Los casos de la inspectora Mendes: El caso Tortuga

Se inicia aquí el segundo caso que deberán investigar Jenny y sus compañeros.

1. Anselmo

«Uuummm… ¿y esa chiquilla? Tecleó para aumentar la imagen que despedía la pantalla del ordenador portátil… ¡Coño! ¡Si sólo lleva unas braguitas y, sonriente, con total ingenuidad, está jugando con un pollón que mide casi la mitad que ella!» Acercó con el zoom la cara de la niña y, a la vez, su mano izquierda se dirigió a su entrepierna. «Ooohhh… A ver, a ver esas manitas…» El zoom se desplazó hacia el lugar en que la niña sujetaba el poderoso instrumento. «Ca…caramba».

Alguien llamó a la puerta; rápidamente apartó su mano y minimizó la pestaña en la pantalla:

  • ¿Sí? - « ¡qué cojones!»

La puerta se abrió:

  • ¿Señor comisario? – era Cosme – Traigo informes del caso Tortuga.

Irritado, Anselmo bajó la pantalla del portátil:

  • ¿Más informes? ¡Me tienen frito!

Cosme se acercó y depositó la carpeta sobre la mesa.

  • Señor… Le veo un poco alterado – acertó a decir.

«Si supieras, gilipollas; soy un enfermo… un enfermo mental»; sonrió y se recostó en la silla, intentando relajarse:

  • A ver, Cosme, cuándo te enteras de que tu cometido no es intercambiar impresiones conmigo.

La sonrisa era peligrosa; lo podía intuir hasta un tipo como Cosme, con más de veinte años de servicio durante los cuales su máximo logro había sido ser apartado del servicio de calle para pasar a las oficinas. También sonrió bajo su mostacho:

  • Disculpe, señor comisario. Si me necesita, ya sabe dónde estoy.

De nuevo solo, Anselmo se apoyó en la mesa con una mano en su frente: ¿por qué tenía que ser así? ¿Por qué aquella debilidad por los niños y por las niñas? Se aprovechaba de su situación para mirar y regodearse con vídeos de pederastas confiscados por la policía; a veces, viendo esas miradas y esas sonrisas de pura inocencia se corría bajo sus pantalones… ¡Oh, Dios mío! ¿Quizás debería haber acudido a un especialista? ¿Qué se diría si eso llegaba a conocimiento público o a conocimiento de su mujer, con quien llevaba más de treinta años casado? Por suerte… no habían tenido hijos. Asqueado, volvió a levantar la pantalla y cerró aquella página web. Mil veces había decidido abandonar  aquella práctica abominable y mil veces había recaído. ¡Mierda! ¡Qué asco me doy!

Sus ojos se detuvieron en el enésimo informe del inspector Julián García… ¡Cabrón, hijo de la gran puta! Nada se había avanzado en aquel caso, pero, eso sí…, informes los había a decenas, a cientos, diría… Con escepticismo y sorna leyó aquel que Cosme había traído… como siempre… nada de nada… ¡Vaya fiasco!

Se levantó y, con las manos entrecruzadas a la espalda, se dedicó a mirar por la ventana; observaba, la mente en blanco, los automóviles aparcados en el patio de la comisaría…, sus ojos se detuvieron en uno… un Lupo…, el de la inspectora Mendes… tan menudita… tan aniñada… A veces la miraba y sentía deseos inconfesable; bueno, no se podía negar que lo había disimulado, aunque parte de la culpa de ese deseo era de la inspectora, siempre con ropa que a él le parecía provocativa… Uuummm… Mendes, Miró, Gómez…uuummm…  Unos inútiles que, sin embargo, habían resuelto el caso Conti y le habían aportado fama televisiva e incluso una

audiencia con el Presidente del Gobierno, además de una medalla…uuummm…

Se volvió excitado y regresó a la mesa: ¿por qué no darles a ellos el caso Tortuga? ¡Sí! ¡Que se fueran a la mierda ese Julián y sus putos informes! Nada tenía que perder en el tiempo que llevaba detrás de aquella familia. Cogió el teléfono de llamadas internas y marcó un número.

  • ¿Señor? – era la voz de Cosme.

  • Diga a los mosqueteros que vengan – ordenó.

  • Sí, señor.

No era necesario explicar a quiénes se refería.

2. Javier

La tira de la camiseta, rebelde, se deslizaba por su hombro con tozudez; de nuevo se la colocó bien, a la vez que sus negros ojazos se dirigieron hacia el lugar en el que estaba Javier. Había pasado una semana del mensaje, cinco días desde que se habían incorporado de nuevo al trabajo y no le había dirigido la palabra. No es que estuviese preocupada, pero le molestaba que alguien con quien había compartido el éxito de su vida no le hiciese caso… ¿Que estaba cabreado por lo de Belinda? Él se lo había buscado, el cabronazo, intentando utilizarla mientras se veía con aquella Clara… De todos modos, pensó mientras mordisqueaba un lápiz, algo había en aquel imbécil que la atraía… y no era puro instinto sexual. Él alzó los ojos en su dirección y ella, ofuscada, volvió a centrar los suyos en la pantalla del ordenador e intentó completar un informe aburridísimo. ¿Qué podía sentir por aquel tío que, además, le había demostrado con creces ser un estúpido racista? No lo entiendo, no me entiendo a mí misma, se dijo, mientras, con una mano, echaba hacia atrás un mechón de su cabello. Decidida a acabar la tediosa tarea que le habían impuesto, se vio interrumpida por Cosme:

  • Inspectora Mendes, el jefe les llama a usted, a Gómez y a Miró – los ojos del policía bailaban de su rostro al nacimiento de sus pechos, mostrado de forma generosa por el escote de la camiseta amarilla. Se sintió algo molesta.

  • Bien, Cosme. Ahora mismo voy, gracias – sonrió, sin embargo.

Ahora Javier sí que la miraba descaradamente: «anda, mira cómo babea el viejo Cosme», se dijo. «La verdad es que la panchita está de buen ver, ¡hija de puta! ¡Cómo me jodió con la furcia de su amiga!» Aun en ese momento el recuerdo de lo que había ocurrido en el piso de Jennifer le encendió la sangre… Él, que tenía las tías que deseaba con un simple chasquido de sus dedos engañado por aquella cerda sudaquilla… Pero se lo pagaría, eso lo podía tener bien claro.

Él había llegado al piso tan seguro de sí mismo y… ¡con un pequeño ramo de flores! ¿Por qué había comprado eso? Era algo que lo tenía descolocado… era algo que jamás había hecho. Mientras veía charlar a Jenny y a Cosme su cara adquirió tintes de preocupación: ¿se estaba enamorando de aquella panchita? No podía ser, de ningún modo, se negó a sí mismo con determinación… ¡La iba a aplastar, sin duda alguna! La gorda… ¡cojones con la gorda! Cuando le abrió la puerta en ropa interior un poco más y cae redondo allí mismo… ¡vaya impresión! Belinda le había saludado:

  • ¡Hola, mi amor!

Y él, pálido como la cera, sintió en aquel momento envidia de los ciegos: esas rodajas de grasa colgando de brazos y piernas, por no hablar de la panza, envidia de cualquier estatua de Buda que él hubiera visto. De todos modos, había conseguido articular:

  • Yo…esto… ¿Je… Jenny?

Le había obligado, de eso estaba seguro, le había obligado a entrar, agarrándolo del brazo para cerrar la puerta tras de sí. La redonda cara de aquella ballena estaba iluminada por una sonrisa que dejaba ver unos dientes finísimos y muy blancos.

  • ¿Qué pasa, chico? Te has quedado como muerto… Esas flores, ¿son para ella? ¡Uy! ¡Qué detalle, monada!

Recordaba que en aquel momento había cruzado por su mente la idea de que Jenny era una especie de pervertida, cuya única intención sería montar un trío. Había recobrado parte de su aplomo:

  • Pero…, a ver, chica… ¿dónde está Jenny? – no quería preguntarle de ningún modo por qué iba vestida así. La otra seguía sonriendo; se volvió y empezó a mover con dificultad su enorme trasero hacia el interior del apartamento. La grasa de sus piernas semejaba natillas. « ¿Dónde venderán bragas de esa talla?», se había preguntado maravillado el inspector, que seguía ahí, quieto, con el ramo en la mano. Al cabo de unos pasos, ella volvió su cabeza moviendo una larga melena que llegaba hasta el nacimiento de aquel portentoso culo.

  • Ella no vendrá, mi amor. ¿No te sirvo yo?

Las cuatro neuronas de Javier se pusieron en acción; unos minutos después, mientras seguía pasmado como un botarate, con la boca abierta, lo vio claro: ¡la grandísima hija de puta! ¡Eso era una encerrona! ¡Era su manera de vengarse de cuando la había follado y la había insultado!... ¡Cabronaza! Es el momento de largarse… ¿cómo se llamaba la ballena?... ¡Hostias, no se acordaba!

  • Mira, ¿sabes? He de irme ya.

Fue decir esas palabras y sonar el timbre de la puerta. ¡Coño! ¿Qué pasaba ahora? ¿Se había arrepentido Jenny? Sin dudarlo abrió, pero para encontrarse cara a cara con otro sudamericano, que llevaba cara de pocos amigos. Era de la estatura de Andrés, pero nervudo y musculoso.

  • ¡Hola, mi gorda! ¿Qué hace este tío aquí?

Ahora Javier sí se sentía atrapado: ¿quién cojones era ese tío?

  • ¡Ay, mi hermano, mi Raulito! – la gorda empezó a mover su inmensa humanidad hacia la puerta - ¡Mi amorcito! Este hombre me ha engañado – alucinación de Javier – y ahora me rechaza y no quiere saber nada de mí.

La sonrisa bajo el negro mostacho de aquel Raúl no presagiaba nada bueno.

  • Vaya, vaya, vaya… ¿te da asco mi hermana, cabrón? – una navaja había aparecido en su mano derecha.

Su primera idea fue sacar la pistola, pero, tal y como había predicho Jennifer, Javier había pensado en ese instante en las consecuencias, en el escándalo… ¿Cómo podría explicar, si el pavo se ponía chulo, que allí, en ese rellano, había habido una carnicería? El sudor perlaba su frente… sí… se sabía vencido y sólo había una manera de irse de ahí. Emitió una de sus mejores sonrisas:

  • Tranquilo, Raúl. Ahora mismo voy donde tu hermana me diga.

  • Ya tardas pues, cabrón – su vocabulario parecía bastante reducido.

A paso de tortuga o, mejor dicho, de ballena, se dirigió detrás de la gorda hacia la habitación de Jenny; pasaron por la sala, donde vio aquel sofá en el que había gozado de ella… Sintió una punzada de odio y de melancolía a la vez: « ¡oh, Jenny, Jenny…!, ¿por qué me haces esto? ¡Me las pagarás, zorra sudaca!»

Una vez en la habitación, la cama chirrió cuando aquella foca se dejó caer encima.

  • ¡Ven, mi amor! – había jadeado, sin perder la sonrisa,

Podía asegurar que él había hecho lo posible; sin pantalón ni eslip, un colgajo bailoteaba en su bajo vientre… Ante aquella explosión de grasa, no había manera de experimentar una erección. Se dejó caer sobre ella, que le susurró entre jadeos:

  • Quítame el sujetador.

Así  lo había hecho;  orondos melones se desparramaron por el cuerpo de aquella gorda. Ella le había cogido del pelo y le había incrustado un enorme pezón en la boca.

  • ¡Ooooh! – disfrutaba como una posesa - ¡Ooooh! ¡La mano! ¡La mano!

Entendió que quería que la masturbara y, tras apartar montones de grasa, consiguió introducir los dedos en su coño mojado; sin embargo, nada de eso le producía el más mínimo placer y su querida polla seguía colgando como un embutido. Notó que la gorda se había corrido más de una vez.

  • ¡Ooooh! – seguía gimiendo. Una de sus gordenzuelas manos se había posesionado del pene y le daba apretujones. Sin embargo, éste no respondía a la llamada del placer… La ballena dejó de jadear y lo miró con sus ojos negros, achinados por la grasa:

  • ¿No te excito?

El instinto de supervivencia de Javier le aconsejó no ser brusco:

  • Pequeña… quizá necesite de alguna ayuda. Eres muy rica, pero no sé qué me pasa…

Belinda, ya bien servida, hacía mucho tiempo que no notaba en su piel las caricias de un hombre, y menos de un hombre como aquél. Como ella no sentía el odio de Jenny hacia aquel tipo, quería ser amable y cariñosa.

  • Te la chuparé, mi amor… - entre jadeos – Como sea, pero quiero el semen de un hombre en mi interior.

Fuerza había tenido que hacer Javier para ayudar a levantarse a la chica; mientras tanto, ésta observaba, maravillada, el miembro del inspector: ¡cómo se balanceaba aquel colgajo! ¡Qué ganas de sentirlo en su boca y de beber toda su leche! Decidió aplicarse al máximo para conseguirlo. Una vez estuvo en pie, le dijo:

  • Siéntate en la cama, mi amor.

Él así lo hizo, y la gorda, con grandes dificultades, se arrodilló ante él y tomó la polla en sus manos.

  • Quiero que te corras en mi boca… - le había mirado desde abajo, sonriente; esto sólo provocó cierta vida en el pene – Quiero beberme toda tu leche.

Sin más se metió la verga, fláccida aún, entre sus labios y empezó a juguetear con ella: ahora la sorbía con fuerza, ahora la mordisqueaba, ahora le daba lametones…; poco a poco, con tesón y sudores chorreantes entre sus pliegues grasientos, iba consiguiendo lo que parecía imposible: el miembro adquirió el grosor propio de la excitación. Eso y los breves jadeos que surgían de la boca del inspector humedecieron más, si cabe, el chocho de Belinda y a él acudía una de sus manos, de vez en cuando, para acariciar los labios.

Volvió a correrse en un placer indescriptible: era una hembra en celo, que no había conocido varón en demasiado tiempo. Por su parte, Javier había permanecido sentado en la cama, brazos atrás, sosteniéndose en sus manos y,  con los ojos cerrados, dirigiendo su cara hacia el techo: obviando la mujer que fuera, el calorcito de aquella boca y sus lametones habían llevado su excitación al máximo… No podía aguantar más: ¡oh, Dios mío, ooh!... Su manguera empezó a bombear a la vez que, siempre

cerrados los ojos, llevó sus manos a la cabeza de la chica. La presión que sintió en su cabello y el semen que empezó a inundar su boca excitaron mucho más a Belinda, que se aplicó a tragar todo lo que el joven eyaculaba… mmm… mmm… ¡Cómo gozaba bebiendo aquel elixir masculino! ¡Cómo se humedecía de nuevo su coño, como si fuera él el que recibiera el semen ansiado! Así mantuvo la polla en su boca, hasta que ésta, músculo sin fuerza ya, había expulsado su última gota… ¡Se la hubiese comido literalmente! Poco a poco, con suavidad, él le había apartado la cabeza…

Dio un respingo cuando vio unas manos apoyadas en su mesa y oyó una voz que le decía:

  • Inspector Gómez; el jefe quiere verle a usted, a Miró y a Mendes.

  • ¿Cómo? – acertó a preguntar - ¿Sabes de qué se trata?

  • Pues mire, le voy a dar mi versión. Yo creo… - dejó que hablara mientras sus ojos se posaron en el trasero de Jenny, que bamboleaba graciosamente dentro de un ajustado vaquero mientras ella se dirigía a la máquina expendedora de agua.

3. Andrés

Estaba tecleando y como absorto en su trabajo, pero Andrés había intuido que algo ocurría a su alrededor; no le había pasado desapercibido el hecho de que Cosme se había detenido a hablar con Jenny y que luego se había dirigido a Javier, con quien charlaba ahora. Intentando ocultar su curiosidad, siguió con el informe: a él le gustaba el trabajo bien hecho, el trabajo acabado; era consciente de que, al ser tan puntilloso, eliminaba la posibilidad de improvisar, de que no dejaba lugar a la imaginación… y eso, quizá, le había llevado a diversos fracasos en sus investigaciones. De todos modos, gracias al asunto Conti, su valoración había subido muchos grados… Una mirada agradecida se dirigió hacia Jenny, que estaba apoyada en una pared, bebiendo agua. Menudita, pero…uumm.., sabía que había sido ella la que había resuelto el caso…

no sabía cómo, pero en la mirada de la inspectora algo decía que era mejor no preguntar.

Cuando volvía la mirada al ordenador, sus ojos se encontraron con los de Laura, que le sonrió y le guiñó un ojo. Él hizo un gesto de saludo con la cabeza para, rápidamente, enfrascarse en su trabajo. La monotonía de la tarea provocó que, sin desearlo, sus recuerdos afloraran: ¿por qué se había separado de su mujer? Se cansó, no lo quería, no lo entendía… mil argumentos acudían a su cabeza, pero la verdad era que no tenía ni idea. No le sabía mal por Lydia, que había encontrado otra pareja…, le sabía mal por sus hijos, a los que, a veces, echaba de menos. Levantó sus ojos y volvieron a encontrarse con los de Laura, que esta vez le saludó con la mano… ¿Qué cojones hacía esa mujer?, se preguntó mientras devolvía el saludo. ¿Por qué estaba tan pendiente de él? Regresó al informe… sí, lo reconocía, la había llamado durante el permiso y, ante su sorpresa, ella había aceptado rápidamente una cita. ¡Qué tía más rara! Estaba convencido de que sólo tenía ojos para Javier y, sin embargo… Sin duda,

la fama y el éxito cambiaban las percepciones que uno despertaba. Meneó la cabeza mientras tecleaba… Laura Conejero, ¡vaya cojones de apellido! Ahora bien…, el conejo sí era calentito y apetitoso… La chica se había comportado, aunque había aparecido vestida como una furcia: un vestido azul con escote palabra de honor y corto hasta las nalgas:

  • Ho… hola, Laura; estás muy guapa – le había costado decir.

  • Tú también – los dientes de conejo habían ocupado sus labios. Detrás de las gafas se adivinaban unos ojos verdosos.

Tras la cena, buscar algún local donde tomar la última copa. Fue en aquel momento, durante el paseo por unas Ramblas repletas de gente, en que se había atrevido a fijarse en su cuerpo: cintura de avispa, afeada por un culo caído y una incipiente celulitis. Buenas tetas, grandes y vivaces. El cabello castaño se recogía en un moño, pero, sin duda, debía de ser largo. Jamás se había fijado en ella, y eso que llevaban más de dos años trabajando en la misma sala.

Mientras tomaban la copa en una terraza, la había visto guapa, muy guapa con las mejillas sonrosadas debido quizá al efecto del vino, quizá a la humedad de la noche; se había fijado en sus piernas cruzadas: un muslo demasiado carnoso, a su gusto, pero, bueno, había chicha y eso le había hecho notar un tirón en el pene…

La túnica azul de media manga, que dejaba ver una de las tiras del sujetador, y el legging negro, que remarcaba el culo, le habían parecido a Laura buenas prendas para seguir llamando la atención de Andrés. No era un hombre muy guapo: nariz chata, ojos claros, más bien desvaídos, casi de rana, cabello oscuro, algo fondón…, pero la había llamado, se había acordado de ella, una mujer que llevaba algún tiempo sola, sin compañía. Había querido ir espectacular, casi indecente… y había notado en la mirada del inspector que aquella vestimenta no le había agradado demasiado, pero, bueno, en la terraza también había sido consciente del efecto de sus piernas en él. Sonrió… Un poco más tarde habían subido al piso alquilado de Andrés… Incluso recordando, sus pezones se ponían duros… Había sido muy caballeroso; se le había acercado poco a poco, pasando en primer lugar el brazo por sobre sus hombros, como mandan los cánones. Al dejar ambos a la vez los vasos en la mesilla de delante del sofá, sus cabezas habían chocado.

  • ¡Oh! ¡Lo siento! – exclamó Andrés; sin embargo, ella había notado que el brazo ya descansaba en sus hombros.

  • No importa, ji, ji… Ya ves qué coincidencia – le había respondido, mirándole muy de cerca y sonriendo. El final del vestido rozaba el coño.

Era el momento, lo notaba; su corazón empezó a latir con rapidez. La atrajo hacia él… se dejó… Fue un morreo con lengua propio de dos personas con ansias de sexo. La mano descansaba en uno de sus muslos…

Lo miró otra vez, empujando las gafas hacia la nariz. ¡Qué estirado era! Fingía estar enfrascado en un informe, pero ella sabía que su mente vagaba por otros lugares.

  • Estás muy rica – le había dicho, la mano acariciando el muslo. Unas mariposas recorrieron su bajo vientre. Con delicadeza le retiró las gafas:

  • ¡Qué ojos tan bonitos! – se derritió. El tanga empezaba a humedecerse. Volvió a cruzar las piernas, nerviosa. Se atrevió a poner una de sus manos en la cintura del inspector:

  • Los tuyos también lo son – mintió. Él se acercó de nuevo y la besó con pasión; la mano izquierda, en la nuca, medio deshizo el moño; la derecha, (¡menuda impresión se llevó Laura!), subió veloz recorriendo su cuerpo hasta magrear con suavidad una de las tetas, dura como el pedernal. Recuperada, se había atrevido a su vez a explorar la entrepierna del inspector: ¡uuff!, ¡qué potencia parecía esconderse bajo la tela del pantalón! Olas de calor invadieron sus mejillas, cosquilleos raudos recorrieron su estómago.

Acabado el apasionado beso, Andrés jadeó:

  • ¿Quieres hacerlo aquí o en la cama?

Recostada en el sofá, la respiración rápida, sus pechos, en uno de los cuales seguía reposando la mano del inspector, subían y bajaban voluptuosamente, arreboladas las mejillas.

  • Siempre lo he hecho en la cama – consiguió articular -. Es más cómodo.

Andrés se levantó, la cogió de la mano y la llevó a su habitación que, al igual que el resto del piso, era de decoración espartana, como correspondía a un hombre solo. Allí la había cogido de los hombros e iba a besarla otra vez.

  • Espera – jadeó ella -, quiero ver una cosa.

Y, ante la sorpresa de Andrés, le había desabrochado el pantalón y descorrido la cremallera: el pene surgió altivo, apuntando al techo.

  • ¡Oh! – no pudo menos que exclamar Laura, cuyos dientes de conejo volvieron a brillar en una sonrisa. A pesar de su miopía, distinguía perfectamente la silueta de aquel maravilloso instrumento que llevaba tanto tiempo sin catar. Él la besó y ella se dejó hacer mientras sus manos jugueteaban con la endurecida verga; el inspector había pasado a besarle el cuello a la vez que, por debajo del minivestido, magreaba sus nalgas.

  • ¡Dios mío! – había gemido Andrés – No podré aguantar mucho más. ¡Quítate las bragas!

Obediente, hizo que el tanga abandonase su mojado coño y, tras recorrer muslos y piernas, reposaba en el suelo, bajo sus sandalias de tacón. Sin miramientos, él la empujó sobre la cama; pantalones y calzoncillos abandonados en el suelo, la amenazó con su miembro erecto. ¡Oh! ¡Cómo había disfrutado de aquel momento! Los dedos juguetones en los labios de su coño, rodeado de ricitos castaños… mojadito y calentito… La verga amenazaba explosión. La visión de Laura era desenfocada, borrosa…, pero lo que no alcanzaban sus marrones ojos miopes, lo solucionaban la imaginación y el instinto. Piernas abiertas, había notado como le arremangaba el vestido hasta

la cintura… Tenía calor, calor y ansia.

La punta de la polla rozaba los labios del coño, brincaba alrededor del clítoris en desesperados intentos de entrar en la húmeda cueva. A ambos lados de su cabeza, el cabello ya desparramado en la colcha, veía los brazos de Andrés, que soportaban el peso de su cuerpo: no podía aguantar más, necesitaba sentir aquello dentro de sí… Una de sus manos dirigió el cipote hacia la raja…

Andrés vio que Cosme se le acercaba… Había costado un poco, sí; aunque el chocho estaba húmedo quizá no había llegado a un clímax adecuado, pero verla ahí, debajo de él, mejillas arreboladas, melena suelta, ojos entrecerrados y gimiendo, le había dado fuerzas para empujar como un poseso. Un pequeño esfuerzo y ¡ooohhh! la polla venció toda resistencia… ¡Madre mía! ¡Cómo chirriaba la cama en ese vaivén alocado! El pene entraba y salía, entraba y salía de aquella ansiosa cueva sin parar; el culo de Laura se meneaba a la par y sus piernas se habían entrecruzado en la espalda… ¡No veas cómo jadeaba! Y él había gritado, sí, había gritado de placer mientras eyaculaba en su interior…; de ahí había salido todo el semen acumulado durante meses y ella lo había absorbido en su totalidad.

  • Disculpe, inspector Miró. El comisario desea verle a usted, a Gómez y a Mendes – Cosme había cortado sus recuerdos.

  • Gracias, Cosme – contestó -. Ahora mismo voy.

  • ¿Quiere saber usted mi versión de lo que les va a decir? – sonreía radiante el policía.

  • No, gracias – mirada rápida a la sala. Javier y Jenny estaban junto a la máquina del agua; parecían discutir -. Ya está, Cosme.

El mostacho del policía se dobló en una mueca de desilusión.