Los casos de J. Mendes: el caso Tortuga (2)

La resolución de este nuevo caso exigirá de Jennifer algo más que sus neuronas.

4. El caso

Tortuga

Los dedos de Anselmo tamborileaban en la mesa mientras sus ojos recorrían los rostros de los tres inspectores.

  • Señores…señorita – ahora había juntado sus dedos formando una pirámide -. Les he citado aquí para hablar del caso Tortuga; se trata de una investigación malograda, que no ha llegado a ninguna parte – había cogido un bolígrafo y les apuntaba en un gesto ya característico en él -. El caso Tortuga, ¿les suena o he de ponerles en antecedentes?

Resopló… ¿cómo iba a ser de otra forma? Estaba seguro de que ninguno de los tres le había hecho el más mínimo caso. En realidad, Jennifer y Javier seguían pensando en su discusión anterior:

«- Me jodiste con tu puta amiga, cerda – había mascullado Javier -. Pero te aseguro que de un modo u otro me lo vas a pagar.

  • ¡Será hijo de puta! – irritada, había dirigido sus ojazos negros 25 centímetros más arriba, hasta encontrarse con los azules del inspector - ¡Tú sí que querías joderme mientras te ves con esa zorrita pija!»

Había detenido ese conato de pelea la llegada de Andrés, que ahora seguía pensando en Laura: « ¡Coño! ¡Aún no le he visto las tetas!»

Un manotazo sobre la mesa les devolvió a la realidad:

  • ¡Mecagüen la hostia, inspectores! – escupía Anselmo - ¡Presten atención, cojones, que esto es algo serio! – había conseguido llamar su atención; rojo como un tomate, inyectados los ojos de sangre, continuó – El caso Tortuga, el caso Tortuga… ¿saben algo de él?

Hubo unos instantes de silencio; Andrés se sintió obligado a contestar:

  • Algo hemos oído, no mucho… ¿No se encarga Julián?

Sonrisa irónica del comisario.

  • Pssí, ya ves qué mierda. Nada, ¿me oyen?, nada ha conseguido ese zoquete…, papeles, informes y tonterías – se detuvo para coger de nuevo el bolígrafo y apuntarles -. Por eso los necesito, a los tres… Es un caso muy parecido al de Conti.

Javier se animó:

  • ¿También hay alguna confidente? – mueca de Jenny.

  • Inspector Gómez – silbó Anselmo -. Sé que es usted tonto, pero, por favor, no lo vaya mostrando por ahí – sus ojos, fríos como el acero, tenían la virtud de amedrentar al joven inspector -. Limítese a hacer lo que le digan y piense en su fútbol, sí…, sólo piense en su fútbol.

Javier tragó saliva y asintió con la cabeza: había decidido no volver a abrir la boca.

  • Prosigamos, pues – continuó el comisario -. Jennifer, Andrés… ¿algo que decir?

Jenny descruzó las piernas y se echó adelante en la silla… « ¡Mierda!  Se me van los ojos a esas hermosas tetas… ¡Madre mía!... tan menudita ella… tan aniñada y con esos melones que se dejan entrever en ese puto escote… Mira a otro lado, Anselmo, que la vamos a liar…» Sudores fríos en la frente.

  • Señor comisario – dijo ella -. Yo no sé muy bien de lo que estamos hablando, pero… ¿cuál es la similitud entre este caso y el de los Conti?

« ¡Que se eche atrás, que se eche atrás!», rogaba Anselmo mientras intentaba en lucha titánica mantener su mirada en los ojos de la inspectora. Ella esperaba una respuesta, pero al ver que tardaba, volvió a recostarse en la silla para alivio del comisario.

  • Señor – había terciado Andrés - ¿No ha oído a Jenny? ¿Qué similitudes hay?

  • Bien… - se desbloqueó – Es muy sencillo; de nuevo son unos documentos que sacan a la luz un sinfín de corruptelas que afectan a políticos, empresarios y banqueros de diversa índole. El Ministerio de Hacienda tiene un gran interés en que esto se descubra, porque son centenares de miles los euros o bien evadidos o bien ocultados.

  • ¡Centenares de miles! – exclamó Jenny.

  • Sí, centenares de miles – repitió Anselmo -. Es por eso que deberán actuar con mucho tino. Suponemos, según los últimos malditos informes, que se encuentran ocultos en la mansión que los Perelada tienen en la zona alta de la ciudad.

  • ¿Los Perelada? – intervino Andrés - ¿No son algunos de los Perelada políticos, y otros tienen empresas o algo así?

  • Lo que son, según ha llegado hasta mí, es unos chorizos de cuidado – ahora miraba a Andrés, los dedos cruzados sobre la mesa -. Y también muy peligrosos, ahí donde los ve.

  • Jamás lo hubiese dicho – silbó admirado el inspector.

  • Por eso les pido que trabajen con mucha discreción; este domingo celebran su cita anual de tenis. No me pregunten cómo – sonrisa -, pero les he conseguido invitaciones y allí les quiero… dispuestos a encontrar esos documentos.

Jenny se colocó bien la tira de la camiseta por enésima vez mientras preguntaba:

  • Pero, señor comisario, ¿cómo tenemos que hacerlo? ¿Qué plan hay?

  • Bien, acérquense – contestó Anselmo, a la par que volvía hacia ellos el ordenador portátil -. Quiero mostrarles algo.

Así lo hicieron; cerca, muy cerca quedaron las tetas de la inspectora… Alargar la mano y magrearlas era tan fácil… «Control, Anselmo, control…» En la pantalla había aparecido el plano de un edificio.

  • Ésta es la planta de la casa – la tira de la camiseta de la inspectora se había vuelto a deslizar hacia abajo; sintió tirones en la entrepierna - . Éste es el jardín y éstas las pistas de tenis – señalaba con el dedo -. Ésta es la casa… casi mil metros cuadrados.

El azul de la pantalla iluminaba a los cuatro.

  • Pero – habló Andrés enarcando las cejas – eso es imposible. ¿Cómo vamos a registrar mil metros cuadrados y el jardín en un día?

  • En una tarde, señores – contestó Anselmo olvidando la paridad por un momento -, pero hay otra información que nos puede ayudar. Por ahora, por si les sirve de algo, imprimo este plano.

Giró bruscamente el ordenador y se recostó en su silla: ¡o se iban esas tetas de allí o no respondía de sus actos! Le dio a un botón del teclado y, mientras se imprimía el plano, los otros tres, algo sorprendidos, volvieron a sus posiciones iniciales.

  • Como les he dicho – ahora se frotaba las manos – hay una información adicional; puede servir de mucho o de nada, eso depende de ustedes… - unos instantes de expectación -… Sabemos que esos documentos se encuentran en la habitación roja; a partir de ahí, nada más hay.

  • ¡La habitación roja! – exclamó Jenny - ¡Qué cosa más curiosa!

  • Se trata – añadió Andrés – de registrar sólo esa habitación, ¿no es así?

  • Muy bien, inspector – tono algo irónico -. Tienen, por lo tanto, dos trabajos que hacer allí: averiguar dónde coño está esa habitación y registrarla hasta dar con los papeles, ¿de acuerdo?

5. La cita anual de tenis

Ese domingo un sol veraniego brillaba en el azul del cielo. Jenny se encontraba ya en el portal de su edificio esperando a sus dos compañeros: hacía unos minutos que la habían llamado. Ataviada con un chándal de color blanco, aguantaba con ambas manos una enorme bolsa de deporte; una cinta blanca recogía su melena. A través de las gafas de sol Gucci distinguió el Ford Focus de Andrés y, cuando éste se detuvo en doble fila, subió a su parte trasera.

  • ¡Hola! – saludó.

  • ¡Hola! – respondió Andrés. Gruñido de Javier.

Dejó la bolsa a su lado y se adelantó, apoyándose en los asientos de ambos:

  • ¡Caramba! – sonrió - ¡Qué guapos vais!

  • Bueno, Jenny – se rio Andrés -, ¡vamos en chándal, como tú!

  • Anda, échate atrás y ponte el cinturón – ladró Javier.

  • ¡Bah! ¡Valiente imbécil! – exclamó Jenny, pero hizo lo que aquél había dicho.

  • ¿Sabéis qué? – continuó Andrés – Laura quería participar en la misión… Parece ser que no dejó de taladrar al comisario.

  • Ja – rio Javier -. Ya me dirás tú qué se le ha perdido aquí al petardo ese.

«Joroba», pensó Andrés, «Este tío tiene la gracia en el culo».

  • Pues, oye…, quizá podía haber ayudado – llegó la voz de Jenny desde la parte trasera.

  • ¿Ayudar? ¿A qué? – saltó Javier – Pero si esa tía tiene tanto serrín aquí como tú – se daba golpecitos en la frente.

  • Mira; me tienes harta, gilipollas – tono irritado de la inspectora - ¿No te dijo el comisario que pensaras sólo en el fútbol?

  • ¡Zasca! ¡Ahí le has dao! – se rio Andrés.

  • ¡Maldita zorra! – masculló Javier.

  • ¡Eh, chicos, no nos peleemos! – habló de nuevo Andrés - ¡Mirad, ya hemos llegado!

El coche subió a un vado que precedía a una verja de hierro gris; estaba ésta flanqueada por dos cámaras de seguridad. La valla, acompañada de altos setos, seguía por un lado de la acera y por el otro hasta donde alcanzaba la vista. Como de la nada apareció un hombre vestido con traje impecable.

  • ¿Señores?

  • Sí… verá. Vamos a la cita anual de tenis – habló Andrés, tras bajar la ventanilla.

  • ¿Las invitaciones?

Se las tendió: era muy sencillo, venían en representación del cuerpo de policía de Barcelona. Mejor tapadera, imposible.

  • Un momento, por favor.

El hombre se dirigió a una especie de cubículo que había pasado desapercibido a los inspectores. Unos segundos después, la verja empezó a abrirse lentamente. Enfilaron un camino de gravilla que transcurría entre jardines que parecían bosques.

  • ¡Madre de Dios! – se exclamó Jenny - ¿Cómo puede haber gente que tenga tanto dinero?

Al final del trayecto apareció otro hombre con traje cruzado que les hizo señas.

  • Apárquenlo aquí, por favor.

Al descender del vehículo pudieron admirar la imponente mansión, que quedaba al final de un ancho tramo de escaleras. El hombre se les volvió a acercar:

  • Caballeros, señorita – sonrisa algo forzada -. Sigan por ese sendero y encontrarán los vestuarios, las pistas y la zona de pícnic.

Siguiendo las indicaciones, a través de una espesa arboleda, llegaron a un amplio jardín de césped muy concurrido ya. Eran incontables las personas que se encontraban en aquel lugar: unos iban ya prestos para jugar al tenis, otros aún mantenían sus bolsas de deporte y, o bien hablaban con otros o bien se dirigían a unas casetas que, sin duda, debían de ser los vestuarios. Había mujeres, hombres, niños y, eso sí, diversos camareros vestidos con la más rigurosa etiqueta que circulaban entre ellos sirviendo comida y bebida.

  • ¡Coño! – saltó Javier - ¡Aquí se ha reunido toda la alta sociedad! – sonrió - ¿Creéis que nos encontraremos a Carolina y a Clara Masachs?

  • Tú lo que te vas a encontrar es en la calle como no hagas lo que te digamos, burro – exclamó Jenny.

  • A ver, calmémonos – intervino Andrés -. Ahora nos dirigiremos a los vestuarios y luego nos mezclaremos con esta gente, a ver si descubrimos dónde está la puta habitación.

Los otros dos asintieron. Mientras descendían hacia el césped, Javier dijo:

  • ¿Sabes lo que me hace más gracia, Jenny? Que con esa piel que Dios te ha dado vas a cantar ahí como una almeja.

6. Marc Perelada

¡Mierda! ¡Tenía razón el cabrón de Javier! Ciertamente había pieles tostadas, pero por el sol o los rayos UVA, y la mayoría eran todos blancos como la leche. Así pues, una vez en el vestuario, decidió buscar una esquina discreta. Circulaban por ahí mujeres de todas clases: viejas, maduras, jóvenes, niñas…, pero todas tenían algo en común: le recordaban a la estúpida de Carolina con su tono y sus finuras.

Se quitó el chándal y se quedó cubierta por un top blanco de espalda nadadora y un tanga del mismo color; sin hacer caso a nadie, rebuscó en la bolsa hasta dar con unos calcetines, que se puso junto a las deportivas. Sentada en el banco del vestuario, sacó de la bolsa la prenda reina: una faldita pantalón de tenis, marca Adidas, talla 40… ¡sí! Se sonrió: había conseguido llegar a esa talla tras meses de combate dietético. Ceñido el pantaloncito, se ató las hebillas de la falda. ¡Magnífico! Sus piernas bien torneadas relucían bajo aquella prenda que apenas tapaba sus nalgas. La falda era plisada, como le habían dicho que correspondía a un noble deporte como el tenis. ¿Qué hacer con la bolsa? En el doble fondo ocultaba su placa y su pistola. Preguntó a una mujer madura, cuyas tetas gravitaban sobre el enorme sujetador que llevaba:

  • Disculpe… ¿sabe si hay alguna taquilla para dejar la bolsa?

La otra la miró como quien mira a un bicho molesto:

  • Perdona, querida… No tengo ni idea…, de todos modos ¿quién querría nada de tu bolsa? – arrugó la nariz.

Jenny intentó mantener la calma:

  • Gracias – dijo y pensó que quizá sí que lo mejor era dejarla allí, como el resto de bolsas de deporte… ¡Hostias, no! ¡La dichosa regla! Tenía que cambiarse la compresa antes de emprender cualquier acción. En el baño había un cartel que avisaba con claridad de que las sucias debían depositarse en un pequeño contenedor que reposaba junto a la taza; así y todo, cuatro o cinco se desperdigaban por el suelo. Mueca de asco: «Mucho dinero, mucha pijería, pero en el fondo son unas cerdas.»

Nada más salir, divisó entre la gente a Andrés y a Javier… ¡Uuff! ¡Qué buenorro estaba el tío con el niqui y el pantaloncito tan ajustado, marcando un delirante paquete! Mientras se dirigía hacia ellos, sintió que se acaloraba.

Andrés fue el primero que la vio y dio un codazo a su compañero:

  • ¡Eh, mira! ¡Ahí viene Jenny!

Javier se quedó como embobado: « ¡Coño! ¡Vaya palmito me luce la panchita! ¡Mírala que buena está, y enseñando el ombligo!» Su paquete aumentó de grosor.

  • ¡Hola, chicos! ¿Alguna novedad? – sus blanquísimos dientes contrataron con el canela de su piel.

  • Por ahora nada en especial – respondió Andrés -, pero hemos de trazar algún plan.

  • Estás muy guapa, Jenny – susurró Javier, contra su voluntad.

La inspectora se sonrojó violentamente y miles de mariposas circularon por su estómago. Lo último que hubiese esperado en su vida era un piropo de su compañero, y por eso se quedó sin habla.

-Bueno, a ver… - prosiguió Andrés – Me he enterado de una cosa importante… - se detuvo al llegar junto a ellos un camarero; cada uno picó algo y se hizo con un vaso de zumo bien fresquito.

  • Como os decía – continuó – he hablado con un ex compañero del cuerpo… un tío que ahora, sospechosamente, se ha hecho con mucho dinero… Bien, la cuestión es que charlando con él me ha explicado que en el clan Perelada hay un hijo algo díscolo y rebelde… Marc… Creo que es aquel de allí – señaló con los ojos; se trataba de un joven que rondaría los veinte años, alto, rubio y apuesto; en aquel momento estaba departiendo con tres chicas muy monas y rubias también -. Quizá pueda ser un comienzo.

  • ¿Crees que debemos iniciar un acercamiento? – Jenny no se atrevía a mirar a Javier.

  • Sí; y pienso que debe hacerlo Javier: él sabe jugar a tenis.

  • ¡Eh! ¡Eh! – protestó aquél – Sé jugar al tenis, pero de lo que soy maestro es de pádel.

  • Bueno, Javier, lo acepto – sorbo en el vaso -, sin embargo, tú eres el único que sabe jugar al tenis, ¿no es así?

Estaba claro; aceptó a regañadientes.

  • Además, ese ex compañero también me ha explicado el funcionamiento de esta cita anual – sacó un cigarrillo y lo encendió -. Por ahí hay más que fuman – dijo a modo de disculpa -. En primer lugar se juegan dobles, pero con parejas del mismo sexo. Tú vas y te ofreces a acompañarlo.

  • Pero… - ojos muy abiertos - ¡ya tendrá su pareja de toda la vida!

  • Quizá sí, pero, escucha – tono serio, humo en la boca - ¿se te ocurre algo mejor? – ante el silencio añadió – y luego, no sé, invéntate algo para saber dónde cojones está la habitación.

En aquel momento sonaron unos silbatos.

  • Creo que esto va a empezar – dijo Jenny, y dio un largo sorbo a su zumo.

7. ¿Un francés, señorito Marc?

No tardaron mucho en formarse las parejas; Javier había conseguido acompañar a Marc y éste no se arrepintió, pues ciertamente jugaba de maravilla. Andrés y Jenny rozaron un mayúsculo ridículo ya que en un momento fueron eliminados con sus respectivas parejas, pero, por suerte, otros había que no tenían ni la más remota idea de qué era eso de jugar al tenis y, así, su fracaso quedó algo diluido.

Andrés no tardó en encontrar a su ex compañero y pronto se dedicaron a recordar tiempos pasados. Jenny, más aburrida, se dedicó a mirar el juego de Javier y a disfrutar de su musculoso cuerpo. Sin embargo, en los cuartos de final, Marc y su pareja fueron eliminados. Mientras se secaba los brazos en una toalla, Javier la invitó a acercarse.

  • Hola, Jenny; mira, éste es Marc. Marc, ésta es Jenny, la compañera de la que te he hablado.

Ambos se dieron la mano, sonrientes.

  • Encantado, Jenny – dijo el joven, mostrando una dentadura perfecta. Su pelo rubio estaba alborotado; sus ojos, muy pequeños, eran castaños. Una nariz algo afilada desmerecía su rostro pecoso.

  • Lo mismo digo, Marc - « ¿por qué cojones me lo presenta?»

  • Bueno, chicos – dijo Javier -, os dejo solos un momento, que me llama Andrés. Hasta ahora.

Jenny vio con desasosiego que el inspector se alejaba.

  • Bueno, bueno… Jenny – habló Marc -. ¿Has disfrutado con el juego?

  • Uf, no mucho – respondió sonriente -. Soy muy mala y a la primera me han eliminado.

  • Vaya; lo siento, pues – levantó el brazo izquierdo y chasqueó los dedos. Al momento, apareció un solícito camarero con una bandeja en la que reposaban tapitas y vasos llenos de bebida - ¿Quieres algo, guapa?

Ella cogió otro vaso de zumo; el chico, uno de whisky y picoteó algo:

  • Ya puedes largarte – le dijo al camarero; la miró -. Bien, Jenny – trago largo -, ¿te gustaría ver parte del jardín?

« ¡La habitación roja me gustaría!», fue lo primero que le vino a la cabeza, pero no se atrevió a ser tan directa:

  • De acuerdo.

Fueron paseando por un estrecho sendero que conducía, se veía a lo lejos, a una antigua glorieta. Un sinfín de trinos acompañaba el crepitar de sus deportivas en el suelo.

  • ¡Qué grande es esto! – exclamó admirada la inspectora.

  • Psí… no sé… - contestó Marc – Estoy acostumbrado. Siempre he vivido aquí.

Le invadieron sentimientos encontrados: en realidad, estaba harto y hastiado de su puta vida, que le parecía vacía, y de su puto padre con sus preferencias por otros hermanos. Le daba arcadas también toda la mierda que sabía que se ocultaba tras la fachada de familia respetable y ejemplar… ¡qué asco era vivir todo eso! Pero, bueno… algún día se podría vengar y enviarlos a todos a la más negra de las miserias…

  • ¿Qué hago con el vaso? – la pregunta de Jenny interrumpió el hilo de sus pensamientos.

  • Eeeeh…, tíralo por ahí.

  • ¿Qué? – parecía escandalizada – No, lo dejaré allí, en la glorieta; será mejor.

«Entonces, ¿por qué me preguntas, gilipollas?», pensó Marc. Habían alcanzado el cenador.

  • Pasa – la invitó -. Se está bien aquí dentro.

Ella se adelantó en la escalinata y dejó a la vista del chico su culito, cuyas nalgas quedaban remarcadas por el pantalón y el leve vuelo de la falda: « ¡Está buena la tía!», se dijo Marc. Quería un polvo rápido, no tenía mucho tiempo…

Jenny, ajena a sus pensamientos, había dejado el vaso en una mesita de bambú y, apoyadas las manos en la barandilla, observaba encandilada el boscoso jardín:

  • ¡Oh, qué maravillaaAAAA!

El pequeño chillido brotó de su boca al notar que las manos de Marc se habían apoderado de sus tetas y las magreaban; un calor intenso se extendió por sus mejillas y se volvió hacia él rabiosa:

  • ¡Oye! Pero… ¡qué te has creído tú, cabronazo!

  • ¡Eh! ¡Calma, calma! – el chico alzó los brazos en son de paz sorprendido por la reacción de Jenny - ¡Tu compañero me dijo que eras una tía facilona!

El enojo que se acumuló en el corazón de la inspectora semejaba el magma de un volcán a punto de erupción; « ¡Hijo de la gran puta! ¡Así que ésa era su venganza! Pues le va a salir rana, ¡que no sabía ella ni nada lidiar con ese chiquillo!»

  • Pues mi compañero, que lo sepas – irritada, le señalaba con un dedo, la otra mano en la cintura – te ha tomado el pelo; ¿tú eres tonto o qué?

Marc, un poco asustado (sabía que era policía) había echado un paso atrás:

  • Después me dijo no sé qué de la habitación roja – se atrevió a murmurar.

Jenny se detuvo: ¡la habitación roja! Pues claro, ése era el objetivo de la visita, lo había olvidado por un momento… Cabrón de Javier, ¿en qué lío la había metido? Ensayó la mejor de sus sonrisas:

  • ¿Y tú me llevarás a ella?

¡Un punto débil!; eso dio arrestos a Marc, que echó unos pasos más atrás y se apoyó en la barandilla, cruzando los brazos:

  • Eso… depende…

Los ojos de Jenny se abrieron más; la respiración agitada se notaba en sus tetas.

  • ¿No pretenderás…?

  • Yo no pretendo nada – alzó los hombros -. Tú decides.

« ¡Te maldigo, Javier cabrón! ¡No puedo dejar escapar esta oportunidad!»

« ¡Coño! ¡Esto sale redondo! ¡Me follo a ésta y encima me cargo al viejo y a toda la tropa!»

  • No puedo follar; tengo la regla… y abundante.

  • Oye, tía – mueca de asco -. No me vengas con remilgos. Tú sabrás lo que quieres.

« ¡Piensa, Jenny, piensa!»

  • ¡Te la puedo chupar!

  • Uumm…, un francés – rostro pensativo -. ¿Por qué no? Pero no pienso moverme, tú lo haces todo.

Abochornada y rendida, se le acercó. Era espectacular el contraste: cacao de la piel de Jenny, leche de la piel de Marc. Melena azabache, cabello rubio de espiga. Sin saber muy bien qué hacer, la inspectora le puso una mano en el paquete: algo muy vivo se movía ahí dentro; removió un poco con los dedos a la par que cierto calorcillo empezó a apoderarse de su coño al notar la respuesta del miembro. Sin embargo, el joven seguía como ausente, brazos cruzados…« ¡Mierda!», se dijo, « ¡tendré que hacerlo todo yo sola!»

Se le acercó un poco más y le dio un cálido beso en el cuello; luego, se aprestó a desabrochar el pantalón de tenis; cuando éste resbaló piernas abajo, apareció a sus ojos un minúsculo slip que era incapaz de mantener dentro una considerable polla; la mitad de ésta, venas marcadas, salía afuera, ingrávida y rocosa. « ¡Dios mío!», se maravilló Jenny, « ¡qué cosas gasta este chico!» Tenía mucho calor; los efluvios vaginales ya se mezclaban en la compresa con la sangre de la regla. Los dedos de ambas manos juguetearon con la verga, mientras apoyaba sus duros pechos de pezones firmes en los brazos aún cruzados del joven.

  • ¿No vas a hacer nada? – gimió, deseosa de cuerpo masculino.

  • No, no pienso moverme – los jadeos al hablar delataban su placer -. Quiero un francés.

« ¡Será hijoputa!»; frustrada dirigió sus irritados ojos negros al rostro de Marc, que hizo una leve mueca cuando ella, con cierta violencia, le bajó el slip. Jenny se agachó y dio un par de lametones a aquel falo pétreo.

  • Oye… - dijo desde abajo – Estaría más cómoda si te sentaras.

Visto el gozo que podía sacar del asunto, accedió a ello y se sentó en un butacón de bambú. El bamboleo del pene al hacer todo eso excitó aún más a la inspectora.

  • Oye…, de veras… - seguía jadeando, pero esta vez con una sonrisa maravillosa – No pasa nada si lo hacemos…

  • ¡Qué dices, so guarra! – se sobresaltó Marc - ¡Qué asco! Tú has dicho un francés…

No le quedó más remedio que obedecer; arrodillada, la falda plisada dejando ver su carnoso culo prieto, se aplicó a la verga mordisqueándola y chupándola con suavidad. Sus dos manos se anudaron en el tótem placentero… ¡de buena gana se hubiese llevado una al ansioso coño!, pero no se atrevía.

El pollón entraba y salía, entraba y salía de su boca; el sudor, hijo del acaloramiento,  pronto la empapó. No tardó mucho en notar las manos del chico en la cabeza magreando su melena, y eso aumentó su excitación. El culito se meneaba deseoso también de algo que lo consolase. La compresa chorreaba, y no sangre precisamente; los pezones buscaban con desesperación el roce del bambú del sillón y el enorme instrumento ocupaba toda su boca. Notó la presión de las manos del chico; notó

el bombeo inicial del semen en la raíz de la verga. Se dispuso a beber, a tragar todo el líquido que aquel portento expulsase y lo animó con las mejores y más mimosas chupadas que supo.

  • ¡Aaaaahhhh! – gimió Marc.

Había empezado la emulsión; el semen se desparramó por entre sus dientes, su lengua. Sin dejar de chupar, Jenny intentó absorber todo el líquido que despedía la polla: era imposible; parte de él fluyó por las comisuras de sus labios. Al ir descendiendo el bombeo, pudo tragar con mayor facilidad, sin detener el meneo de su culito y sin dejar de emitir gemidos de placer.

El hecho de que Marc apartara las manos de su cabeza significó el fin de la eyaculación; aún mantuvo durante un minuto más la verga en su boca, hasta que hubo tragado la leche que todavía flotaba entre sus dientes. Suavemente apartó los labios. Dirigió su mirada al chico, a la vez que con el dorso de la mano derecha se limpiaba el líquido blancuzco que quedaba en su barbilla.

Marc tenía los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia el techo de la glorieta cuando dijo:

  • ¡Ooohh! ¡Qué bien!

Ayudada de las rodillas del joven, Jenny se puso en pie. De sus piernas se expulsó el polvo y alguna astillita procedente del suelo, mientras recordaba el pacto:

  • ¿Me llevarás ahora a la habitación roja?