola, señorita Masachs.

Tras sentarse y acomodarse, Carolina dijo:

  • Caballeros… señorita… - la mirada desdeñosa convirtió a Jenny en un molesto bicho - ¿Hacemos las presentaciones?

  • Señorita Masachs, yo soy el inspector Miró, Andrés Miró. Éste es el inspector Javier Gómez y ella la inspectora Jennifer Mendes.

  • Encantada - ¡qué finos modales!, ¡qué saber estar! Javier estaba como alelado y el propio Andrés, fascinado… ¡cómo rabiaba Jenny con aquella ricachona tonta! - ¿Qué les parece si pedimos algo y así, comiendo, rompemos un poco el hielo?

  • Bien, nos parece muy bien – no se sabía quién había contestado; si Javier, si Andrés, o ambos a la vez.

  • ¡Maître! – llamó Carolina, levantando un brazo. El hombre llegó casi a la carrera.

  • Señorita Masachs, ¿lo de siempre? – casi parecía a punto de hacer una genuflexión.

  • Sí. No sé qué querrán los caballeros y… la señorita – qué tono más despectivo -. Aunque yo les recomiendo mi menú diario, que cumple todos los requisitos tanto gustativos como nutritivos y dietéticos.

  • No faltaba más, señorita Masachs – respondió Andrés-. Tomaremos lo mismo.

  • Pero… - balbuceó Jenny para callarse de inmediato ante la mirada de su compañero.

  • Muy bien, señores – sentenció el maître.

Trajeron el vino; un reserva Vega Sicilia cuya aprobación cedió graciosamente Carolina a Andrés, y diversos delikatessen de diseño.

  • Cuando deseen, hablamos del asunto – dijo Carolina.

5.El vestido para la boda

  • Pues, chica, por lo que dices… -dos sonoras chupadas a los dedos -… ésa debe de ser una boda de ensueño.

Se encontraban en un café de Bellvitge, repleto de gente y muy ruidoso. La obsesión de Jenny de rebajar sus 80 centímetros de cintura la obligaba a conformarse con un descafeinado solo mientras miraba, no sin cierta envidia, los cremosos churros de chocolate que acompañaban el café con leche de su amiga Belinda.

  • Buuff- resopló -. No lo sabes bien; y me va a costar un ojo de la cara.

Su amiga la miró con simpatía mientras cogía otro de los churros, lo remojaba en el café con leche y daba cuenta de él con deleite. Jenny, con las manos entrecruzadas bajo el mentón y acodada en la mesa, la miraba hechizada: ¿cómo podía comer de aquel modo?, ¿cómo era posible que no le importara estar como una foca? En el voluminoso cuerpo de Belinda se sabía cuáles eran las tetas, enormes, porque formaban el primer pliegue de otros tres que seguían hasta sus piernas que, a su vez, ocupaban las perneras de un vaquero en el que hubiesen cabido, sin dudarlo, cuatro Jennys.

  • Y… por eso… - dijo entre mordiscos-… me has traído… hasta aquí.

La inspectora dio un brevísimo sorbo a su descafeinado.

  • Sí. Hay por aquí una tienda de vestidos para fiestas y bodas a muy buen precio. Me gustaría tu opinión, cariño. Somos amigas desde pequeñas.

Tanto los padres de Belinda como los de Jennifer habían huido de Panamá durante el asunto Noriega, pero con una diferencia entre ambas: Belinda tenía un año cuando aquello sucedió, sin embargo, Jennifer no nació hasta que habían llegado a Barcelona; por eso, la inspectora podía considerarse totalmente española.

  • No lo dudes, mi amor – aseguró Belinda, chupándose otra vez los dedos -. ¡Uy, Jenny! ¡Me estoy meando! ¿Sabes dónde está el baño?

  • Pregúntalo en la barra.

Belinda consiguió levantar su enorme cuerpo y dirigirse a duras penas hacia allí, removiendo su quilométrico trasero. Mientras tanto, Jenny echó la silla hacia atrás, se recostó en ella y cruzó las piernas, dejando a la vista de la parroquia unos bien torneados muslos rematados por un brevísimo short tejano. Un ancho blusón blanco, que casi alcanzaba el final de sus pantalones cortos, completaba su vestimenta.

Ya que habían hablado del dinero para la boda recordó sofocada los casi 300 € que le había costado la comida con la pija aquella de Masachs y, total, para comer cuatro mierdas, muy de diseño, eso sí. Los estúpidos de sus compañeros habían insistido en invitar a la pija, pero ella no se había salvado de pagar su parte… ¡Vaya par de imbéciles!, rabió. Y ahora, encima, a pagar el vestido, sin saber si se lo abonarían o no; en eso, tanto Andrés como Anselmo no habían soltado prenda… un quizás, como mucho

Dio otro sorbito al café y miró de nuevo con envidia los restos que quedaban de los aceitosos churros que estaba comiendo su amiga; ¿cómo podía engullir todo eso sin importarle para nada su obesidad casi mórbida? De pronto, se puso en tensión: había visto entrar en el local al gilipollas de Javier… ¡Dios!... ¡Qué bueno estaba! Ese cuerpazo, que marcaba músculos por doquier bajo la camiseta… ¡Uuufff! Lástima que consistiera en eso: una masa muscular sin un ápice de sensibilidad, pero, bueno…, un favor ya le haría, ya

Javier divisó a Jenny: ¡vaya par de piernas que tiene la panchita esta! Si no fuera porque me dan asco, me la follaba seguro. Ensayó una sonrisa de circunstancias que realzaba su atractivo rostro; se encontró con otra igual de blanquísimos dientes contrastando con la piel canela.

  • Hola, Jenny… ¿puedo? – torció el gesto; había otro bolso en una silla.

  • Claro, Javier; siéntate - «esta puta manía de controlarme os va a salir cara cuando veas a mi amiga» seguía sonriendo Jenny - ¿Te ha costado encontrar esto?

  • Qué va – los ojos azules vagaban por la zona, como buscando algo.

  • Bueno – risueña la voz -. Ahora llegará Belinda, acaba su merienda y nos vamos.

La cara del inspector al ver llegar a la otra chica era todo un poema: « ¡Coño! ¿Y esta ballena?»

  • Pero, ¡chica! – cuando el inmenso trasero se acomodó, la silla protestó chirriando - ¿No me vas a presentar a esta maravilla? Soy Belinda, guapetón – se llevó a la boca medio churro y le tendió una mano de dedos aceitosos que casi hacen enfermar a Javier.

  • Éste es Javier – Jenny se partía de risa por dentro -. No es muy simpático… Venga, chaval, dale la mano.

Si de los ojos del inspector hubiesen salido puñales, el cuerpecito de Jenny sería un colador. Fue tocarse los dedos:

  • Hola.

  • Belinda, cariño. Acaba ya de merendar, que nos tenemos que ir – dijo Jenny.

  • Voy, voy – contestó comiendo los churros que quedaban a dos carrillos; sorbió el café con leche - ¿Ves? Ya está, mi amor… Cuando quieras.

Que Javier hubiese tenido el caballeroso detalle de pagarles la cuenta hubiese provocado alucinaciones en la inspectora.

Una vez en la calle, dirigiéndose supuestamente hacia la tienda de ropa, los ojos de un Javier rezagado, ocultos por unas gafas de sol, no podían apartarse hipnotizados del trasero de su compañera Mendes.

« ¡Jesús, vaya culito! ¡Y cómo lo menea con esos tacones, la furcia sudaquilla esta!»

« ¡Jenny, Jenny, cómo te gusta que ese gilipollas te mire el culo!», sonriente, Jennifer se dirigió a una ya sudorosa Belinda:

  • Mira; es ese edificio de ahí – señaló con el brazo.

Una placa en el portal, justo encima del interfono, indicaba la casa de modas en el segundo piso.

  • Uuuufff, cariño… ¿habrá ascensor, no? – las inmensas carnes de Belinda se estremecían al pensar en subir escaleras.

« ¡Qué cojones! ¿No puede ir a un Corte Inglés como todo el mundo?», chasqueó la lengua el inspector.

Fue llamar, abrirse la puerta y aprestarse a subir los escalones.

  • Ve tu delante, Belinda; así te empujo – sonrió Jenny.

El ascenso fue un calvario para Javier; el pantaloncito se ceñía al trasero de su compañera de tal modo que estaba convencido de distinguir los labios de su coño. El pene se rebelaba, intentando adquirir mayores proporciones.

Ya en el rellano, Jenny llamó al timbre mientras una jadeante Belinda se abanicaba con una revista y un Javier taciturno seguía con las gafas de sol puestas.

Abrió una mujer muy morena, bajita y regordeta.

  • ¡Aaaahhh! – chilló - ¡ Mis dos amorsitos! ¡Pasad, pasad!

« ¡Hostias! ¡Otra pancha!», se sobresaltó el inspector.

El local, muy iluminado con lámparas diversas, debía de medir unos 60 mts 2 . Había vestidos de todo tipo por doquier: de boda, de fiesta, de calle…, unos, la mayoría, en percheros, otros, tendidos en aparente desorden sobre sillas y sillones. La mujer se dirigió a un pequeñísimo mostrador y se caló unas gafas; removió las hojas de una libreta:

  • A ver… Jennifer Mendes… ¿eres tú, presiosa?

El seseo, ausente en las chicas, enervaba a Javier, que seguía al final, justo al lado de la puerta, como dudando si huir de aquel lugar.

  • Sí, señora Quiroga.

  • ¡Oh! – la miraba por encima de las gafas - ¡Qué bonita eres, mi amorsito!

Pronto empezó entre las tres una cháchara acerca de fiestas y vestidos que aburrió a Javier; decidió sentarse en una silla milagrosamente libre y pasar el rato con algún juego del teléfono móvil. Al cabo de un tiempo, los vestidos escogidos estaban sobre el mostrador.

  • ¡Oh, qué lindos! – brillaban los ojos de Jenny - ¿Me los puedo probar?

  • Chiquilla, claro – sonrió la mujer -. Ahí nomás está el vestidor. Tú misma.

El primero era un vestido morado, corto, con un vertiginoso escote anudado a la nuca; no dudó Jenny en quitarse el sujetador sin tirantes; una tira de satén bajo el pecho parecía empujar sus melones hacia fuera.

Al verla salir del probador Javier no pudo menos que tragar saliva; ella se dio la vuelta mostrando la espalda desnuda… ¡joroba, me calienta la sangre!

  • ¿Qué tal? – ahora le sonreía, mirándole fijamente con sus ojazos negros.

« ¡Pareces una puta de feria!», hubiese exclamado Javier, pero, azorado por la presencia de las otras dos mujeres, se limitó a decir:

  • A ver los otros.

Siguió otro vestidito corto, negro, de tirantes y largos flecos, y acabó con uno, también negro, quizá algo más largo (eso le parecía a Javier) con escote de palabra de honor.

  • Éste está bien – rezongó Javier.

  • Oh, qué buen gusto tiene tu novio – mueca en el rostro masculino - ¡Qué hombretón! ¡Ahorita mismo te lo robaba, ja, ja! – por no gritar, el joven fingió dedicarse de nuevo al móvil.

  • ¡Uy! ¡Quizá se lo dejaría! ¿No ve que es un poco sosito? – Jenny se lo pasaba en grande viendo la mirada irritada de su compañero - ¿Cuánto cuesta éste? – preguntó mirándose en un espejo.

  • Es muy baratito, nomás – regresó al mostrador a consultar un catálogo – Mira, aquí está. Sólo 570 €.

Ahora quien sonreía era Javier: Jenny había quedado pálida.

  • Ca… caramba

  • ¡Ay, mi niña! – terció Belinda - ¡Pero si estás muy guapa y sexi! – la cogió de las manos mirándola de frente - ¡Si pareces una princesa!

Algo mareada se sentía Jenny cuando salió a la calle con el vestido en una bolsa. ¡570 €! ¡ Vaya dineral! Eso se lo iban a pagar, y tanto que sí…; ¡y aún faltaban los zapatos y los complementos!

  • Bueno – voz socarrona de Javier -. Te queda muy bien – mirada furibunda desde unos ojos azabaches.

  • Vámonos – tono cortante y seco de la chica.

  • Oye – volvió a hablar el inspector - ¿Me acercáis? He venido en metro.

«Tendrá cojones el tío; sólo me faltaba eso, hacer de taxista.»:

  • Venga, vamos – respondió Jenny.

Los tres se encaminaron hacia el Lupo, estacionado entre unos bloques de pisos típicos de Bellvige.

Aliviada, cerró la puerta de su apartamento. Llevaba una camiseta blanca que a duras penas cubría sus carnosas nalgas; los pezones, generosos, se marcaban en el tejido aunque no estaban ni mucho menos tan endurecidos como no hacía demasiado tiempo… Miró con asco el sofá: dos manchas desmerecían el tapizado amarillo; se dirigió a la cocina y cogió un producto de limpieza y un trapo de debajo del fregadero: esto dejó a la vista de los muebles su trasero desnudo y permitió adivinar los labios de un coño rasurado. Ya de vuelta, echó la espuma sobre las manchas y se acomodó en el pequeño espacio que quedaba limpio; sus hermosas piernas morenas se estiraron y se aposentaron los menudos pies sobre la mesilla. Echó los brazos atrás, anudando en la nuca las manos, medio cubiertas por la ondulada melena azabache; este movimiento provocó el balanceo de sus tetas

¿Cómo había sucedido? Era un misterio, una de aquellas acciones en las que el destino actúa y de las que ella, más tarde, se sentía responsable y repleta de remordimientos… Belinda fue la primera en abandonar el coche y no sabía cómo (el camino a casa de Javier pasaba por ahí) le invitó a subir a su piso… seguramente esperando una negativa desdeñosa. Pero no fue así; aun con su habitual cinismo, él aceptó y de ese modo, casi sin darse cuenta, se encontraron ambos en su apartamento. Tras servirse unas copas, la aproximación fue rápida: ya se había ocupado de ello, moviéndose a cada momento de un modo muy insinuante.

  • ¿Quieres algo más? – le había dicho.

Recordaba los risueños ojos azules de Javier y su medio sonrisa cuando contestaba:

  • Bueno… Lo que tú quieras.

Sentado en el sofá, el bulto enorme de la entrepierna atraía los negros ojos de Jenny como un imán… Todo invitaba a acabar la velada de un único modo.

Sin pensárselo dos veces, dejó la copa y se sentó a horcajadas sobre las piernas de Javier, mirándole fijamente:

  • Sabes que me gustas – sonrió -. Tu forma de ser me es lo que me da asco.

No se inmutó; brazos extendidos sobre el reposacabezas del sofá, copa en la mano izquierda, sonrisa que basculaba entre triunfo y desprecio… ¡Dios mío, el hijo de puta era muy atractivo!

  • ¿Y qué te hace suponer que tú me gustas a mí?

Se le había acercado mucho, mucho; su naricita casi tocaba la de Javier.

  • Mira, chaval; no te me pongas chulo.

Se echó hacia atrás y empezó a deshacer el nudo que, en la nuca, sujetaba el blusón: esto le había permitido ver el ya expandido y potente bulto… ¡Uuufff! El tanga estaba ya más que mojado.

Dejó caer el blusón, que resbaló hasta su cintura; los pechos emergieron cautivos del sujetador sin tiras, en él resaltaban los pezones, erectos, cual bayonetas prestas al ataque. Aunque aún no se había movido, los ojos de Javier reflejaban ya el deseo, el ansia de posesión

Los recuerdos hicieron sonreír a una satisfecha Jenny que miraba el techo; ¿cómo había seguido? ¡Ah, sí! Ella lo había llevado por donde había querido, hasta el final, en que Javier había cogido la iniciativa… Una mano abandonó la nuca y se dirigió a acariciar suavemente el cálido chochete

  • No pensarás que me impresionas – había mascullado Javier, pero Jenny ya se había desabrochado el sujetador, que voló al suelo, y sus melones esplendorosos bailotearon ante la mirada de su compañero.

  • Con la boca llena no se habla – había susurrado en tono cariñoso, mientras le insertaba un pezón en la boca… Uuuffff, ¡cómo había empezado a sorbérselo, a chupárselo! Se derretía, los bajos eran agua pura, sus ojos casi estaban en blanco.

Rápidas, sus manos juguetearon con el bulto… un gemidito salía de su boca… apartó el pezón y musitó al oído de Javier a la vez que cosquilleaba su rostro con la negra melena:

  • Te la voy a chupar, cerdo… La quiero bien dura

Notaba el cuerpo del inspector ya muy en tensión, los ojos entrecerrados. Jenny abandonó su posición y, de pie, dejó que el blusón resbalara hasta el suelo. Sin tregua, se quitó el short, quedando sólo su cuerpecito moreno cubierto por un minúsculo tanga rojo y unas sandalias de tacón. Sin mediar palabra, se arrodilló y se aplicó a descorrer la cremallera del pantalón de su compañero. No era suficiente… ¡qué calor!... El bulto pugnaba por abandonar el slip sin conseguirlo. Desabrochó el botón del vaquero.

  • ¡Levanta el culo, joder!

Cuando pantalón y calzoncillos bajaron a los tobillos del chico, surgió a sus ojos un mástil de considerables dimensiones, marmóreo al tacto. También ahora, mientras recordaba, como en aquel momento, la boca se le hizo agua… Uuummm… Se había acercado acodada en el sofá y se había introducido el poderoso miembro en la boca; los pezones rozaban el entapizado, duros, muy duros… Una y otra vez fue chupando, mordisqueando aquella maravilla; la mesa del comedor observaba los meneos de su culito, en cuya raja se perdía la tirilla de un tanga más que húmedo, empapado.

Pronto sintió las manos de Javier en su melena y escuchó sus gemidos. Siguió jugueteando con el pene unos instantes más, pero, al notar que la polla quería expulsar el semen, se apartó.

  • Ooohh… ¿qué haces, jodida? – se quejó.

  • Cariño; no te vas a correr en mi boca… Quiero que me folles.

Javier la miró fijamente: no había ninguna simpatía en sus fríos ojos azules.

  • ¿Qué dices, estúpida? – presión fuerte de sus manos – Acaba lo que has empezado.

Jenny meneó la cabeza y consiguió desasirse.

  • Hijo de puta… No te pases o lo vas a pagar muy caro – empezó a apretar con fuerza el pene.

  • ¡Eh! ¡Vale! – exclamó su compañero -. Tú ganas, sudaca de mierda. Te vas a enterar.

Violencia, violencia podría ser la palabra…, pero, al fin y al cabo, violencia masculina que, en el fondo, encantó a Jenny. Javier la había cogido del brazo y la había echado hacia atrás, dejando lugar para que él se levantara. Su miembro erecto, columna que desafiaba la gravedad, se balanceaba ante los maravillados ojos de Jenny.

No habría sido posible ningún tipo de oposición… Javier estaba furioso y la había empujado contra el sofá, cara aplastada en el entapizado. La copa, dejada peligrosamente sobre el reposacabezas, había caído en aquel momento, vertiendo su líquido y los cubitos sobre Jenny y sobre el sofá. Ella tosió, intentó revolverse, pero fue inútil… la fuerza de Javier era inmensa y una mano en el cuello la obligó a quedarse quieta

  • ¡Furcia de mierda, levanta el culo!

  • ¡Para! ¡Para, cabrón! – había gimoteado, pero, en realidad, se sentía muy excitada.

De rodillas, el trasero como cima. La tirilla del tanga no resistió el estirón y se desgarró… los dedos de Javier hurgaron en su húmedo chocho

  • Te gusta, ¿eh? – llegó a sus oídos; ¡cómo sudaba!, o… ¿era el líquido que la empapaba? – Ahora vas a ver – el cachete en la nalga resonó en todo el apartamento.

  • ¡Basta, imbécil! – consiguió articular.

Cuando el miembro se incrustó en su coño sin atisbo de resistencia y empezó un vaivén en el que la polla, dura como el diamante, masajeó su clítoris, casi perdió el sentido… ¡Dios! ¡Qué placer! Aquello era increíble; se corrió una, dos, tres veces antes de que aquel poderoso instrumento eyaculara en su interior

  • ¡Aaaaahhhh! ´gimió Javier.

El bombeo fue cesando y la polla fue recuperando su grosor normal; tan pronto acabó, Javier se apartó de ella y se quedó sentado, piernas abiertas. Jenny no se movió durante unos instantes: estaba demasiado cansada en su placer. Luego se acomodó a su lado, procurando no tocarlo. Transcurrieron unos minutos de silencio.

  • Bueno – dijo Javier -. Te ha gustado, ¿no?

Jenny abrió mucho los ojos… ¿cómo podía ser tan engreído aquel imbécil?

  • No te diré que no – no tenía ganas de lucha.

Él la miró.

  • ¿Tus amigos los panchitos lo hacen igual que yo?

Jenny volvió la cabeza hacia él, con mirada mezcla de odio y desprecio.

  • Tú eres un gilipollas. Quiero que te largues ya de mi casa.

Sonrisa cínica.

  • Tranquila, chica… que vas bien servida.

Pero, ¡bueno!... ¡aquello ya era demasiado! Roja de irritación, se puso en pie, brazos en jarras, bamboleantes las tetas.

  • ¡Lárgate ya, hijo de puta, si no quieres que te acuse de violación!

Sin dejar de sonreír, Javier también se puso en pie; Jenny temió por un instante que la abofeteara o algo peor…, se le veía muy fuerte y musculado.

  • Vale, me largo – dijo, poniéndose ya el slip -, pero de esto, muñeca, ni una palabra a nadie.

  • No te preocupes, imbécil – ella seguía en la misma postura -. Nada ha ocurrido aquí que me guste explicar.

Mientras Javier se abrochaba el pantalón, Jenny había cogido una camiseta de una silla y se la había puesto, tras acomodar su melena azabache. El inspector se dirigió a la puerta y, antes de que ella la cerrara, dijo:

  • Acuérdate de que seguimos siendo compañeros.

  • Lamentablemente, no puedo olvidar esa desgracia.

Mientras se duchaba en su piso, Javier notaba los tirones de su polla al recordar los acontecimientos de esa noche… Joroba, la panchita…, qué bien chupaba… y, al follarla, cómo había meneado el culo… Muy satisfecho de sí mismo, dio dos golpecitos cariñosos a su pene: chavalín, gustas a todas las tías.