Los amantes en el paraiso (04: La hamaca)
Estando acostados en una hamaca, encontramos otras variantes para nuestros placeres.
LA HAMACA
La noche estaba bastante calurosa. El aparato de aire acondicionado se encontraba dañado y no fue posible encontrar un técnico que lo reparara, así que estar en la casa se hacía insoportable. Colgué una hamaca, ya que para ello había empotrado unos ganchos en la habitación y, desnudos como estábamos, nos metimos en ella. La curva de la hamaca nos obligaba a estar muy juntos los dos, quedando ella encima de mí, por lo que al poco rato ya tenía la verga bien parada, cosa que la ponía gozosa, pues podía nuevamente disfrutar de sus arremetidas.
Llevando la mano a mi pene, me lo acarició con dulzura, mientras sus labios dejaban la marca de sus besos por todos los puntos excitables de mi piel, los que, dadas las infinitas veces que había experimentado con el cuerpo, tenía detectados con exactitud.
Sus labios se posaban con gran experiencia en el cuello, mi nuca, detrás de las orejas, bajando hasta mis pezones, los que se ponía a titilar con su lengüecita vibrátil, con lo que me enervaba los sentidos y me hacía desear sus caricias por todo mi cuerpo. Mientras tanto, sus delicadas manos no dejaban de jugar con mi pene, acariciándolo dulcemente, irguiéndose en toda su longitud, con ansia de introducirse con violencia en cualquier agujero que se pusiera a su alcance.
Poco a poco fue deslizándose hacia mi entrepierna sin soltarme la verga, hasta que su boca llegó al objetivo, dejando en la cúspide un delicioso beso como emblema de su conquista. Después de besar dulcemente la cabeza, su lengua ágil y vibrátil lamió con delectación todo del cuerpo de mi pene, llegando hasta los huevos, los que lamió y trató de introducírselos en la boca, cosa que no pudo lograr, pues se habían puesto enormes por la gran cantidad de semen que guardaban en su interior.
-¡Qué rica eres!- exclamaba yo retorciéndome de placer.- ¡Sigue mamándome así, mi cielito! ¡Anda, que me gusta mucho sentir tus labios y tu lengua recorrer mi verga! ¡Qué delicioso siento! ¡Chúpala, amorcito! ¡Qué rico! ¡Que mamada tan maravillosa me estás dando! ¡Sigue así, que me encanta que me la mames!
Ella, haciendo caso a mis súplicas, siguió su deleitosa tarea, chupando y lamiendo mi erguido lanzón, el que miraba enamorada, contemplándolo con arrobamiento. Sus labios no dejaban de besar toda la tremenda pieza de carne y se la introducía en la boca con ansias, tratando de meterla toda entera, deslizándola hacia el interior de su garganta, intentando la hazaña de tragársela en toda su extraordinaria extensión.
Casi consiguió meter las tres cuartas partes de mi pene en su garganta, pero tuvo que desistir de su intento de tragarla toda, pues el inmenso pedazo de carne le obstruía completamente las vías respiratorias, lo que la obligó a retirarse compungida, por haber fracasado en su deleitoso intento.
Cuando dejaba de mamar o lamer mi pene, lo llevaba hacia sus senos para frotar con él los erguidos pezones, conservándolo después entre sus tetas para frotarlo contra ellas, en una masturbada que me producía la sensación de tenerla en la rajada de sus nalgas, entre cuyas paredes gozaba yo de lo lindo. Aquel frote de mi verga con sus senos, venía a aumentar las agradables sensaciones que me producía. Yo movía mi cuerpo con movimientos de jodienda, metiendo y sacando mi verga de la unión de sus senos, como si la estuviera penetrando por las nalgas.
Después de este simulacro de enculamiento, llevó mi verga nuevamente a su boca y, acaballándose sobre mí, puso entre mis labios su hermoso coñito adornado por un perfumado mechón de oscuros pelos, que fue atrapado por mí de inmediato.
Al estar mamando nuestros sexos observamos que, dada la forma de la hamaca, cuando ella avanzaba su cuerpo hacia delante o hacia atrás, al meter o sacar mi pene de su boca, se imprimía un movimiento como cuando se está sentado en una mecedora, lo que hacía que mi boca se sepultara más en su coño, al avanzar su cuerpo hacia delante para tragarse mi pene. Pronto acoplamos nuestros movimientos hasta alcanzar un maravilloso efecto de mecedora, que nos tenía encantados.
El agradable aroma de su coño me excitaba intensamente y hacía que ansiara su cercanía para poder gozar con el delicioso sabor de sus jugos vaginales, que trataba de extraer de lo más profundo de su panocha, haciéndola retorcerse de gusto con la introducción de mi lengua en su revenido interior.
Tuve que pedirle que suspendiera su espléndida mamada, pues sentía que no podría detener el chorro de leche que pugnaba por salir de mis hinchados cojones y, bajándome de la hamaca, me senté sobre la alfombra, haciendo que ella echara las piernas fuera de la hamaca, para seguir mamándole su rico coñito.
Al tenerla en esta posición, llevé de nuevo mis labios a su coño y seguí mamándolo mientras mis manos atrapaban sus nalgas a través del tejido de la hamaca. Seguí mamando aquel divino coñito hasta que sentí que mi verga se había curado de aquel primer intento de venirse, y procedí a acomodarla adecuadamente, levantando la hamaca para ponerla a ella al alcance de mi verga, graduando la altura.
Una vez que comprobé la altura conveniente, acerqué mi robusto pene a la entrada de su bien lubricada vagina, dejándole ir hacia el interior toda la longitud y grosor del flamante pene, que se deslizó hacia adentro sin encontrar más obstáculo que la deliciosa estrechez de las paredes vaginales, que se contrajeron al sentir el paso del invasor, que avanzaba con firmeza por aquel túnel, en el que quedó sepultado completamente a la segunda arremetida.
Ya perfectamente acoplados, tomando sus caderas y quedándome inmóvil, en vez de avanzar o retroceder yo, mecía la hamaca de atrás hacia delante y viceversa, con lo que conseguía que mi pene entrara y saliera del revenido coño sin que tuviera que esforzarme. Así estuvimos por largo rato disfrutando de esta jodienda semi-estática, que me permitió reservar fuerzas para entregarme con más bríos a estas deliciosas actividades.
Tomando sus piernas, las subí a mis hombros, dejándola completamente a merced de los ataques que inició mi pene con un violento empujón, que lo hizo avanzar hasta la propia matriz. Ella se quejó cachonda ante lo brusco de la introducción, suspirando de gusto cuando sintió al invasor alojarse hasta el último reducto de su fortaleza.
Teniéndola ensartada en lo más profundo de sus entrañas, comencé mis movimientos de jodienda, lentamente primero, para ir aumentando gradualmente la velocidad, mientras ella acoplaba sus movimiento a los míos, arqueando el cuerpo para ir en busca de mi pene, que se movía sabrosamente en su interior.
-¡Eso, mi vidita!- exclamaba ella sintiendo llegar la gloria.- ¡Sigue así, mi amor! ¡Jódeme como tú sabes hacerlo! ¡Que sienta la rudeza de tu verga en el interior de mi vagina! ¡Anda, muévete rápido! ¡Jódeme! ¡Destrózame por dentro! ¡Quiero sentir como me rompes el coño! ¡Métela más! ¡Ay, qué delicia siento! ¡Qué maravilloso es esto, mi amor! ¡Sigue jodiéndome así! ¡Que yo sienta así tu hermoso pene toda la vida! ¡Lo adoro! ¡Lo idolatro! ¡Cómo gozo con él, mi amor! ¡Anda, clávamelo hasta el fondo! ¡Ay, qué delicia!
Y mis ataques hacia aquel apretado coñito se multiplicaban, hundiéndome deliciosamente en aquellas cálidas entrañas que recibían mi pene sin arredrarse ante su pujanza y grosor, envolviéndolo y acariciándolo con aquellas paredes tibias, que se forraban sobre él con inmenso cariño.
Doblándola completamente, alcancé a besar sus labios, succionando su boca, buscando atrapar el alma que se le escapaba para dar cabida a su deleite. Después besé su cuello y su nuca y le introduje la lengua en las orejas, mientras ella me acariciaba la nuca y la espalda.
Una de mis manos atrapó sus tetas, y después de masajearlas alternativamente con gran rudeza, apreté fieramente los pezones, buscando producirle algún dolor, pero en su rostro excitado sólo podía ver la sonrisa maravillosamente extasiada, que pintaba su cara el placer que le proporcionaban mis torturantes caricias.
Mientras la besaba y acariciaba, mi pene no había abandonado ni un segundo su placentera labor, y entraba y salía de aquel coño peludo y cachondo, imprimiendo un ritmo cada vez más apresurado, mientras ella se removía debajo de mí, todo lo que le permitía la presión que ejercía mi cuerpo sobre ella.
Sintiendo llegar el cansancio a mi cuerpo por la tensión de estar jodiendo de pie, bajando sus piernas de mis hombros y tomándola por las caderas, la levanté y procedí a recostarme en la parte lateral elevada de la hamaca, con lo que quedaba semi-acostado, mientras ella quedaba sobre mí con la verga enterrada en el coño y las piernas colocadas de manera que la hamaca quedaba en medio de ellas. En esta posición descansaba yo, mientras ella cabalgaba sobre mí, apoyando los pies en el suelo, con lo que podía controlar la entrada de mi pene, que le hurgaba los lugares más sensitivos del interior de su hambriento coño.
Ella se apoyaba en mis hombros, mientras yo acariciaba sus nalgas, sobando deleitosamente aquellos globos de carne morena, mientras mi boca iba al encuentro de sus agresivas tetas para mordisquearlas. Cuando la vi encenderse nuevamente de placer, mis manos comenzaron a palmetear con saña sus nalgas, dándole rudos manotazos cuyos efectos iban a repercutir en el coño, que me apretaba tremendamente la verga, lo que me hacía golpearla más fuerte a fin de sentir la acción de su vagina sobre mi pene, que se removía gustosamente en aquel estrecho túnel. Después de un rato de este castigo, llevé mi mano derecha hasta la hendidura de sus nalgas y recorriendo toda su rajada posterior, encontré su anito delicioso, en el que posé mi dedo índice y con un leve empujón, hice penetrar una falange, para después introducirlo completamente. Ya alojado en aquella argolla de carne, mi dedo jugueteó en su interior, metiéndolo y sacándolo como si fuera un pene delgado y pequeño, pero que le llegaba a producir sensaciones placenteras que repercutían en su coño.
¡Así, mi cielo! ¡Dedéame el culo! ¡Ay, qué dulzura de dedos tienes! ¡Cómo me llenas de placer! ¡Anda, encúlame con tu dedo! ¡Métemelo todo, papacito!
Así exclamaba poseída por el tremendo placer que sentía al ser atacada por sus dos entradas sexuales, mientras mi mano izquierda seguía azotándola para llevarla al éxtasis.
Sus bruscos movimientos hicieron que mi verga y mi dedo salieran de los conductos atacados, yendo mi pene a posarse en su ano y ella, como aceptando esta jugada del destino, dejó que mi pene se introdujera en su culo, abriéndose las nalgas con las manos, para conseguir una penetración completa.
-¡Ahí! -exclamó- ¡Déjala ahí! ¡Métela bien, mi amor! ¡Deja que se introduzca hasta el fondo! ¡Ay, qué gusto me das! ¡Si supieras como me fascina que me tengas clavada por detrás! ¡Qué ricura de verga tienes! ¡Ensártamela toda! ¡Anda, muévete! ¡Quiero sentir como se agita en el interior de mi culo! ¡Anda, rico mío! ¡Dámela toda que quiero morirme de gusto con ella adentro!
Cumpliendo tan placenteras peticiones, le dejaba ir la verga hasta lo más profundo de sus entrañas, levantando el cuerpo para penetrarla, con un deseo inmenso de poder hacerla más larga para penetrarla más y más adentro. Ella se removía de gusto dejándose caer sobre mis huevos, los que servían de muelle a sus nalgas, cada vez que se enterraba deliciosamente mi verga en las profundidades deleitosas de su conducto posterior.
Llevando mi boca a sus tetas, me puse a mordisquear los pezones, para luego proceder a morder con saña los senos, dejando en ellos las huellas de mis dientes, mordiéndola en tal forma, como si quisiera quitarle un pedazo de aquella carne ardiente, que se removía sobre mí y provocaba mi placer, al grado de hacerme perder el control de mis actos, para convertirme en una fiera capaz de hacer daño, pero sólo hasta donde ella lo permitiera, pues en esa comunión de dolor y placer, ella llegaba a elevarse espiritualmente hasta el éxtasis, lo que provocaba en mí una enorme satisfacción de los sentidos; era algo así como introducir el alma en otra dimensión, como descubrir el paraíso puestos los pies sobre la tierra.
Y en aquel maremagnum de pasiones tormentosas, nos encontrábamos sumergidos los dos, dejando el cansancio a un lado, olvidándonos de él, únicamente para vivir entregados a los deleites que nos producía el abandono de nuestros cuerpo, buscando la unión de nuestros espíritus, elevándonos al cielo de la dicha.
Como lo puse a mano por si se ofrecía, tomé el pene de látex que nos había servido en otra ocasión y, accionando el interruptor lo puse en movimiento, para después llevarlo a su coño, procediendo a introducirlo en él con gran deleite de ella, que llevó su cuerpo, casi desensartándose de mi verga, para facilitar mi labor, que concluí al dejársela completamente metida en el revenido coño, en el cual empezó a avanzar y a efectuar los movimientos de jodienda como si fuera un verdadero pene.
Ella se encontraba feliz con la intromisión de este nuevo personaje en nuestra lúbrica actuación y gozaba de lo lindo, con mi verga sumergida en su ardiente culo, mientras su coño era hollado por aquel instrumento mecánico, que venía a suplir la falta de otro pene en nuestra jodienda.
-¡Qué cosa más hermosa! ¡Qué rico siento! ¡Es una delicia sentirse atravesada así por los dos lados! ¡Eres maravilloso! ¡Qué hermoso eres al pensar en mí cuando conseguiste este maravilloso pene! ¡Pero no se compara con el tuyo, pues ese lo siento más vivo dentro de mí! ¡Anda, mételo! ¡Muévete más! ¡Encúlame más profundamente, vida mía! ¡Ay, quiero gritar de placer! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Me vengo! ¡Qué delicia! ¡Mmm!
Y aflojando su cachondo cuerpecito, se dejó caer sobre mí, mientras dejaba escapar de su coño las energías liberadas por el intenso orgasmo, que fue el inicio de otros no menos placenteros, mientras mi verga, incapaz de resistir más la presión de la leche retenida por tanto tiempo en el interior de mis huevos, la liberó, dejando que escapara en ardientes chorros como lava, que inundaron totalmente los intestinos en un enorme torrente, que fue perdiendo poco a poco su fuerza, a medida que mi pene iba perdiendo su erección, pero no totalmente, para conservarse lo suficientemente erguido como para seguir guardado en aquel estuche sin abandonarlo, mientras nuestros cuerpos agotados, se mecían satisfechos en aquella hamaca con la cual experimentamos estas nuevas posturas, que nos hacían disfrutar más intensamente de nuestras jodiendas.
Mientras tanto, el cansancio hizo presa de nosotros y nos hundió en la laxitud del sueño, en el que seguimos jodiendo entre nubes de algodón y alcobas de seda de las Mil y Una Noches.