Los casos de J. Mendes: el caso Tortuga (3)

Llegamos a la resolución de este segundo caso de Jenny.

8. La habitación roja

No tardaron mucho en llegar a la mansión a través de unas escaleras situadas en uno de los laterales de la casa; aquel lugar era invisible a los ojos de los cientos de invitados, pues quedaba justo al lado opuesto del jardín de césped. Desde ahí la inspectora pudo apreciar en toda su grandeza las dimensiones del edificio.

  • Ésta es una de las puertas de servicio que ahora ya no se utilizan – comentó Marc, señalando una entrada relativamente pequeña medio oculta por unos setos -. Entraremos en un reducido vestíbulo del cual parte una escalera; así llegaremos a la primera planta, la más peligrosa… Es… no sé cómo decirlo… la planta noble de la casa… donde vivimos la familia… Luego, por otra escalera, nos dirigiremos a la habitación roja.

Jenny asintió mientras acababa de arreglarse el cabello que, tras la mamada, había quedado algo liado. Siguió a Marc y entraron en una sala que a ella le pareció enorme, totalmente tapizada de madera. Iban a subir la escalera cuando de pronto el joven se volvió hacia ella:

  • Sé qué buscáis en esa habitación.

  • Ah… ¿sí? – cara de póquer femenina.

  • Sí… ¿o crees que soy gilipollas? – la cogió del brazo – Pero te diré una cosa: no me importa… Estoy harto de mi viejo y de toda la mierda que envuelve a la familia.

Jenny sonrió sin saber qué decir. En realidad, poco le importaban los motivos del chico para traicionar a su clan, lo importante era que la favorecía. Marc ascendió sigilosamente por la escalera con ella detrás. Al llegar a la puerta le indicó silencio con un dedo ante la boca y abrió con sumo cuidado… Nada… Calma absoluta… Todo el mundo estaba en la cita anual. Le hizo un gesto con la mano para que le siguiera y, tras recorrer un pasillo de lujoso aspecto, subieron otra escalera. Marc señaló, una vez en el segundo piso, una de las puertas y susurró:

  • Ésa es.

Llegaron a ella y entraron; Jenny no pudo dejar de soltar una exclamación: la habitación era enorme y sus paredes estaban totalmente acolchadas con un tapizado rojo; había numerosos muebles de época, muy caros: sillas, mesitas, armarios y una cama con dosel. Todo aquel mobiliario debía de costar una fortuna. La inspectora, que se había adelantado al chico, se volvió hacia él muy excitada y sonriente para preguntar:

  • Dime, ¿dónde crees que puedan estar los documentos?

La sonrisa con que le respondió no le auguró nada bueno:

  • Jenny, Jenny… Una mamada fue el precio para saber dónde estaba la habitación… Si quieres ahora que te diga dónde están los documentos, estrenamos esa cama – avanzó hacia ella.

  • ¡No des un paso más, hijo de puta! – chilló Jennifer - ¡Ése no fue el trato! Te daba asco, ¿te acuerdas?

  • Oye, no me jodas… Ésta es mi casa… Si quieres los papeles, harás lo que yo te diga – la cogió violentamente de los hombros. Jenny consiguió desasirse y caminó hacia atrás hasta que su culo chocó con una de las mesitas. Estaba asustada y no sabía qué hacer. Cuando vio que el chico cogía un abrecartas, su terror aumentó y empezó a sudar. Marc lo blandió como una espada:

  • Ven aquí – canturreó. El pánico la obligó a volverse y a intentar correr hacia ninguna parte; el joven consiguió cogerla de una de las tiras del top y frenar su carrera:

  • Ay, Jenny… Creo que te la voy a ensartar en el culo.

La fuerza con que ella tiraba provocó que sus pezones se remarcaran en la prenda como si de garbanzos se tratasen; sonriente, Marc acercó el abrecartas a la tira del top y la cortó… grave error… Jenny, por el propio impulso de la carrera que intentaba hacer, se alejó de él rápidamente hasta chocar con violencia contra una de las cortinas que cubrían las ventanas.

Aterrada, Jenny intentó dirigirse a su izquierda en alocada huida hacia la pared; de un salto, Marc había conseguido cogerle la otra tira del top y retenerla.

  • No creas que conseguirás escaparte – notó su aliento en la oreja. Se debatió salvajemente para liberarse y ahí el joven cometió su segundo error, pues cortó también esa tira. Jenny salió disparada contra la pared y la mesilla que estaba junto a la cama; pudo, por suerte, detenerse con sus manos y se volvió a él. El top ya había caído y su presurosa respiración removía sus tetas, ya libres de prenda… Intentó cubrirlas con sus brazos.

  • ¡No te acerques! – chilló - ¡Esta vez te denunciaré por violación!

El otro se acercaba, sonriente y blandiendo el abrecartas:

  • Oh, querida Jenny… No sé yo si saldrás de aquí – y empezó a desabrocharse el pantalón con la mano que tenía libre.

La inspectora dejó de cubrirse y llevó sus manos atrás, a la mesilla, buscando de modo instintivo algo que le sirviera de defensa; las tetas, bamboleantes, parecían atraer como un imán los pequeños y castaños ojos de Marc. De pronto, algo tocó Jenny con el índice de su mano derecha y notó un leve pero doloroso golpe en la nuca que la impulsó hacia adelante. Sin embargo, mucho peor fue para el chico: un trozo de la pared lateral saltó como un muelle y le propinó tal impacto en la sien que lo envió encima de la cama sin sentido. El abrecartas cayó suavemente de su mano al suelo.

Con la mano en el corazón, intentando recuperarse, Jenny intuyó lo que había sucedido: sin quererlo y por fortuna había apretado un resorte que había impulsado hacia afuera aquellos escondrijos incrustados en la pared… Los observó… ¡qué ingenioso! Eran pequeños recipientes de cemento que contenían papeles y más papeles: parecían facturas, albaranes, contabilidades… sin duda aquello que habían venido a buscar… Una sonrisa iluminó su moreno rostro… Ahora la cuestión era salir de allí lo más pronto posible.

Cogió todos los papeles y con mucho cuidado regresó aquellos trozos de pared a su posición anterior; se acercó a Marc: aún respiraba, a pesar del pequeño reguero de sangre que manaba de su cabeza. Haciendo bailotear sus pechos, se quitó los restos del top para después, con dificultad, sudorosa, sacarle la camiseta al chico. Con ella puesta, retiró la cinta de su melena y con el abrecartas la cortó para maniatar al joven.

Hecho esto, cerró la puerta y echó la llave que estaba en la cerradura. Mientras descendía el primer tramo de la escalera, observó un bolso colgado en un perchero; se apoderó de él y dentro ocultó los papeles. Deshizo el camino de ida y, rauda, se dirigió hacia el jardín de césped; el roce de la prenda en sus pezones la molestaba. Fue ver a Andrés y a Javier y decirles:

  • ¡Vámonos ya de aquí!

Los otros entendieron perfectamente; en diez minutos, el Focus abandonaba la mansión.

9. Epílogo

« ¡Caramba! ¡Fiuuu! ¡Vaya polvo! Mírala cómo sale del agua, tan morenita, empapada… ¡Los pezones, coño! ¡Los pezones se marcan en ese biquini amarillo anudado a la nuca! ¡Si casi se salen los melones de lo pequeño que es! ¡Santo Dios, cómo bambolean!... Menea ese culito, menéalo… ¡No! ¡No te detengas a atusarte el cabello, esa melena larga y negra…!»

Si bien las gafas de sol ocultaban los ojos de aquel calvo obeso y el periódico, estratégicamente situado sobre las rodillas, invitaba a pensar en un interés por las noticias, una pequeña tira de baba en la comisura de sus labios y un bulto meneón dentro del bañador denotaban algo distinto. Así, sentado en la toalla y bajo una sombrilla, seguía con su mirada a la chica…

« ¡Así…así… muévete hacia tu toalla! ¡Hala! ¡Mira tú qué braguita más pequeña! ¡Si se le mete la tira en la raja del culo! ¡Cuñao! ¡Vaya nalguitas me gasta la putita!»

Las manos se crisparon en el periódico impedidas por la voluntad de dirigirse a jugar con la polla, vivificada totalmente.

« ¡Anda! ¡Si la tengo aquí al lado!... ¡Otra vez se atusa el cabello!... ¡Oooh, Señor! ¡No! ¡No me arregles la toalla! ¡Por favor!... ¡Qué trasero!... ¡Mamá mía!... ¡La tengo a reventar!... Ahora habla con esa gorda que tiene a su lado…, debe de ser su amiga… ¡Eso! ¡Túmbate! ¡Si estuviese yo ahí delante y me la chupase! ¡Ramiro, Ramiro, cálmate!... ¡A ver si sin quererlo…! ¡Mira que respingón el culito! ¡Eso, ponte bien la braguita!... ¡Uuummm! ¡Se desanuda el biquini por la espalda!... ¡Vaya, ya veo el inicio de sus tetas!...»

  • ¡Ramiro, cariño! ¿Me acercas la gaseosa?

¡Cojones! Se volvió hacia el lugar de donde venía la voz y miró, por encima de las gafas, a su esposa, mujer de mediana edad, de corto cabello rubio, en quien ya la gravedad y la celulitis empezaban a hacer mella. El grosor de la polla se deshizo con rapidez.

  • Claro que sí, mi amor.

  • Uf, chica… Deberías ir al agua. ¡Está buenísima! – una Jenny tumbada sobre la toalla de espaldas al sol, vuelta la cabeza a la izquierda, hacia Belinda, hablaba mientras se desanudaba la tira del biquini.

La otra, tendida en una hamaca en posición supina, con un polo helado al que daba lametones, retenida la grasa por un bañador negro, le contestó:

  • ¡Ay, chica! ¡No me hagas mover de aquí! Se está muy bien – la miró a su vez -. Sigue contándome el final del caso… ¡Te vi en televisión! ¡Estabas monísima con ese vestido!

Jenny sonrió:

  • ¡Anda! No veas la de gente que cayó: politicastros, empresarios corruptos… ¡Fue un bombazo! ¿Sabes? ¡Ya soy inspectora jefe!

  • Sí, mi amor; pero en la televisión sólo hablaba ese jefe vuestro… ¿cómo se llama?

  • Anselmo. Anselmo Padrós.

  • Sí, pues ése. Estabais detrás de él y no hablasteis nada, aunque se os veía muy bien. ¡Qué guapo sigue ese Javier! – el recuerdo de su encuentro aportó a Belinda cierta sensación de placer.

Javier… Un merecido permiso… Esta vez sí que había quedado con él. Algo, intuición femenina quizá, le decía que lo que el inspector sentía por ella iba más allá de la simple atracción sexual. Había acudido a la cita, ahora en el piso de él, lo más provocativa que en aquel momento se le había ocurrido: con un top estampado azul de escote palabra de honor, que se ceñía a su cintura, y una minifalda blanca de paneles fruncidos con puntillas, los largos pendientes a juego, sus sandalias de altísimo tacón y una cintita blanca en el cabello. Lo había impresionado, sí… eso se nota…

Ante el silencio de su amiga, Belinda continuó:

  • Pero… ¿quedaste con él?

  • Sí; fui a cenar a su casa.

  • ¿Y? – Belinda seguía mirándola, sin preocuparse del polo, que se fundía.

  • ¿Y? – sonrisa… ¡qué hermosos y blanquísimos dientes! – Y… bien… muy bien…

La cena del patacón… del patacón de los cojones, había dicho él. ¿Por qué siempre tendía a despreciar lo que era suyo, lo que mostraba sus raíces? Había llegado allí, al edificio, situado en un barrio de los mejores de Barcelona, con un bolso y un tupper que contenía el plátano frito. El apartamento era moderno, de un lujo exquisito.

  • ¡Uuuaauuu! – había exclamado, maravillada -. ¡Qué bonito lo tienes todo!

Javier le había contestado desde la cocina americana, separada de la sala por una barra acompañada de dos taburetes de diseño:

  • ¡Venga, chica! – descorchaba una botella de vino… Ribera de Duero… - ¡Con la de dinero que hemos ganado con estos dos casos! Y, encima, inspectores jefe… ¡No me dirás que no has invertido ni has hecho nada con él!

Sí… había reformado su casa…, pero estaba en el Carmelo, no en una exclusiva zona alta como aquella; y para amueblarlo se había basado en Ikea, no en lo que fuera que Javier había contratado.

El patacón, acompañando a una carne roja, había gustado… El vino había chispeado los ánimos… Intimidades y vivencias diversas habían circulado entre ambos… El café se tomó en un exclusivo sofá de cuero blanco. La falda era demasiado corta, insinuante; brazo por detrás de los hombros, mano acariciando el muslo… Beso profundo, de lengua vivaz… Calor, casi bochorno… El dorso de una mano femenina roza, como sin quererlo, el magno paquete de la entrepierna… Él se separa, sonriente, hermoso:

  • Jenny, la botella está ahí, en la cocina. ¿Por qué no intentas alcanzarla desde la barra?

Ingenio infantil, pero resultón. Apoyada en la barra, intentando alcanzar la botella, la faldita deja ver el inicio de sus nalgas, el final del tanga, fina línea entre los labios del coño.

Impresión… De golpe, dos manos descaradas bajan el top y el sujetador de un tirón… las tetas bailan al aire… son magreadas…

  • ¡Eh! – exclamación de una Jenny sorprendida - ¿Qué haces?

  • Me tienes loco, mi sudaquita – el susurro en sus oídos aumenta su acaloramiento.

Una mano abandona el magreo y se dirige a su trasero; una columna rocosa, intuye que es el pene, hace rato que soba la raja del culo. La mano aparta la tira del tanga y la columna intenta, infructuosamente, colarse en su ano. Jenny menea el trasero… no sabe si quiere o no quiere ser sodomizada… La curiosidad y el deseo luchan con el pudor, poderoso:

  • No cariño… Por ahí, no – sus manos la retienen con fuerzas en la barra, los melones bailoteando bajo su mirada.

Pero es imposible; la polla intenta, incapaz de profanar aquel agujerito.

  • ¡No hay manera de darte por el culo, cojones! – palmetazo en la nalga, como de costumbre - ¡Ábrete de piernas, cariño!

Los jadeos masculinos en su oído la excitan más; chorrea el coño:

  • ¡Ay! ¡Eres un bruto, cabrón! – contesta a la palmada, pero obedece y sin dilación ni obstáculo alguno la verga se posesiona de su cueva. Una mano se aposenta en su cintura, reteniéndola con fuerza, la otra se dirige a magrear de nuevo la teta derecha. Se doblan los codos de Jenny, pero las manos la mantienen firme en la barra, mientras su culito se menea arriba y abajo facilitando el trabajo de su compañero. El sudor la envuelve, la envuelve, la envuelve… Los movimientos de ambos parecen suizos, por su precisión; el miembro brilla lubrificado cuando medio sale del coño y vuelve a entrar con decisión. ¡Ooooh! ¿Hay un placer mayor que sentirte poseída por un hombre de potente aparato al que, además, quieres?

Los sentidos de Jenny siguen presentes como por un milagro… ¡Ya! ¡Ahora! ¡Se siente! Manos crispadas en teta y cintura… Eyaculación… Bombeo poderoso e incesante…

  • ¡Jenny! ¡Jenny, chica! ¿Dónde coño estás? – la voz, ya chillona, de su amiga la transporta al calor de la playa.

  • ¡Uy! Perdona, Belinda… Estaba pensando en cosas mías… ¿Qué me decías?

  • Te decía que esta vez no me has vuelto a enviar a Javier.

  • ¡Mi amor! – se anudaba el biquini – Creo que Javier ya no caerá de nuevo en esa trampa.

Una vez en pie, ajustada la braguita que se empeñaba en meterse en la raja, se dirigió de nuevo al mar. Ramiro esbozó una sonrisa.