Los casos de J. Mendes: Contrabando (y 3)

Desenlace de esta nueva aventura de Jenny y sus compañeros.

9. La historia de un comisario pederasta

Le dio al botón de la grabadora:

  • ¡Cuenta, cerdo! ¿Cómo fue?

Anselmo miró a aquellos dos tipos de americana y corbata impecables.

  • Me llamó Lydia, su madre. No tenía con quien dejar a la niña…

Se acodó en la mesa y apoyó su frente en los dedos de unas manos que formaban una pirámide.

  • Yo no quería, no quería. Fue ella… Ella iba vestida para que yo lo hiciera…

Una mueca de asco afloró en los rostros de los de asuntos internos; uno de ellos se le acercó y le golpeó en un brazo:

  • No nos interesan tus guarradas. Sólo queremos saber cómo ocurrió.

Anselmo volvió a mirarles, los ojos llorosos: ¿cómo explicarlo?, ¿cómo hacerles comprender que él no era el culpable?

  • Yo no quería…

La cara del que estaba a su lado quedó a escasos centímetros de la suya:

  • Escucha, cerdo hijo de puta… O nos lo cuentas o vas a sufrir como sin duda te mereces, cabrón.

Anselmo asintió, derrotado:

  • Me llamó su madre y quedamos en un parque que hay frente a su casa. Me dijo que tenía que llevar a Marcel, el niño, al médico y que no podía dejarla con nadie más… que Andrés estaba en Galicia… Teníais que haberla visto… Hacía pompas de jabón, con ese vestidito de tirantes tan cortito…

  • Ahórrate toda esa mierda y sigue.

Anselmo se recostó en la silla:

  • Era pelirroja, ¿sabéis? Una melena sedosa, tan preciosita ella, y con unos ojazos verdes…

« ¡Oh, Dios!, ¿por qué me has puesto esta prueba?» El sol reverberaba en la pelirroja cabellera de la niña formando algo parecido a una aureola; las pompitas de jabón que impulsaba con los soplidos de su pequeña boquita ascendían irisadas para explotar un poco más tarde; el vestido estampado, cuyo vuelo ondeaba sobre las rodillas, con un canesú fruncido a la altura de las tetitas; las manoletinas blancas con un lacito rosa…

  • ¿Hacemos algo, tito Anselmo? – había preguntado la chiquilla.

No era la primera vez que hacía de canguro, ya fuera de Marcel, ya fuera de Montse, pero lo que ahora sentía jamás lo había experimentado: sus instintos más bajos, su otro yo lleno de podredumbre, que él intentaba contentar con fugaces visitas a webs de pederastas, exigía en ese instante toda su atención y, poco a poco, iba imperando en su mente, iba sometiendo su voluntad.

  • Pues sí –había contestado -. Podríamos ir a tomar un helado.

Los ojos de Montse habían chispeado de alegría:

  • ¡Sí, tito Anselmo! ¡Vayamos a tomar un helado!

Había tapado, ya aburrida, el cartucho de las pompas y le había dado la manita… ¡Brrr! El contacto de la piel llenó de ansiedad y deseo al comisario. La había mirado, se había regodeado en su pecosilla cara infantil:

  • Pero…, te voy a contar un secreto. Sentémonos en ese banco.

Así lo hicieron; la niña había puesto sus manos, que sostenían el cartucho de las pompas, encima del vestido, entre sus piernas abiertas, y le miraba ansiosa, sonriente, mostrando sus dientecillos de perla… El instinto social, que no la voluntad, impidió que Anselmo se echara encima de ella.

  • Verás, Montse. Cerca de aquí tengo un pequeño apartamento – era su escondrijo, un solar para sus desviaciones sexuales – y en él hay montones de tarrinas Haagen Dasz.

  • ¡Oh, qué chulo! – intervino la niña – Y, ¿podemos ir?

  • Claro que sí, claro que sí. Ahora mismo.

Y, de la mano, habían echado a andar por la pequeña rambla que contenía un parque infantil. Cruzaron la calzada para pasar a la otra acera y, un poco más tarde, se detuvieron ante un edificio presidido por un enorme cartel: Pisos en venta y alquiler.

  • Aquí es – dijo Anselmo mientras sacaba una llave y abría el portal -. Pasa.

El vestíbulo, muy lujoso, se componía de dos sofás de cuero blanco y estaba recubierto de mármol. Al fondo había tres ascensores.

  • ¡Qué bonito! – había exclamado la niña, removiendo su melena al mirar a todas partes - ¡Mira! – se desasió de su mano y corrió a uno de los sofás, donde se puso de rodillas intentando tocar una lámpara en forma de mariposa. Esto provocó que la falda del vestido ascendiera unos centímetros: a Anselmo casi le dio un patatús…

  • ¡Niña! ¡Niña! – gotas de sudor habían perlado su frente - ¡Ven aquí, no hagas tonterías!

Con un mohín, Montse regresó a su lado.

  • Es el quinto piso – había dicho el comisario, ya en el ascensor. En aquel apartamento había invertido parte del dinero que le habían hecho ganar los mosqueteros… Sí…, para ellos unas migajas, para él los parabienes y las prebendas de ministerios y Gobierno. Se había enriquecido bastante y, por fin, había cumplido el sueño de una vida de ocultaciones: compró un lujoso piso para él solo, a hurtadillas de su mujer, y allí desfogaba sus perversiones, en solitario hasta ese momento.

Tras cruzar un breve pasillo, entraron al apartamento. Lo fue recorriendo con la chiquilla: una cocina muy moderna y espaciosa, un enorme baño con bañera de hidromasaje, una sala comedor de dos ambientes, de respetables dimensiones, cuyo mobiliario se reducía a una librería dominada por una televisión de plasma de innumerables pulgadas, un sofá encarado a ella y unas cortinas que ocultaban un ventanal soberbio que daba a una amplia terraza; tres habitaciones completamente vacías y una, la última, con una estantería y una cama de matrimonio.

  • Es muy grande para vosotros dos, ¿no? – había dicho la niña.

Anselmo no pudo más y se dejó dominar por sus instintos: las imágenes de las webs se agolpaban desordenadas en su mente y convergían en la chiquilla que tenía ahí delante… Ya no era Montse… ya no era la hija de Andrés y Lydia… era una pequeña zorrita, un proyecto de furcia que necesitaba un correctivo, que necesitaba que un adulto la pusiera en su lugar. La polla había aumentado ostensiblemente su grosor y reclamaba casi a gritos su liberación.

  • ¿Qué te pasa, tito? – seguía sonriendo y con el cartucho de pompas en la mano. Su sonrisa se transformó en mueca de susto cuando Anselmo la cogió del pelo:

  • Eres muy guapa – susurró con una mirada desconocida para ella.

  • ¿Qué haces? – había conseguido articular, totalmente descolocada.

El comisario la empujó sin contemplaciones sobre la cama; el vestido se había levantado, dejando ver sus muslitos; el cartucho había volado y había caído al suelo, por donde rodó hasta chocar con la pared. Él puso una rodilla entre las piernas de la niña y, cogiéndola de los hombros, la hundió en el colchón. Babeaba contemplando la dispersa cabellera pelirroja que enmarcaba el aterrorizado rostro infantil de enormes ojos verdes.

  • Vamos a jugar antes de tomarnos el helado.

Empezó a subirle el vestido; la niña se debatió y con sus manitas intentaba detenerlo.

  • Uy, uy, uy… ¿no quieres jugar? Te estás portando muy mal – fuera de sí, le propinó un bofetón que sonrosó la mejilla.

  • ¡Aay!

Se llevó las manos a la zona golpeada y Anselmo aprovechó para, de un modo brutal, levantarle el vestido hasta la cintura… « ¡Dios! ¡Dios mío! Una braguita rosa, con un lacito, estampada con el rostro de Minnie, con puntillas infantiles… ¡Madre mía! ¡Puta! ¡Putita! ¡Me sacas de quicio!» La mente enferma ya no razonaba, se había bestializado. Hurgó con sus dedos bajo la braguita, hundiéndolos en la pequeña raja de la chiquilla.

  • ¡Aaay! ¡Me haces daño! – chillaba y pateaba ya llorosa Montse.

Sacó los dedos mojados y se los olió. Bajó su rostro hasta el de la niña y, tras lamerle la mejilla sorbiendo las lágrimas, le susurró al oído:

  • ¡Qué putita estás hecha! ¡Qué putita eres! Pero conmigo no podrás.

Se echó hacia atrás y la obligó a incorporarse para que se quedara sentada en la cama.

  • Quiero que te acabes de quitar el vestido.

La niña hipaba, se convulsionaba entre sollozos, los ojos anegados de lágrimas.

  • ¡Por favor, tito!

Él, furioso, levantó el brazo amenazando con darle otro bofetón:

  • ¡No me llames así, sucia ramera! ¡Que te quites el vestido!

Montse, aterrada, así lo hizo y quedó cubierta sólo por la braguita y la pelirroja melena que llegaba a tapar sus virginales pezones. Sin mediar palabra, la empujó de nuevo sobre la cama y se dedicó a acariciarle la braguita para después ascender con sus manos por la barriga hasta llegar a pellizcarle los pezones. Las quejas de la chiquilla le excitaron aún más. Cogió las bragas de los laterales y se las bajó con mucho cuidado, hasta sacárselas para olerlas…

  • ¡Puaj, qué asco! – las tiró al suelo - ¡Huelen a puta!

Procedió a quitarse los pantalones y los calzoncillos; el pene, erecto, desafiante, apuntaba al techo; dejó que rozara en la sábana mientras lamía con fruición el coñito de la niña, que no paraba de sollozar. De pronto, la cogió brutalmente del pelo y la obligó a sentarse de nuevo.

  • ¡Aay! ¡Qué daño!

Él, a su vez, se sentó a su lado; le había acariciado la ya mojada mejilla mientras le decía:

  • Mira esto… es un pene… un pene con ganas de jugar… - sonrisa cínica – pero tú habrás visto muchos por Internet, ¿eh, putita? Tú no me engañas… - escupía ahora a las verdes pupilas que miraban, horrorizadas, el miembro del comisario – Haz como todas… juega con él.

Cogió las manos de la chiquilla y las obligó a posarse en la polla… ¡Oh! ¡Hostia puta! ¡Qué placer! La columna engrosó todavía más… Aquello era demasiado… Sentía que iba a correrse… ¡No! ¡No podía! ¡Ahora no! Tenía que introducirla en aquel cuerpecito… Era su oportunidad y no iba a desperdiciarla… Era el contacto, sólo el contacto… aquella putita no movía las manos…

La agarró de la barbilla y obligó a que aquellos ojitos arrasados por las lágrimas le miraran:

  • Vas a ver qué bien lo pasaremos – susurró, el mentón lleno de baba.

Otra vez la empujó con violencia y ya dirigía su instrumento hacia la cuevecilla cuando, desde el fondo de su ser, un brevísimo rastro de sensatez le recordó quién era aquella niña. Meneándose la polla, masculló:

  • No te voy a desvirgar… ¡Date la vuelta! ¡Ponte boca abajo!

Montse empezó a hacer lo que le había ordenado, pero él no tenía tiempo y, cogiéndola de un hombro, la obligó de forma salvaje a volverse.

  • ¡De rodillas! ¡De rodillas! – chillaba e imploraba su voz.

Así se puso la niña. Como loco, Anselmo incrustó hasta la raíz el dedo índice en el ojete del culo provocando un chillido aterrador de la chiquilla; con fuerza, le pasó el brazo por la cintura y llevó a aquel lugar ya algo ensangrentado el pollón erecto. Sudoroso, lo iba introduciendo en aquel esfínter que, a pesar de la resistencia, se iba dilatando. Hacía caso omiso de los desgarradores gritos de la niña, pero no así de los frenéticos meneos de su culito.

  • ¡Estate quieta, puta de mierda! – y le daba salvajes cachetes en las nalgas enrojecidas. Al final, entre chorretones de sangre, la polla se acomodó entera en la cueva y empezó un alocado vaivén. La chiquilla seguía chillando como un puerco en la matanza:

  • ¡Basta, coño! – y llevó una mano a la nuca de Montse para hundirle el rostro en el colchón. La niña se debatía, ahora ya luchando por su vida. Sin embargo, aquello no duró mucho ya que, al poco rato, Anselmo empezó a eyacular entre gemidos…

10. Epílogo

  • ¿Sabes? No creo que hoy vaya a venir Andrés.

  • Mmmm… Mmmmm…

  • ¿Qué por qué? Chica, entiéndelo. Aunque ahora ya es comisario, ha tenido que vivir un suplicio… Lo de su hija es muy fuerte.

Jenny, camiseta caqui de escote barco y leggings blancos, estaba sentada junto a Laura, que permanecía desde hacía unas semanas en la cama de un hospital por prescripción médica, ya que su cuerpo estaba marcado por hematomas y desgarros; unos hierros envolvían su mandíbula partida y unas vendas cubrían su boca, en la que le estaban reconstruyendo parte de la dentadura. Con los ojos señaló un vaso en el que había una pajilla:

  • Mmmm… Mmmm…

Jenny sonrió:

  • ¡Ah! ¿Quieres agua? – se levantó y le acercó el vaso. Gracias a una pequeña abertura entre las vendas, Laura pudo sorber el líquido. Era tan ancho el escote de su compañera que sus ojos pudieron contemplar las tetas cubiertas en parte por un sujetador marrón sin tiras.

  • ¡Vale! ¡Ya está! Ya tienes bastante – dijo la inspectora jefe apartándole el vaso y sentándose de nuevo. Cruzó las piernas:

  • Es increíble lo de ese cerdo de Anselmo… ¿Quién iba a sospecharlo? Aunque, según tengo entendido, circulaban ciertos rumores, sobre todo de parte de Cosme… ¡Qué asco!

  • Mmmm – asintió Laura.

  • Pero, bueno, no nos dejemos deprimir, que también ha habido cosas buenas.

Los ojos de Laura demostraban que no estaba totalmente de acuerdo con la afirmación de su compañera: ella tenía un novio imponente y, aunque no la habían ascendido de nuevo, sí había conseguido reconocimientos por parte de muchas autoridades. Así, mientras Jenny iba de aquí para allá, saliendo en televisiones y otros medios, ella quedaba enclaustrada en aquel hospital, con la cara rota y con cuatro dientes menos. Además, mientras su compañera retozaba con Javier, ella había sido salvajemente violada y sodomizada; se añadía a todo eso la desgracia de Andrés, a quien ya no había vuelto a ver más…

  • Y ahora Javier – seguía hablando Jenny – es subcomisario… Oye… - se le acercó un poco para susurrarle - ¿por qué crees que no me habrán ascendido? ¿Por mis orígenes o por ser mujer?

  • Mmmm – la suerte de no poder hablar permitía que su interlocutora tomara sus sonidos como ella quisiera.

  • Yo también creo lo mismo – le había puesto las manos sobre el brazo -, por ser mujer. Pero ya llegarán otras oportunidades, ¿no crees?

  • ¡Hola! ¿Se puede? – Javier se coló en la habitación. ¡Oh, qué guapo era! Y ella con esa facha y esos hierros…

  • ¿Qué tal nuestra inspectora favorita? – casi se derritió cuando el sonriente rostro de Javier descendió sobre ella para besarla en la frente – Te veo mucho mejor… espera… - y empujó las gafas hacia arriba – Así, bien guapa.

Un ligero color rosado tiñó las mejillas de Laura; quizá tenía aún alguna oportunidad con ese tiarrón, ya que a Andrés lo daba por perdido.

  • Jenny, mi sudaquita… No podemos quedarnos mucho rato más. Hemos de acabar tu mudanza, preciosa.

  • ¡Ah, sí, es verdad! – exclamó una radiante Jennifer. ¿Por qué era tan guapa esa panchita? ¿Por qué tenía ese cuerpo y ella no? La rabia afloró a sus ojos…

  • ¡Eh, eh! – decía ahora su compañera, ya en pie y cogiendo el bolso – No me llores porque nos vayamos, tontita. Seguramente hoy ya acabo el traslado al piso de Javier y mañana podré estar contigo más tiempo, ¿vale?

  • Eso, guapetona – añadió Javier -. Yo también intentaré venir.

Cogió de la cintura a Jenny y le estampó un sonoro beso en sus labios:

  • Venga, cariño; vámonos ya.

  • ¡Hasta mañana, Laurita! – se despidió Jennifer.

  • ¿Y dónde coño piensas poner el pajarraco? – fueron las últimas palabras que llegaron a Laura; en medio de aquel silencio, lágrimas de frustración surcaron las mejillas de la inspectora.