Los casos de J. Mendes: Contrabando (2)

Nuevas sorpresas se irán presentando en esta entrega de la nueva aventura de Jennifer y sus compañeros.

5. Los mosqueteros en Galicia

El hotel no era precisamente un cinco estrellas, pero tampoco una fonducha de mala muerte; situado cerca de la costa, podían recorrer a pie en un cuarto de hora, en un paisaje desolado, la senda que conducía a la playa. Estaban a finales de agosto. Las grandes tormentas de las que hablaban los lugareños ya habían amainado y, si bien quedaban jirones de nubes negras, el cielo era de un azul poco usual para la época y el lugar.

Anochecía tarde y, por eso, los cuatro inspectores solían acabar de cenar aproximadamente a las once menos cuarto, hora en la que se dirigían, en una costumbre nacida la noche anterior, a un pequeño y verde jardín exterior adornado con mesitas y butacones de bambú. Ahí, bajo un cielo estrellado insólito en Barcelona, tomaban su última copa antes de retirarse a sus habitaciones. Éstas, reservadas desde comisaría, eran dos dobles: una para las chicas y otra para los hombres, pero ya desde el primer momento se convirtieron en improvisados nidos de amor para cada pareja.

También aquella noche se aposentaron allí: Andrés con amplia y suelta camisa blanca, que disimulaba su incipiente barriga; Javier, con una camiseta verde ajustada en sus músculos, ambos con tejanos. Jennifer con un top de escote palabra de honor, a cuadros morados, que dejaba a la vista el generoso nacimiento de sus tetas, y un short blanco muy corto, y Laura, con una camiseta blanca de tirantes estampada y un pantalón pitillo demasiado ceñido para su gordito culo.

Tras pedir las bebidas, habló Andrés:

  • Bueno, chicos… Estamos a cuatro pasos de la playa en la que presuntamente asesinaron al policía gallego.

  • ¿Presuntamente? – inquirió Laura, ojos desvaídos tras las gafas.

  • Sí; no se sabe con certeza – continuó aquél – porque el cuerpo fue hallado en el mar. Comprobada la marea y todo eso, se supuso que fue en esta playa donde perdió la vida.

  • Puf – Javier dio un sorbo a su cerveza -, un mal asunto, de mafias y contrabandistas… La principal sospechosa es la familia Piñeiro, ¿no es así?

  • Exactamente – Andrés había tomado la voz cantante -. Hace ya tiempo que nuestros compañeros de Galicia andan tras ellos, pero hasta la fecha, aunque han hecho grandes progresos, no les han conseguido echar el guante.

  • ¿Y qué se supone que hemos de hacer nosotros? – la horchata contrastaba con el canela de la piel de Jenny.

Andrés encendió un cigarrillo y bebió de su whisky con hielo:

  • Hemos llegado aquí desde Santiago en calidad de turistas; parece ser que muchos bajan por la noche a la cala, encienden hogueras y charlan hasta el amanecer – calada al pitillo -. Nosotros haremos lo mismo desde ya, pero manteniendo todos los sentidos alerta.

  • ¡A ver si los cazamos! – Laura mostró sus dientes de conejo en una sonrisa. Dio un sorbo a su cerveza.

  • ¡Coño! Por cierto – mirada irónica de Javier -, ¿cómo estás tú aquí, entre nosotros?

  • ¡Uy! – seguía sonriendo la aludida – Lo mío…bueno… - mirada cómplice a Andrés y risita – lo nuestro nos costó.

  • Pero, bueno – continuó su pareja -, somos como la gota malaya; al final conseguimos que Anselmo se diese cuenta de que uno más siempre suma y no resta.

  • No sé yo… - gruñó en voz baja Javier, mirando a hurtadillas a Jennifer.

Ella le sonrió, aunque, en realidad, estaba pensando en el viaje: todo había sido muy precipitado. La misma noche de la entrevista con Anselmo habían tenido que salir de Barcelona en vuelo a Santiago y, al llegar a la ciudad de peregrinación, habían alquilado un coche que, mientras ellas dormitaban, habían conducido Javier y Andrés. De poca cosa se había hablado en ese trayecto.

Hubo unos momentos de silencio que la propia Jenny se encargó de romper:

  • ¡Uf! ¡No sabéis lo que nos ocurrió a Javier y a mí en mi piso! Estábamos ahí los dos…, alguien entró… ¡y se llevó mi bolso!

Laura abrió mucho los ojos, sorprendida:

  • ¡Qué dices, Jenny! ¿Cómo os pudo suceder una cosa así?

  • No tengo ni idea. Alguno de nosotros debió de dejarse la puerta abierta y el tío o tía se coló… - sonrió – Por suerte, al día siguiente encontré la placa y una pequeña pistola que suelo llevar en el bolso en el buzón – sorbió la pajita y el nivel de horchata descendió en el vaso -. La verdad es que fue algo bastante desagradable… - un ligero rubor tiñó sus mejillas al mirar a Javier y recordar aquella situación…

Algo de dolor sí le había provocado el enorme pollón en el pequeño agujerito de su ano, pero de alguna manera había conseguido la dilatación suficiente como para que se introdujera hasta la raíz. Javier había perdido el norte y había aumentado su excitación dándole fuertes cachetes en las nalgas y magreándole, salvaje, el coño, mientras aquel potente instrumento laceraba lo único virgen que existía en su cuerpecito.

Había disfrutado, sí, y mucho… En realidad, aunque era sodomizada, su chocho se había empapado dos o tres veces; incluso le había parecido que el chorreo final de semen llegaba hasta su estómago. Sudorosos habían acabado los dos, él encima de ella, con la polla residente aún en su culo.

Cuando al final se separaron él le había dicho:

  • Tienes un poco de sangre ahí detrás – mientras miraba con preocupación su pene teñido de rojo -. Voy al baño a lavarme.

Rápida, se había dirigido a su habitación y allí había cogido unas bragas blancas de algodón, algo más grandes de lo habitual. Cuando pudo entrar al baño, tras lavarse, se las puso con una compresa. En la sala comedor la esperaba Javier, ya con los pantalones puestos. Fue en aquel momento cuando se había dado cuenta de que el bolso no estaba en el lugar habitual, sobre una silla; al dirigir los ojazos negros un poco más allá, había observado que la puerta del rellano estaba entornada.

Todo siguió muy deprisa: tras cerrar la puerta, habían registrado palmo a palmo el apartamento, se habían recriminado el despiste (aún se veía allí plantada, tetas bamboleantes al aire, mientras apuntaba con un dedo, acusadora, a su compañero) y, finalmente, habían visto unas manchas en la moqueta. De rodillas, Jenny había pasado el dedo índice de la mano derecha por una de ellas, lo había olido y lo había lamido:

  • ¡Aaaagh! ¡Esto es semen! ¡Qué asco!

  • Hay más aquí – señalaba Javier -, en el tapizado de esta silla.

El carmesí hubiese envidiado la tonalidad que adquirió el rostro de la inspectora:

  • ¡¡Qué coño ha pasado aquí!!

Mudo hasta aquel momento, el agaporni había empezado a chillar.

  • A todos nos ocurren cosas en nuestros apartamentos – hablaba ahora Andrés, apagando el cigarrillo en un cenicero y mirando de reojo a Laura, que enrojeció violentamente.

Petrificada, apuntando aún con la pistola la cara infantil, fue recibiendo pequeños chorros de semen de la pequeña polla de Marcel. Parte de la leche bajaba en un reguero por una de sus tetas y caía al suelo goteando desde el pezón, otra parte moteaba su cara adhiriéndose en su ojo izquierdo y en sus labios… Poco a poco, reponiéndose de la impresión, que no de la vergüenza, había descendido el arma y se había pasado el dorso de la mano libre por el rostro para liberarse del líquido.

  • ¡¡¿Qué haces aquí?!! – había chillado.

Andrés, que se había levantado de la cama de un salto, ya estaba a su lado, pene colgante:

  • ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Marcel!

Abochornada, temblando convulsamente a causa de los nervios, Laura se había puesto en pie e intentaba cubrirse con sus brazos:

  • ¡Oh! ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! – solo sabía repetir mientras corría hacia el baño.

  • Papá – fueron las últimas palabras que había oído del niño - ¿Todas las putas son así?

6. Pederastia

Se tapaba la cara con las manos, sentado en una silla: « ¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?». Dirigió su mirada hacia la cama de sábanas arrugadas: encima de ellas una niña de unos 10 años se convulsionaba entre sollozos. Estaba totalmente desnuda, la cara oculta en el colchón, la cabeza enmarcada por una espesa mata de cabello pelirrojo, frotándose unas nalgas rojas e hinchadas, el color púrpura de la sangre señoreaba alrededor del ojete de su culo.

No lo entendía… había perdido la razón… no era él… no era él… Se levantó del asiento dispuesto a solucionarlo todo, como quien despierta de un sueño y sitúa todas las cosas en la realidad que les corresponde; sin embargo, al ver colgando su pene totalmente colorado supo que lo había hecho, que había sodomizado a la chiquilla y que, sin duda, le harían pagar por ello… Tanta lucha, tanto triunfo, tanto guardar las formas y, ahora, en una súbita locura, en un error que a él le parecía estúpido, todo podía irse al garete. La ira empezó a posesionarse de su corazón: esa furia que invadía todo su ser se desvió hacia aquella niña que podía convertirse en el fin de su brillante

carrera:

  • ¡Maldita cría! – masculló mientras se ponía los calzoncillos y los pantalones.

Tenía miedo, mucho miedo… No podía arruinar lo conseguido tras años de trabajo por un desliz sin sentido… Él no era así y, si lo era, sabía dominarse…, siempre lo había hecho.

  • No volverá a ocurrir… tranquilo… no volverá a ocurrir – se decía.

La niña se había acodado sobre la cama; ahora dirigía sus ojos verdes, con incipiente forma de sapo, hacia él, llorosos, acusadores. Dijo entre hipidos:

  • Se… se lo diré… a papá.

Él se acercó:

  • Pero, a ver, pequeña. ¿No ves que ha sido un juego? No debes decírselo a nadie.

Pero la chiquilla negaba con obstinación ondeando su pelirroja pelambrera. Él se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro:

  • ¡No me toques! – enrabietada, las mejillas escarlata - ¡Chillaré! ¡Chillaré mucho!

La contestación venía adornada con una sonrisa:

  • Nadie te ha oído antes y nadie te oirá ahora.

Aunque la niña intentaba apartar la cabeza, consiguió acariciarle el pelo:

  • Lo que has de hacer es no decírselo a nadie, ¿me oyes? ¿Quieres que te odien y se avergüencen de ti?

  • ¡No! ¡Se lo diré a papá! ¡Se lo diré a papá! – esa letanía aumentó su furia: «¡maldita putilla! ¡No me vas a joder la vida!»

Tranquilo, frío, determinado a acabar con aquel error, se levantó de la cama y se dirigió a una estantería de donde agarró una antigua plancha de hierro que servía de decoración. La niña abrió mucho los ojos y su rostro adquirió una expresión de terror; de su boquita de hermosos dientes apenas salió un suspiro cuando la plancha se hundió tres veces en su cráneo.

7. En la cala

  • Hace un poco de fresquito, ¿no os parece? – pregunta Jenny mientras se anuda el pareo sobre el exiguo biquini que apenas cubre las intimidades de su morena anatomía.

  • ¡Ya lo creo! – sonrisa de dientes de conejo, el pelo recogido en una coleta de caballo, los ojos tras las gafas, las manos se unen en las rodillas de unas piernas muy juntas, de poderosos muslos. Laura ya es la única del grupo que solo lleva bañador: los chicos se han puesto una camiseta.

  • Algo de calor da la hoguera – interviene Javier, mientras remueve las brasas con un palo. Andrés está un poco apartado; habla por teléfono.

  • ¡Jo! – apoyada en sus manos, los brazos atrás, Jenny mira al cielo. El pareo permite ver el inicio de las braguitas del biquini al final de las piernas extendidas sobre la toalla – Llevamos un buen rato aquí.

  • Maldita sea, Lydia… No debiste hacerlo… Sabes los rumores que nos ha contado Cosme… - se oye la voz de Andrés.

  • Bueno… - en los ojos azules de Javier se refleja el chisporroteo del fuego –y, ¿qué propones, lumbrera? – sonríe… tan tostadito… qué guapo… Eso piensa Jenny, que lo mira de reojo; de pronto, se despereza estirando los brazos y remarcando a propósito sus tetas:

  • ¿Qué te parece si vamos a investigar ahí detrás de esas rocas? – pregunta.

Javier vuelve a sonreír; ha captado la indirecta:

  • Ok; ¿te vienes, Laura? – pregunta de compromiso.

  • Oh, tranquilos… Id, si queréis. Yo me quedo con Andrés – responde ésta.

En un santiamén, la morenita Jenny está de pie y, como por ensalmo, Javier se encuentra a su lado:

  • ¡Hasta pronto!

Laura ve cómo se alejan; Laura ve cómo el brazo de Javier rodea la cintura de Jenny y aún alcanza a ver, con un pinchazo de envidia, cómo la mano de ese brazo desciende y manosea una nalga entre las risitas de su compañera… Vuelve su cabeza hacia Andrés, que sigue enfrascado en la conversación:

  • Bueno… Luego no me vengas con historias, ¿vale?... Si no cogen el teléfono, pues, al igual es que no pueden… No… Yo no lo hubiese hecho…

Mohín de aburrimiento… « ¡Uf! ¡Qué rollo!» Coge una rama y juega con las brasas… « ¿No le dejará nunca en paz esa mujer? A la mínima ya le está llamando… ¡Vaya putada!... Al final me bajó la regla… Bueno, otra vez será… quizá esta noche.» Sonrisa conejuna, el índice empuja las gafas… Decide levantarse para ponerse el pareo… el frescor de la noche ya es intenso… Potentes tetas cubiertas en parte por un biquini azul claro, de pequeños lunares blancos, atado a la nuca… braguita diminuta, perdida en carnosas nalgas de culo caído.

Mientras se anuda el pareo, ya Andrés la está mirando, pero sin verla. Absorto en sus pensamientos, ha encendido maquinalmente un cigarrillo y volutas de humo bailan ante su rostro vulgar. Ella, resistiendo la tentación de huir del olor del tabaco, se arrodilla a su lado dejando a la vista unos buenos muslos que contrastan con las piernecitas peludas de su compañero.

  • ¿Qué? ¿Va todo bien? – dos dientes ocupan su boca en una sonrisa. Andrés parece regresar de un lugar lejano:

  • ¿Eh? ¡Ah, sí! Todo bien…

No es verdad, pero no va a insistir; sabe que en relación a los hijos del inspector jefe es un cero a la izquierda, y más desde el último y desgraciado incidente con Marcel. Ligero rubor en las mejillas. Él no dice nada, sigue dando caladas y mirando al infinito sentado en la arena: « ¡por Dios!, ¿es que no soy lo bastante guapa? Vale que llevo gafas y tengo una dentadura peculiar…, pero, bueno, también tengo unas buenas tetas y un buen culo…» Haciendo de tripas corazón, por el aroma del tabaco, se acerca a él y le pasa un brazo por los hombros intentando dejar al descubierto lo máximo del nacimiento de sus senos.

  • Mira esos dos – dice, llevándose de nuevo atrás las gafas - ¡Qué espabilados! ¿Qué crees que estarán haciendo?

Insensible a sus encantos, Andrés responde con voz monótona:

  • No sé.

Laura le estampa un beso en la mejilla y le susurra al oído:

  • Podríamos nosotros investigar, al otro lado de la cala.

Andrés deja caer el cigarrillo y lo cubre de arena:

  • Podríamos…

Pero no se mueve; sigue con sus ensoñaciones, como si Laura no existiera. Es frustrante, y decide separarse de él, brazos en jarras:

  • Pues yo me voy a investigar, aunque sea sola.

Andrés la mira, anonadado:

  • Pero, cariño… ¿qué coño vas a hacer allí? Si esos dos se han ido a follar – a veces podía ser desagradable – que hagan lo que quieran. Nosotros debemos quedarnos aquí, que es lo previsto. Después, si quieres, ya follaremos en el hotel.

Laura enrojece:

  • Pero, ¿cómo te atreves, cerdo? ¿Por quién me has tomado? Yo sólo quería pasear contigo porque estoy bien a tu lado - «mentira, mentira…, yo quiero, yo deseo follar en la playa… Necesito un hijo tuyo. Necesito atarte a mi lado y tener de una puta vez pareja estable.»

Irritada, rabiosa, Laura se pone en pie y se dirige hacia los riscos sin volver la cabeza a los requerimientos de Andrés, que cada vez oye más lejanos. Decidida, emprende la ascensión para pasar a la otra cala… La empresa es más difícil de lo que parecía, porque algunas piedras son completamente lisas y resbaladizas, y en otras las aristas son puntiagudas y se clavan, inmisericordes, en las palmas de sus manos. De todos modos, ni loca va a volver atrás: eso sería como ceder ante aquel mamarracho que es incapaz de conocer sus deseos. Llorosa, con motas de sangre en las manos heridas, mira hacia arriba: sólo quedan un par de rocas para acabar el ascenso; el viento ondea el pareo, las nalgas se ofrecen en todo su esplendor a la vista de cualquiera, incrustada la braguita del biquini en la raja del culo.

La subida ha sido penosa, pero peor será la bajada, que realiza a trompicones, dejándose un morado aquí y allá hasta que, por fin, llega a la otra pequeña cala.

8. Violación

A pesar del frío de la humedad, Laura está sudando; el cabello rebelde a la coleta de caballo se pega en sus sienes y en sus mejillas. Se acomoda la braguita y el sujetador del biquini bajo el pareo. Se empuja las gafas hacia atrás.

La cala es pequeñísima, diminuta. Le parece ver unas huellas de pisadas, se acerca. El viento pega el pareo en su cuerpo, realzando todo aquello que tiene de femenino. Sí, son huellas de pisadas, observan sus ojos tras los cristales de las gafas…

  • ¡Eh! ¡Tú!

Casi se mea: ¡vaya susto! Hay allí dos hombres rubios, altísimos y muy fornidos, o eso le parecen. No sabe qué hacer. Uno se le acerca, sus ojos azules la atraviesan:

  • ¿Qué haces aquí?

Ahora no sabe qué decir; se queda muda. El otro hombre levanta la mano… no… no puede ser… el bofetón la envía al suelo… las gafas vuelan:

  • ¡Contesta, joder!

La mejilla duele mucho; todo es borroso y más por la noche. ¡Cómo duele el golpe! Se acaricia con la mano… no hay sangre…

  • Me he perdido – un hilo de voz sale de su boquita cuando intenta levantarse; una mano la coge con violencia del brazo:

  • ¡Aquí no perder…!

  • ¿Qué pasa, Mika? – es una voz española, distinto el tono a la que ha oído hasta ahora.

Bruscamente, el rubio la obliga a levantarse:

  • Ésta… aquí…

Se acerca una silueta; Laura no es capaz de distinguir bien sus rasgos. Alarga el brazo y le arranca el pareo:

  • ¡Bah! Una tía cualquiera… No vale mucho, pero tiene buenas tetas. Haced con ella lo que queráis, pero… no quiero rastro alguno.

Un sudor frío, hijo del terror, se apodera de Laura mientras del brazo se ve empujada hacia lo que parece, a su visión borrosa, una hendidura entre las rocas. Se revuelve, intenta girarse hacia el español:

  • ¡Por favor, oiga, por favor! – chilla, meneándose tetas y cola de caballo. Pero aquél no la escucha: parece pendiente de un sonido semejante a un motor fueraborda. Laura, en un esfuerzo sobrehumano, consigue detener a su acompañante:

  • ¡No se atrevan! ¡Soy policía!

El miedo es un mal consejero; las agudas palabras de la inspectora han restallado como un látigo en la noche. El rubio se detiene, petrificado; el otro deja de otear el mar y se vuelve hacia la pareja con una sonrisa cínica, peligrosa:

  • ¿Policía? – pregunta, y con paso decidido se acerca - ¿policía? – repite, cogiéndola con brutalidad de las mejillas con su mano - ¿Eres policía, hija de puta?

En un movimiento instintivo, de autodefensa, le endilga la rodilla en la entrepierna; el que parece español emite un grito y se dobla sobre sí mismo. Lamentablemente, el rubio no la suelta por mucho que ella se debate, sino que aprieta con más fuerza sus brazos:

  • Puta, maldita puta – masculla en sus oídos, para luego gritar - ¿Cómo estar, señor Piñeiro?

Éste está de rodillas sobre la arena, con las manos en sus partes nobles, el rostro demudado de dolor… Poco a poco se recupera y se levanta. Sus ojos transpiran odio:

  • ¡Abre las piernas! – aúlla.

Una presión en el culo la obliga a separar los muslos; la punta de la bota se dirige certera, salvaje, a su coño y en él hunde la braguita. Laura ve las estrellas, chilla como una condenada, pero, al contrario que su agresor, no puede doblarse ni menguar su dolor porque los brazos del rubio se lo impiden. Copiosas lágrimas resbalan por sus mejillas.

Piñeiro, que todavía se acaricia la entrepierna, ladra ahora:

  • ¡Folladla aquí mismo, mecagüen la hostia, aquí mismo!

El rubio la empuja sin contemplaciones y cae de cara en la arena, casi se ahoga de la que entra en su boca. Tose, escupe, gira la cabeza e intenta levantar el torso con sus brazos, pero un pie en el cuello se lo impide. Unas manos arrastran la braguita del biquini hasta que desaparece por sus pies, un brazo en la cintura la obliga a arrodillarse, nalgas y coño dolorido quedan como cimas, recibiendo el envite del viento.

No puede moverse; el pie empuja más y más hundiéndola en la arena, unos dedos hurgan con violencia en su coño aumentando su dolor… Se siente penetrada, es una polla dura que le arranca gemidos de sufrimiento.

Intenta escupir la arena que, sin piedad, se acumula en su boca; manos en sus muslos, la verga entra y sale de su cueva hasta que nota el riego del semen, que ocupa su interior y se desboca por los labios del chocho en regueros que mojan sus piernas. Laura llora mancillada, pero a nadie le importa.

El instrumento abandona el reducto, pero sin mediar un segundo algo, un dedo quizá, se incrusta en el ojete del culo. La arena que se empeña en ahogarla impide que un pavoroso chillido surja de su boca: algo más grueso pugna salvajemente por sodomizarla y ella se revuelve como una loca, pero el pie aprieta más y más hasta casi romperle el cuello… El esfínter se dilata para recibir el objeto que desflora su última virginidad… Duele, duele mucho… Regueros de lágrimas inundan sus ojos, cerrados con fuerza para impedir los granos de arena… Dios mío… Se siente morir partida en dos… Al final siente el bombeo que anega su culo… Sin fuerzas, rendida, cuando el sodomizador la abandona, se deja caer.

Andrés, Javier y Jenny han sido testigos, anonadados, de todo el proceso: se encuentran en la parte superior de los riscos, adonde han llegado por un camino mientras iban en busca de Laura.

Jenny, aterrada por la brutalidad de los contrabandistas, tiene una idea:

  • ¡Javier, corre al coche y trae los siete faros que hay en el maletero!

Así lo hace su compañero; los negros ojos de Jennifer se dirigen a Andrés; sabe que de él no puede esperar nada. Está ahí, como agarrotado, incapaz de reaccionar y repitiendo una y otra vez:

  • Primero, Montse y ahora, esto.

La mirada de la chica se fija de nuevo en la caleta: el paisaje ha cambiado. Dos lanchas motoras acaban de llegar y de ellas están descargando paquetes; el que parece el jefe dirige las operaciones mientras que Laura, el culo carmesí, sigue tendida en el suelo, escoltada por los dos tiarrones rubios. Llega Javier con la caja que contiene los focos.

  • Mira – susurra Jenny -, vamos a distribuirlos lo más alejados posible; luego traemos los cables hasta aquí y los encendemos a la vez; en ese momento gritamos: ¡Alto, policía!

Javier duda:

  • Eso parece muy arriesgado.

  • ¿Se te ocurre algo mejor? – pregunta la chica, molesta.

Javier se encoge de hombros y niega con la cabeza; se alza con cinco focos entre sus brazos y se aleja para situarlos lo mejor que le parece. Jenny hace lo mismo con los otros.

  • ¡Oh, Dios mío, Dios mío! – es la letanía de un Andrés paralizado.

Piñeiro se despide de los de las lanchas, que regresan mar adentro; se dirige ahora hacia sus dos acólitos eslavos. Una mirada de desprecio resbala sobre el cuerpo mancillado de Laura, desnudo si no fuera por la tira del sujetador del biquini.

  • ¡Levántala!

Unas manos en los sobacos la impulsan hacia arriba; el biquini se rompe y las tetas de generoso pezón bailan libres. Sus ojos miopes intentan distinguir al que tiene delante, el escozor del culo es potente, bestial… La mente en blanco, aterrada. El de atrás la agarra de los pechos, que aprieta salvajemente:

  • ¡Aaaaay!

  • ¡Coño! ¿Qué es esto? ¡Pareces un conejo! – sonrisa irónica – No me gusta nada – el puñetazo revienta en su boca. Los dientes se parten, la sangre fluye. « ¡Mamá, mamááá, daño, dañooo!»

De pronto, todo queda iluminado:

  • ¡Alto, policía! – una voz potente y profunda - ¡Estáis rodeados!

Los tres hombres quedan descolocados; les parece que están envueltos por un enjambre de policías. Los rubios eslavos, asustados, no dudan el uno en tirar el arma y el otro en soltar a Laura, que cae como un saco y tiñe de rojo la arena que rodea su cabeza. Piñeiro sigue con la pistola en la mano y la dirige hacia el enmarañado cabello de la chica:

  • ¡La mataré! ¡La mataré! – pero su voz va perdiendo fuerza; en su fuero interno sabe que cometer ahora un asesinato sería la mayor estupidez en la que podría incurrir. Lentamente, deja caer el arma y, al igualque los otros dos, se lleva las manos a la cabeza.