Los casos de J. Mendes: Contrabando (1)

Se inicia el tercer caso de nuestros inspectores.

1. Muerte de un policía

El viento soplaba con intensidad empujando las gotas de lluvia; los árboles que habían conseguido sobrevivir en aquel paraje desolado tomaban las formas más peregrinas azotados por el vendaval. La noche era negra como boca de lobo; a lo lejos, en el mar, los relámpagos parecían querer abrir una brecha en el cielo encapotado; las olas rugían, feroces, y chocaban sin piedad contra el acantilado, levantando nubes de espuma. Hacía muchos años que la Costa da Morte no vivía una galerna igual a finales de agosto.

« ¡Coño! ¡Y me ha tenido que tocar a mí!», aun en sus pensamientos el acento delataba el origen gallego de Samuel Suteliño, inspector de policía de la provincia de A Coruña. Apostado entre riscos y cubierto por un chubasquero, intentaba ver algo con unos prismáticos: ciertamente la misión parecía imposible y a cada momento debía secar las lentes del aparato. Su cabello, negro como la pez, chorreaba, el gorro colgaba inerte en su espalda, sostenido por una cinta en el cuello:

  • ¡Mecagüen la leite! – exclamó, inaudible entre los aullidos del viento.

De pronto, se puso en tensión: le había parecido ver algo en la diminuta cala que se extendía bajo el acantilado donde vigilaba; semejaban dos siluetas que se movían con rapidez y que se dirigían a un punto entre los peñascos.

« ¡Ahí os tengo, fillos de puta! », se sonrió entre chorretones de agua. Por fin iba a descubrir el escondite de aquella banda mafiosa, traficante de drogas… La policía llevaba mucho tiempo tras aquellos desalmados, que siempre conseguían eludir la justicia por falta de pruebas y por unos buenos abogados pagados por la familia…

« ¡Ah, carallo! – rebuscó en su anorak -. De ésta sí que no os escapáis, Piñeiros cabrones.

La pantalla del móvil, protegida con un plástico, brillaba en su mano derecha: era esperar un poco más y pedir refuerzos; tras su llamada, estarían ahí, como máximo, en diez minutos. La lluvia, empujada sin tregua por las rachas del vendaval, golpeteaba su cara, que iba secando como podía con el dorso de la mano izquierda; en ella seguía sosteniendo los prismáticos y, de vez en cuando, enfocaba las siluetas para no perderlas de vista.

Le pareció que se metían entre dos rocas: ¡ahora era el momento! Empezaba a marcar un número de teléfono cuando, de pronto, oyó a sus espaldas:

  • ¡Levanta, cabrrrón!

Dio un respingo, « ¡mecagüen! ». Se volvió lentamente: ahí, detrás de él, cubiertos también con chubasqueros y gorros, había tres tipos. Levantó los brazos para que vieran con toda claridad lo que llevaba en sus manos; intentó aparentar tranquilidad:

  • ¿Qué ocurre, señores?

  • ¡No muevas! – el suyo era un acento eslavo. ¡Madre de Dios! ¡Los tres eran unos tiparrones enormes! El de menor altura debía de alcanzar el 1,90. Uno de los compañeros del que había hablado se acercó a él, apuntándole, como los demás, con una pistola. Rezongando bajo la lluvia incesante, lo cacheó con la mano libre.

  • ¡Fara arme!... ¡Nu! – sonriendo como una hiena, el ruso o lo que fuese se había apoderado de su arma - ¡Fiu de catea!

Estaba perdido, lo sabía… Aquellos debían de ser acólitos de los Piñeiro; intentando disimular, iba marcando números en el móvil con el pulgar… ¡Sólo faltaban dos! Lamentablemente, el que llevaba la voz cantante se dio cuenta:

  • ¡¡Mobil!!

El que estaba a su lado le arreó un culatazo terrible: móvil y prismáticos cayeron a la vez que él sobre el suelo rocoso. Aquél se agachó a su lado:

  • Kaput – silbó entre dientes mientras con la mano izquierda imitaba el gesto de cortar el cuello.

El jefe del grupo indicó a su compañero que se apartara y luego le hizo señas con la pistola:

  • ¡Levanta, cabrrón! ¡Levanta y camina… allí! – apuntaba al acantilado.

Samuel se levantó como pudo y escupió sangre; el otro se le había acercado y le ponía la pistola ante los ojos:

  • ¡Manos cabeza! ¡Anda! – mirada azul, fría como el hielo.

El policía, con las manos anudadas detrás de la nuca, se acercó al borde del precipicio. Resonaron dos tiros. Su cuerpo cayó como un muñeco en la arena de la cala… unos cien metros. Los tres eslavos empezaron a descender por entre las rocas: se había de echar el cadáver al mar. El viento seguía aullando y empujando las gotas de lluvia.

2. Jennifer y Javier

Jenny estaba sentada en el sofá, piernas cruzadas en tijera, con un netbook entre las rodillas; sus grandes ojos negros, fijos en la pantalla, mostraban señales de irritación: desde que había cambiado de operador tan pronto tenía conexión a Internet como no tenía, y eso la sacaba de quicio, pues aquel era uno de los días sin conexión.

Vestía una camiseta blanca de tirantes, cuyo escote redondeado permitía ver el nacimiento de sus senos y cuyo final no llegaba a cubrir el extremo de la braguita roja que envolvía los labios del coño. Se había teñido el cabello con una pátina de color castaño claro que contrastaba poderosamente con el tostado de su piel; la larga melena escapaba a veces, rebelde, de sus orejas y Jenny se veía obligada a recogérsela en un gesto mecánico.

Agobiada, suspiró y dejó el portátil sobre la mesilla; codos en sus muslos, descansó sus mejillas sobre las palmas de las manos, pensativa. ¡Vaya mierda de operador! ¡No podía chatear, ni colgar nada en su muro ni siquiera acceder a su correo del trabajo! El ambiente silencioso de su saloncito, decorado con figuras y cuadros que denotaban su naturaleza femenina, se veía compensado por la música a bajo volumen del último disco de Black Eyes Peas.

Se echó hacia adelante y cogió un vaso de zumo de naranja que descansaba sobre la mesilla; al primer sorbo se oyó un breve graznido que provocó una sonrisa: ¡el agaporni! Volvió el rostro al extremo derecho del salón, donde una jaula de pie mantenía cautivo al pájaro. Se levantó y se dirigió a él, el vuelo de la camiseta bailoteando en sus nalgas.

  • Bonito, bonito, bonito – canturreó. Era su última adquisición y no pensaba cejar hasta conseguir que el agaporni soltara alguna palabra -. Bonito, bonito, bonito.

Nada; el pájaro la miraba inexpresivo. Debía tener paciencia, ya le habían dicho en la tienda que aquello no era un loro. Regresaba al sofá cuando sonó el interfono:

  • ¿Sí?

  • ¡Jenny! Soy Javier. Abre.

Así lo hizo y, con los brazos en jarras, se aprestó a esperar a que llegase su compañero: ¡no iba a abrir la puerta y permitir que la viesen de esa guisa los vecinos! Sonó el timbre y abrió manteniéndose oculta tras la puerta:

  • ¡Pasa!

Javier entró, camisa de lino de ancha manga corta colgando sobre un vaquero, y, cogiéndola de la nuca, la estampó un potente y sonoro beso que casi la deja sin respiración.

  • ¡Coño! ¿Qué te has hecho en el pelo? ¡Si pareces Jennifer López! – exclamó admirado, observándola con sus ojos azules.

  • ¿Jennifer López? – preguntó sonriente - ¿No me dirás que Jennifer Mendes no es más guapa que Jennifer López?

  • Claro que sí, mi sudaquita – la atrajo hacia sí, tomándola por la cintura; la otra mano se posó en una nalga y uno de los dedos hurgó bajo la braguita.

  • Uuummm – gimoteó Jenny - ¡No empieces!

Los ojos de Javier se abrieron de par en par:

  • ¡Hostias! ¿Qué es ese pajarraco?

  • ¡Qué pajarraco ni qué ocho cuartos! – exclamó ella, molesta porque el dedo se había detenido en su exploración - ¡Es un agaporni, chaval!

Él la soltó y se dirigió hacia la jaula:

  • ¿Y eso habla?

  • Pues claro que habla – iba detrás -. Pero es muy joven y aún no dice nada.

Javier se volvió bruscamente:

  • ¡Vaya chorrada! ¿Qué pasa? ¿Te recuerda tus orígenes?

Una ola de irritación anegó el corazón de la inspectora: ¿cómo podía ser tan desagradable?

  • ¡Oye! ¿A qué cojones has venido?

Javier se dio cuenta de su enfado:

  • Perdona… No te sulfures. ¿Puedo sentarme? – sin esperar respuesta se dirigió al sofá y se sentó en él, piernas abiertas. Jenny se sentó a su lado, piernas muy juntas.

  • Estoy agobiado, pequeña – miraba fijamente hacia el televisor que encaraba el sofá.

  • ¿Y eso?

La miró; ¡Dios mío! ¡Cada día estaba más bueno! En movimiento de aproximación puso sus manos sobre el muslo izquierdo de su compañero.

  • ¿No has leído el correo? – esbozó una sonrisa mientras acariciaba sus brazos - ¡Vaya ganas de trabajar!

  • No me hables de correos ni de Internet – mohín de disgusto, las piernas se cruzan, una sobre la otra -. Dime, ¿qué ocurre?

  • Anselmo… Nos quiere ver de nuevo a los tres – suspiró - ¿Cuánto hace del caso Tortuga?

  • Uf… no sé… ¿un par de semanas?

  • Ya ves – ahora sus manos discurrían por la pierna de Jenny, cuyos ojos seguían, picarones, la evolución del paquete de Javier - ¡Un par de semanas! ¡No podemos ni respirar, coño!

Ella le dio un amable cachetito en el muslo:

  • ¡Venga, mi amor! ¡No te agobies ahora! Aún no sabemos de qué se trata…

  • ¡Bah! – exclamó él – Más trabajo, fijo. ¡Y este fin de semana empieza la liga! ¿Quién me mandaría a mí – sonrisa – meterme en berenjenales – la mano se dirige a la braguita – con una sudaquilla tan rica?

  • ¡Eh! – dijo Jenny - ¡Alto, chaval! – apartándosela de sus intimidades – Venga, que te traigo una cerveza.

Se levantó y se dirigió a la cocina; de la nevera sacó una lata, la abrió y regresó junto a Javier:

  • ¡Oye, chico! – dijo – Abre más las piernas, que he de dejar la lata sobre la mesa.

Ahí se colocó, dando la espalda a Javier; se agachó para depositar la cerveza y la camiseta descubrió a los cercanísimos ojos de su compañero unas turgentes nalgas ceñidas por una braguita que perfilaba los labios del coño.

  • ¡Hostias! – exclamó aquél, que la cogió de la cintura y la hizo sentar con brusquedad en sus rodillas. Le hablaba ahora al oído - ¿Sabes que eres una putita? – sus manos ascendieron hasta magrear las tetas - ¡Coño! ¡Sin sujetador! – susurraba - ¡eres una pequeña furcia, mi sudaquita!

Experimentando ya sensaciones de placer en su bajo vientre, ella volvió la cabeza hasta dejarla a escasos centímetros de la de Javier:

  • Oye…

No pudo decir nada más: el beso con lengua casi la dejó sin respiración.

3. Testigo de sodomía

Jonatan  subía los escalones de dos en dos, silbando; procuraba, en lo posible, mantenerse en forma desde que había superado con éxito la rehabilitación. Era joven, pero a punto había estado de sucumbir a las drogas… Por suerte, un alma caritativa lo recogió un día de la calle y eso supuso su salvación. De todos modos, la cosa estaba jodida: en casa nadie trabajaba y, si podían comer algo, era gracias al clan gitano del que provenía su madre. ¡Vaya mierda! En el rellano del tercer piso llamó su atención una puerta entreabierta que despedía un haz de luz. Se acercó sigilosamente; sabía que allí vivía la sudaca aquella… ¡Estaba buena la gachí! Ahora bien, él sólo tenía 19 años… era un crío a su lado. Le gustaba mirarla por cómo vestía… claro que sí… que vean los cristianos lo que se comerán los gusanos… o algo así.

Empujó con suavidad la puerta y metió la cabeza: parecían oírse gemidos, pero no estaba seguro. Su instinto callejero le impulsó a entrar y a andar silencioso hacia el salón. Ahora estaba claro… eran gemidos y suspiros… provenían del sofá. Con la mano derecha se palpó el trasero… sí… ahí en el bolsillo llevaba la navaja… nunca se sabe. Poco a poco fue dirigiendo sus pasos hacia los jadeos y, cuando llegó al lugar del que provenían, se detuvo pasmado y con la boca abierta: ¡hostias! El culo de la sudaca estaba ahí, ante sus ojos, y debajo de él, entre los muslos, reposaba la cabeza de un tío cuyas boca y lengua le estaban trabajando el coño chorreante… Para mayor alucine, su vecina chupaba a su vez la enorme polla de aquel gachó y se la veía disfrutar como una posesa meneando el culito y las tetas de prominentes y erectos

pezones.

Jamás en su vida había visto con tal precisión de detalles los labios de un coño; en ellos, lametones y mordisqueos de aquel tipo, cuyas mejillas brillaban por efecto de los flujos vaginales. Su propia polla reclamó su atención: se había endurecido de manera espectacular; se llevó una mano al paquete y emitió un brevísimo gemido… Los ojos permanecieron como imantados en la boca de su vecina: subía y bajaba metiéndose enteramente aquel portento de pene.

Jonatan se desabrochó el pantalón y sacó de él un miembro mediano, pero duro y con el glande al descubierto; primero con suavidad y luego con más ahínco empezó a masturbarse mientras disfrutaba de aquel espectáculo…

Se oyó la voz de la chica:

  • ¡Espera, Javier! ¡Estás a punto de correrte!

Rápidamente, con la verga aún en la mano, Jonatan se escondió tras una silla tapizada: seguía teniendo visión de aquel 69 que empezaba a separarse… La vecina había apartado el empapado chocho de la boca del joven rubio y se mantenía en posición de rezo mahometano, culo al aire, nalgas a la vista. El chico se arrodillaba ahora, meneándose el miembro con una mano y con la otra abriendo boquete en el coño.

  • ¡Un momento! – jadeaba la mujer - ¡Abre el cajón de la mesilla!

El rubio tenía en la mano un pote de vaselina.

  • Ahora sí que podrás - ¿era urgencia lo que teñía la voz femenina? -. Ya sabes…

Jonatan notó que el grosor de su polla aumentaba a la par que el hombre untaba con cierta violencia (así parecían indicarlo los gemidos) el ano de su vecina. ¡Impresionante! La verga pugnó con éxito por introducirse en aquel agujerito. La chica meneaba el culo con fruición, las manos del rubio firmes en su cintura… ¡Santo Dios! El pollón se incrustó totalmente provocando un leve chillido de la sudamericana y se volvió a iniciar un vaivén espectacular.

¿Era sangre aquello que corría por la rajita del culo? ¿Era…? ¡No! ¡Nooo! Jonatan empezó a eyacular con fuerza; chorros de semen cayeron sobre el tapizado de la silla y sobre la moqueta… Poco a poco la manguera fue menguando, pero, a su vez, el joven sodomizador  llevó sus manos al cuello de la vecina y con un vaivén terrorífico empezó a chillar:

  • ¡Ya! ¡Ya! ¡Yaaaaaa!

Jonatan, con la polla vencida aún en su mano, era consciente de que el polvo llegaba a su fin. Con rapidez, volvió a abrocharse el pantalón y decidió largarse de ahí… El rubio, destrozado, había caído sobre la espalda de la sudamericana. De regreso a la puerta vio un bolso; sin dudarlo un instante, se lo llevó con él.

4. Laura y Andrés

Laura, sentada en la tapa de la taza del WC, se suena la nariz con rotundidad: acaba de llorar y es testigo el rímel que desciende de sus ojos. Se levanta, abre la tapa y tira el papel higiénico, envoltorio de sus mocos. Después, se quita las gafas y se mira al espejo con la intención de limpiarse: de acuerdo, no es una belleza, pero tampoco una fealdad; su rostro redondeado de mejillas sonrosadas, los ojos grandes, muy grandes, marrones, los labios carnosos… siempre intenta mantenerlos juntos, pero, a la menor abertura, unos enormes dientes centrales parecen ocupar toda la boca… Hoy no lleva moño, ni coleta, como es su costumbre, sino una arreglada y ondulada melena castaña que cae como una cascada sobre sus hombros, cubriendo casi unos largos pendientes de plata, en combinación con un collar que realza su delicado cuello.

La camiseta blanca, sin mangas, con escote redondeado realzado por volantes, iguales a los de su faldita de ancho canesú que llega a medio muslo constituyen la vestimenta que había escogido para aquel día especial en el que, por fin, conocería a los hijos de Andrés.

Sin embargo, nada ha salido como había planeado; se sonrió, triste, con su dentadura de conejo, puestas ya las gafas, limpia la cara. La niña, Montserrat, de 10 años, se había quedado con su madre; el niño, Marcel, de 13 años, no había podido escapar. ¡Cuántas veces su difunta madre había intentado enseñarle a cocinar y ella, ardores juveniles, había huido de su lado como alma que lleva el diablo!

¡Dios mío! ¡Vaya desastre de tarde y noche! El chaval llegó rebotado, con ganas de pelea: arisco, huraño, no había hecho caso ni siquiera a las reprimendas de su padre… Es de reconocer que la cena no ha resultado especialmente apetitosa, piensa Laura mientras con una mano bajo la camiseta se acomoda el sujetador, talla 105, pero los berrinches de Marcel habían ido mucho más allá.

Satisfecha con su aspecto, se decide a volver al pasillo, temerosa de que el niño aún esté ahí. Alivio: en el salón sólo está Andrés, arrellanado en el sofá:

  • Cariño – susurra - ¿Y Marcel?

El rostro vulgar del inspector jefe se vuelve hacia ella y la mira con sus ojos de sapo:

  • Está en la cama, Laura – da unos golpecitos a su lado, en el asiento -. Ven aquí.

Así lo hace su compañera; cruza las piernas. Sin embargo, los ojos de Andrés no se apartan del nacimiento de sus senos: ¡aún no ha visto las tetas!

  • Joroba, cariño – dice ella - ¡Qué diantre! ¡Ha sido un asco de cena!

  • Tranquila, mi amor. Ya se acostumbrará.

Laura se vuelve hacia él; los ojos miopes exploran su rostro:

  • Te dije que lo mejor era cenar fuera, te lo dije.

  • Escúchame, Laurita – intenta calmarla -. Es su madre la que lo ha puesto en tu contra – pasa un brazo sobre sus hombros, la besa suavemente en la mejilla – Así que tranquilízate… ¿Quieres que tomemos algo, ahora que por fin hay paz? – sonríe.

Ella sonríe a su vez…, ha de haber calma, ha de resarcirse…, quiere follar, quiere dominar al macho que hay a su lado. Su vida amorosa no ha sido un gran éxito, que digamos.

  • De acuerdo; ¿qué vas a tomar tú?

Andrés la besa de nuevo en la mejilla y se pone en pie:

  • No sé… Un whisky con hielo, ¿y tú?

  • Bueno… pues… lo mismo.

Andrés se llega a un mueble bar, la joya de la corona en aquel piso destartalado, de soltero o, mejor dicho, de divorciado. Mientras prepara las copas, observa a hurtadillas a su compañera: «pobrecita, pero vaya mierda de cena que ha hecho… coño… si yo cocino mejor pero, bueno, esas tetas y esos muslos bien merecen un poco de paciencia… Además, tengo ya 42 tacos… necesito compañía estable… y no es mala chavala.»

Las neuronas de Laura también funcionan mientras desde el sofá sonríe al inspector jefe: tres novios, tres fracasos… el último sonoro, un maltratador… ella misma, recién ascendida a inspectora, con un ojo a la funerala, tuvo que denunciarlo… mala cosa… detenido… orden de alejamiento… llegó a su piso, que encontró destrozado y la pared tiznada de carmín: puta, zorra, guarra… «Es historia; un hombre divorciado, con dos hijos, para una estabilidad que ya me merezco a mis 31 años. Paciencia, Laura, paciencia…, papá me verá felizmente casada… ¡Que me folle! ¡Quiero un hijo!»

Regresa Andrés al sofá con las bebidas; se sienta junto a su compañera y, mientras habla, como sin quererlo, deja una mano, la otra con el vaso, combinando sorbos y palabras, sobre su muslo, empujando imperceptiblemente el vuelo de la faldita hacia el coño:

  • Han llamado de comisaría; mañana Andrés nos quiere ver.

Laura, pálpitos más rápidos en el corazón, le dejaba hacer:

  • ¿Qué crees que será? ¿Otra misión?

Se siente molesta cuando la mano abandona su recorrido y Andrés se echa adelante, hacia la mesilla, para dejar el vaso y coger el paquete de cigarrillos. Enciende uno:

  • Psí, seguramente – contesta entre humo; se vuelve a ella -. Me enteré de que quisiste participar en la anterior misión.

  • Claro que sí – sonríe Laura – y lo volveré a intentar; sois un gran equipo y algo de enchufe tendré, ¿no?

  • Tienes todo mi apoyo – deja el cigarrillo descansando en el cenicero – y mi a…polla – literalmente se echa sobre ella para besarla con deleite. La inspectora no había soportado jamás el olor a tabaco, pero aguanta como una jabata cuando la lengua de su compañero recorre todos los recovecos: ¡no era cuestión de echarlo todo a perder! El ímpetu de Andrés es tal que los dedos hunden con brutalidad la braga en su coño, y la otra mano magrea con determinación una de sus tetas. Entre sofocos y casi sin respiración, la chica acierta a jadear:

  • Espera… espera… - lo aparta con sus manos – Sabes que prefiero la cama… - el estómago revuelto por el aroma del cigarrillo.

  • ¿A qué esperamos? – ansioso Andrés.

Se levantan los dos; Laura, mientras se alisa la falda, dice:

  • Adelántate tú y espérame – coge una bolsa de plástico que había dejado sobre una silla -. Voy al baño y ahora vengo – sonrisa picarona, de dientes de conejo.

Una vez allí, se desviste con rapidez; sujetador y bragas vuelan sobre la taza del lavabo y, completamente desnuda, se dedica a rebuscar en la bolsa: sale de ella un tanga negro que a duras penas consigue cubrir los labios del chochete, le sigue un corsé, combinados los colores rojo y negro, que lleva incorporado un liguero al cual, con cuidado, ata unas medias negras cuya banda de ajuste combina con el corsé. Se mira al espejo y sonríe mientras se ahueca el cabello: «buenas tetas, sí, señora»; se da la vuelta y mohín de disgusto cuando se levanta las carnosas nalgas con sus manos… «Bueno, ¿qué más da? Que se prepare Andrés, que hoy voy guerrera». No puede faltar el toque de las sandalias con tacón.

El inspector jefe alucina cuando la ve entrar en la habitación; está tumbado en la cama, manos tras la nuca, con el pene medio endurecido gracias al trabajo de la imaginación durante la espera: ahora parece cobrar vida y aumenta su grosor.

  • ¡Hostias! – exclama - ¡Estás espectacular!

Laura sonríe complacida y, más segura de sí misma, se acerca provocativamente a la cama; se pone a gatas sobre ella y con su mano izquierda coge la polla, que ahora se ofrece imponente, para empezar a masturbarla con suavidad. Nota la placentera sensación de humedad en el coño; su cabeza baja hacia la de su compañero: una cascada de cabello castaño los envuelve. Sonríe. Parece que con sus dientes va a roer el rostro de Andrés cuando susurra:

  • ¡Vaya misil me llevas ahí abajo!

Andrés no puede más y la coge de los hombros para besarla con ansias. El tintineo de los largos pendientes de la chica acompaña al beso; una de las manos de Andrés fuerza a las tetas a salir del corsé y ahí quedan, bamboleantes, con pezones erectos y generosos. Ambos, uno tras otro, van a parar a la boca del inspector jefe, que los chupa mientras Laura no deja de masturbarlo.

Ella tiene experiencia, pero con el ardor del combate amoroso carece del instinto de Jenny para saber cuándo se acerca la eyaculación masculina; será su compañero quien avisará:

  • ¡Rápido, Laurita! – jadea ansioso - ¡Quítate las bragas y métetela dentro, que no aguantaré mucho más!

  • No he de sacarme nada – responde, sudorosa, a la vez que se sienta a horcajadas sobre el bajo vientre de Andrés: el tanga tiene una abertura central por la que la mano masturbadora hará entrar la polla en su empapada cueva. No hay resistencia alguna, penetra hasta la raíz provocando un poderoso suspiro de Laura, que empieza a menear el trasero. Empuja Andrés en movimiento acompasado arriba y abajo, arriba y abajo, mientras magrea las tetas que una Laura con el tronco echado hacia atrás le ofrece.

Gemidos y jadeos: eso es lo que oye Marcel desde la puerta de su habitación, puesto que acaba de abrir porque no puede conciliar el sueño y se ha levantado. La curiosidad de sus 13 años le impulsa a acercarse al cuarto de su padre, pues de ahí provienen los sonidos. Cuando asoma la cabeza queda impactado al ver cómo el enorme culo de la compañera de su padre (¡una mala puta!, había dicho mamá) agita las carnes de sus nalgas a la vez que una poderosa columna entra y sale de la raja.

Es un niño, sí, pero ya preadolescente, y su pene en desarrollo despierta ante esa visión y empieza a dar tirones bajo el pantalón corto del pijama. Instintivamente se lleva la mano a él y lo que siente es placer al notarlo tan duro y dispuesto a algo que para el chaval es un misterio. La naturaleza hace el resto: Marcel decide esconderse tras la cómoda, sacando un ojo para no perderse detalle, y dejar que la polla surja, dominante, a través de la bragueta del pantalón. Sin ser consciente de ello, la menea y se inicia en el mundo del onanismo.

  • ¡Ahora! ¡Ahoraaaa!

Es una explosión: un chorro de semen inunda las cavidades del coño de una Laura que no para de saltar y menearse, disfrutando como una poseída y corriéndose por segunda vez. Poco a poco menguan el bombeo y los magreos a las tetas. Laura cae rendida sobre Andrés, manteniendo, eso sí, la polla medio fláccida en su coño… ¡Vaya postal para el niño, que se sigue esforzando en descapullar por primera vez su varita!

  • Mmmm… Andrés… Ha sido genial – ronronea la chica.

Se hace un silencio entre los dos, pero se oyen ruidos, sonidos misteriosos que parecen provenir de detrás de la cómoda. Ambos se miran y arquean las cejas. Andrés murmura al oído de Laura:

  • ¿Quién va… tú o yo?

  • Creo que yo lo tengo más fácil – musita a su vez la inspectora, mientras se libra de los pendientes y del collar.

  • El primer cajón de la mesilla – masculla Andrés.

Con sumo cuidado, Laura lo abre y saca una pequeña pistola; descorre el seguro y, pidiendo silencio con el dedo en la boca, suelta de su coño chorreante el ya vencido pene. Desciende de la cama y avanza a gatas, el corazón a mil, las tetas bamboleando sueltas y las carnosas nalgas como espectáculo a los ojos de Andrés. Lentamente, echando hacia atrás de vez en cuando la melena que le molesta, se va acercando a los jadeos, que no cesan…; los labios del chocho y la zona de los muslos que los rodea brillan empapados a la mirada de su compañero. Da un salto al otro lado de la cómoda, apuntando con el arma, para recibir en la boca, tetas y en uno de sus ojos el ataque de un líquido pastoso y caliente, mientras que con el otro ojo ve (su rostro enrojeciendo violentamente) la carita asustada de Marcel.