Los casos de la inspectora Mendes

Primera parte del primer caso de una inspectora a la que pocas cosas se le resisten

  1. 1.En comisaría

  2. Venga, muchachos. Pasad.

  3. Hola, comisario.

  4. ¿Qué tal, jefe?

Anselmo miró a sus subordinados;«cuánto dinero tirado a la basura con estos memos»; dejó el bolígrafo sobre la

mesa y unió los dedos de sus manos.

  • Sentaos – dijo secamente.

Así lo hicieron Javier y Andrés,incomodados por los fríos ojos grisáceos del comisario; para evitarlos, Andrés

se dedicó a observar el insípido despacho de su superior. A excepción de lamesa, gobernada por un ordenador portátil rodeado de papeles dispersos, el

resto poco ofrecía a la vista: un par de archivadores, herencia de tiempos

pasados y por ello prácticamente inservibles, una pared desnuda y amarillenta

que parecía enmarcar el plano de la ciudad y, detrás de la temida figura de

Anselmo, una ventana que, sin duda, conocía la limpieza cada quince días, sino

más.

Ahora las manos del jefe

reposaban entrelazadas bajo su pequeña nariz:

  • Bueno…, supongo que os

preguntaréis por qué os he llamado.

Movimientos de cabeza

afirmativos; Javier musitó:

  • Sí.

Anselmo se recostó en la silla;

las manos, punteadas de manchitas marrones fruto de la edad, reposaban en la

mesa y parecían tener hipnotizado a Javier.

  • Bien, chicos… Tenemos un caso,

un caso que debe resolverse.

El silencio de los inspectores

empezaba a irritarle: ¿es que no tenían nada en la cabeza? Suspiró:

  • ¿Queréis saber de qué se trata?

Javier pareció despertar,

llevando sus ojos azules de las manos del jefe a su rostro:

  • ¿De qué se trata? – ciertamente

era una voz profunda y seductora.

«Cualquiera diría que este tío es

un hacha… ¡Qué mal repartido está el mundo!», no pudo menos que pensar el

comisario, comparando inconscientemente el atractivo físico del inspector con

el suyo, hermanado a una pequeña estatura, una panza ya prominente y una calva

que batía en retirada a su cuero cabelludo.

  • Bien… veréis… ejem… - carraspeó

molesto para llamar la atención de Andrés, cuya cara morena y vulgar seguía

intrigada con los enseres del despacho – Bueno, como os decía, es un caso

importante… y he pensado en vosotros tres – esperó un instante en silencio -

¡Coño! ¡He dicho tres!

  • Ah, tres – se apresuró a

repetir Javier.

  • Sí, tres… - añadió Andrés; sus

ojillos marrones adquirieron una pátina de astucia – y sólo somos dos…

  • Muy bien – consiguió ocultar la

ironía -; pues seréis tres.- Anselmo cogió de nuevo el bolígrafo y pasó un par

de folios de una carpeta – Ésta es… Vosotros dos y Jennifer Mendes, la nueva.

  • ¿La sudaquilla? -  al punto se arrepintió Javier de haber dicho

aquello; la mirada que le envió el comisario casi consiguió que su constitución

musculosa, apenas reprimida por una camisa de manga corta, temblase.

  • No permito este tipo de

expresiones en mi despacho, inspector Gómez – la voz sonó cortante.

  • Lo…, lo siento, señor.

Andrés miraba de reojo a su compañero;

si bien su rostro intentaba aparentar indiferencia, sus ojos delataban cierto

regocijo. En el fondo envidiaba el aspecto físico de Javier; recordaba algunas

ocasiones en las que se le había adelantado en conquistas amorosas… Sí,

ciertamente sabía que Gómez no tenía muchas luces, pero resultaba con las

chicas y eso a él, que presumía de su mayor inteligencia, lo ponía a cien. Por

otro lado, no era mal tipo, incluso bonachón cuando se lo proponía.

Sus pensamientos derivaron hacia

la nueva inspectora; Jennifer, uuummm… sí…, una de origen panameño o colombiano

o de por ahí… Su imagen le llegaba vagamente: de melena ondulada, muy morenita,

de ojos muy oscuros…

  • Andrés, ¿de nuevo en Babia?

  • ¿Señor? – intentó concentrarse

de nuevo en la conversación.

  • Vamos a centrarnos en el caso –

resopló Anselmo. Volvió a echarse hacia adelante, apoyando los codos sobre la

mesa y mirando alternativamente a cada uno de sus interlocutores -. Os pongo en

antecedentes. Resulta que la familia Conti se encuentra en España, aquí, en

Barcelona. Sabéis de quiénes hablo, ¿no?

  • ¿Los Conti? ¿Los capos de la

mafia siciliana? – preguntó Andrés.

  • Exacto… Parece ser que a una de

las hijas le ha dado por un español, y van a celebrar la boda en una población

cercana… Eeeh… - rebuscó de nuevo en los papeles - ¡Dita sea! ¡Mierda de

papeles de los cojones! – dejó de buscar y se aplicó a la pantalla del

ordenador – A ver si aquí… Uuummm… ¡Eso! ¡Ya está! Sant Andreu de Llavaneres,

ahí se casan – sonrisa de triunfo.

  • Será una boda por todo lo alto

– intervino Javier -. Tienen mucha pasta.

  • Sí, es en un restaurante muy

lujoso. Bueno, a lo que iba – espantó con la mano una mosca imaginaria -.

Sabemos de buena fuente que van a aprovechar para aumentar su presencia en

Cataluña y, si es posible, en todo el Estado…

Momento de silencio; nadie dijo

nada, sólo las cabezas de los dos inspectores asentían.

  • A ver… - de nuevo suspiró el

comisario - ¿No os preguntáis por qué os he llamado y os estoy explicando esto?

  • Supongo que nos lo dirá, ¿no? –

contestó Andrés. Javier parecía haber desconectado.

  • Bien… Tenemos un confidente o,

mejor dicho, una confidente: es la hermana del novio; digamos que no le gusta

nada establecer esos lazos familiares y quiere anular en lo posible la boda.

  • Y… ¿tenemos que contactar con

ella? – intervino de nuevo Andrés.

  • Sí; vuestra misión es ayudarla

en lo posible – Anselmo sonrió -. Nos ha dicho que sabe de unos papeles

comprometedores – ahora los apuntaba con el índice -. Con ellos no sólo metemos

en chirona a esos indeseables, sino que además nos ponemos una medalla…

¡Seremos la envidia de la policía europea!

El hecho de imaginarse referente

exitoso para todos los policías casi había humanizado el rostro habitualmente huraño

del comisario. Fue como un espejismo: la frialdad volvió a apoderarse de

Anselmo, que miró fijamente al inspector Javier preguntándose qué narices debía

de estar pensando, si es que era capaz de tal proeza.

  • Ahora vamos a hablar del plan…,

pero, antes, ¿tenéis alguna pregunta?

Nervioso por la insistente mirada

del comisario, Javier se sintió obligado a preguntar:

  • Y… ¿está buena la confidente?

  • *2.El*

plan policial

El graznido de un cuervo ocupó el

despacho; era Anselmo, que reía:

  • Pero… ¡será imbécil! ¿Has

entendido algo de lo que he dicho?

  • Claro que lo he entendido –

respondió Javier, haciendo un puchero.

Anselmo se pasó la mano por la

cara:

  • Bueno, venga…; dejémonos de

tonterías y vayamos al grano. El plan es muy sencillo: los tres estáis invitados

a la boda – sorpresa en los rostros de los inspectores -. De eso se ha

encargado la hermana; una vez ahí, pues actuáis como si fuerais convidados de

la familia del novio…, primos lejanos o lo que se os ocurra – ahora, mientras

hablaba jugaba con un anillo de sello que llevaba en el dedo anular izquierdo

-. Trabáis contacto con ella y, no sé, a partir de ahí lo que os diga… - dejó

de jugar con el anillo y se echó atrás de nuevo -. Bien, ¿algo que preguntar?

  • Sí – saltó Javier -. ¿Cómo

reconoceremos a la hermana de los cojones?

Anselmo sonrió:

  • Gran pregunta, Javier, gran

pregunta… Quedaréis con ella un día de éstos y os dará las invitaciones…

Uuuummm… A ver… - tecleó en el portátil – Ahí está…, ésa es… Carolina Masachs…

  • giró el ordenador hacia los inspectores -. Ésta es su foto.

Andrés emitió un silbido de

admiración y Javier se quedó como alelado: brillaba en la pantalla la imagen de

la cabeza y el torso de una rubia despampanante, de larga melena, ojos azules,

rostro muy hermoso y pechos que se adivinaban exuberantes en una camisa

escotada.

  • Yo…, yo me pasaré por su novio

– casi chilló Javier, brillantes los ojos.

  • ¡Cállate, tonto del culo! –

tronó el comisario -. ¡No se te ocurra hacer con ella cualquier gilipollez de

las tuyas! ¡Todo esto es demasiado serio como para que un trozo de carne sin

cerebro lo estropee!

  • Oiga…

  • Ni oiga ni cojones – el rostro

de Anselmo se había enrojecido de rabia -. Mira, no tengo más remedio que

enviaros a los tres porque a los demás los tienen fichados… Si por mí fuera, ni

hubieseis aparecido por aquí.

Javier se calló, digiriendo muy

lentamente las palabras de su superior. Ahora éste se dirigía a Andrés:

  • Ésta es la otra – el ordenador

volvió a su posición anterior -. La familia Conti conoce a todos los

inspectores de la provincia…, ellos también se protegen. Sólo vosotros dos, que

nunca habéis hecho nada destacable, y Jennifer, la nueva, podéis colaros en esa

celebración.

Andrés se sintió herido; ¡él a la

misma altura que el imbécil de Javier! Bueno, quizá era la ocasión de demostrar

su valía… Obviando sus fracasos en diversas investigaciones, se supuso ya el

jefe del trío. Sonrió.

  • No se preocupe, jefe; lo

conseguiremos – se acercó en plan confidente a la mesa mientras se llevaba una

mano al bolsillo derecho de la americana blanca -. Estaré al tanto y no perderé

de vista a ninguno de esos dos… - tenía ahora un cigarrillo en su mano derecha.

«Espero que no se le ocurra

prenderlo» receló Anselmo, mientras miraba mordazmente a Andrés:

  • Tiene usted toda mi confianza.

Bien…, aquí tienen el teléfono – les alargó una tarjeta que Andrés se apresuró

a coger – de la señorita Masachs. Sobre todo – el índice volvía a apuntarlos –

llámenla esta noche, sobre las veintiuna horas.

  • ¡A ese bombón la llamo yo ahora

mismo! – exclamó Javier.

  • ¡Hostias, tío! – su compañero

se había adelantado a un comisario a punto de explotar -. Déjate de juegos… Es

una misión importante y hemos de seguir los pasos tal y como nos ha dicho el

comi… el señor comisario.

Algo más relajada se escuchó la

voz de Anselmo:

  • Bien, pueden irse.

Se disponían a salir, cuando el

superior les dijo:

  • No se olviden de llamar a la

inspectora Mendes.

Contrastaba, en el camino de

regreso a sus mesas, el 1,90 de Javier con el 1,70 de Andrés, al igual que

llamaba la atención  la apostura atlética

del primero si se comparaba con el incipiente aspecto fondón del segundo.

  • ¡Javi, aún no me has llamado! –

una chica feúcha, de negra melena corta, dentadura desigual y generoso busto

les sonreía desde su mesa.

  • ¡Coño, Laura! – contestó un

Javier muy preocupado por el trabajo que se le venía encima -. Además de gafas,

vas a necesitar Sonotone… Te dije que quizás te llamaría, caramba.

  • Vaya imbécil – fue la

contestación de su compañera que, irritada, volvió los ojos a la pantalla de su

ordenador.

Javier estaba ciertamente

alicaído: el único objetivo de su vida era que le dejaran en paz y tranquilo, y

quería reducido su quehacer diario a escribir informes, acudir al gimnasio,

viajar en moto, disfrutar con el fútbol y cobrar cada mes. Lo demás no le

interesaba excepto, eso sí, las chicas…, simplemente para vaciarse de vez en

cuando.

Una vez sentados ante sendas

mesas, Andrés tomó la palabra:

  • Tú que conoces a tantas chicas,

¿no tendrás el teléfono de Jennifer?

Javier impostó la voz, remedando

a su compañero:

  • Pues no, no lo tengo.

Andrés sonrió; mirando a todas

partes de la sala, elevó el tono:

  • ¿Alguien tiene el teléfono de

la inspectora Mendes?

El sonido ambiente no varió un

ápice.

  • ¡Coño! ¿No me habéis oído?

  • Mecagüen la hostia, tío – gritó

un calvo situado algo más atrás de la inmensa sala -. Míralo en el ordenata,

sección personal.

Andrés pidió calma con sus manos;

tecleó en el ordenador:

  • Aquí está…; Jennifer Mendes

Gonzalvo, 23 años, española… Mira, tío – se dirigió a Javier -. Cualquiera es

español ahora…

Su compañero se acercó al

ordenador: la fotografía de una joven de indudable aspecto sudamericano, de

cabellera negra, ojos azabaches, piel morena y sonrisa que mostraba unos

dientes blanquísimos le miraba desde la pantalla.

  • Desde luego – torció el gesto

Javier -. Ya he dicho antes que esta tía es una sudaca.

  • Ya…, pero tenemos que trabajar

con ella. Mira, éste es su móvil… Llámala tú, que le gustará.

  • Jo, tío…, no me hagas eso –

Javier volvía a hacer pucheros -. Llama tú, que eres más serio.

Andrés estaba apuntando el número

en un post-it:

  • Toma, anda… Llama, que se le

caerán las bragas…

  • Ok – se rindió el rubio – Y,

¿qué le digo?

  • Que venga para acá lo más

rápido posible.

Javier marcó el número.

  1. *3.La*

inspectora Mendes

Una sensación de paz y

tranquilidad rodeaba a Jenny, rota únicamente por la melodía de tonight de Enrique Iglesias, aunque a un

volumen muy bajo. Sentada en el sofá biplaza de su pequeño apartamento de 50 m 2 ,

muy juntas las piernas y apoyados los pies en una mesilla, se pintaba las uñas.

La negra melena ondulada quedaba sujeta por un coletero blanco, a juego con el

sujetador y el brevísimo tanga que, a su vez, contrastaban con el moreno de su

piel. Estaba tarareando la canción cuando, de pronto, notó un potente vibrador

en su coño.

  • ¡Hostias! – chilló a la par

que, debido a la impresión, se pintaba parte del pie derecho. De un salto se

puso de pie. Ahí estaba: era el móvil sobre el cual, sin darse cuenta, había

aposentado su trasero. Más tranquila y sonriente, lo cogió y lo dejó encima del

cristal de la mesilla y, de nuevo sentada en el sofá, tras comprobar el número

que aparecía en la pantalla, activó el altavoz.

  • Hola – dijo.

  • ¿Jennifer? Hola, soy el

inspector Javier Gómez.

La imagen de su compañero

apareció nítida en la mente de la joven… Uuuuaaaauuu… Un ligero cosquilleo

recorrió el bajo vientre.

  • Hola, Javier. ¿Qué ocurre? –

consiguió articular.

  • Mira, Jennifer – el tono

profundo de la voz la tenía hipnotizada -. Tenemos un caso entre manos y te

necesitamos. ¿Podrías llegarte lo antes posible a comisaría?

  • Bueno… es que… ahora… -

contestó mirándose los pies – ahora estoy un poco ocupada… ¿Te va bien en tres

cuartos de hora?

  • Ok; muy bien. Aquí te

esperamos.

  • Vale. Hasta… - ya se había

cortado la comunicación -… pronto.

Jenny colgó a su vez; Javier…,

qué buenorro estaba el tío… Recordó el momento en que se lo habían presentado;

entonces creyó observar como cierta mirada de desprecio… Bah…, figuraciones… Se

miró de nuevo el pie, una fina raya de color morado delataba el susto anterior;

faltaban tres uñas y a ellas se aplicó. Éste sería su primer caso en los cinco

meses que habían transcurrido desde que ingresó en el cuerpo policial; se

sintió algo nerviosa, pero, bueno…, alguna vez debería empezar y sabía que sus

compañeros la ayudarían.

Había acabado con las uñas y

estiró las piernas para ver el efecto: bien…, el color morado resaltaba en su

piel morena. Se levantó y se encaminó al baño. Al pasar junto a una estantería,

apagó el reproductor de DVD, en una canción de Mika; en el lavabo, se limpió el

pie y, tras bajarse el tanga, se sentó a mear en la taza. ¿Qué se pondría? Algo

informal, de eso no cabía duda, pero, estando Javier por medio, algo impactante

también: la camiseta roja de tirantes dejaba entrever un buen escote y

combinaba a la perfección con un ajustado pantalón vaquero… Se secó el coño y

volvió a ponerse el tanga, cuya finísima tira se introducía en la raja de un

culo de nalgas generosas. Se limpió unos dientes blanquísimos a la vez que en

el espejo se reflejaba el bamboleo de sus tetas presas en el sujetador.

Una vez en su habitación, se

observó con ojo crítico en la luna del armario ropero: a duras penas

sobrepasaba el 1,65, pero eso podía solucionarse con unos buenos tacones; su

pecho no estaba mal (la medida era 95) y tenía unas buenas caderas y un culito

respingón que llevaban la medida a 105; con un mohín en sus carnosos labios, se

pasó las manos por la cintura apretando la carne y observando, con disgusto, un

casi imaginario michelín… ¡No había manera de bajar de los 80 centímetros!, y

batallaba entre la talla 42 y la 40. Miró su reloj de pulsera: «Date prisa,

tonta», se puso los vaqueros (Dios santo, qué culo) y la camiseta, cuyos

tirantes combinaron con los del sujetador… Se inclinó un poco…, bien…, buenas

tetas se ven… se quitó el coletero y dejó que la negra melena ondulada

alcanzara sus omoplatos y se vertiera sobre sus hombros. Tras ahuecarse el

pelo, se sentó a ponerse unas sandalias abiertas de alto tacón; unas gotitas de

perfume CH por aquí y por allá, una breve sombra de ojos que resaltase los

suyos, tan negros y grandes, el bolso enorme, con todo lo necesario, las gafas

de sol, colgadas de la camiseta aumentando aún más el escote… En marcha.

El Volkswagen Lupo la llevó hasta

la comisaría; el policía de guardia la dejó pasar así que vio su placa y, una

vez aparcado el automóvil, se encaminó rápida hacia la sala en la que

trabajaba, que era, a la vez, aquella en la que también estaba Javier.

Sólo salir del ascensor, lo vio

enseguida… Uuufff…, qué calor… Se dirigió hacia él, ignorando las miradas

lujuriosas de algún que otro compañero.

  • Hola, Javier.

Éste dejó de mirar la pantalla

del ordenador para dirigirle sus ojos azules:

  • Ah…, hola, Jennifer – «no está

mal la sudaquilla, tiene buen cuerpo…, pero estas panchitas son superiores a mí

»-. Mira, siéntate, que esperaremos a Andrés.

Ella así lo hizo, procurando muy

mucho que a través del escote se le viese hasta el ombligo; sin embargo, Javier

volvía a tener los ojos clavados en la pantalla.

Dominando su frustración, Jenny

intentó aparentar interés:

  • ¿De qué se trata?

Javier giró la pantalla hacia la

joven.

  • Mira, ¿sabes quién es éste?

Los ojos se agrandaron aún más,

si eso era posible.

  • ¡Conti!

  • Exacto, Jennifer, exacto –

Javier puso cara de importancia, aunque evitaba mirarla -. De él va el caso.

¿Por qué le ponían tan nervioso

aquellos sudamericanos? No sabía explicárselo. De buena gana le metería mano,

pero algo le repelía.

  • Bueno, pero, ¿me vas a contar

algo más? – oyó la voz de la chica.

Esta vez se dignó a mirarla:

  • Mejor esperamos a Andrés – y

buscó en el ordenador la página web de Marca para observar los resultados de

fútbol. Jenny se sintió irritada: «vaya imbécil engreído»; rebuscó en su enorme

bolso y, tras sacar el móvil, se aplicó a los sudokus. Cuando cruzó las piernas

dio, sin querer, un ligero toque con el pie en la rodilla de Javier, que

respingó pero no apartó sus ojos de la pantalla.

Al cabo de unos diez minutos

aparecía Andrés.

  • Hola, Jennifer. ¿Qué? ¿Te ha

contado algo Javier?

  • Pues no – mohín -. No ha estado

muy agradable, que digamos.

Andrés acercó una silla y se

sentó al lado de ambos.

  • Venga, venga… Dejémonos de

recelos; hemos de ser un equipo, que la ocasión lo merece. Se trata de un caso

muy importante que puede lanzar nuestras carreras.